Detrás de la
escultura más famosa de Luis Guanella
se esconde una historia real. En la escultura se representa a Luis Guanella
caminando con un niño en brazos y con otros dos niños pegados a las faldas de
su sotana. El grupo camina hacia una casa, hacia un hogar, que no vemos, pero
que sabemos por los hechos reales. La estatua en cuestión se puede admirar en
la ciudad de Milán, ante la iglesia de San Gaetano. Conozco esta escultura en
bronce desde hace mucho tiempo. Su promotor, para más señas, fue mi educador y
profesor de lengua francesa, Mario Bellarini. He visto copias de la misma en
Nigeria, Congo, España, México o Guatemala. Yo mismo tengo una copia, de 20 cm,
en un lugar destacado del salón, entre libros y fotografías. Nada nuevo para
mí. Y sin embargo, hace pocos días, mientras visitaba la exposición de arte “Ánima: pintar el rostro y el alma”, me
entró un whatsapp de mi amigo J.A.V. Me decía que le había llegado un artículo
escrito por un tal Pierino Bedont, publicado
en una revista hace muchos años. Mi amigo me enviaba también fotos de las
páginas de este artículo. Lo dejé ahí y seguí mi ruta entre retratos pintados
por José de Ribera, Francisco Ribalta, Bartolomé Esteban Murillo, Juan de
Juanes, Joaquín Sorolla, Vicente López o Mariano Benlliure.
Hace un par de
días recuperé el whatsapp y leí tranquilamente el artículo. Tenía que ver
directamente con la historia que inspiró la estatua de don Guanella. Un relato
de pobreza y tristeza, pero donde la ternura y la compasión tienen una palabra
importante que decir.
Os dejo con
esta Pequeña historia de Pedrito:
Norte de
Italia. Municipio de Menaggio. Una mañana de mayo de 1904, Luis Guanella sale
de la espléndida villa que le ha regalado, para una de sus obras de caridad,
una baronesa belga. Pinos y castaños, olivos y fresnos rodean la villa; en
frente, las aguas claras del lago. El padre Luis sale de casa con la intención
de dar un largo paseo hasta la pedanía de Sonenga. Pero el pequeño valle le
depara una sorpresa. A la derecha del camino pedregoso, ve una casa medio en
ruinas con una puerta destartalada. Ante la fachada, sentado en el suelo sobre
un poco de paja, un hombrecillo apesadumbrado está trenzando con juncos el
asiento de una silla. El humilde artesano, sin dejar de hacer su trabajo,
esboza un saludo cuando Luis pasa a su lado.
El sacerdote
mira con atención y se detiene. Por la puerta sale un niño, seguido de una
niña, de otro muchacho, y de uno más. Como suele hacer siempre, Luis lleva la
mano a sus bolsillos y saca un caramelo de menta y una medallita, otro caramelo
y otra medallita… Los niños le rodean. Cogiendo la barbilla a uno, le
interroga: “¿cómo te llamas?”. A
otro, haciéndole una carantoña, le pregunta: “¿eres bueno?”. El grupo de mocosos, descalzos y harapientos, cogen
confianza y terminan por agarrarle de la sotana y abrazarle. Pero el
hombrecillo que trenzaba enea desaparece. Desde la ventana, abierta de par en
par al sol y al campo, llegan gemidos y lamentos, suspiros y gritos reprimidos.
El mayor de los hermanos, apenas un muchacho de nueve años, da respuesta al
silencioso interrogatorio del cura que ya siente sus ojos humedecidos: “Nuestra madre está enferma. Pedrito no para
de llorar en la cuna y Antonio, aún pequeño, sigue gritando en la cama de al
lado…”
“¿Hay otros dos, entonces?”, pregunta
Luis. “Sí, somos siete en total -responde
el muchacho. Y a nuestro padre le toca hacer todo, pensar en todos. Raramente
nos echan una mano, porque somos “los forasteros”.
Don Guanella
escucha la historia con el corazón encogido. Entra en la casa, sube las
escaleras y se asoma a la habitación: el padre acuna entre sus brazos al
pequeño Antonio. Pedrito chilla en la humilde cuna de madera que el escuálido
brazo de la madre mece lentamente. Ella se retuerce en la cama, intentando
reprimir un dolor que le rasga las entrañas. Un rostro demacrado y amoratado, y
una mirada que oscila entre Antonio y Pedrito. La habitación es un cuadro de
trágico desamparo: la madre moribunda, el padre desolado, y junto a ellos, los
hijos del dolor y la miseria. Y también un cura que se siente torpe porque no
sabe cómo mostrar su ternura. Balbucea unas palabras. Nadie las recordará en el
futuro. Pero cuando con sus grandes manos traza en el aire el signo de la cruz,
todos caen de rodillas. Y también ellos, padres e hijos, quisieran agradecer
con palabras a este sacerdote diferente, pero sus labios no consiguen
despegarse.
El padre Luis
abandona la casa, y abandona también su paseo. Vuelve sobre sus pasos, herido
en la retina y en el corazón. De vez en cuando echa la vista atrás donde la
pobre casa va empequeñeciendo. Y desde la distancia, aún le llega el llanto de
un niño mezclado con un canto popular religioso cantado entre sollozos.
Poco después,
dos mujeres vestidas de negro se acercan a la casa. Son las dos monjas que el
padre Luis ha enviado. Saludan al artesano y entran en la casa: encienden el
hogar, barren, friegan, limpian, ponen orden, preparan la comida. Los niños son
aseados y lavados. La madre agradece con dulces lágrimas estos gestos de
ternura a los que ella no está acostumbrada, e intenta proseguir con su papel
de madre: arrullar a los más pequeños.
Las monjas
–centinelas de la caridad- no abandonarán la casa. Pero la muerte está a punto
de hacer sonar sus horas más tristes. Después de días de agonía insoportable,
la mujer cierra los ojos en paz: se lleva con ella los rostros angustiados y
asustados del marido y de los hijos, pero también una luz de esperanza a la que
no sabe poner nombre. Las monjas la amortajan. El féretro desciende hasta el
cementerio de cipreses, seguido de un reducido cortejo mudo. Unos días más
tarde, un féretro aún más pequeño sigue idéntico camino. Y detrás, el mismo cortejo
y la misma desolación: Antonio ha querido irse con su madre. Pequeña vida que
sólo ha conocido su propio llanto y el abrazo de una madre crucificada por el
dolor.
Luis Guanella
regresa otra tarde a esta desdichada casa y abraza entre lágrimas al padre. En
el umbral de la puerta, una monja sostiene entre sus brazos a Pedrito. Los
otros cinco hermanos los rodean. Poco después, Luis y la monja abandonan la
casa, pero se llevan consigo a cinco hermanos, los más pequeños. Solo el mayor
se queda en casa con el padre.
Estos cinco
huérfanos vivirán y crecerán en la casa guaneliana de Como. Esta misma casa
que, tiempo atrás, fue incendiada por los anticlericales que no podían soportar
que Luis Guanella fuera faro de concordia y de fe en la ciudad, ha conocido una
gran historia de amor: ser hogar y familia para cinco hermanos huérfanos.
Quien esto
recuerda y quien esto agradece sintió, de niño, la caricia en su rostro y el
abrazo en su cuerpo de un robusto cura montañés. Y todavía, pasados muchos
años, se acuerda de la mirada bondadosa y alegre de Luis Guanella cuando
encontraba a los cinco hermanos, revoltosos e inquietos, corriendo por la casa
de Como.
El niño que
gritaba en la cuna aquella tarde en que Luis se asomó a la habitación más
triste del mundo era yo, Pedrito Bedont.
Conmovedora historia de vida.
ResponderEliminarReflexiva para comenzar un día cualquiera, como podría ser hoy.
ESM
Muchas gracias. Y sigue siendo una historia actual.
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