La iglesia Santa María Sopra Minerva es una de las grandes
iglesias de la ciudad de Roma. Una fachada muy austera, prácticamente un
paredón, da acceso a un templo gótico de tres naves, con las bóvedas pintadas
de azul y hermosos frescos de ángeles músicos o adoradores. Es la principal
iglesia de los dominicos en la Ciudad
Eterna. Cargada de historia, cargada de sepulcros de ilustres
yacentes, cargada de riquezas artísticas; sin duda, la obra más extraordinaria es el
Cristo Redentor de Miguel Ángel. Una impresionante anatomía, una belleza
sobrecogedora, en ese Cristo de mirada humilde, pero regia. Miguel Ángel parece
repetir en mármol blanco las palabras del salmo: “Eres el más bello de los hombres”.
Bajo la mesa del altar está enterrada Santa Catalina de Siena, la gran santa
dominica, una de las mujeres que más han iluminado el orbe católico. Mística y batalladora
a la vez, religiosa y política a la vez. A fuerza de rezar, de suplicar y de importunar logró
que el Papa volviese a Roma, después de un largo exilio en Avignon. A Catalina de Siena y a Teresa de Ávila les cupo
el honor de ser las primeras mujeres a las que la Santa Sede nombró ‘Doctoras
de la Iglesia Unversal’.
En Santa María Sopra Minerva está también el humilde
sepulcro de uno de los más grandes pintores de la historia, fra Angelico,
también dominico.
La iglesia estaba en penumbra cuando yo entré. Al acercarme
al presbiterio, vi que una mujer salía de la sacristía. No sé por qué pensé que
no era ni una turista ni una parroquiana más, sino alguien de la casa. Y no sé
tampoco por qué tuve el impulso de preguntarle si sabía dónde se encontraba la
tumba del cardenal Clemente Micara.
- Creo responderle que sí, aunque hace ya algún tiempo que no
me detengo en esa capilla, pero me acompañe y ya veremos -me contestó.
Cruzamos a la nave
opuesta y directamente se encaminó hacia una pequeña capilla, situada en la
nave de la Epístola
y no lejos del presbiterio. Una capilla algo oscura. El acceso a la misma se
hallaba interrumpido por un lampadario donde no ardía ninguna lamparilla.
- “Ahí es, -me dijo. ¿Lo conocía?”
- Yo no le conocí, pero un fraile de mi colegio fue su asistente, y por la biografía de éste sabía que el cardenal estaba enterrado en esta iglesia.
Le di las gracias, y ella, discretamente, volvió sobre sus pasos.
El hermano Juan me ha traído hasta aquí –pensé- en esta
mañana luminosa del 19 de octubre de 2017.
El hermano Juan Vaccari pasó en el otoño de 1970 por la
escuela de Quintanilla de Arriba, buscando chicos que quisieran ir a su colegio
de Aguilar de Campoo. Era un hombre alto y apuesto, con su larga sotana negra,
y una boina que nada más entrar en la escuela estrujó entre sus manos. Cuando lo
tuvimos delante de nosotros, lo primero que hizo fue sacar una baraja de cartas
y hacer varios juegos de prestidigitación ante nuestros ojos incrédulos y
abiertos de par en par. Luego, repartió unas estampitas con el rostro de Luis
Guanella, y finalmente preguntó si alguno estaría dispuesto a ir a su colegio
de Aguilar de Campoo. Yo levanté la mano. Me hizo gracia su español
chapurreado, como el de un niño que empieza a balbucir palabras pero no sabe aún
hacer concordancias o conjugar correctamente los verbos.
A primeros de septiembre de 1971 yo entré de interno en el
colegio de los padres guanelianos de Aguilar de Campoo. Un mes después,
exactamente, el 9 de octubre, el hermano Juan Vaccari fallecía, un par de horas
después de sufrir un brutal accidente de coche a la altura de Osorno. No tuve
tiempo de conocerlo mucho, bien es verdad, pero su figura se quedó ahí, como una semilla prendida en mi cabeza y en mi corazón.
Desde entonces no he dejado de sentir curiosidad por su peripecia
existencial. Me interesé por su biografía, por sus diarios, y por las personas
a las que había encontrado, entre estas últimas estaba su eminencia el cardenal
Clemente Micara.
Una vez, en una comida en la Curia Generalicia de los
Guanelianos en Roma, salió el asunto “hermano Juan”, y el entonces Superior
General, P. Alfonso Crippa, que lo había conocido bien y lo había tratado en
sus últimos años, resumió: “El cardenal le hizo santo”. El sentido estaba
claro. El cardenal debió ser algo quisquilloso y altanero, un poco pagado de sí mismo, y
sin excesivo aprecio por sus subalternos. Amante del protocolo, de las
intrigas, de las influencias y de la política, al principio trató con desdén a
este humilde hermano Juan al que había sacado del huerto y de las cocinas de
Barza, en el norte de Italia, para servir en el Palacio de la Cancillería de
Roma donde vivía y trabajaba. En definitiva, el hermano Juan no le cayó bien al cardenal, y, pasado muy poco tiempo, le pidió que se marchara de palacio.
Un poco cabizbajo, pero también aliviado, el hermano Juan abandonó Roma y
volvió a los pucheros de la cocina de Barza. Poco después -y esto es un misterio- el cardenal lo reclamó.
Y el buen hermano Juan, de nuevo cabizbajo y más asustado, pero siempre
temeroso de Dios, volvió a Roma y a Palacio. El hermano Juan tuvo que desplegar
paciencia, caridad, misericordia, para atender y servir al purpurado.
El
eminente cardenal, por resumir, fue un instrumento de la Providencia para
aquilatar el carácter del pobre fraile. En los últimos años, la enfermedad
del cardenal puso al hermano Juan en una situación de enfermero las 24 horas
del día, asistiéndole en todas sus necesidades, las más humildes también. Todo
lo sobrellevó con heroica paciencia y con heroica caridad. Pero también el
cardenal creyó, quizás por primera vez en su vida, que alguien le podía enseñar
algo, cristianamente hablando. Es más, que el humilde y ‘analfabeto’ fraile
podía enseñarle bastante sobre fe y esperanza y caridad.
Por todo ello, cuando yo pensaba en la biografía del Hermano
Juan, adscribía al cardenal el papel de malo de la película: el puntilloso y
cascarrabias cardenal que atropella en su dignidad una y otra vez al hermano
Juan. Y sin embargo, el hermano Juan nunca se queja de él, si bien algunos
puntos suspensivos dan a entender que la vida a su lado no era precisamente un
vergel de rosas o una tarta de cumpleaños, especialmente al principio de su convivencia.
El hermano Juan veía en todo la mano de Dios. Y por eso
mismo, siempre y en toda ocasión rezó por su cardenal. A su lado permaneció
prácticamente tres lustros. Le prometió que le serviría hasta el último de sus
días y que, después de su muerte, rezaría una y otra vez por su alma. Y lo
cumplió a rajatabla desde la mañana de marzo de 1965 en que acompañó su ataúd a
la iglesia de Santa María Sopra Minerva. En sus diarios hay continuas peticiones por el eterno descanso del
cardenal. Y todas las veces que pasó por Roma no dejó nunca de acudir a este
templo para arrodillarse ante el sepulcro del Micara, ante el mismo que me
encuentro yo esta mañana.
Hoy he sentido una especial simpatía por este pobre
cardenal. Cenzo Rena, un personaje de la novela Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg, dice que "todos los hombres dan un poco de pena cuando se los mira de cerca". Y es verdad. Una simpatía que sin duda me ha inspirado el propio hermano Juan. He
encendido una lamparilla en el hachero silencioso y despoblado y he rezado una
sincera avemaría por el Clemente Micara.
Estoy seguro de que el hermano Juan, allá en el cielo, donde siempre le he imaginado, habrá esbozado
una sonrisa a este pobre hombre, 'povero cristiano', diría Ignazio Silone, que hoy ronda los sesenta años y al que el el hermano Juan Vaccari conoció cuando era un niño de 11 en aquella escuela rural de Quintanilla de
Arriba.
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