Son los hombres y mujeres sin techo
ni hogar. Se calcula que alrededor de treinta y cinco mil personas en España
sufren esta situación. Y eso que las estadísticas sólo contabilizan a los tienen
contacto con la asistencia pública o con las distintas asociaciones solidarias.
Cuando nos topamos con ellos, normalmente apartamos la mirada. Y en ese rápido
parpadeo los convertimos en invisibles. “Estoy
tan cerca de ti que no me ves”, decía una vez un cartel junto a un sin
techo.
En estos días, en el Claustro de los
Filipinos, de Valladolid, se está celebrando una exposición muy especial. En
ella se nos habla de la realidad incómoda del sinhogarismo, a través de objetos que forman parte de su vida
cotidiana: el banco de una plaza, el camastro de una cárcel, las ‘huellas’ y
los nombres de los ‘sinhogar’ muertos en los últimos años en esta ciudad, el
móvil que no se puede recargar, ¿dónde?, la ropa vieja y sucia, la mochila
rajada donde caben todos sus pertenencia, las frases llenas de prejuicios y
desprecio que les llueven encima: “mírale
qué sucio va”, “todo el día holgazaneando”, “¿te has fijado en el brik de
vino?”. Voluntarios de cáritas y los propios sintecho están también ahí.
Pueden acompañarte por la exposición, si les permites acercarse y explicarse. En
mi visita coincidí con María Ángeles (una voluntaria del comedor vicenciano de La
Milagrosa) y con Jesús, un sintecho, que, después de dar tumbos y tumbos, después
de una vida de peripecias, desventuras y
sufrimiento, comenta que, desde la atalaya de su existencia, está viviendo una
etapa dulce: “Ahora me encuentro muy
bien. Tengo una habitación para mí solo. Voy a comer al comedor de la Milagrosa.
He encontrado la paz y la serenidad que siempre fui buscando. Y he encontrado
un hogar. Me gusta rezar y eso también me da una gran paz. Cuando rezo, me
encuentro mucho mejor. Hablo con Dios y tengo mucha devoción al P. Pío. Y con un cierto orgullo me muestra una
medallita de Nuestra Señora de Garabandal que le regaló hace unos días una
mujer que visitó la exposición”.
Mendigos. Vagabundos. Errantes.
Sintecho. Sinhogar. Llegan de los territorios del fracaso, de los errores
propios y ajenos, de familias hechas añicos, de la cárcel y del paro, del
desahucio, del desequilibrio mental, del alcohol y de la droga, de la
disipación. Y de la mala suerte también. Pero, cuando en la noche, bajo el
cielo estrellado, o en la modorra de una calurosa tarde de estío bajo un
puente, repasan el álbum de su vida, algunos de ellos recuerdan que fueron ‘normales’.
Estudiaron, se ganaron la vida, conocieron el amor, formaron una familia.
Tenían su casita, sus días de playa, su paella en el jardín o en el bar de la
esquina, el banquete por la comunión de sus hijos, la cena de navidad con los
compañeros de trabajo. Y, de repente, soplaron vientos huracanados que pusieron
patas arriba su vida. Llegó el paro, el desahucio de la casa, la separación de
la pareja, las colas del hambre en cáritas, la rabia, la ira, la impotencia, la
soledad, el vino barato, el cigarrillo áspero, el puñetazo en el viento. Y como
en un tobogán de desdicha, se encontraron en la calle, en el albergue
maloliente y vocinglero, en el piso compartido con otros muchos, jungla de
colores y razas, onu de descartados, noches al sereno entre cartones y pasos de
seres humanos a los que ellos presuponen felices. Dejaron de ducharse, de
afeitarse, de peinarse, perdieron su dignidad, sin saldo en el móvil, único
ombligo que les unía al mundo. Desaparecieron los amigos, los conocidos, los
familiares y los compañeros. Se tornaron huidizos, cambiaron de acera para no
encontrarse con el compañero conocido. Cayeron al vacío, vestidos de pantalones
astrosos, camisas resudadas, chambergos de lamparones, calcetines agujereados.
Cayeron en la nada. Robaron en una tienda, distrajeron una cartera,
trapichearon con porros, durmieron en la trena. O simplemente se dejaron caer
en cualquier banco, se arrodillaron para pedir limosna, orinaron detrás de
cualquier seto, dejaron de pronunciar sonidos humanos, comieron cruasanes
caducados del supermercado, algún café con leche que alguna feligresa compasiva
les ofreció, se encontraron con miradas en las que no era difícil leer la
repugnancia, o recibieron algún escupitajo o una broma pesada, por pura
gracieta de jovenzuelos que les grabaron con el móvil para reírse de su
reacción de palabrotas y blasfemias. Y alguna vez recobraron la voz, para
pronunciar discursos de manicomio a la luna, al perro vagabundo o a las palomas
del parque.
Son los descartados. Cada noche
bajamos la bolsa de basura al contenedor, llena de mondas de patatas, briks
vacíos, cáscaras de huevos, filetes pasados, yogures caducados, compresas y dodotis
que ya prestaron su servicio. Y así, también la sociedad, cada noche, baja a la
calle, al contenedor de la basura de la humanidad inservible, bolsas de
inadaptados, fracasados, desahuciados, rotos, desdichados, desgraciados. Aunque
también a los que concienzudamente trabajaron para buscarse la ruina propia,
dilapidar los pocos o muchos talentos que tenían en su cabeza y en sus manos. Y
también a los que la vida trató injustamente, golpeó, ensució, sin culpa ni
pena, sin que lo mereciesen. A los ojos de muchos, en la calle están los
canallas, los vagos, los maleantes, los ex presidiarios, los yonquis, los
ludópatas, los delincuentes, los borrachos, los guarros, los navajeros…
Para otros muchos son seres humanos,
como tú o como yo. Tal vez se equivocaron, cometieron errores, se extraviaron
en el juego y el vino, pero tal vez simplemente tuvieron mala suerte. Perdieron
el trabajo. Perdieron los amigos. Perdieron el hogar. No sólo perdieron el
techo. Perdieron las amistades, perdieron la dignidad. Perdieron la cordura. No
se encontraron con una familia que cuando llegó el huracán los sostuvo. No se
encontraron con una sociedad que los agarrase fuerte antes de precipitarse en
un tobogán de desventura tras desventura.
En la exposición, hay un espejo
grande rodeado de fotos de hombres y mujeres sin hogar. Puedes mirarte en ese
espejo. Si lo haces, te verás a ti mismo reflejado, rodeado de otros rostros,
otros cuerpos, otras historias y otros nombres. Sólo entonces, entiendes que no
eres mejor que Pablo, Ahmed, Lucas, Jesús o Hassan, que Yeni o Juanitan, que
Eric o Wendy. Solo entonces empiezas a saber que nada en este mundo te da
derecho para sentirte mejor, para creer que todo lo que eres y el peldaño que
ocupas en la sociedad, te lo has ganado y lo tienes merecido, por tu cara
bonita.
El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald
comienza con una frase lapidaria que conviene recordar "Siempre que sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no
a todo el mundo se le han dado tantas facilidades como a ti". Lo
peor que le puede pasar a un ser humano es tener la “esperanza sin cobertura”, como se nos dice en la exposición.
Porque cuando al sinhogarismo se le suma la falta total de esperanza, la noche
eterna hace su aparición.
Siempre tan certero.
ResponderEliminarMuchas gracias, Pocholo. Procediendo de ti, que eres una persona sensata, agradezco doblemente el cumplido
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