viernes, 10 de febrero de 2023

Pequeña historia de Pedrito

         


Detrás de la escultura más famosa de Luis Guanella se esconde una historia real. En la escultura se representa a Luis Guanella caminando con un niño en brazos y con otros dos niños pegados a las faldas de su sotana. El grupo camina hacia una casa, hacia un hogar, que no vemos, pero que sabemos por los hechos reales. La estatua en cuestión se puede admirar en la ciudad de Milán, ante la iglesia de San Gaetano. Conozco esta escultura en bronce desde hace mucho tiempo. Su promotor, para más señas, fue mi educador y profesor de lengua francesa, Mario Bellarini. He visto copias de la misma en Nigeria, Congo, España, México o Guatemala. Yo mismo tengo una copia, de 20 cm, en un lugar destacado del salón, entre libros y fotografías. Nada nuevo para mí. Y sin embargo, hace pocos días, mientras visitaba la exposición de arte “Ánima: pintar el rostro y el alma”, me entró un whatsapp de mi amigo J.A.V. Me decía que le había llegado un artículo escrito por un tal Pierino Bedont, publicado en una revista hace muchos años. Mi amigo me enviaba también fotos de las páginas de este artículo. Lo dejé ahí y seguí mi ruta entre retratos pintados por José de Ribera, Francisco Ribalta, Bartolomé Esteban Murillo, Juan de Juanes, Joaquín Sorolla, Vicente López o Mariano Benlliure.

Hace un par de días recuperé el whatsapp y leí tranquilamente el artículo. Tenía que ver directamente con la historia que inspiró la estatua de don Guanella. Un relato de pobreza y tristeza, pero donde la ternura y la compasión tienen una palabra importante que decir.

Os dejo con esta Pequeña historia de Pedrito:

Norte de Italia. Municipio de Menaggio. Una mañana de mayo de 1904, Luis Guanella sale de la espléndida villa que le ha regalado, para una de sus obras de caridad, una baronesa belga. Pinos y castaños, olivos y fresnos rodean la villa; en frente, las aguas claras del lago. El padre Luis sale de casa con la intención de dar un largo paseo hasta la pedanía de Sonenga. Pero el pequeño valle le depara una sorpresa. A la derecha del camino pedregoso, ve una casa medio en ruinas con una puerta destartalada. Ante la fachada, sentado en el suelo sobre un poco de paja, un hombrecillo apesadumbrado está trenzando con juncos el asiento de una silla. El humilde artesano, sin dejar de hacer su trabajo, esboza un saludo cuando Luis pasa a su lado.

El sacerdote mira con atención y se detiene. Por la puerta sale un niño, seguido de una niña, de otro muchacho, y de uno más. Como suele hacer siempre, Luis lleva la mano a sus bolsillos y saca un caramelo de menta y una medallita, otro caramelo y otra medallita… Los niños le rodean. Cogiendo la barbilla a uno, le interroga: “¿cómo te llamas?”. A otro, haciéndole una carantoña, le pregunta: “¿eres bueno?”. El grupo de mocosos, descalzos y harapientos, cogen confianza y terminan por agarrarle de la sotana y abrazarle. Pero el hombrecillo que trenzaba enea desaparece. Desde la ventana, abierta de par en par al sol y al campo, llegan gemidos y lamentos, suspiros y gritos reprimidos. El mayor de los hermanos, apenas un muchacho de nueve años, da respuesta al silencioso interrogatorio del cura que ya siente sus ojos humedecidos: “Nuestra madre está enferma. Pedrito no para de llorar en la cuna y Antonio, aún pequeño, sigue gritando en la cama de al lado…”

“¿Hay otros dos, entonces?”, pregunta Luis. “Sí, somos siete en total -responde el muchacho. Y a nuestro padre le toca hacer todo, pensar en todos. Raramente nos echan una mano, porque somos “los forasteros”.

Don Guanella escucha la historia con el corazón encogido. Entra en la casa, sube las escaleras y se asoma a la habitación: el padre acuna entre sus brazos al pequeño Antonio. Pedrito chilla en la humilde cuna de madera que el escuálido brazo de la madre mece lentamente. Ella se retuerce en la cama, intentando reprimir un dolor que le rasga las entrañas. Un rostro demacrado y amoratado, y una mirada que oscila entre Antonio y Pedrito. La habitación es un cuadro de trágico desamparo: la madre moribunda, el padre desolado, y junto a ellos, los hijos del dolor y la miseria. Y también un cura que se siente torpe porque no sabe cómo mostrar su ternura. Balbucea unas palabras. Nadie las recordará en el futuro. Pero cuando con sus grandes manos traza en el aire el signo de la cruz, todos caen de rodillas. Y también ellos, padres e hijos, quisieran agradecer con palabras a este sacerdote diferente, pero sus labios no consiguen despegarse.

El padre Luis abandona la casa, y abandona también su paseo. Vuelve sobre sus pasos, herido en la retina y en el corazón. De vez en cuando echa la vista atrás donde la pobre casa va empequeñeciendo. Y desde la distancia, aún le llega el llanto de un niño mezclado con un canto popular religioso cantado entre sollozos.

Poco después, dos mujeres vestidas de negro se acercan a la casa. Son las dos monjas que el padre Luis ha enviado. Saludan al artesano y entran en la casa: encienden el hogar, barren, friegan, limpian, ponen orden, preparan la comida. Los niños son aseados y lavados. La madre agradece con dulces lágrimas estos gestos de ternura a los que ella no está acostumbrada, e intenta proseguir con su papel de madre: arrullar a los más pequeños.

Las monjas –centinelas de la caridad- no abandonarán la casa. Pero la muerte está a punto de hacer sonar sus horas más tristes. Después de días de agonía insoportable, la mujer cierra los ojos en paz: se lleva con ella los rostros angustiados y asustados del marido y de los hijos, pero también una luz de esperanza a la que no sabe poner nombre. Las monjas la amortajan. El féretro desciende hasta el cementerio de cipreses, seguido de un reducido cortejo mudo. Unos días más tarde, un féretro aún más pequeño sigue idéntico camino. Y detrás, el mismo cortejo y la misma desolación: Antonio ha querido irse con su madre. Pequeña vida que sólo ha conocido su propio llanto y el abrazo de una madre crucificada por el dolor. 

Luis Guanella regresa otra tarde a esta desdichada casa y abraza entre lágrimas al padre. En el umbral de la puerta, una monja sostiene entre sus brazos a Pedrito. Los otros cinco hermanos los rodean. Poco después, Luis y la monja abandonan la casa, pero se llevan consigo a cinco hermanos, los más pequeños. Solo el mayor se queda en casa con el padre.

Estos cinco huérfanos vivirán y crecerán en la casa guaneliana de Como. Esta misma casa que, tiempo atrás, fue incendiada por los anticlericales que no podían soportar que Luis Guanella fuera faro de concordia y de fe en la ciudad, ha conocido una gran historia de amor: ser hogar y familia para cinco hermanos huérfanos.

Quien esto recuerda y quien esto agradece sintió, de niño, la caricia en su rostro y el abrazo en su cuerpo de un robusto cura montañés. Y todavía, pasados muchos años, se acuerda de la mirada bondadosa y alegre de Luis Guanella cuando encontraba a los cinco hermanos, revoltosos e inquietos, corriendo por la casa de Como.

El niño que gritaba en la cuna aquella tarde en que Luis se asomó a la habitación más triste del mundo era yo, Pedrito Bedont.






2 comentarios:

  1. Conmovedora historia de vida.
    Reflexiva para comenzar un día cualquiera, como podría ser hoy.
    ESM

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