domingo, 19 de marzo de 2023

Prólogo. Juan Vaccari: un hermano para siempre

 


Una foto para una vida: 

El bote de agua. No sabemos quién fue el autor de esta fotografía, tomada en Aguilar de Campoo el año 1969 ó 1970. No es un posado. Alguien lo vio así y apretó el disparador. Esa espontaneidad consiguió la foto más lograda. En el murete de piedra junto al huerto, el hermano Juan, con su guadapolvo de diario, es sorprendido en el momento en que riega una humilde flor o hierba que ha crecido entre las piedras. Con un bote de hojalata derrama un poco de agua sobre una planta en la que nadie habría reparado, y destinada, muy probablemente, a morir ahogada entre las piedras y bajo el sol. La mano izquierda apoyada en el muro, la vista fija en ese insignificante hierbajo, ¿pensaría que tal vez esa sencilla planta podría lucir algún día ante el sagrario? ¿Veía acaso en esa hierbecilla una metáfora de la vida insignificante de tantos seres humanos que pasan inadvertidos para todos, salvo para la mano amorosa de un ser querido o de Dios?

Podemos considerar que esta instantánea es un retrato poético de la personalidad del hermano Juan: sensible, delicado, tierno, atento, entregado. Y también una buena foto de su misión apostólica en los últimos años de su vida: la búsqueda sacrificada de muchachos en las aldeas más humildes, donación generosa hacia ellos, cuidado amoroso de sus almas. Si la vida de cualquier seminarista florecía y daba frutos podría llegar también, como la planta, al altar del Señor.

Tal vez por todo ello, esta foto le representa mejor que ningún otro retrato. Este es el hermano Juan. A todas las personas con las que se encontró a lo largo de su vida, ya fuesen humildes o encumbradas, importantes o insignificantes, pobres o pudientes, les aseguró, con palabras, pensamientos y obras: yo me encargo de ti. Yo me ocupo y preocupo por ti. No te faltará el agua de mis cuidados, para que tu vida crezca, florezca y fructifique, con libertad y con alegría.


Nota inicial

“Da molti anni desideravo scrivere dei...” (Desde hace muchos años deseaba escribir de... ”).  Así comienza Giorgio Bassani su obra El jardín de los Finzi-Contini. Este bellísimo principio me ha venido a la cabeza cuando estoy a punto de publicar en mi blog “Adan Breca en camino”, el ensayo “Juan Vaccari: un hermano para siempre”. Desde hace muchos años deseaba escribir del hermano Juan. Conocí al Hno. Juan en la escuela de Quintanilla de Arriba, otoño de 1970, cuando él iba buscando niños para su seminario.  En septiembre de 1971 ingresé como interno en el Colegio San José de Aguilar de Campoo y allí coincidí con él apenas 35 días. Guardo, como una reliquia, una postal con la imagen del Beato Luis Guanella que me envío al pueblo en ese mismo verano. De esa breve convivencia, recuerdo ‘el pensamiento de las buenas noches’ que nos dirigió en tres o cuatro ocasiones. En las noches septembrinas, al acabar de jugar a ‘la cadena’ en el patio, nos reunía para rezar unos minutos y desearnos las buenas noches antes de acostarnos. Yo tenía 12 años.

Recuerdo que el día anterior a su muerte me pidió que le ayudase a regar los pequeños pinos de la parte posterior del colegio. Probablemente, dado mi desinterés y torpeza deportiva, era uno de los pocos alumnos que merodeaba por el patio, sin ocupación precisa en el campo de fútbol o en la cancha de baloncesto. Yo le acercaba cubos de agua y él cavaba alrededor del pino y regaba. No sé de qué hablamos. Sólo su alegría, mientras se afanaba en este menester jardinero, se quedó grabada en mi cabeza de niño.

No se me olvidará fácilmente aquella semana de octubre de 1971, desde la desoladora noticia de su fallecimiento a la melancólica tarde de la despedida de sus restos mortales poco antes de que el furgón fúnebre abandonase Aguilar de Campoo camino de la ciudad italiana de Como. La memoria del hermano Juan fue mantenida viva, como un fuego sagrado, en el Colegio de los Italianos.

Años después, en 1996, Andrés García me entregó un cartapacio con los diarios de Juan Vaccari, de cuyos originales él había logrado hacer una copia, no sé si ‘confidencial’, en Roma. En 2005, José Ángel Villegas me invitó a la Ciudad Eterna para que le hiciera de ‘ayudante’ en su trabajo de investigación en el Archivio de la Pia Unione. Aprovechando la coyuntura, decidimos acercarnos al Centro Studi para escanear el material sobre el hermano Juan allí depositado en tres cajas-archivador, con las signaturas 195/1, 195/2 y 195/3. Asimismo, el superior general emérito, Nino Minetti, tuvo a bien acompañarnos y facilitarnos, a través de sus contactos, la visita al palacio de la Cancillería, donde el hermano Juan había vivido por espacio de casi 15 años. Allí, amablemente, nos recibió el cardenal Agostino Vallini, por entonces prefecto de la Signatura Apostólica.

Desde aquella ‘canonización no canónica’ que el buen párroco de Aguilar de Campoo proclamó en la tarde de su funeral, Juan Vaccari tiene un altar en mis devociones. Por ello, esta biografía, forzosamente, es una hagiografía, en el genuino sentido de la palabra.

Con este cumplo, creo que definitivamente, mi deseo de escribir algo sobre el hermano Juan.


Prólogo: “Un mundo mejor y más bello gracias a él…”

Empiezo esta Biografía recordando una frase que escribió P. Armando Budino, compañero de noviciado, buen amigo, y quien, más tarde, siendo superior general, le envió a España: “Donde estaba el Hermano Juan, el mundo era mejor y más bello gracias a él”.

Cincuenta años después de su muerte, el recuerdo de la vida y de la obra del hermano Juan Vaccari sigue vivo. El tiempo no ha sepultado en el olvido a este religioso guaneliano, sino que lo ha engrandecido. Al igual que ciertas pinturas se contemplan mejor desde lejos, el paso del tiempo ha permitido ver y leer con mayor claridad y reposo la senda de bondad y de fe que él marcó a lo largo de una existencia de 58 años.

¿Cómo explicar la permanencia durante tanto tiempo de su recuerdo entre los que le conocieron, la admiración entre los que han oído hablar de él, y el estupor entre los que han leído sus escritos y han profundizado en su espiritualidad? ¿Dónde radica ese magnetismo, cinco décadas después de su desaparición? Una rápida respuesta podría ser: era un hombre bueno que vivía de Dios.

Alguien dijo que la existencia del hermano Juan había transcurrido “por caminos no soñados”. Y aunque él ni había soñado estos caminos ni los había planeado, supo hacerlos suyos, incorporarlos a su ADN de fe, esperanza y caridad, porque en todo veía la mano de Dios. Respiraba a Dios, se nutría de Dios, pedía constantemente ‘vivir de fe’. Y como cualquier hombre bueno, pasó por el mundo haciendo el bien. Y las personas que, durante una breve conversación o durante años de convivencia, se cruzaron en su vida, en las calles de Sanguinetto, en los pupitres de Fara Novarese, en la cocina de Barza, en la capillita de Monteggia, en los salones del Palacio de la Cancillería, entre los ‘buonifigli’ (personas con discapacidad) de la casa guaneliana de Roma, en los bancos de la basílica de San José del  Trionfale, entre los religiosos menesianos o las clarisas de Aguilar de Campoo, por las escuelas y parroquias de Castilla, entre los múltiples bienhechores italianos, en los juegos con los alumnos del Colegio San José, entre los destinatarios de sus cartas y postales, entre confesores y directores espirituales, entre sus familiares y hermanos guanelianos… En todos dejó el perfume de una vida recta y de un evangelio vivido con entrega y alegría.

Probablemente, pocas personas tan fascinantes como Juan Vaccari en el universo guaneliano. En el firmamento Guanella, él brilla con luz propia. Pero no sólo brilla con fulgor pasajero, sino que puede iluminar en la actualidad nuestras vidas. Ya solo desde el punto de vista humano, su peripecia humana daría para una película. Él forma parte de esa estela de “hombres descartados por su corta inteligencia”, pero que han sido piedra angular para otras vidas y también para la propia Iglesia. Él pertenece a esa “compañía de los zotes” que ha dado grandes santos, porque para alcanzar a Dios, sobra toda ciencia humana. Estoy pensando en fray Alonso Rodríguez, Hermano Gárate, fray Leopoldo de Alpendeire y otros tantos. Ha llegado el momento de profundizar en su legado espiritual, de repasar su biografía, de releer sus escritos y de difundir su preciosa herencia. Su legado, en resumen, es una invitación a hacer el bien.  

Era tan buena persona, había tanta bondad en su rostro, que incluso un muchacho de 12 años, como era mi caso en 1971, se dio cuenta claramente de que era un santo. Un santo de andar por casa, por la capilla, por el huerto, por el patio, por los pasillos, por la carretera... 

Durante cincuenta años, amigos, familiares, hermanos guanelianos, exalumnos, lectores de sus escritos han mantenido vivo el recuerdo del hermano Juan: su memoria sanctitatis. En el corazón de muchos, el hermano Juan tiene un altar. El hombre desde que es hombre se niega a que las semillas de bondad, de verdad o de belleza que otro ser humano sembró a lo largo de su vida mueran y desaparezcan definitivamente. Ahora toca a la Iglesia Católica confirmar, con todos los debidos requisitos y garantías, la intuición de santidad que muchos hemos vislumbrado en el hermano Juan Vaccari.

El día de su funeral, un sacerdote alemán, de paso por Aguilar de Campoo, conmovido por ese aire de inmensa tristeza y de profunda admiración que embargaba a todos los presentes, no cesaba de preguntar: “Pero ¿quién era este hombre?”

            Las siguientes páginas tratan de explicar, aun teniendo en cuenta que la vida humana resulta siempre inexplicable, la existencia de Juan Vaccari Magnani que transcurrió en cinco escenarios bien distintos: Sanguinetto, Fara Novarese, Barza d’Ispra, Roma y Aguilar de Campoo. Las siguientes páginas quieren dar cuenta de su peregrinación terrena.

             Buen Camino, por tanto, en la compañía del Hermano Juan.





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