domingo, 26 de marzo de 2023

Cap. I - El tortuoso sendero de los libros. Años 1913-1933 (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

 


PRIMERA PARTE: LA BIOGRAFÍA

 Capítulo I – El tortuoso sendero de los libros. Años 1913-1933

 Escenario: Sanguinetto (Verona-Véneto-Italia)

 

Sanguinetto. Feroces batallas. Sangrientas guerras desde la época romana hasta casi ayer mismo. En el año 566 de la fundación de Roma, el cónsul Marco Emilio Lepido conquistó, empuñando “lanzas y espadas coloradas”, el territorio. De ahí el nombre ‘sanguinolento’ de este pueblo de la provincia de Verona y de la región del Véneto, en Italia. Aunque románticos y líricos vates quieran derivar la toponimia de Sanguinetto del nombre ‘sanguana’, una planta de bayas rojas, muy difundida antiguamente en la zona.

Por voluntad de los Scaligeri, el castillo fue levantado en el siglo XIV. Luego, otros nobles y señores agrandaron y embellecieron la fortaleza, así como otras casas señoriales (a destacar los palacios Betti, Taidelli o Rangona), pero antes los habían arrasado para arrebatárselos a sus propietarios. Aquí sentaron sus reales Jacopo dal Verme, Gentile della Leonessa o Federico Gonzaga, para cuya entrada fastuosa en 1520, Sanguinetto desplegó tapices, guiones, blasones, banderolas y gallardetes.  Así es la Historia. Por aquí pasaron romanos, vénetos, austriacos, franceses, garibaldinos y realistas. Desde lo alto de su castillo se asomaron el emperador Francisco José, Napoleón Bonaparte o Garibaldi. Y entre sus callejuelas apacibles, caminó el escritor Carlo Goldoni (parece que su obra, El Feudatario, está inspirada en relatos escuchados en Sanguinetto).

En esta llanura véneta y vega apacible, sus habitantes, desde hacía siglos, vivían de la agricultura y de la ebanistería: patatas, cebada, algo de tabaco, pero también bellas cómodas y recios baúles.

Las vidas de sus habitantes, como tantas vidas hasta casi ayer por la tarde, rodaban entre el castillo y la iglesia. Y en ese carrusel que es el mundo, la existencia giraba con temor, con devoción o con agradecimiento, dependía de los días y de los trabajos. Dependía de los señores castellanos o de los señores eclesiásticos; unas veces, más condescendientes; otras veces, más altivos.

La existencia también tenía sus domingos y sus fiestas, ese tiempo no sujeto a las constricciones del trabajo y de la norma. Así, sus habitantes celebraban a San Antonio con puestos de comidas y vino. O repartían a todos los niños del pueblo su ración de panettone el día de Reyes, porque la befana no era tan espléndida como en nuestros días, y los niños se encontraban un trocito de dulce, en lugar de montones de juguetes y dinero.

A principios del siglo XX, Sanguinetto tenía unos 2.100 habitantes. A las humildes casas y a las mansiones blasonadas seguían llegando bendiciones del cielo en forma de nuevos infantes y, con ellos, nuevas bocas que llenar, pero también, aunque no siempre, panes bajo el brazo.

 En Sanguinetto, el día 5 de junio de 1913, en el hogar campesino de los Vaccari-Magnani, nació un niño.

              


***

 

“Siete ‘juanitos’ para hacer una espiga…”

 

“Nací el 5 de junio de 1913. Cinco días después, fui regenerado en las aguas del bautismo. Fueron mis padrinos Angelo y Abina Vaccari, primos míos”. Con estas líneas comienza Juan las notas autobiográficas que, quizás por mandato espiritual, empezó a redactar en septiembre de 1963. Apenas unos pocos folios que se repasan los primeros 20 años de su vida.

Nació sietemesino. Después del bautizo, de vuelta a casa, el grupo tomó un atajo entre los campos de cereal. “El trigo empezaba a madurar. Y mi padre quiso medirme con una espiga de trigo. Pues bien, se precisaban siete juanitos para hacer una espiga. Hoy en día, en cambio, se precisan siete espigas para hacer un Juan”.

“Mi padre, Pedro, fue un hombre entregado a la Iglesia y a la familia. Se casó en segundas nupcias con mi madre, Carmela Josefina. De la primera mujer tuvo 6 hijos, si bien, uno de ellos murió de pequeño. De la segunda tuvo nueve, de los cuales yo fui el primogénito”.

Una de sus primeras y más fuertes impresiones tuvo lugar cuando,  volviendo de la misa dominical a casa, encontró a su hermano, Pedro, muerto como consecuencia de una pulmonía: “Recuerdo a mi hermanito, vestido de blanco, rígido sobre la cuna blanca. Por primera vez me topaba con la muerte. Durante mucho tiempo, cuando llegaba la noche, o me quedaba solo, me asaltaba la imagen del hermano muerto”.

En 1914 estalló la Gran Guerra, y la familia entera se mudó a un caserío en el campo, Le Masagie, porque desde allí le era más fácil a Pedro Vaccari atender los cultivos, ya que algunos de los hijos habidos en el primer matrimonio fueron llamados a las armas. Finalizada la guerra, los Vaccari volvieron definitivamente a Sanguinetto.

Cuando el hermano Juan escribe estas memorias de infancia tiene 50 años, pero recuerda con gran viveza el afecto que su madre sentía hacia los hijos del primer matrimonio de su marido: “Por estos hermanos que mi santa madre encontró cuando se casó con mi padre, nutrió siempre un gran cariño, y los cuidó como si fuesen sus hijos; un cariño que fue recíproco, como si los hijos habidos en el primer matrimonio hubieran comprendido en seguida la carga que mamá había aceptado al casarse. Yo mismo puedo decir que el afecto hacia mis hermanastros nunca se resintió a lo largo de toda mi vida. Me veo a mí mismo llorando desconsolado cuando mi hermanastro José, después de un permiso, tuvo que volver al frente”.

Se conservan numerosas cartas de Juan a sus hermanos, cartas llenas de afecto. Para todos ellos, Juan era una referencia moral. Como en todas las familias no faltaron los malentendidos o las desavenencias, pero Juan siempre supo ser el bálsamo necesario que evita la fricción en las relaciones familiares.

Sintió un cariño especial hacia sus tíos Santas y José: “Tenían más paciencia que Job. Cuántas desgracias conocieron en su propia familia, en el ganado y, sin embargo, los veía siempre llenos de serenidad y de confianza en Dios”.

 

“Mi padre iniciaba el santo rosario…”

En casa, no vivían como monjes. ¡Qué más hubieran querido unos pobres campesinos de los primeros años del siglo XX que vivir como monjes! Pero sí practicaban, probablemente sin saberlo, el ora et labora benedictino.

La vida era trabajo y más trabajo, ritmado por esas pocas oraciones que a diario se rezaban en casa, por la misa dominical, el rosario de cada tarde, las novenas a las devociones más populares, las procesiones en las grandes solemnidades... Una rueda bendita de jaculatorias y santiguamientos: “Habitualmente, las largas noches invernales transcurrían así: después de la cena, mi padre iniciaba el santo rosario y todos nosotros, arrodillados con los codos apoyados en la mesa, respondíamos…”.

La vida transcurría en una cadencia lenta, marcada por el sucederse de las estaciones, las lluvias, las nieves, los calores, las heladas. Pendientes del cielo, porque una helada a destiempo podía quemar los brotes del cereal y una tormenta de verano podía revolcar los trigales y echarlos a perder. La pobreza era grande en casi todas las casas de Sanguinetto, y también en la suya. Los hermanos Juan y Marcelo compartían un único par de guantes cuando salían al campo a recoger leña.

Se necesitaban muchas manos y muchos sudores para segar los trigos o los prados, para echar de comer a los animales, ordeñar las vacas, hacer el queso, desgranar las mazorcas de maíz. Había muchas bocas en casa Vaccari-Magnani. Un nuevo hijo llegaba casi cada año. Los hijos los da Dios, ya se sabe, pero a veces el pobre campesino puede tener la sensación de que las raciones de polenta no llegan con la misma puntualidad que los vástagos a las casas de los pobres.

Pero en casa Vaccari, gracias infinitas sean dadas a Dios, había polenta cada noche: “Mientras mi madre preparaba una buena polenta, nos enseñaba las oraciones. Arrodillados en un taburete y mirando a la pared de donde colgaban las imágenes de la Sagrada Familia y del Corazón de Jesús, nuestra pobre madre iba diciendo palabra por palabra las oraciones que nosotros repetíamos: la señal de la cruz, el padrenuestro, el avemaría, el gloria, el réquiem, la salve regina, los mandamientos de Dios, los mandamientos de la Iglesia, más un sinfín de jaculatorias rezadas con esa fe inmensa de los humildes”. Poco después, le tocará a Juan iniciar en las oraciones a sus hermanos más pequeños: “Si echo la vista atrás –recuerda su hermano Antonio- me parece estar viendo a Juan enseñándonos las oraciones de la mañana y de la noche y concluyendo siempre con un pensamiento y un agradecimiento a la Madre celestial”.

Cuando Juan escribe estos recuerdos, el mundo ya ha cambiado y los rezos en familia aún mucho más, pero él siente una cierta desazón y melancolía ante este mundo a punto de desaparecer: “Benditas familias. Bendita unión familiar. Cuánta paz, cuánta serenidad se tenía –o se tiene aún- entre aquellas paredes donde los padres cristianos rezan con sus hijos”.

Juan crece. Es un niño tímido y reflexivo, sensible y asustadizo, muy apegado a las faldas de la madre. Un niño delgado y frágil de constitución. A los seis años empieza a ir a la escuela. Como si intuyera que todo lo relacionado con los libros le ha de provocar en el futuro angustias y sufrimientos, no quiere ir a la escuela. Aunque quizás sea más esa terrible timidez, ese apego a la madre que le protege de un mundo que intuye hostil: “No quería ir en absoluto a la escuela. Mi madre lo pasó francamente mal. Luego, siempre he tenido en gran estima a maestros y profesores”.

Y de su infancia recuerda y destaca una fecha que le habría de quedar grabada a fuego en su corazón: “Mi hermano Marcelo y yo nos preparamos juntos para la Primera Comunión. Con las oraciones que nos había enseñado nuestra madre y con las plegarias que aprendimos en la catequesis, el 17 de abril de 1921 nos acercamos por primera vez al banquete eucarístico. Ese fue mi primer encuentro con Jesús. La vida de mi alma iba adquiriendo una fisonomía propia. Desde entonces, oh Jesús, cuántos encuentros. Aviva mi fe, y que yo reciba la comunión con la misma actitud con la que María te recibió, mi Señor”.

Ya desde las primeras líneas de sus memorias, aparece el drama de lo que hoy llamaríamos fracaso escolar: “Por naturaleza era muy tímido y también muy torpe para comprender, como lo soy todavía hoy”.

 

Me llovieron los suspensos…”

Una inclinación hacia la piedad y un ansia profunda de las cosas del espíritu hicieron surgir en su corazón adolescente un germen, apenas una llama inicial, de ser sacerdote. Pero, aparejado a este anhelo, se fue alzando ante él un muro compacto, infranqueable…

Idas y venidas, ensayos y errores. Los años de Sanguinetto, los años de su adolescencia y primera juventud, están marcados por la incertidumbre y la angustia. Un continuo ir de aquí para allá, probando, intentándolo, fracasando y volviéndolo a intentar. Un túnel que tuvo que cruzar a tientas.

       Un peregrinaje que duró 6 años, desde los 13 a los 20 años: “Desde hacía dos años, ya era monaguillo, y, como tenía una voz bastante buena, solía cantar las vísperas. El párroco viéndome aficionado a los oficios religiosos, me sugirió que entrase en el seminario diocesano de Verona”. Es la primera estación de un largo viacrucis.     Siempre guardó buenos recuerdos de superiores y de compañeros. Aguantó con estoicismo el invierno gélido de 1927, sin calefacción. Y asimiló las enseñanzas de un buen sacerdote en los paseos semanales: “Ahora llegan los exámenes y es normal que os den miedo, pero intentad vivir siempre en la gracia de Dios, porque sólo así aprobaréis los exámenes para ir al cielo”. Todo le gustaba de ese ambiente del seminario, aunque alguna vez echaba en falta la cercanía de su madre: “Por santa Lucía, mi madre vino a verme. Todo marchó bien, hasta el momento de la despedida. Entonces, empecé a llorar desconsoladamente y creo que la llantina me duró horas”.

       Las cosas se torcieron. “No obstante, sucedió que ni siquiera después de repetir curso, aprobé”. Juan vuelve a Sanguinetto, después de dos años en el Seminario de Verona. Pero el párroco, que sentía un profundo cariño por el joven Juan, no se dio por vencido. De esa manera, durante unos meses, Juan recibió clases particulares de un capellán que lo tiene en su casa a pensión. Muy pronto, los otros hermanos se quejan: mientras ellos tienen que trabajar duramente el campo en Sanguinetto, Juan está como un señorito en la pensión y, además, para no sacar nada en limpio. Juan vuelve de nuevo a casa. Se busca una solución intermedia: seguirá estudiando, aunque de manera más económica. Recibirá clases particulares del párroco de otro pueblo, Engazzà, pero tendrá que recorrer todos los días el trayecto en bicicleta. Y Juan dará la razón a los hermanos: “Bendice y ayuda con largueza a mis hermanos porque trabajaron mucho por mí”.

       En invierno, el camino se hacía duro y penoso, mas él no rehusaba el sacrificio porque la meta soñada, el sacerdocio, merecía la pena. El buen párroco no cesaba de animarlo, pero Juan, en su interior, se daba cuenta de que sus progresos escolásticos eran más bien discretos. Después de dos años estudiando y estudiando, repitiendo y repitiendo las lecciones de todas las asignaturas, el buen párroco le aconseja que se presente como alumno libre a los exámenes.  Así lo hace: “Tenía 18 años. Recuerdo como si fuera ahora aquel solemne fracaso. No sé cómo tuve la cara de presentarse a unos exámenes tan exigentes. En definitiva, me llovieron los suspensos. No creo que nadie en el mundo haya salido tan mal parado en semejante situación. Poco después, supe que solamente había aprobado religión y geografía, y puede que ni siquiera respondiese bien en estas asignaturas”.

       Después de los exámenes, Juan hizo el viaje de regreso, como quien vuelve de una guerra perdida hacia un mañana incierto. En la estación, se encontró con que el último tren había salido, y decidió volver andando al pueblo. El agotamiento, la frustración, las preocupaciones, el miedo y el sueño le acecharon en un camino que se le hizo eterno: “Llegué a casa que ya era la una de la madrugada; accedí a mi habitación por una ventana entornada, para no despertar a la familia y me acosté con una pregunta: ¿Y ahora qué hago?”

 

“Me sentía avergonzado y fracasado…”

¿Qué verían en Juan Vaccari tantos sacerdotes para quererlo encaminar al seminario, no obstante los fracasos continuados en los estudios? Juan se siente cansado. Se ha dado de bruces demasiadas veces contra el muro de los estudios. Decide tirar la toalla. “Un día vino a verme un cura llamado Francisco. Me suplicó insistentemente que retomase los estudios. Pero yo le dije que había perdido toda esperanza y que ya no tenía fuerzas pare comenzar de nuevo. Fue así como volví a los trabajos del campo, a la vida de cada día, abandonando completamente la idea de estudiar”. Poco después, también su párroco volvió a la carga y le hizo subir a un camión que iba a Brescia para que allí conociese la congregación de la Sagrada Familia de Nazaret. Pero no le gustó el ambiente que allí vio, y retornó a casa como una exhalación.

Por su parte, el vicepárroco de Sanguinetto, Juan Faella, intentó que Juan se acercase al sacerdocio por la puerta de atrás: “Hazte hermano franciscano. Esos tienen la manga ancha y ya verás cómo dentro de unos años puedes llegar a cura”. Pero Juan insistió en que él quería hacerse cura; él no quería ser hermano.

Los hermanos legos tenían a sus espaldas una historia denigrante de siglos. Para diferenciarlos de los hermanos de coro (o clérigos, sacerdotes), se les había llamado con diversos nombres no precisamente honoríficos: fratres conversi (bien porque convertidos después de una vida non sancta, bien porque los conversos no podían aspirar a más), laici barbati (muchos entraban de adultos en el convento), illiterati (iletrados) e incluso idiotae (no necesita traducción), porque normalmente se les solía considerar hombres con pocas luces, ignorantes, sólo aptos para los trabajos manuales y rudimentarios de los monasterios y conventos. Hasta el Concilio Vaticano II, los hermanos legos eran religiosos de segunda categoría, un poco marginales y con escasa ascendencia en el pueblo cristiano. Se entiende así que muchos sintiesen un cierto rechazo a entrar en religión como simples hermanos laicos.

Juan Vaccari hace memoria amarga de aquellos días: “Estaba cansado de intentarlo y de volverlo a intentar. Con gran pena de mi corazón, volví a los campos. Puse toda mi voluntad en adaptarme a todo, pero no tenía ni la fuerza ni la costumbre de mis otros cuatro hermanos varones. Recuerdo que una mañana salí a cortar el heno; inicié con brío, pero pronto me di cuenta de que me iba quedándome atrás. Tuve que cambiar de ocupación, porque estaba exhausto”.

El sentimiento doloroso de que las cosas nunca le salen bien se va apoderando de su alma, que la torna apagadiza. El sabor de la ceniza ya está en sus labios. Y él se siente poco menos que inútil para las tareas más elementales del campo o de la granja. ¿Y tendrá que repetir día tras día estas mismas faenas?: “Los pequeños trabajos, como criar unos conejos o unas palomas, acababan como el rosario de la aurora, por lo que al final desistía. En cambio, para mi hermano, estas pequeñas ocupaciones iban viento en popa. Un día mi padre me regaló un ternerillo. Pocas semanas después enloqueció y hubo que matarlo”.

Poco a poco se iban agotando las oportunidades. Juan –y con él cuantos lo conocían- había intentado caminos diversos. Había llamado a distintas posadas, pero nadie le había franqueado la puerta.

Se resignó a ser un buen cristiano: “Mis prácticas religiosas de cada domingo continuaron lo mismo que antes”.  Pero el fracaso estaba ahí, como un veneno que destila gota a gota, como una herida que no acaba de cerrarse: “Es verdad: frente a mis familiares, a mis compañeros, frente a mi pueblo, me sentía avergonzado y fracasado”.

 

“Los estudios se me atragantaron, especialmente el latín…”

 

“Fui repitiendo cursos”. Con lacónica sinceridad Juan reconoce sus fracasos escolares, al mismo tiempo que confiesa que le gustaba la vida religiosa: “Los ejercicios piadosos, la disciplina, todo me gustaba, pero los estudios se me atragantaron, especialmente el latín”.

Fue un malísimo estudiante de latín, incapaz de traducir como Dios manda De bello gallico, Las catilinarias, Los doce césares, o los poemas de Virgilio. Juan sufría lo que hoy llamaríamos bloqueo emocional. Se le quedaba la mente en blanco cada vez que el profesor se dirigía a él para que tradujese una línea. Se aturullaba, se hacía un lío, notaba las risas sofocadas de los compañeros. Se ponía colorado o empalidecía, se trabucaba y balbucía y, al final, acababa por soltar una frase para la antología del disparate, lo que provocaba el sarcasmo de los alumnos engreídos y la piedad de algunos pocos amigos. Pero para colmo de males, el latín era la lengua oficial de la Iglesia, y la lengua en que todavía se enseñaban filosofía y teología. Un cura podía no manejarse en pastoral, en liturgia –puede que hasta en caridad-, pero tenía que hablar correctamente el latín. El latín era la lengua madre y –vae victis- signo inequívoco de vocación sacerdotal.

Probablemente, en sus años como estudiante de latín, sólo fue capaz de memorizar cuatro o cinco frases piadosas, las únicas sentencias latinas que vemos esparcidas aquí y allá en su Autobiografía y en su Diario. Estas máximas aprendidas, asimiladas y vividas llenaron las alforjas de su sabiduría, que no de su ciencia lingüística. Ellas fueron el viático en su peregrinación por esta tierra dramática pero magnífica, probablemente las únicas palabras necesarias: Ad Maiorem Dei Gloriam, Deo gratias et Mariae, Fiat semper, O Maria, janua coeli; Credo, Domine, adiuva incredulitatem mean; Bonum et iucumdum habitare frates in unum; Ecce servus Domini...

En estas frases se encierra todo un programa de vida, un bordón para caminar con seguridad por ese gran teatro del mundo en el que su existencia se desarrollaría: A mayor gloria de Dios. Gracias a Dios y a María. Hágase tu voluntad. Oh, María, puerta del Cielo. Creo, Señor, pero aumenta mi fe. ¡Qué bueno y qué delicioso que los hermanos vivan unidos! He aquí el siervo del Señor…

También el cura de Ars hizo esfuerzos inútiles para aprender durante años el latín. ¿Ese esfuerzo denodado no daría luego sus frutos en el discernimiento maravilloso que le permitía percibir el alma misma de los penitentes, detrás de sus palabras e incluso de sus silencios? Pasados los años, muchas almas se abrirían al hermano Juan, pidiéndole una palabra, un consejo, una oración, una bendición… Y Juan, gracias a su sapientia cordis y a su sapientia caritatis, nunca las defraudaría. Pero aún no vivimos en un mundo o en una Iglesia en que la sabiduría del corazón o la sabiduría de la caridad aparezcan en el boletín de notas. ¡Lástima!

 

“Me avergüenzo de haber sido un cobarde…”

“Adoro, Señor, tus caminos inescrutables”. A distancia de 50 años, Juan en su Autobiografía recuerda su adolescencia y primera juventud con severidad y con un sentimiento de culpa. Una conciencia del pecado -hasta de la más mínima falta- que, más adelante, le llevará a proferir una jaculatoria constante: “Antes morir que pecar”. Así juzga estos años: “Confieso que no era dócil, me dejaba arrastrar por los juegos, me resistía a someterme a la obediencia, tendía a la vanidad, no buscaba la gracia; en una palabra, me inclinaba a seguir los encantos de la naturaleza corrompida. Al igual que San Agustín, era muy pequeño, pero ya conocía la culpa”. Sólo una conciencia recta y limpia es capaz de ver en una pera robada, como el santo de Hipona, el sabor amargo de la culpa y del pecado.

Y sin embargo, él seguía siendo un buen feligrés, observante y devoto: “Cada semana acudía a las sesiones de la Acción Católica. Fui a los convenios en Nogara e Isla de la Scala. Tenía 19 años y recuerdo que acepté ir con otros dos amigos a hacer los ejercicios a la Villa de Gargagnago. Duraron tres días, tomé apuntes de cuanto escuché y movió mi alma. Me sentía sereno y contento”.

Juan seguía siendo un joven tímido. Los sucesivos fracasos escolares le habían minado la seguridad en sí mismo. Al volver de los ejercicios, el párroco le pidió que diese una charla sobre las impresiones recibidas. Juan se preparó concienzudamente, escribiendo palabra por palabra todo lo que deseaba expresar. Llegó a aprenderse el texto de memoria, de manera que no tuviese que estar pendiente de los papeles y pudiese mirar y dirigirse a sus oyentes, como había visto hacer a otros: “Cuando llegó el momento, empecé a hablar con soltura, pero ya fuera por la vergüenza, ya fuera por temor, se me nubló la mente y tuve que sacar de mi bolsillo los apuntes para poder continuar la charla. Era la primera vez que hablaba en público”.

Podemos imaginar el esfuerzo de un tímido para hablar en público por primera vez. Creo que Juan aceptó dar esta charla por dos motivos: por obediencia a su párroco y por el deseo de transmitir a otros lo que su alma había sentido en aquellos ejercicios. Prueba superada, aunque no fuese con un sobresaliente.

Pero Juan recuerda un incidente de aquellos años que le dejaría un mal sabor de boca para el resto de su vida. Las Memorias de Juan no son un ejercicio literario de cara a la galería, para ofrecer una imagen compuesta y adornada de sí mismo; más bien, al contrario, son severas y sinceras. Dejamos a Juan contar este incidente, una verdadera mancha para él: “De aquel tiempo recuerdo otro hecho que no me honra. El párroco me nombró presidente de la Acción Católica y yo hacía cuanto podía para dar ejemplo. Por aquel año empezaron las hostilidades entre los fascistas y la Acción Católica. Un domingo, después de misa, me quedé a charlar con unos amigos. Hablábamos de las noticias sombrías que llegaban: fascistas que habían golpeado a unos, que habían arrancado las insignias a otros, que amenazaban a muchos otros... Yo estaba manifestando mi rechazo a estas maneras de actuar, cuando un joven desconocido y de cuya presencia no nos habíamos dado cuenta, se dirigió a mí, junto a otros del pueblo, y arrogantemente me conminó a entregarle la insignia de la Acción Católica. Nos quedamos mudos. Le entregué la insignia, aunque con harto dolor de mi corazón. Y se lo fui a contar inmediatamente al párroco. Él me tranquilizó lo mejor que pudo: “ha sido lo mejor que podías hacer, para no provocar desórdenes o algo peor aún”. Pero, en lo más profundo de mi corazón, me avergüenzo de haber sido un cobarde”.

Juan se sintió como Pedro después de la negación. Y la cobardía de aquel acto permaneció indeleble en su memoria y en su corazón. Pero supo extraer de esta pequeña traición a la causa de la Iglesia una valiosa enseñanza: la humildad. En los momentos en que tenemos razones para ensoberbecernos, es suficiente recordar un episodio de debilidad o de estupidez o de traición para que se nos bajen los humos.

 

Al atardecer, me iba solo por los campos a rezar…”

Eran los años de la duda, ese debatirse entre una vieja aspiración a ser sacerdote y la resignación a ser un buen cristiano laico en la parroquia. Juan se siente dividido entre los noes recibidos por culpa de su escaso rendimiento escolar y los ánimos que varios curas le dan para que persiga su sueño.

 “Después de la decisión de decir adiós a los libros, volví al camino común seguido por mis hermanos: el campo”. Este camino conlleva el diluirse en los hábitos de trabajo y de ocio de la vida rural: “Los domingos, después de misa y después de vísperas, nos reuníamos varios amigos a jugar a la petanca, a las cartas o al frontón. Alguna vez iba al cine o a una sesión de circo ambulante. Raramente, a las ferias o a las verbenas”. Pero muy pronto una sensación de vacío le alcanza y se adueña de él: “Cuántos pasos, cuántas carreras, cuanto tiempo perdido”. Y luego esa constatación de que la vida pasa sin más: “Los días, las semanas y los meses se sucedían, se trabajaba y se disfrutaba de la paz familiar”.

Pero la paz familiar a él no le alcanzaba. El ser humano, ya se sabe, es el único animal crónicamente insatisfecho. Y él experimentaba en cada amanecer y en cada ocaso una insatisfacción que le roía: “Pero en el fondo de mi corazón, bullía algo que ni las diversiones ni las ocupaciones calmaban”.

“Me encantaba encaminarme hacia los campos y rezar”. Esta frase, perdida entre otros recuerdos de sus últimos meses en el pueblo, resume bien ese desasosiego que le tensaba. El alma y el cuerpo se resentían y dolían. Se había y no se había resignado a seguir ‘el camino común’. Era diferente a los demás. No le alegraban ni le colmaban aquellas diversiones que alegraban y llenaban a sus compañeros. Esa búsqueda de la soledad en medio de los campos y ese rezar continuo, con apetito de hambriento, lo estaban preparando. El Señor lo iba moldeando, unas veces a manotazo limpio y otras veces con el simple roce de las yemas de los dedos. Dios, como a un borriquillo indócil, lo arrastraba a otros prados y a otras fuentes, donde jamás hubiera pensado pastar y abrevar.

            Cuando acababa el duro trabajo de cada día, le gustaba alejarse por los campos en soledad, y rezar. Pero también: “Por aquel tiempo iba con cierta frecuencia al santuario de la Comuna (Ostiglia) que siempre me había gustado. Un pequeño y modesto santuario perdido en la inmensa llanura, con una hermosa imagen de la Virgen con el Niño en brazos”.

            Conoció ese sendero común de todos los jóvenes de Sanguinetto en todos los aspectos, también en el afectivo: “Aunque más bien vivía una vida retirada y tranquila, notaba cómo en mi interior se iba encendiendo un afecto especial hacia una estupenda joven que vivía en mi propia calle, pero por mi carácter reservado siempre me mantenía a cierta distancia. Volví a verla 20 años después. Había formado una familia, y la vi feliz. Que el Señor la bendiga”.

 Juan Vaccari iba de un lado para otro, probaba esto y aquello, pero “en el fondo, ninguna cosa me atraía”.


Foto: Única foto en la que aparecen todos los miembros de la Familia Vaccari-Magnani. Sentados en el centro de la foto, aparecen lo padres. Alrededor: todos los hermanos. 
De pie, de izquierda a derecha: Luigi Gaetano, Giuseppe Luigi, Agostino Giuseppe, Giovanni, Cirillo y Marcello. Sentados: Diletta Luigia, María, Pietro y Giuseppina Carmela, Pace y María Esterina. En el suelo: Danilo, Gaetano Pietro y Antonio.

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