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En el santuario de Lourdes hace una parada para
arrodillarse delante de la Virgen y para implorar su bendición. Y también allí,
por primera vez, se ha vestido con la sotana, una prenda que nunca antes se
había puesto: “No permitas, oh María, que manche esta sotana jamás. Prefiero
morir mil veces antes que pecar”.
De joven no le permitieron estudiar para cura porque le
llovían los suspensos, especialmente en latín y en griego. Se quedó en simple
hermano lego. Una tradición de la iglesia italiana impedía a los hermanos legos
llevar sotana. En cambio, en España sí que podían vestirla. Buena prueba de
ello eran los hermanos menesianos que regentaban el Colegio San Gregorio, de
Aguilar de Campoo. Todos eran hermanos y todos llevaban su sotana.
Llegó a Aguilar de Campoo la tarde del 20 de octubre,
miércoles para más señas. Notó al instante el viento vespertino aguilarense que
corría a ritmo endiablado desde el pantano hasta el castillo, de Camesa hasta
las Tuerces, barriendo sin piedad las hojas y curtiendo los rostros. Y también
le llegó, nada más abrir la ventanilla, ese olor característico a galletas. El
pueblo que mejor olía de España, se decía entonces.
Aparcó
junto a la iglesia de San Miguel. Y nada más bajar del coche, se arremolinó el
grupillo de colegiales. Tal vez porque le estaban esperando; tal vez porque los
viajeros y los forasteros siempre atraen a los niños. El colegio provisional
estaba instalado en el centro del pueblo, junto a uno de los ramales del
Pisuerga. Ahí pasaría sus primeros dos años. El coche venía cargado hasta la
bandera. Todos habían querido ofrecer al hno. Juan un regalo antes de iniciar
el viaje a España. Un baúl, bolsones, maletas y cajas fueron descargados velozmente
por los primeros alumnos del Colegio.
El
hermano Juan, que conoce su nulidad para el latín y el griego, teme que le
sucederá lo mismo con el español, y por eso le pide ayuda a San José para que
en su mollera agarren las palabras sonoras de la nueva lengua: alegría, fiesta,
hermano, gracias, casa, amigo, Señor, flor, alma, pan, oración. Lleva escritos
en una chuleta el padrenuestro, el avemaría y el gloria. Y a cada momento saca
el papel de su bolsillo e intenta memorizarlos. El sacerdote, P. Carlos de
Ambroggi, después de la comunión, limpia el cáliz y la patena, mientras el
hermano Juan, cuaderno en mano, hace repetir a los pocos alumnos la oración: “Bendito sea Dios / Bendito sea Dios;
Bendito sea su Santo Nombre / Bendito sea su santo Nombre; Bendito sea
Jesucristo…
Cuando Juan estuvo a punto de abandonar estudios,
congregación, vida religiosa y todo, se encontró con un padre espiritual, don
Enrique Corneo, que le conocía bien, le quería y que le dijo: “Yo me algo responsable de tu alma”. ¿Quién
de nosotros ha recibido una bendición tan grande? El hermano Juan no se
olvidaría nunca de este ofrecimiento y, sin duda, él también se hizo
responsable de otras muchas almas, sin palabras, con la sola cercanía de sus
buenas obras y oraciones, lluvia silenciosa que reverdece las hierbecillas a
punto de agostarse.
Pero no solo surge un edificio de cuatro alturas, también la extensión alrededor tiene que ser cultivada. La tierra pedregosa, una tierra buena para nada, poco a poco, por esa voluntad que no se doblega, ve surgir chopos, pinos, abetos, manzanos y rosales… El hermano Juan que de joven, en su pueblo natal, sabía que no tenía las fuerzas de sus hermanos para trabajar los campos, aquí, en el Colegio San José, se siente rejuvenecer. Y el huerto, la chopera o los manzanos ocupan también parte de su tiempo y de sus desvelos. Todo en la vida es sembrar y desbrozar: lo mismo trigo y patatas, que vocaciones y cristianos. Una tarde reúne a todo un equipo de voluntarios. Empiezan a segar toda la hierba y la maleza que está a punto de ahogar a los pequeños pinos. Rastrillas, dalles, garias, horcones, azadas, escobas, picos y palas… todo vale a este equipo sonriente capitaneado por el hermano Juan.
Pedrea
de caramelos. Aparte de las clases, muchas eran las horas dedicadas
al estudio y la lectura. Y el trabajo también estaba presente. No entraban
limpiadoras en el Colegio y todos los alumnos aprendían a manchar poco para
tener que limpiar poco, ya que ellos eran los encargados de la limpieza, de
lavar los platos y de fregar los suelos, montar las mesas o barrer el patio. Y
en tiempos de patatas, había que atroparlas, como decían en Aguilar, y si había
que hacer la cancha de baloncesto, nadie se escaqueaba de preparar las masas de
cemento o acercar calderetas… Pero no todo es estudio y trabajo en el internado.
También los tiempos de ocio, recreación y aficiones son muchos y muy creativos
y alegres. El deporte, la cultura, aprender a tocar instrumento, participar en
concursos culturales o hacer largas caminatas a las Tuerces o al Monte
Bernorio. El hermano Juan, y con él los demás frailes, inculcan el esfuerzo, el
trabajo, pero también la diversión, la alegría y el contento. “Estad siempre alegres, mis chicos”, era
un estribillo en sus labios. La foto que tienes ante ti es bastante borrosa,
pero ahí puedes contemplar al hermano Juan tirando caramelos a la muchachada
después de la comida campestre. Arremolinados, cuatro docenas de niños saltan y
alzan sus manos o mueven sus pies para coger un caramelo. A veces, también, se
asomaba a la ventana de su cuarto, y comenzaba a lanzar caramelos, y, en más de
una ocasión, un vaso de agua, ante la algarabía y regocijo de los niños. Años
más tarde, la fecha de su muerte (9 de octubre) se asociará indisolublemente a
los caramelos. Los caramelos que, en su testamento, pidió que se comprasen a
los niños con discapacidad si hallaban, a la hora de su muerte, alguna moneda
en sus bolsillos.
El bote de agua. No sabemos quién fue el autor de esta fotografía. No es un posado.
Alguien lo vio así y le disparó sin avisar. Y tal vez esa espontaneidad logró
la foto más lograda. En el murete de piedra junto al huerto, el hermano Juan,
con su guadapolvo de diario, es sorprendido en el momento en que riega una
humilde flor o hierba que ha crecido entre las piedras. Con un bote de hojalata
derrama un poco de agua sobre esta planta en la que nadie habría reparado, y
destinada, muy probablemente, a morir ahogada entre las piedras. La mano
izquierda apoyada en otra piedra, la vista fija en esa insignificante planta, ¿pensaría
que tal vez esa sencilla planta podría lucir algún día ante el sagrario en la
capilla? ¿Veía acaso en esa hierbecilla una metáfora de la vida insignificante
de tantos seres humanos que pasan inadvertidos para todos, salvo para la mano
amorosa de un ser querido o de Dios? Bien podemos considerar que esta
instantánea es un retrato simbólico de la personalidad del hermano Juan,
sensible, delicado, tierno, atento, y de su misión apostólica en los últimos
años de su vida en Aguilar de Campoo: búsqueda sacrificada de muchachos en las
aldeas más humildes, entrega generosa hacia ellos, cuidado amoroso de sus
almas. Si la vida de cualquier seminarista florecía y daba frutos podría llegar
también, como la planta, al altar del Señor.
Tal vez por todo ello, esta foto le
representa mejor que ningún otro retrato. Este es el hermano Juan. A todas las
personas pequeñas, humildes o pobres, escondidas o insignificantes de su vida,
pudo decirles con gestos y actos: yo me encargo de ti. No te faltará el agua ni
mi cuidado, para que tu vida crezca, florezca y fructifique, con libertad y con
alegría.
Armando Budino, compañero y amigo,
escribió de él lo máximo que se puede decir de un hombre: “Donde estaba el Hermano Juan, el mundo era mejor y más bello gracias a
él”.
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