Después de faldear
toda la ladera por un sendero estrecho de piedrecillas sueltas, el caminante llega
hasta el borde de los cortados de las Hoces del río Riaza. Es entonces cuando,
con asombro, descubre un paisaje de sobrecogedora belleza. El río Riaza
serpentea por el cañón de piedra rosada que miles de milenios han esculpido con
esa paciencia que la naturaleza y los elementos poseen en dosis inagotables. En
medio de chopos dorados de otoño, sabinas, rosales silvestres, aparece, humilde
y melancólica, la ermita de San Martín del Casuar. Colonias de buitres planean en
el cielo, en un movimiento lento y circular que no parece tener fin, formando
una especie de corona en el firmamento. La mañana luminosa enrojece los roquedos
horadados. El rumor bronco de los jabalíes hozando la tierra para buscar un
sustento de tubérculos bajo encinas y sabinas. El sonido cristalino del río
Riaza que lame piedras y chopos caídos y hace brotar juncos y nenúfares. Los
caminantes, empequeñecidos por la grandiosidad del paisaje, descienden cuidadosamente
por la ladera.
La
iglesia de San Martín del Casuar es una pequeña construcción románica del siglo
XI. Las leyes de Mendizábal la condenaron al abandono. La Guerra de la
Independencia (parece que El Empecinado se refugió entre sus muros y los
franceses obraron en consecuencia) la condenó a las ruinas. El tiempo continúo
el proceso de deterioro. Pero, como allí donde hubo fuego, queda rescoldo, allí
donde hubo belleza en piedra y presencia de Dios, queda una brizna de hermosura
y un vientecillo de espíritu.
Y
el ser humano, que es depredador por naturaleza, también, por esa misma
naturaleza, es creador y hacedor de hermosura. Tal vez, por esta razón las
manos de los hombres están ahora mismo levantando esa pura ruina y dando vida a
lo que parecía escombrosa muerte. Aún queda mucho por hacer, pero el tejadillo
cubre ya el ábside. Han vuelto a la luz capiteles, impostas, columnillas, bolas,
pilastras, arcos, canecillos y sillares. La iglesia ha sido desbrozada de
zarzas y cardos, y las alimañas han abandonado el recinto sacro para buscar otras
guaridas.
Según
se nos cuenta, en el 913, Fernán González y su madre donaron al monasterio de
San Pedro de Arlanza la villa de Covasuar, situada en esta zona, de ahí el
nombre de la iglesia. Por ello, fueron los monjes benedictinos de San Pedro de
Arlanza los custodios de esta iglesia dedicada a San Martín, santo popular
donde los haya, conocido por su caridad: partió su capa con la espada para dar
un poco de calor a un pobre medio desnudo. El ábside de la iglesia es de cantería;
el resto de la iglesia, de mampostería. Una cornisa volada sostuvo, en su día,
la cubierta de madera, ahora completamente perdida. A los pies, una espadaña. Como era habitual por estos pagos, y así lo
parecen indicar algunos cimientos, la iglesia tendría en su zona sur un atrio,
lugar propicio para reunirse, al solillo del invierno o a la sombra del verano,
los campesinos y los monjes de Covasuar.
A los pies de la iglesia, aún se
puede ver la espadaña, con su correspondiente vano que albergaría la campana. Y
podemos imaginar aún su sonido que repicaría a gloria o tañería a duelo, según
los días y las circunstancias. Los hombres y mujeres de la villa de Covasuar
traerían a sus hijos a cristianar y enterrarían a sus muertos en el camposanto
pegado a los muros de la iglesia, como era costumbre.
Pero
aunque la campana ya no tañe, la sola presencia de estos muros de la iglesia de
San Martín es todavía como una llamada, un aviso, una presencia de Alguien que
creó los ríos y las montañas, los chopos columnares y las sabinas, los
líquenes, el espliego y los rosales silvestres, las estaciones del año, la
lluvia, el sol y el viento, los pájaros del cielo, los animales de la tierra, y
también al ser humano, casi insignificante como la hierba del campo, en medio
esta grandiosa naturaleza. Pero esta misma naturaleza, estos mismos paisajes,
parecen no hacer otra cosa sino esperar paciente y eternamente a esa caña
pensante que es el hombre, a esa mirada inteligente del hombre, a esas manos
inquietas y artesanas del hombre que levantan un puentecillo de leños sobre el
arroyo, una pequeña cabaña con su ventanuco y su hogar, y una ermita de piedras
doradas donde Dios y el hombre puedan convivir y descansar el domingo de los
afanes y trabajos de la semana, mientras sus ojos contemplan alrededor un
paraíso de rocas, de plantas y de aves. Tal vez con pasmo y asombro. Tal vez
con alabanza y gratitud.






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