Parece ser que Magallanes y sus
compañeros fueron los que dieron a los habitantes de la región más austral de
Sudamérica, los tehuelches, el nombre de patagones, por su elevada estatura, y
en alusión al gigante Pataghón que aparece en la novela de caballerías
Primaleón.
El pasado verano, en el momento del café, mi amigo y misionero en Chile, P. Alfonso Martínez, sacó de su mochila un libro y me lo entregó: El cura Ronchi, de Roberto Gómez Suárez. En una heladora mañana de noviembre, con un café en la mano, al agrego de solillo invernal, he concluido esta biografía. Primera impresión: cuesta entender que hayan existido hombres así, verdaderos gigantes, 'patagones', al servicio de los más abandonados y aislados, precisamente en la Patagonia de Chile.
Antonio Ronchi nació en 1930, en un
pueblo de la provincia de Milán, de una madre muy religiosa y de un padre que
pisaba la iglesia justo cuando no quedaba más remedio y que creía que los curas
eran todos unos holgazanes. El padre, emprendedor y dinámico, tenía grandes
planes comerciales para su primogénito varón, Antonio. Pero éste, poco a poco,
empezó a frecuentar la iglesia y el oratorio, y manifestó su voluntad de entrar
en el seminario de los padres guanelianos. El enfado se apoderó del padre y con una
cierta ira le espetó: “¡Anda a hacerte
cura que no servís pa’ na’!”
Una
noche, su madre, Agnese Berra, tuvo un sueño: “Vi un lugar lleno de gente que tenía hambre. No sé qué sitio era. Esta
gente esperaba algo… De repente tú, Antonio, aparecías con una cesta grande de
pequeños panes. La gente se sintió feliz de lo que tú llevabas y empezaron a
saciarse. Tú te veías muy pequeño y muy pobre; más pobre incluso que ellos”.
Ordenado
sacerdote, manifestó su deseo de ir a tierra de misiones. “al lugar más difícil que exista, donde todo esté por hacerse”. A
veces Dios acepta a la primera nuestras oraciones. En agosto de 1960, en el
puerto de Génova, comienza la aventura misionera de Antonio Ronchi. La Patagonia chilena será su destino. Y
concretamente la región de Aysén, allí donde el diablo perdió el poncho o donde
Cristo perdió el zapato.
La Patagonia: Un lugar extremo, donde el salvajismo
de las olas y de los vientos, y la intensidad de frío empequeñece y enloquece a
cualquiera. Apunta el explorador Roquefere: “El
metabolismo patagónico es de continuo cambio geológico, telúrico y espacial. Todos los días ocurre un cataclismo:
un río cambia bruscamente su curso, un lago desaparece, un glaciar se desborda,
una etnia se extingue, una montaña se hunde y las piedras ‘caminan’ de un lugar
a otro”. Glaciares, fiordos, selva fría, campos de hielo, lagos, ríos y
pampa y una extensión inabarcable, donde malviven hombres y mujeres perdidos y
aislados en esa inmensidad, abandonados a su suerte por el Estado y ¿tal vez
dejados de la manos de Dios?.
La
climatología es extrema. Y la pobreza también. La falta de alimentos es endémica,
el aislamiento del resto de la civilización es insalvable. Las condiciones
educativas y sanitarias son deplorables. Al aventurero Ronchi no le arredra la
climatología extrema. Y la pobreza le estimula, desafía, aguijonea y arrastra a
un despliegue de actividad y de servicio tan extremos como el clima austral.
Y
este misionero guaneliano se dedicó durante 30 años a recorrer el ‘planeta
Patagonia’, a pie, en barca, a caballo, en solitario. Jornadas extenuantes de
viaje, dormir a la intemperie, helarse de frío, perderse en los bosques, embarcarse
en el mar proceloso, para encontrarse con unos seres humanos que peleaban con
el mar y con la tierra, ver con sus propios ojos las necesidades y poner
remedio, llevar esperanza, consuelo y también una pequeña candela de fe que
asegurara a los patagones que Dios no
les abandonaría.
Y
así emprendió su obra titánica de caridad entre los patagones. Con su sotana
sucia de barro, con sus dotes de persuasión, con su argumentario incontestable,
con su pesada insistencia, con sus botas empapadas, con su vozarrón que
competía con el viento, recorrió leguas y leguas, aguas y aguas, pero también
despachos gubernamentales, para exponer las urgentes necesidades de esa tierra
perdida. Y no sólo en Chile, también en su tierra natal, Italia, en Francia en
Estados Unidos, en las sedes de la por entonces Comunidad Económica Europea. Lo
más urgente eran los alimentos. Los alimentos escaseaban. Nada se podía comprar
porque nada había para comprar. A través de una asociación francesa Aide au Tiers Monde que enviaba
alimentos a África que le proporcionaba la CEE, consiguió que esos alimentos se
enviasen también a la Patagonia. Fue una proeza. Toneladas y más toneladas de
alimentos llegaron a este extremo del mundo. Una nota de la aduana con
fecha 21 de febrero de 1984 señala que
se recibieron de la CEE con destino a las actividades caritativas de P. Ronchi:
80 000 kg de leche en polvo, 1500 cajas de mantequilla y 30 toneladas de
aceite. Y así sucesivamente.
Pero
Antonio Ronchi no quería que los patagones se sintieran mendigos que reciben leche
en polvo, aceite o carne enlatada, sino protagonistas de su progreso. Y así
ideó lo que él llamaba “trabajo por
alimentos”. Los alimentos eran repartidos, pero los hombres y mujeres se
comprometían a realizar trabajos en beneficio de la comunidad. Surgieron
escuelas, pequeños puertos, postas, cabañas, talleres, caminos, pasarelas, puentes,
almacenes, capillas, aserraderos…
Pero
a La Patagonia, no sólo llegaron alimentos, también toda clase de maquinaria y
herramientas: tractores, segadores, secadoras de madera, máquinas de coser,
motores fuera borda, motosierras, palas mecánicas y todo lo necesario para
instalar una producción maderera. Él mismo aprendió a manejar toda esta
maquinaria, para enseñar a otros.
Antonio
Ronchi pertenecía a los guanelianos, pero era un tipo que iba a su aire y a su
bola. Se “sentía guaneliano hasta la
médula y hasta la muerte , pero era incapaz de atenerse a los tiempos y a
los ritmos de una comunidad guaneliana. Entraba, salía, corría. No tenía
horarios, no tenía reglas, no pedía permiso. Un viento tan impetuoso como el de
la climatología austral, le empujaba siempre más allá. Permaneció guaneliano
hasta el final de su vida, pero un guaneliano sui géneris. Algunos le admiraban; otros no lo comprendían o lo
juzgaban con severidad. Algunos, a su muerte, reconocieron su humanidad y su
santidad. Probablemente sentirse incomprendido o juzgado severamente por
algunos de sus hermanos guanelianos o por otros sacerdotes y algún obispo fue
la única cruz que sintió sobre sus fuertes espaldas de patagón.
De don Guanella había aprendido
dos cosas. Mantuvo una fe sin fisuras en
la Divina Providencia a la que ‘culpaba’ de todo el bien que había hecho en
La Patagonia. Y memorizó una frase (no sé si la única), que la cumplió al pie
de la letra hasta el último aliento: “No
podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”. Esta máxima
era su razón de ser, su excusa perfecta para no pararse nunca quieto y la
gasolina para su actividad desbocada.
Capítulo
aparte merece el tema de las estaciones
de radio y televisión que instaló en decenas de territorios. Si los
alimentos eran su lucha contra el hambre. Si la maquinaria era su lucha contra
el atraso económico. La radio y la televisión fueron su lucha contra el
aislamiento secular de la Patagonia. Después de muchos tiras y aflojas, el
ministerio chileno tuvo que otorgar los permisos necesarios para la instalación
de estaciones de radio y televisión. Las parabólicas intentaban captar las
señales, pero desde las estaciones también se retransmitía producción propia:
avisos útiles para la población, música, eucaristías, formación. Fue una
verdadera promoción humana y social. En este campo, sobre todo, se manifestó
como un hombre adelantado a su tiempo. Por primera vez los habitantes de estas
regiones aisladas empezaron a conocer lo que sucedía en otros lugares, ver cine
televisado, recibir información y formación, misas, catequesis y rezos
retransmitidos, y mostrar al resto de los chilenos su forma de vida, sus
costumbres, sus pequeños progresos, sus rostros, incluso. Estos canales de
radio y televisión fueron bautizados con el nombre de MADIPRO (Madre de la Divina Providencia).
Su fe en la Divina Providencia, que asiste, protege, consuela y otorga a cada
uno de sus hijos, era una fe sin fallas. Cuando recibía aplausos y elogios,
siempre decía que todo era mérito de la Divina Providencia. Muchos le tildaron
de preocuparse únicamente por el progreso humano. Pero este libro de Roberto
Gómez Suárez nos da mil razones para entender que los bienes materiales que el
cura Ronchi donaba no eran “más que el
anzuelo para llevar a todos los patagones a Dios”. Cuando llegaba a un
sitio, lo primero que hacía era celebrar la misa, rezar el rosario, bautizar,
casar, visitar a los enfermos y bendecirlos. Dios estaba en sus labios y en su
corazón. Pero su fe no era teórica ni abstracta ni descarnada. Su fe iba
directamente a la carne llagada de Cristo. Unas llagas de hambre, de atraso
económico y de incomunicación.
Cura
extravagante, revolucionario, cura marxista y también fascista (porque defendía
a los pobres o se inmiscuía en temas que competían al Estado), bulldozer de la
Patagonia, el padre Hurtado de Aysén, activista radical, hombre ejemplar, El
cura ‘rasca’, gran promotor social, religioso ‘desobediente’, gigante de la
caridad, emprendedor, cristiano cabal que entregaba alimentos, construía casas,
abría caminos y ponía en comunicación a los villorrios aislados.
El
paso de Antonio Ronchi por estas
latitudes, mejoró las condiciones de vida de muchos patagones. Cuando el 17 de
diciembre de 1997 murió en Santiago de Chile, las gentes sencillas de la
Patagonia, que no sabían de teologías, lo lloraron como a un padre y lo “canonizaron”
como a un santo. Calles, plazas, escuelas, puertos, barcazas, estaciones de
radio y televisión, monumentos, un museo, una isla y una fundación llevan su
nombre.
Desde
todos los poblados por donde el cura Ronchi
había pasado llegaron peticiones para que sus restos mortales descansasen en
esa tierra que él había amado y servido hasta el último día. Finalmente se
decidió que fuese enterrado en Puerto Aysén, en un sepulcro en forma de barca.
Miles de personas lo acompañaron; cada uno tenía un motivo y una anécdota para
ese homenaje. El féretro fue depositado en el sepulcro y fue cubierto con
saquitos de tierra de islas, poblados, villorrios, puertos y territorios que habían
sido pisados por las botas embarradas de P. Antonio Ronchi, mientras que un
coro de miles de personas rezaban, lloraban y cantaban a la vez un canto a él
tan querido: “Aunque te digan algunos que
nada puede cambiar, lucha por un mundo nuevo, lucha por la verdad”.
A
las generaciones venideras probablemente les será difícil creer que un solo hombre
pudo llevar a cabo tantas empresas en favor de los hombres y mujeres de Puerto
Aysén, de Puerto Marín Balmaceda, de Puyuhuapi, de Lago Verde, de La Tapera, de
Villa Amengual, de Caleta Tortel, de Villa O’Higgins, de Puerto Ibáñez, Cerro
Castillo, Levicán, Murta, Río Tranquilo, Machinal, Mallín Grande, Guadal,
Bertrand, El Plomo, Cochrane, Los Ñadis, Ruta San Carlos, Lago Vargas,
Chacabuco, Puerto Cisnes, Mañihuales, Villa Orteg, Ñireguao, Río Negro, Chulín,
Chaulinec, Chadno Central, la Junta, Villa la Tapera, Puerto Aguirre, Caleta
Andrade, Melinka, Puerto Yungay, Puerto Sánchez, Puerto Cristal, Isla Toto,
Puerto Gaviota, El Toqui, Río Tranquilo, Coyhaique…
Exposición temporal en el Museo Regional de Aysén
Una Fundación continúa la obra del cura Ronchi
.jpg)



.jpg)











No hay comentarios:
Publicar un comentario