viernes, 17 de marzo de 2023

Sin techo ni hogar


         Van de un lado para otro, como almas en pena. Los vemos tumbados encima de un banco de cualquier calle, cerca de un supermercado, con la mano extendida, y una cartela con faltas de ortografía: pido para comer. Los feligreses se topan con ellos en la puerta de una iglesia a la hora de misa. Duermen entre cartones en las noches gélidas de invierno. O en el cajero de cualquier sucursal bancaria. Se reúnen bajo los puentes, hacen cola ante los comedores sociales, se comen un bocadillo que un alma caritativa les alarga.

Son los hombres y mujeres sin techo ni hogar. Se calcula que alrededor de treinta y cinco mil personas en España sufren esta situación. Y eso que las estadísticas sólo contabilizan a los tienen contacto con la asistencia pública o con las distintas asociaciones solidarias. Cuando nos topamos con ellos, normalmente apartamos la mirada. Y en ese rápido parpadeo los convertimos en invisibles. “Estoy tan cerca de ti que no me ves”, decía una vez un cartel junto a un sin techo.

En estos días, en el Claustro de los Filipinos, de Valladolid, se está celebrando una exposición muy especial. En ella se nos habla de la realidad incómoda del sinhogarismo, a través de objetos que forman parte de su vida cotidiana: el banco de una plaza, el camastro de una cárcel, las ‘huellas’ y los nombres de los ‘sinhogar’ muertos en los últimos años en esta ciudad, el móvil que no se puede recargar, ¿dónde?, la ropa vieja y sucia, la mochila rajada donde caben todos sus pertenencia, las frases llenas de prejuicios y desprecio que les llueven encima: “mírale qué sucio va”, “todo el día holgazaneando”, “¿te has fijado en el brik de vino?”. Voluntarios de cáritas y los propios sintecho están también ahí. Pueden acompañarte por la exposición, si les permites acercarse y explicarse. En mi visita coincidí con María Ángeles (una voluntaria del comedor vicenciano de La Milagrosa) y con Jesús, un sintecho, que, después de dar tumbos y tumbos, después de una vida de peripecias,  desventuras y sufrimiento, comenta que, desde la atalaya de su existencia, está viviendo una etapa dulce: “Ahora me encuentro muy bien. Tengo una habitación para mí solo. Voy a comer al comedor de la Milagrosa. He encontrado la paz y la serenidad que siempre fui buscando. Y he encontrado un hogar. Me gusta rezar y eso también me da una gran paz. Cuando rezo, me encuentro mucho mejor. Hablo con Dios y tengo mucha devoción al P. Pío.  Y con un cierto orgullo me muestra una medallita de Nuestra Señora de Garabandal que le regaló hace unos días una mujer que visitó la exposición”.

Mendigos. Vagabundos. Errantes. Sintecho. Sinhogar. Llegan de los territorios del fracaso, de los errores propios y ajenos, de familias hechas añicos, de la cárcel y del paro, del desahucio, del desequilibrio mental, del alcohol y de la droga, de la disipación. Y de la mala suerte también. Pero, cuando en la noche, bajo el cielo estrellado, o en la modorra de una calurosa tarde de estío bajo un puente, repasan el álbum de su vida, algunos de ellos recuerdan que fueron ‘normales’. Estudiaron, se ganaron la vida, conocieron el amor, formaron una familia. Tenían su casita, sus días de playa, su paella en el jardín o en el bar de la esquina, el banquete por la comunión de sus hijos, la cena de navidad con los compañeros de trabajo. Y, de repente, soplaron vientos huracanados que pusieron patas arriba su vida. Llegó el paro, el desahucio de la casa, la separación de la pareja, las colas del hambre en cáritas, la rabia, la ira, la impotencia, la soledad, el vino barato, el cigarrillo áspero, el puñetazo en el viento. Y como en un tobogán de desdicha, se encontraron en la calle, en el albergue maloliente y vocinglero, en el piso compartido con otros muchos, jungla de colores y razas, onu de descartados, noches al sereno entre cartones y pasos de seres humanos a los que ellos presuponen felices. Dejaron de ducharse, de afeitarse, de peinarse, perdieron su dignidad, sin saldo en el móvil, único ombligo que les unía al mundo. Desaparecieron los amigos, los conocidos, los familiares y los compañeros. Se tornaron huidizos, cambiaron de acera para no encontrarse con el compañero conocido. Cayeron al vacío, vestidos de pantalones astrosos, camisas resudadas, chambergos de lamparones, calcetines agujereados. Cayeron en la nada. Robaron en una tienda, distrajeron una cartera, trapichearon con porros, durmieron en la trena. O simplemente se dejaron caer en cualquier banco, se arrodillaron para pedir limosna, orinaron detrás de cualquier seto, dejaron de pronunciar sonidos humanos, comieron cruasanes caducados del supermercado, algún café con leche que alguna feligresa compasiva les ofreció, se encontraron con miradas en las que no era difícil leer la repugnancia, o recibieron algún escupitajo o una broma pesada, por pura gracieta de jovenzuelos que les grabaron con el móvil para reírse de su reacción de palabrotas y blasfemias. Y alguna vez recobraron la voz, para pronunciar discursos de manicomio a la luna, al perro vagabundo o a las palomas del parque.  

Son los descartados. Cada noche bajamos la bolsa de basura al contenedor, llena de mondas de patatas, briks vacíos, cáscaras de huevos, filetes pasados, yogures caducados, compresas y dodotis que ya prestaron su servicio. Y así, también la sociedad, cada noche, baja a la calle, al contenedor de la basura de la humanidad inservible, bolsas de inadaptados, fracasados, desahuciados, rotos, desdichados, desgraciados. Aunque también a los que concienzudamente trabajaron para buscarse la ruina propia, dilapidar los pocos o muchos talentos que tenían en su cabeza y en sus manos. Y también a los que la vida trató injustamente, golpeó, ensució, sin culpa ni pena, sin que lo mereciesen. A los ojos de muchos, en la calle están los canallas, los vagos, los maleantes, los ex presidiarios, los yonquis, los ludópatas, los delincuentes, los borrachos, los guarros, los navajeros…

Para otros muchos son seres humanos, como tú o como yo. Tal vez se equivocaron, cometieron errores, se extraviaron en el juego y el vino, pero tal vez simplemente tuvieron mala suerte. Perdieron el trabajo. Perdieron los amigos. Perdieron el hogar. No sólo perdieron el techo. Perdieron las amistades, perdieron la dignidad. Perdieron la cordura. No se encontraron con una familia que cuando llegó el huracán los sostuvo. No se encontraron con una sociedad que los agarrase fuerte antes de precipitarse en un tobogán de desventura tras desventura.

En la exposición, hay un espejo grande rodeado de fotos de hombres y mujeres sin hogar. Puedes mirarte en ese espejo. Si lo haces, te verás a ti mismo reflejado, rodeado de otros rostros, otros cuerpos, otras historias y otros nombres. Sólo entonces, entiendes que no eres mejor que Pablo, Ahmed, Lucas, Jesús o Hassan, que Yeni o Juanitan, que Eric o Wendy. Solo entonces empiezas a saber que nada en este mundo te da derecho para sentirte mejor, para creer que todo lo que eres y el peldaño que ocupas en la sociedad, te lo has ganado y lo tienes merecido, por tu cara bonita.

El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald comienza con una frase lapidaria que conviene recordar "Siempre que sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no a todo el mundo se le han dado tantas facilidades como a ti". Lo peor que le puede pasar a un ser humano es tener la “esperanza sin cobertura”, como se nos dice en la exposición. Porque cuando al sinhogarismo se le suma la falta total de esperanza, la noche eterna hace su aparición.











2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias, Pocholo. Procediendo de ti, que eres una persona sensata, agradezco doblemente el cumplido

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