Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame
He vuelto a abrir un viejo
libro de poesía, Antología de Miguel
Hernández, tal vez el primer libro que compré de poesía, una ejemplar de la
editorial argentina Losada, de 1976 (8ª edición). Papel malo, amarillento,
portada manoseada, poemas subrayados. Esta tarde he vuelto a Miguel Hernández
(1910-1942). Me aprendí muchos poemas suyos en mi primera juventud.
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo
Visitar Orihuela y recorrer la casa donde vivió (hoy convertida en Museo)
ha sido la excusa perfecta para releer al gran poeta orcelitano. Era una mañana
fría del mes de enero, pero el sol daba de lleno en la fachada de la casa, a
las afueras del pueblo, junto al monte San Miguel, y muy próxima al imponente
Colegio de Santo Domingo.
Nada más entrar en la casa – éramos
los únicos turistas- un plato de cebollas evocaba aquellos versos dedicados a
su hijo, Nanas a la cebolla, y que escribió
en la cárcel, poco después de recibir una carta de su mujer, Josefina Manresa, en
la que le decía que se alimentaba de pan y cebolla.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor”.
Miguel Hernández había nacido en
1910, en una familia humilde, pero no especialmente pobre. La biografía de
Miguel refleja, como pocas, el drama vivido en la España de los años treinta,
donde tantísimos españoles andaban enfrentados por las ideologías y las
banderías políticas, y donde todo el mundo se atrincheraba tras una idea,
excusa perfecta para liarse a pedradas con el contrario. Miguel, de pequeño
había estudiado en el colegio del Ave María y después en el Colegio de Santo
Domingo, regentado por los jesuitas, que apreciaron la inteligencia del
muchacho. Su familia vino a menos y durante unos años le tocó pastorear cabras,
en medio de los palmerales de su pueblo natal. Un canónigo de la catedral, P. Luis
Almarcha, le costeó la primera máquina de escribir, y le pagó la publicación de
su primer libro de poemas.
Ni era el poeta cabrero, autodidacta,
que algunos quisieron vender, ni tampoco el poeta ilustrado y formado que otros
quieren presentar. Su formación osciló entre las aulas, los campos, el corral,
el ordeño, el grupo local de poesía y las amistades influyentes como el propio
Almarcha, los jesuitas o el poeta reconocido de Orihuela, Ramón Sijé, con el
que trabaría una profunda amistad. El día de Nochebuena de 1935 muere, jovencísimo,
Ramón Sijé, de septicemia, y Miguel Hernández le dedica uno de sus poemas más
renombrados y perfectos, Elegía a Ramón
Sijé.
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
Compañero del alma, compañero.
Tras su viaje a Madrid y su contacto
con algunos poetas de la capital, su conciencia de clase se fue agrandando y su
apoyo a la República se hizo inequívoco. Renegó de la religión de sus padres y
de su Orihuela natal. Pero Miguel no defendió sus ideas desde los despachos o los
casinos de poetas ni desde los manifiestos inflamados de los intelectuales como
hicieron muchos. Tampoco salió huyendo cuando las cosas se pusieron feas para
la izquierda, como hicieron otros tantos. Él marchó al frente y desde allí
defendió lo que creía, acertadamente o no, con las armas y con los versos. Fue
la voz que enciende los ánimos, que insufla aliento a los que están a punto de
rendirse. Él sabía, como Gabriel Celaya, que “la poesía es un arma cargada de futuro”. O como había escrito Jean
Giraudoux “Desde el momento en el que se
declara la guerra, es imposible frenar a los poetas. La rima sigue siendo el
mejor tambor”. Fue encarcelado y juzgado. Se conmutó la pena de muerte por
una condena de cárcel de 30 años. Los que le conocieron dicen que era un hombre
con mucha verdad en sus rostro y en su boca, y fácil de querer. Tal vez por
ello, o porque nadie quería otro poeta malogrado como Lorca, algunos de sus
amigos del Bando Nacional intentaron salvarle. Había contraído la tuberculosis
y era preciso trasladarlo con urgencia a un sanatorio. ¿Prefirió Miguel ser
fiel a sus ideas políticas, en lugar de ser fiel a su familia y a su sangre de
padre? Algunos de sus amigos le conminaron a retractarse de su pasado “erróneo”
y a consentir casarse por la Iglesia, como su misma mujer se lo pidió en
repetidas ocasiones, o el propio Luis Almarcha. Es el drama de los hombres a
los que les toca vivir en años de plomo e ira, de rabia y sinrazón. En los
últimos momentos de su vida, consintió en celebrar un matrimonio católico, para que a Josefina se la pudiera llamar ‘viuda’
y para que a su hijo, Manolillo, se le pudiera considerar ‘legítimo’. La
autorización para llevarlo al sanatorio no tardó en llegar, pero ya era
demasiado tarde. Pocos días después, Miguel Hernández, con solo 31 años,
abandonaba esta tierra, tal y como él había presagiado en sus versos Umbrío por la pena. Compartió la
dramática suerte de tantísimos hombres y mujeres, de uno y otro bando, a los
que tocó vivir en esos tiempos aciagos.
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.
No podrá con la pena mi persona
Circundada de penas y de cardos…
¡Cuánto penar para morirse uno!
El poeta cabrero, el poeta del
pueblo, el enamorado de Josefina, el amigo de Ramón Sijé, el hombre que
escribía lo mismo en el huerto de casa, en el aprisco del corral, en el
palmeral mientras las cabras triscaban, en la trinchera, en la cantina de
confraternización, en la cárcel desolada y fría, dejaba para la posteridad un
puñado de versos que con el tiempo serían apreciados unánimemente y recitados
en escuelas y universidades. Uno de ellos podría ser El niño yuntero.
Carne de yugo, ha nacido
Más humillado que bello,
Con el cuello perseguido
Por el yugo para el cuello.
Me duele este niño hambriento
Como una grandiosa espina,
Y su vivir ceniciento
Revuelve mi alma de encina.
Durante mi juventud había un
auténtico fervor poético, especialmente de los poetas proscritos en las décadas
anteriores, Lorca, Hernández, Machado.
Ediciones sucedían a ediciones. Y muchos cantautores encontraban en los versos
los mejores textos para sus canciones, como así hicieron Serrat, Jarcha o Paco
Ibáñez, por poner unos ejemplos. No sé si ahora los más jóvenes leen poemas.
Tal vez la poesía esté reñida con el éxtasis de las redes sociales, los
mensajes atropellados de whatapp y los tiempos tan prosaicos que vivimos. No lo
sé. Hace poco leí que había más premios literarios y más concursos poéticos que
lectores de poesía.
Las casas museos sólo suscitan
emoción si uno ha frecuentado mucho la obra del que habitó esa casa. De lo
contrario, no hay mucho que ver ni que admirar. Pero cuando se han leído los
versos de Hernández, cobra sentido un plato de cebollas, la cama que compartía
con su hermano Vicente, las sencillas acuarelas que él había pintado, las
alpargatas con las que llegó a Madrid para hacerse “poeta”, la maleta de madera
donde guardaba sus libros, algunos de sus retratos colgados en la pared, el
huerto y sus surcos de coles, el limonero, la higuera del jardín a la que
convoca al amigo muerto Ramón Sijé, el pozo del patio, la cocina, los cacharros
de barro, el aprisco de las cabras…
El pueblo de Orihuela huele todavía a
Miguel Hernández: la estación, el centro cívico, la casa del poeta, algún bar,
el centro de estudios… Aunque me temo que esta devoción por el gran poeta es
más institucional que popular. Cuando uno llega por tren a Orihuela, lo primero
con lo que se encuentra es con una estatua suya de tamaño natural. Está
inspirada en una fotografía famosa del poeta declamando sus versos. Los poetas,
que van siempre a la esencia del ser humano, son los mejores notarios de los
sentimientos de un pueblo, los mejores registradores de sus sentires y ansias,
los que mejor saben olfatear los Vientos
del pueblo:
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
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