lunes, 17 de noviembre de 2025

Una ermita en las Hoces del Riaza


Después de faldear toda la ladera por un sendero estrecho de piedrecillas sueltas, el caminante llega hasta el borde de los cortados de las Hoces del río Riaza. Es entonces cuando, con asombro, descubre un paisaje de sobrecogedora belleza. El río Riaza serpentea por el cañón de piedra rosada que miles de milenios han esculpido con esa paciencia que la naturaleza y los elementos poseen en dosis inagotables. En medio de chopos dorados de otoño, sabinas, rosales silvestres, aparece, humilde y melancólica, la ermita de San Martín del Casuar. Colonias de buitres planean en el cielo, en un movimiento lento y circular que no parece tener fin, formando una especie de corona en el firmamento. La mañana luminosa enrojece los roquedos horadados. El rumor bronco de los jabalíes hozando la tierra para buscar un sustento de tubérculos bajo encinas y sabinas. El sonido cristalino del río Riaza que lame piedras y chopos caídos y hace brotar juncos y nenúfares. Los caminantes, empequeñecidos por la grandiosidad del paisaje, descienden cuidadosamente por la ladera.

            La iglesia de San Martín del Casuar es una pequeña construcción románica del siglo XI. Las leyes de Mendizábal la condenaron al abandono. La Guerra de la Independencia (parece que El Empecinado se refugió entre sus muros y los franceses obraron en consecuencia) la condenó a las ruinas. El tiempo continúo el proceso de deterioro. Pero, como allí donde hubo fuego, queda rescoldo, allí donde hubo belleza en piedra y presencia de Dios, queda una brizna de hermosura y un vientecillo de espíritu.

            Y el ser humano, que es depredador por naturaleza, también, por esa misma naturaleza, es creador y hacedor de hermosura. Tal vez, por esta razón las manos de los hombres están ahora mismo levantando esa pura ruina y dando vida a lo que parecía escombrosa muerte. Aún queda mucho por hacer, pero el tejadillo cubre ya el ábside. Han vuelto a la luz capiteles, impostas, columnillas, bolas, pilastras, arcos, canecillos y sillares. La iglesia ha sido desbrozada de zarzas y cardos, y las alimañas han abandonado el recinto sacro para buscar otras guaridas.

            Según se nos cuenta, en el 913, Fernán González y su madre donaron al monasterio de San Pedro de Arlanza la villa de Covasuar, situada en esta zona, de ahí el nombre de la iglesia. Por ello, fueron los monjes benedictinos de San Pedro de Arlanza los custodios de esta iglesia dedicada a San Martín, santo popular donde los haya, conocido por su caridad: partió su capa con la espada para dar un poco de calor a un pobre medio desnudo. El ábside de la iglesia es de cantería; el resto de la iglesia, de mampostería. Una cornisa volada sostuvo, en su día, la cubierta de madera, ahora completamente perdida. A los pies, una espadaña.  Como era habitual por estos pagos, y así lo parecen indicar algunos cimientos, la iglesia tendría en su zona sur un atrio, lugar propicio para reunirse, al solillo del invierno o a la sombra del verano, los campesinos y los monjes de Covasuar.

            A los pies de la iglesia, aún se puede ver la espadaña, con su correspondiente vano que albergaría la campana. Y podemos imaginar aún su sonido que repicaría a gloria o tañería a duelo, según los días y las circunstancias. Los hombres y mujeres de la villa de Covasuar traerían a sus hijos a cristianar y enterrarían a sus muertos en el camposanto pegado a los muros de la iglesia, como era costumbre.

            Pero aunque la campana ya no tañe, la sola presencia de estos muros de la iglesia de San Martín es todavía como una llamada, un aviso, una presencia de Alguien que creó los ríos y las montañas, los chopos columnares y las sabinas, los líquenes, el espliego y los rosales silvestres, las estaciones del año, la lluvia, el sol y el viento, los pájaros del cielo, los animales de la tierra, y también al ser humano, casi insignificante como la hierba del campo, en medio esta grandiosa naturaleza. Pero esta misma naturaleza, estos mismos paisajes, parecen no hacer otra cosa sino esperar paciente y eternamente a esa caña pensante que es el hombre, a esa mirada inteligente del hombre, a esas manos inquietas y artesanas del hombre que levantan un puentecillo de leños sobre el arroyo, una pequeña cabaña con su ventanuco y su hogar, y una ermita de piedras doradas donde Dios y el hombre puedan convivir y descansar el domingo de los afanes y trabajos de la semana, mientras sus ojos contemplan alrededor un paraíso de rocas, de plantas y de aves. Tal vez con pasmo y asombro. Tal vez con alabanza  y gratitud.
















No hay comentarios:

Publicar un comentario

A destacar

Una ermita en las Hoces del Riaza

Después de faldear toda la ladera por un sendero estrecho de piedrecillas sueltas, el caminante llega hasta el borde de los cortados de las ...

Lo más visto: