“Ya sopla con fuerza el lúgubre
viento de la noche”. Es la primera línea
de uno de los libros más conocido de Georges Bernanos (1888-1948). Y desde
esa primera línea la oscuridad y la tiniebla envuelven al lector, como
envuelven a Mouchette, la niña de 14 años. Estamos a punto de conocer un
fragmento de su vida y, al mismo tiempo, un fragmento de la vida de tantos
desdichados.
¿Por qué he tardado tanto en leer este libro?
No lo sé. Desde hacía mucho tiempo estaba en la lista de ‘pendientes’. Georges
Bernanos me deslumbró con su Journal d’un curé de campagne, que leí y
releí hace mucho tiempo. Mouchette, como otros tantos libros, fue una
sugerencia de mi querido José Jiménez Lozano, mi guía más fiable en cuestión de
lecturas.
En otra tarde otoñal, de
nubarrones amenazantes, de lluvia violenta, de ventoleras furiosas que
arrancaban las últimas hojas y las arremolinaban en el pavimento, la historia
de Mouchette me ha atravesado.
La historia sucede en un
brevísimo espacio de tiempo, apenas una noche y la mañana siguiente. En un
pequeño pueblo francés, una niña abandona la escuela y se dirige hacia su casa.
El Mal es el verdadero protagonista de esta breve novela de Bernanos escrita en
1937 (y luego llevada al cine por Robert Bresson). El Mal se erige como una presencia que ocupa todo el espacio: el bosque,
la escuela, la casa, la taberna y hasta las almas y los cuerpos. A Mouchette la
detestan sus compañeras de colegio, la desprecia por insolente su profesora. Su
padre, alcohólico, le da una buena tunda de palos por cualquier motivo. Su madre
se muestra distante y escasamente cariñosa. Vive en un pueblo perdido de
cazadores furtivos, murmuraciones rutinarias, escasa misericordia y lluvias que
convierten en lodo los caminos. Es un mundo de pobreza, de brutalidad, de
violencia, de alcohol y enfermedad.
Pero Mouchette no es un ángel.
Lleva en sí las marcas del animal herido dispuesto a defenderse a dentelladas,
si es preciso. También ella busca cariño y afecto, como cualquiera, pero es desconfiada
por naturaleza, desafía con desprecio y altivez a quien la golpea. Odia la música,
pero sólo porque la música es amada e impuesta por la profesora. Camina por las
roderas para embarrarse las piernas y aparecer, como una salvaje, en el momento
en que sus vecinos salen de misa mayor un domingo cualquiera. No rechista ante las humillaciones ni llora
ante los golpes, mostrando un orgullo desconcertante. Solamente siente un poco de ternura por Arsène, un cazador
furtivo que vive de espaldas a todos, y que una vez contempló cómo el padre la
golpeaba y la miró con piedad. Pero este hombre, el único ser hacia el que ella
siente un poco de afecto, la infringe el golpe más cruel. Luego, desaparece.
Al abandonar la escuela,
calzada con sus zuecos grandes que se le salen a cada paso, con su pañoleta
pobre y sus andrajos, Mouchette vuelve a
su casa. Cruza el bosque. La noche cae. El viento golpea las ramas. Llueve inmisericordemente.
Y ella se extravía. Se encuentra con Arsène que le confiesa que acaba de
cometer un crimen. Ella le escucha en un silencio tenso y está dispuesta a
defenderle. También él esta borracho, como todos. También para él, como para todos,
la mujer no es nada, tal vez una cosa, y no demasiado buena. También Mouchette,
sin saberlo, “en lo más hondo de su ser
posee esa instintiva sumisión física de las mujeres del pueblo”. Finalmente,
en mitad de la noche, Mouchette llega a su casa. Su padre aún está en la
taberna, gastando en vino lo que hubiera podido servir para pagar una consulta
médica para la madre enferma. Su madre agoniza y le muestra, en esta hora
final, un poco de ternura. No teme a la muerte. No teme dejar este infierno de
gruñidos y miserias. El hermano más pequeño, un bebe, berrea hambriento de
leche, y ahíto de frío y suciedad.
El silencio aumenta, como
aumenta el frío de un amanecer sin compasión. Crece el odio. Se acorta la esperanza. La
aldea, y todos los que allí viven, es un muladar de miseria que resulta
irrespirable. ¿Qué puede hacer Mouchette? ¿Hay acaso un pequeño rincón de sol y
de alegría en la aldea, en el mundo? ¿La pobreza material arrastra y condena a
quienes la sufren a una miseria también moral? ¿Qué puede hacer Mouchette?
¿Seguir instalada en el desprecio, en la altivez, en la insolencia, en la más
absoluta indiferencia incluso cuando recibe golpes y desprecios? ¿Continuará
ella esa cadena de miseria material y moral, como lo ha hecho su padre alcohólico,
su madre distante, el bruto Arsène, los niños y la profesora de la escuela?¿Habrá
más vejaciones, habrá más abusos, habrá más desprecios? Leemos: “… desde hace tiempo, Mouchette tiene la
angustiosa conciencia de una miseria, una miseria tan infranqueable como los
muros de una prisión”.
El Mal, decía, es el
protagonista de esta novela. También su autor había conocido la miseria, la
violencia y la injusticia en los turbios años treinta mientras vivía en Mallorca. A Bernanos
siempre se le consideró un novelista católico, porque la fe, la gracia, Dios
son temas recurrentes en sus novelas. En cambio, no hay rastro de Dios en
Mouchette. Dios es el gran ausente de esta novela. El silencio de Dios planea
sobre la novela. Un silencio oscuro, insufrible, aterrador, desde el momento en
que Mouchette deja la escuela hasta que a la mañana siguiente en el río “siente que se le escapa la vida mientras el
olor mismo de la tumba penetra en sus fosas nasales”.
Bernanos parece decirnos
que el corazón humano, pero también el corazón del mundo, o está en manos de
Dios o está en manos del Mal. ¿Será siempre así? En esta espléndida novela, Dios se ha alejado de Mouchette y del pueblo. El Mal, entonces, campa
a sus anchas sobre todos, y destroza cuerpos y almas, como le ha sucedido a
Mouchette.
Será difícil olvidar a
Mouchette. Lo fue también para su propio autor que en el prólogo de esta novela
llegó a escribir: “He visto vivir y morir
a Mouchette en una soledad trágica. ¡Que Dios se apiade de ella!”
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