PRIMERA PARTE: LA
BIOGRAFÍA
Sanguinetto. Feroces batallas. Sangrientas guerras desde la época
romana hasta casi ayer mismo. En el año 566 de la fundación de Roma, el cónsul
Marco Emilio Lepido conquistó, empuñando “lanzas
y espadas coloradas”, el territorio. De ahí el nombre ‘sanguinolento’ de
este pueblo de la provincia de Verona y de la región del Véneto, en Italia.
Aunque románticos y líricos vates quieran derivar la toponimia de Sanguinetto
del nombre ‘sanguana’, una planta de bayas rojas, muy difundida antiguamente en
la zona.
Por voluntad de los
Scaligeri, el castillo fue levantado en el siglo XIV. Luego, otros nobles y
señores agrandaron y embellecieron la fortaleza, así como otras casas
señoriales (a destacar los palacios Betti, Taidelli o Rangona), pero antes los
habían arrasado para arrebatárselos a sus propietarios. Aquí sentaron sus
reales Jacopo dal Verme, Gentile della Leonessa o Federico Gonzaga, para cuya
entrada fastuosa en 1520, Sanguinetto desplegó tapices, guiones, blasones,
banderolas y gallardetes. Así es la
Historia. Por aquí pasaron romanos, vénetos, austriacos, franceses,
garibaldinos y realistas. Desde lo alto de su castillo se asomaron el emperador
Francisco José, Napoleón Bonaparte o Garibaldi. Y entre sus callejuelas
apacibles, caminó el escritor Carlo Goldoni (parece que su obra, El Feudatario,
está inspirada en relatos escuchados en Sanguinetto).
En esta llanura véneta
y vega apacible, sus habitantes, desde hacía siglos, vivían de la agricultura y
de la ebanistería: patatas, cebada, algo de tabaco, pero también bellas cómodas
y recios baúles.
Las vidas de sus
habitantes, como tantas vidas hasta casi ayer por la tarde, rodaban entre el
castillo y la iglesia. Y en ese carrusel que es el mundo, la existencia giraba
con temor, con devoción o con agradecimiento, dependía de los días y de los
trabajos. Dependía de los señores castellanos o de los señores eclesiásticos;
unas veces, más condescendientes; otras veces, más altivos.
La existencia también
tenía sus domingos y sus fiestas, ese tiempo no sujeto a las constricciones del
trabajo y de la norma. Así, sus habitantes celebraban a San Antonio con puestos
de comidas y vino. O repartían a todos los niños del pueblo su ración de panettone el día de Reyes, porque la befana no era tan espléndida como en
nuestros días, y los niños se encontraban un trocito de dulce, en lugar de
montones de juguetes y dinero.
A principios del siglo
XX, Sanguinetto tenía unos 2.100 habitantes. A las humildes casas y a las
mansiones blasonadas seguían llegando bendiciones del cielo en forma de nuevos
infantes y, con ellos, nuevas bocas que llenar, pero también, aunque no
siempre, panes bajo el brazo.
***
“Siete
‘juanitos’ para hacer una espiga…”
“Nací el 5 de junio de
1913. Cinco días después, fui regenerado en las aguas del bautismo. Fueron mis
padrinos Angelo y Abina Vaccari, primos míos”. Con estas líneas comienza Juan las notas
autobiográficas que, quizás por mandato espiritual, empezó a redactar en
septiembre de 1963. Apenas unos pocos folios que se repasan los primeros 20
años de su vida.
Nació sietemesino. Después del bautizo, de vuelta a
casa, el grupo tomó un atajo entre los campos de cereal. “El trigo empezaba a madurar. Y mi padre quiso medirme con una espiga
de trigo. Pues bien, se precisaban siete juanitos para hacer una espiga. Hoy en
día, en cambio, se precisan siete espigas para hacer un Juan”.
“Mi padre, Pedro, fue un
hombre entregado a la Iglesia y a la familia. Se casó en segundas nupcias con
mi madre, Carmela Josefina. De la primera mujer tuvo 6 hijos, si bien, uno de
ellos murió de pequeño. De la segunda tuvo nueve, de los cuales yo fui el
primogénito”.
Una de sus primeras y más fuertes impresiones tuvo
lugar cuando, volviendo de la misa
dominical a casa, encontró a su hermano, Pedro, muerto como consecuencia de una
pulmonía: “Recuerdo a mi hermanito,
vestido de blanco, rígido sobre la cuna blanca. Por primera vez me topaba con
la muerte. Durante mucho tiempo, cuando llegaba la noche, o me quedaba solo, me
asaltaba la imagen del hermano muerto”.
En 1914 estalló la Gran Guerra, y la familia entera se
mudó a un caserío en el campo, Le Masagie, porque desde allí le era más fácil a
Pedro Vaccari atender los cultivos, ya que algunos de los hijos habidos en el
primer matrimonio fueron llamados a las armas. Finalizada la guerra, los
Vaccari volvieron definitivamente a Sanguinetto.
Cuando el hermano Juan escribe estas memorias de
infancia tiene 50 años, pero recuerda con gran viveza el afecto que su madre
sentía hacia los hijos del primer matrimonio de su marido: “Por estos hermanos que mi santa madre
encontró cuando se casó con mi padre, nutrió siempre un gran cariño, y los
cuidó como si fuesen sus hijos; un cariño que fue recíproco, como si los hijos
habidos en el primer matrimonio hubieran comprendido en seguida la carga que
mamá había aceptado al casarse. Yo mismo puedo decir que el afecto hacia mis
hermanastros nunca se resintió a lo largo de toda mi vida. Me veo a mí mismo
llorando desconsolado cuando mi hermanastro José, después de un permiso, tuvo
que volver al frente”.
Se conservan numerosas cartas de Juan a sus hermanos,
cartas llenas de afecto. Para todos ellos, Juan era una referencia moral. Como
en todas las familias no faltaron los malentendidos o las desavenencias, pero
Juan siempre supo ser el bálsamo necesario que evita la fricción en las
relaciones familiares.
Sintió un cariño especial hacia sus tíos Santas y
José: “Tenían más paciencia que Job.
Cuántas desgracias conocieron en su propia familia, en el ganado y, sin
embargo, los veía siempre llenos de serenidad y de confianza en Dios”.
“Mi padre iniciaba el santo rosario…”
En casa, no vivían como
monjes. ¡Qué más hubieran querido unos pobres campesinos de los primeros años
del siglo XX que vivir como monjes! Pero sí practicaban, probablemente sin
saberlo, el ora et labora
benedictino.
La vida era trabajo y más trabajo, ritmado por esas
pocas oraciones que a diario se rezaban en casa, por la misa dominical, el
rosario de cada tarde, las novenas a las devociones más populares, las
procesiones en las grandes solemnidades... Una rueda bendita de jaculatorias y santiguamientos:
“Habitualmente, las largas noches
invernales transcurrían así: después de la cena, mi padre iniciaba el santo
rosario y todos nosotros, arrodillados con los codos apoyados en la mesa,
respondíamos…”.
La vida transcurría en una cadencia lenta, marcada por
el sucederse de las estaciones, las lluvias, las nieves, los calores, las
heladas. Pendientes del cielo, porque una helada a destiempo podía quemar los
brotes del cereal y una tormenta de verano podía revolcar los trigales y
echarlos a perder. La pobreza era grande en casi todas las casas de
Sanguinetto, y también en la suya. Los hermanos Juan y Marcelo compartían un
único par de guantes cuando salían al campo a recoger leña.
Se necesitaban muchas manos y muchos sudores para
segar los trigos o los prados, para echar de comer a los animales, ordeñar las
vacas, hacer el queso, desgranar las mazorcas de maíz. Había muchas bocas en
casa Vaccari-Magnani. Un nuevo hijo llegaba casi cada año. Los hijos los da
Dios, ya se sabe, pero a veces el pobre campesino puede tener la sensación de
que las raciones de polenta no llegan
con la misma puntualidad que los vástagos a las casas de los pobres.
Pero en casa Vaccari, gracias infinitas sean dadas a
Dios, había polenta cada noche: “Mientras
mi madre preparaba una buena polenta, nos enseñaba las oraciones. Arrodillados
en un taburete y mirando a la pared de donde colgaban las imágenes de la
Sagrada Familia y del Corazón de Jesús, nuestra pobre madre iba diciendo
palabra por palabra las oraciones que nosotros repetíamos: la señal de la cruz,
el padrenuestro, el avemaría, el gloria, el réquiem, la salve regina, los
mandamientos de Dios, los mandamientos de la Iglesia, más un sinfín de
jaculatorias rezadas con esa fe inmensa de los humildes”. Poco después, le
tocará a Juan iniciar en las oraciones a sus hermanos más pequeños: “Si echo la vista atrás –recuerda su hermano
Antonio- me parece estar viendo a Juan enseñándonos las oraciones de la mañana
y de la noche y concluyendo siempre con un pensamiento y un agradecimiento a la
Madre celestial”.
Cuando Juan escribe estos recuerdos, el mundo ya ha
cambiado y los rezos en familia aún mucho más, pero él siente una cierta
desazón y melancolía ante este mundo a punto de desaparecer: “Benditas familias. Bendita unión familiar. Cuánta paz, cuánta
serenidad se tenía –o se tiene aún- entre aquellas paredes donde los padres
cristianos rezan con sus hijos”.
Juan crece. Es un niño tímido y reflexivo, sensible y
asustadizo, muy apegado a las faldas de la madre. Un niño delgado y frágil de
constitución. A los seis años empieza a ir a la escuela. Como si intuyera que
todo lo relacionado con los libros le ha de provocar en el futuro angustias y
sufrimientos, no quiere ir a la escuela. Aunque quizás sea más esa terrible
timidez, ese apego a la madre que le protege de un mundo que intuye hostil: “No quería ir en absoluto a la escuela. Mi
madre lo pasó francamente mal. Luego, siempre he tenido en gran estima a
maestros y profesores”.
Y de su infancia recuerda y destaca una fecha que le
habría de quedar grabada a fuego en su corazón: “Mi hermano Marcelo y yo
nos preparamos juntos para la Primera Comunión. Con las oraciones que nos había
enseñado nuestra madre y con las plegarias que aprendimos en la catequesis, el
17 de abril de 1921 nos acercamos por primera vez al banquete eucarístico. Ese
fue mi primer encuentro con Jesús. La vida de mi alma iba adquiriendo una
fisonomía propia. Desde entonces, oh Jesús, cuántos encuentros. Aviva mi fe, y
que yo reciba la comunión con la misma actitud con la que María te recibió, mi
Señor”.
Ya desde las primeras líneas de sus memorias, aparece
el drama de lo que hoy llamaríamos fracaso escolar: “Por naturaleza era muy tímido y también muy torpe para comprender,
como lo soy todavía hoy”.
“Me llovieron los suspensos…”
Una inclinación hacia la piedad y un ansia profunda de
las cosas del espíritu hicieron surgir en su corazón adolescente un germen,
apenas una llama inicial, de ser sacerdote. Pero, aparejado a este anhelo, se
fue alzando ante él un muro compacto, infranqueable…
Idas y venidas, ensayos y errores. Los años de
Sanguinetto, los años de su adolescencia y primera juventud, están marcados por
la incertidumbre y la angustia. Un continuo ir de aquí para allá, probando,
intentándolo, fracasando y volviéndolo a intentar. Un túnel que tuvo que cruzar
a tientas.
Un
peregrinaje que duró 6 años, desde los
Las cosas
se torcieron. “No obstante, sucedió que
ni siquiera después de repetir curso, aprobé”. Juan vuelve a Sanguinetto,
después de dos años en el Seminario de Verona. Pero el párroco, que sentía un
profundo cariño por el joven Juan, no se dio por vencido. De esa manera,
durante unos meses, Juan recibió clases particulares de un capellán que lo
tiene en su casa a pensión. Muy pronto, los otros hermanos se quejan: mientras
ellos tienen que trabajar duramente el campo en Sanguinetto, Juan está como un
señorito en la pensión y, además, para no sacar nada en limpio. Juan vuelve de
nuevo a casa. Se busca una solución intermedia: seguirá estudiando, aunque de
manera más económica. Recibirá clases particulares del párroco de otro pueblo,
Engazzà, pero tendrá que recorrer todos los días el trayecto en bicicleta. Y
Juan dará la razón a los hermanos: “Bendice
y ayuda con largueza a mis hermanos porque trabajaron mucho por mí”.
En
invierno, el camino se hacía duro y penoso, mas él no rehusaba el sacrificio
porque la meta soñada, el sacerdocio, merecía la pena. El buen párroco no
cesaba de animarlo, pero Juan, en su interior, se daba cuenta de que sus
progresos escolásticos eran más bien discretos. Después de dos años estudiando
y estudiando, repitiendo y repitiendo las lecciones de todas las asignaturas,
el buen párroco le aconseja que se presente como alumno libre a los exámenes. Así lo hace: “Tenía 18 años. Recuerdo como si fuera ahora aquel solemne fracaso. No
sé cómo tuve la cara de presentarse a unos exámenes tan exigentes. En
definitiva, me llovieron los suspensos. No creo que nadie en el mundo haya
salido tan mal parado en semejante situación. Poco después, supe que solamente
había aprobado religión y geografía, y puede que ni siquiera respondiese bien
en estas asignaturas”.
Después de
los exámenes, Juan hizo el viaje de regreso, como quien vuelve de una guerra
perdida hacia un mañana incierto. En la estación, se encontró con que el último
tren había salido, y decidió volver andando al pueblo. El agotamiento, la
frustración, las preocupaciones, el miedo y el sueño le acecharon en un camino
que se le hizo eterno: “Llegué a casa que
ya era la una de la madrugada; accedí a mi habitación por una ventana
entornada, para no despertar a la familia y me acosté con una pregunta: ¿Y
ahora qué hago?”
“Me sentía avergonzado y
fracasado…”
¿Qué verían en Juan Vaccari tantos
sacerdotes para quererlo encaminar al seminario, no obstante los fracasos
continuados en los estudios? Juan se siente cansado. Se ha dado de bruces
demasiadas veces contra el muro de los estudios. Decide tirar la toalla. “Un día vino a verme un cura llamado
Francisco. Me suplicó insistentemente que retomase los estudios. Pero yo le
dije que había perdido toda esperanza y que ya no tenía fuerzas pare comenzar
de nuevo. Fue así como volví a los trabajos del campo, a la vida de cada día,
abandonando completamente la idea de estudiar”. Poco después, también su
párroco volvió a la carga y le hizo subir a un camión que iba a Brescia para
que allí conociese la congregación de la Sagrada Familia de Nazaret. Pero no le
gustó el ambiente que allí vio, y retornó a casa como una exhalación.
Por su parte, el vicepárroco de
Sanguinetto, Juan Faella, intentó que Juan se acercase al sacerdocio por la
puerta de atrás: “Hazte hermano
franciscano. Esos tienen la manga ancha y ya verás cómo dentro de unos años
puedes llegar a cura”. Pero Juan insistió en que él quería hacerse cura; él
no quería ser hermano.
Los hermanos legos tenían a sus espaldas
una historia denigrante de siglos. Para diferenciarlos de los hermanos de coro
(o clérigos, sacerdotes), se les había llamado con diversos nombres no
precisamente honoríficos: fratres
conversi (bien porque convertidos después de una vida non sancta, bien
porque los conversos no podían aspirar a más), laici barbati (muchos entraban de adultos en el convento), illiterati (iletrados) e incluso idiotae (no necesita traducción), porque
normalmente se les solía considerar hombres con pocas luces, ignorantes, sólo
aptos para los trabajos manuales y rudimentarios de los monasterios y
conventos. Hasta el Concilio Vaticano II, los hermanos legos eran religiosos de
segunda categoría, un poco marginales y con escasa ascendencia en el pueblo
cristiano. Se entiende así que muchos sintiesen un cierto rechazo a entrar en
religión como simples hermanos laicos.
Juan Vaccari hace memoria amarga de
aquellos días: “Estaba cansado de
intentarlo y de volverlo a intentar. Con gran pena de mi corazón, volví a los
campos. Puse toda mi voluntad en adaptarme a todo, pero no tenía ni la fuerza
ni la costumbre de mis otros cuatro hermanos varones. Recuerdo que una mañana
salí a cortar el heno; inicié con brío, pero pronto me di cuenta de que me iba
quedándome atrás. Tuve que cambiar de ocupación, porque estaba exhausto”.
El sentimiento doloroso de que las cosas
nunca le salen bien se va apoderando de su alma, que la torna apagadiza. El
sabor de la ceniza ya está en sus labios. Y él se siente poco menos que inútil
para las tareas más elementales del campo o de la granja. ¿Y tendrá que repetir
día tras día estas mismas faenas?: “Los
pequeños trabajos, como criar unos conejos o unas palomas, acababan como el
rosario de la aurora, por lo que al final desistía. En cambio, para mi hermano,
estas pequeñas ocupaciones iban viento en popa. Un día mi padre me regaló un
ternerillo. Pocas semanas después enloqueció y hubo que matarlo”.
Poco a poco se iban agotando las
oportunidades. Juan –y con él cuantos lo conocían- había intentado caminos
diversos. Había llamado a distintas posadas, pero nadie le había franqueado la
puerta.
Se resignó a ser un buen cristiano: “Mis prácticas religiosas de cada domingo
continuaron lo mismo que antes”. Pero el fracaso estaba ahí, como un veneno que
destila gota a gota, como una herida que no acaba de cerrarse: “Es verdad: frente a mis familiares, a mis
compañeros, frente a mi pueblo, me sentía avergonzado y fracasado”.
“Los estudios se me atragantaron, especialmente
el latín…”
“Fui repitiendo
cursos”. Con lacónica
sinceridad Juan reconoce sus fracasos escolares, al mismo tiempo que confiesa
que le gustaba la vida religiosa: “Los ejercicios piadosos, la disciplina, todo
me gustaba, pero los estudios se me atragantaron, especialmente el latín”.
Fue un malísimo estudiante de latín,
incapaz de traducir como Dios manda De
bello gallico, Las catilinarias, Los doce césares, o los poemas de
Virgilio. Juan sufría lo que hoy llamaríamos bloqueo emocional. Se le quedaba
la mente en blanco cada vez que el profesor se dirigía a él para que tradujese
una línea. Se aturullaba, se hacía un lío, notaba las risas sofocadas de los
compañeros. Se ponía colorado o empalidecía, se trabucaba y balbucía y, al
final, acababa por soltar una frase para la antología del disparate, lo que
provocaba el sarcasmo de los alumnos engreídos y la piedad de algunos pocos
amigos. Pero para colmo de males, el latín era la lengua oficial de la Iglesia,
y la lengua en que todavía se enseñaban filosofía y teología. Un cura podía no
manejarse en pastoral, en liturgia –puede que hasta en caridad-, pero tenía que
hablar correctamente el latín. El latín era la lengua madre y –vae victis-
signo inequívoco de vocación sacerdotal.
Probablemente, en sus años como
estudiante de latín, sólo fue capaz de memorizar cuatro o cinco frases
piadosas, las únicas sentencias latinas que vemos esparcidas aquí y allá en su
Autobiografía y en su Diario. Estas máximas aprendidas, asimiladas y vividas
llenaron las alforjas de su sabiduría, que no de su ciencia lingüística. Ellas
fueron el viático en su peregrinación por esta tierra dramática pero magnífica,
probablemente las únicas palabras necesarias: Ad Maiorem Dei Gloriam, Deo
gratias et Mariae, Fiat semper, O Maria, janua coeli; Credo, Domine, adiuva
incredulitatem mean; Bonum et iucumdum habitare frates in unum; Ecce servus
Domini...
En estas frases se encierra todo un
programa de vida, un bordón para caminar con seguridad por ese gran teatro del
mundo en el que su existencia se desarrollaría: A mayor gloria de Dios. Gracias
a Dios y a María. Hágase tu voluntad. Oh, María, puerta del Cielo. Creo, Señor,
pero aumenta mi fe. ¡Qué bueno y qué delicioso que los hermanos vivan unidos!
He aquí el siervo del Señor…
También el cura de Ars hizo esfuerzos
inútiles para aprender durante años el latín. ¿Ese esfuerzo denodado no daría
luego sus frutos en el discernimiento maravilloso que le permitía percibir el
alma misma de los penitentes, detrás de sus palabras e incluso de sus
silencios? Pasados los años, muchas almas se abrirían al hermano Juan,
pidiéndole una palabra, un consejo, una oración, una bendición… Y Juan, gracias
a su sapientia cordis y a su sapientia caritatis, nunca las
defraudaría. Pero aún no vivimos en un mundo o en una Iglesia en que la
sabiduría del corazón o la sabiduría de la caridad aparezcan en el boletín de
notas. ¡Lástima!
“Me avergüenzo de haber sido un
cobarde…”
“Adoro,
Señor, tus caminos inescrutables”. A distancia de 50 años, Juan en su Autobiografía
recuerda su adolescencia y primera juventud con severidad y con un sentimiento
de culpa. Una conciencia del pecado -hasta de la más mínima falta- que, más
adelante, le llevará a proferir una jaculatoria constante: “Antes morir que pecar”. Así juzga estos años: “Confieso que no era dócil, me dejaba arrastrar por los juegos, me
resistía a someterme a la obediencia, tendía a la vanidad, no buscaba la
gracia; en una palabra, me inclinaba a seguir los encantos de la naturaleza
corrompida. Al igual que San Agustín, era muy pequeño, pero ya conocía la
culpa”. Sólo una conciencia recta y limpia es capaz de ver en una pera
robada, como el santo de Hipona, el sabor amargo de la culpa y del pecado.
Y sin embargo, él seguía siendo un buen
feligrés, observante y devoto: “Cada
semana acudía a las sesiones de la Acción Católica. Fui a los convenios en
Nogara e Isla de la Scala. Tenía 19 años y recuerdo que acepté ir con otros dos
amigos a hacer los ejercicios a la Villa de Gargagnago. Duraron tres días, tomé
apuntes de cuanto escuché y movió mi alma. Me sentía sereno y contento”.
Juan seguía siendo un joven tímido. Los
sucesivos fracasos escolares le habían minado la seguridad en sí mismo. Al
volver de los ejercicios, el párroco le pidió que diese una charla sobre las
impresiones recibidas. Juan se preparó concienzudamente, escribiendo palabra
por palabra todo lo que deseaba expresar. Llegó a aprenderse el texto de
memoria, de manera que no tuviese que estar pendiente de los papeles y pudiese
mirar y dirigirse a sus oyentes, como había visto hacer a otros: “Cuando llegó el momento, empecé a hablar
con soltura, pero ya fuera por la vergüenza, ya fuera por temor, se me nubló la
mente y tuve que sacar de mi bolsillo los apuntes para poder continuar la
charla. Era la primera vez que hablaba en público”.
Podemos imaginar el esfuerzo de un tímido
para hablar en público por primera vez. Creo que Juan aceptó dar esta charla
por dos motivos: por obediencia a su párroco y por el deseo de transmitir a
otros lo que su alma había sentido en aquellos ejercicios. Prueba superada,
aunque no fuese con un sobresaliente.
Pero Juan recuerda un incidente de
aquellos años que le dejaría un mal sabor de boca para el resto de su vida. Las
Memorias de Juan no son un ejercicio literario de cara a la galería, para
ofrecer una imagen compuesta y adornada de sí mismo; más bien, al contrario,
son severas y sinceras. Dejamos a Juan contar este incidente, una verdadera
mancha para él: “De aquel tiempo recuerdo
otro hecho que no me honra. El párroco me nombró presidente de la Acción
Católica y yo hacía cuanto podía para dar ejemplo. Por aquel año empezaron las
hostilidades entre los fascistas y la Acción Católica. Un domingo, después de misa,
me quedé a charlar con unos amigos. Hablábamos de las noticias sombrías que
llegaban: fascistas que habían golpeado a unos, que habían arrancado las
insignias a otros, que amenazaban a muchos otros... Yo estaba manifestando mi rechazo
a estas maneras de actuar, cuando un joven desconocido y de cuya presencia no
nos habíamos dado cuenta, se dirigió a mí, junto a otros del pueblo, y
arrogantemente me conminó a entregarle la insignia de la Acción Católica. Nos
quedamos mudos. Le entregué la insignia, aunque con harto dolor de mi corazón.
Y se lo fui a contar inmediatamente al párroco. Él me tranquilizó lo mejor que
pudo: “ha sido lo mejor que podías hacer, para no provocar desórdenes o algo
peor aún”. Pero, en lo más profundo de mi corazón, me avergüenzo de haber sido
un cobarde”.
Juan se sintió como Pedro después de la
negación. Y la cobardía de aquel acto permaneció indeleble en su memoria y en
su corazón. Pero supo extraer de esta pequeña traición a la causa de la Iglesia
una valiosa enseñanza: la humildad. En los momentos en que tenemos razones para
ensoberbecernos, es suficiente recordar un episodio de debilidad o de estupidez
o de traición para que se nos bajen los humos.
“Al atardecer, me iba solo por los campos a
rezar…”
Eran los años de la duda, ese debatirse
entre una vieja aspiración a ser sacerdote y la resignación a ser un buen
cristiano laico en la parroquia. Juan se siente dividido entre los noes
recibidos por culpa de su escaso rendimiento escolar y los ánimos que varios
curas le dan para que persiga su sueño.
“Después de la decisión de decir adiós a los
libros, volví al camino común seguido por mis hermanos: el campo”. Este camino conlleva el diluirse en los
hábitos de trabajo y de ocio de la vida rural: “Los domingos, después de misa y después de vísperas, nos reuníamos
varios amigos a jugar a la petanca, a las cartas o al frontón. Alguna vez iba
al cine o a una sesión de circo ambulante. Raramente, a las ferias o a las
verbenas”. Pero muy pronto una sensación de vacío le alcanza y se adueña de
él: “Cuántos pasos, cuántas carreras,
cuanto tiempo perdido”. Y luego esa constatación de que la vida pasa sin
más: “Los días, las semanas y los meses
se sucedían, se trabajaba y se disfrutaba de la paz familiar”.
Pero la paz familiar a él no le alcanzaba.
El ser humano, ya se sabe, es el único animal crónicamente insatisfecho. Y él
experimentaba en cada amanecer y en cada ocaso una insatisfacción que le roía: “Pero en el fondo de mi corazón, bullía algo
que ni las diversiones ni las ocupaciones calmaban”.
“Me
encantaba encaminarme hacia los campos y rezar”. Esta frase, perdida entre otros
recuerdos de sus últimos meses en el pueblo, resume bien ese desasosiego que le
tensaba. El alma y el cuerpo se resentían y dolían. Se había y no se había
resignado a seguir ‘el camino común’. Era diferente a los demás. No le
alegraban ni le colmaban aquellas diversiones que alegraban y llenaban a sus
compañeros. Esa búsqueda de la soledad en medio de los campos y ese rezar
continuo, con apetito de hambriento, lo estaban preparando. El Señor lo iba
moldeando, unas veces a manotazo limpio y otras veces con el simple roce de las
yemas de los dedos. Dios, como a un borriquillo indócil, lo arrastraba a otros
prados y a otras fuentes, donde jamás hubiera pensado pastar y abrevar.
Cuando
acababa el duro trabajo de cada día, le gustaba alejarse por los campos en
soledad, y rezar. Pero también: “Por
aquel tiempo iba con cierta frecuencia al santuario de la Comuna (Ostiglia) que
siempre me había gustado. Un pequeño y modesto santuario perdido en la inmensa
llanura, con una hermosa imagen de la Virgen con el Niño en brazos”.
Conoció
ese sendero común de todos los jóvenes de Sanguinetto en todos los aspectos,
también en el afectivo: “Aunque más bien
vivía una vida retirada y tranquila, notaba cómo en mi interior se iba
encendiendo un afecto especial hacia una estupenda joven que vivía en mi propia
calle, pero por mi carácter reservado siempre me mantenía a cierta distancia.
Volví a verla 20 años después. Había formado una familia, y la vi feliz. Que el
Señor la bendiga”.
Es un placer leerte siempre.
ResponderEliminarNo sé quién eres, pero muchas gracias
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