viernes, 27 de diciembre de 2024

La matanza de los inocentes, de Guido Reni

 


En medio de los relatos risueños o maravillosos de la infancia de Jesús, el evangelista Mateo narra en dos líneas el episodio de la matanza de los niños menores de dos años, por orden del rey Herodes: “Al darse cuenta Herodes de que aquellos sabios lo habían engañado, se llenó de ira y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo que vivían en Belén y sus alrededores, de acuerdo con el tiempo que le habían dicho los sabios”. Un pasaje que conocemos como la Matanza de los inocentes, y cuya festividad se celebra el 28 de diciembre. El hecho de que en la lengua castellana una de las acepciones del término ‘inocente’ sea, según la RAE, “cándido, sin malicia, fácil de engañar”, ha llevado a hacer del 28 de diciembre un día de bromas que sólo los crédulos y los inocentones se creen: las famosas “inocentadas”. Tal vez por ello, el mensaje dramático del 28 de diciembre pasa un tanto desapercibido.

Y sin embargo es una enseñanza perdurable: La historia, como se preguntaba a menudo José Jiménez Lozano, “¿girará siempre sobre los goznes de la bruticie?”. Y Simone Weil, con especial lucidez, recordaba que sólo la gracia puede evitar golpear con saña al prójimo.

Muchos pintores se inspiraron en el episodio narrado por Mateo para reflejar la violencia contra los inocentes. Una de las obras maestras del pintor boloñés Guido Reni (1575-1642) se titula precisamente La strage degli innocenti. En 2023, el Prado organizó una gran exposición sobre este artista y logró traer hasta Madrid esta obra que, excepcionalmente, abandonó el Museo Nacional de Bolonia.

En la mitad superior del cuadro, vemos dos escenas. Al lado izquierdo, dos ángeles, entristecidos, sostienen en sus brazuelos las palmas del martirio, listas para ser entregadas a los niños masacrados. En el lado derecho, vemos edificios del escenario donde se llevó a cabo la matanza, Belén, aunque este monumental palacio renacentista poco tenga que ver con las construcciones de la ciudad de Belén, “la más pequeña entre las ciudades de Judá”. El pintor quiso pintar el Palacio del Rey Herodes. En una de las balconadas podemos ver varios personajes observando la escena. Indiferentes al dolor y a la sangre, el Rey Herodes y su corte asisten impertérritos a la matanza, como si quisieran asegurarse de que la orden dictada ha sido cumplida, dudosos también ellos de que los soldados obedecieran y ejecutasen tamaño crimen.

La escena en primer plano corresponde propiamente a la masacre: seis madres, dos soldados y unos infantes degollados o a punto de serlo. Y en el centro del centro está el puñal asesino. Refulge como un rayo. Justo un segundo después de que tus ojos hayan contemplado esta escena, el puñal habrá descendido y habrá penetrado la carne inocente de una criatura. El puñal no sólo está. El puñal es. Una presencia incuestionable y trágica que llena toda la escena. ¿Prevalecerá siempre el puñal sobre las manos protectoras de una madre? ¿Prevalecerá siempre la violencia sobre la dulzura de una nana? El mundo enmudece. El movimiento se congela. Las bocas de las madres se abren para prorrumpir un grito sin sonido alguno. Un grito silencioso.

Gritos mudos de las madres. Cuerpos de niños apretados a sus pechos. Súplicas piadosas que no encuentran oídos. Pies que intentan salir volando para salvar tesoros de vida. Rostros desencajados, más bien máscaras, que no entienden lo que está sucediendo, algo inaudito y nunca visto: degollar niños en tiempos de paz, sin razón y sin motivo. Cuerpecillos desnudos que ruedan por el suelo. La mañana de Belén en este día cualquiera estaba destinada a la rutina de encender el hogar, hornear el pan y comprar en el mercado. Pero cuando la violencia llega como un viento huracanado, arrasa con todo y deja los caminos sembrados de odio y preguntas lacerantes en el viento. Ni los antiguos dioses ciegos ni las justicias sordas del mundo responderán nunca.

Es en los rostros de las seis madres donde encontramos, dentro del sufrimiento, un despliegue de sentimientos, según la descripción de Giuseppe Nifosi: “horror en el rostro de la mujer a la izquierda, miedo en el de la derecha, consternación en el de la joven arrodillada, dolor congelado en el de la muchacha agazapada que retuerce las manos en el regazo y levanta los ojos al cielo…”. 

Y sin embargo Guido Reni no se recrea en el horror de la escena ni en la sangre. Los niños parecen dormidos y solamente muy de cerca podemos observar un rastro sanguinolento en torno a sus cuellos. A pesar de la tragedia narrada, no hay caos ni un gusto por lo macabro, sino un decoro en el pathos heroico de las madres. Y hasta lo soldados no reflejan en sus rostros ese salvajismo que se supone a los verdugos, ni esos rasgos de la maldad y del vicio, típicos por ejemplo de los sayones en los pasos de Semana Santa. También ellos son padres. En sus rostros prima la obediencia ciega de quien cumple órdenes más que la saña del carnicero.

La maestría de Guido Reni es capaz de encajar el relato de Mateo en un marco de increíble construcción geométrica, de potentes volúmenes que se equilibran como en una balanza, de ropajes de colores hermosos, y de una luz exquisita que subraya todos los detalles. Tanta es la perfección artística y la belleza estética que muy bien podrían apartarnos del dramatismo narrado. Las  figuras tienen un aire de esculturas clásicas. Parece ser que Guido Reni conocía bien las colecciones grecorromanas que los papas y algunas familias aristócratas mostraban en sus palacios (la mujer que huye está inspirada en la Niobe Chiaramonti de los Museos Vaticanos). ¡Es el misterio del arte y de la belleza! Delante de este cuadro y delante de tantísimas obras de arte experimentamos lo que el poeta Giovan Battista Marino había escrito con impecable oxímoron: “el horror va unido al deleite·”.

¿Y por qué irrumpió la violencia desalmada una mañana cualquiera en la aldea de Belén? Simplemente porque los susurros y los rumores, las profecías y los escritos daban a entender que en Belén nacería el rey de Israel. Y el rey Herodes vio peligrar su trono. A los palacios de los señores no les gustan las bromas ni los malos augurios. Quien tiene el poder no quiere soltarlo y hará cualquier cosa para aferrarse a su trono y a su cátedra. El poder no admite ni siquiera un chiste o risa. Herodes teme por su trono y está dispuesto a todo: hasta matar a sus propios súbditos más pequeños. La mitad del sufrimiento del mundo ha sido provocado por hombres que se aferraban al poder. Las bellaquerías, la sevicia, las injusticias, las violencias, todas las mezquindades han sido cometidas por hombres a punto de perder el poder. Lo vemos ahora mismo, cerca y lejos. La indignidad, la traición, las zancadillas y los aplastamientos a los adversarios se cometen por seguir gobernando un poco más sobre un territorio del que se creen dueños y señores. Si miramos a nuestro alrededor, aquende y allende fronteras, comprobaremos que el bienestar y la prosperidad de los ciudadanos importan bien poco.  

Los niños degollados de Belén, los niños a punto de serlo, los que escaparán a duras penas para vivir lejos de su aldea también nos hablan de nuestro mundo, nos hablan a nosotros. Conocemos el destino trágico de tantos niños palestinos, sursudaneses, ucranianos, en tiempos de guerra. Conocemos el drama de niños convertidos en soldados en África y armados con un kalashnikov y con balas de odios incrustadas en su cabeza. Conocemos el futuro negro de los niños para los cuales su escuela es rebuscar en los basureros de las grandes urbes de Latinoamérica. Conocemos los niños que, la espalda encorvada, se adentran por los túneles de una mina en el Congo en busca de coltán. Sabemos de los niños que mueren de hambre o que crecen en un estado de permanente malnutrición. Y conocemos el mañana sin mañana de los no-nacidos a los que ni siquiera se ha dado la oportunidad de ver la luz, aunque cuando se piense en vidas rotas de niños ya no se piense en estos últimos. A ese punto de ‘banalidad del mal y supuestos derechos’ hemos llegado en nuestra sociedad.

Las hermosas pinturas, como los hermosos libros, hablan a los hombres y mujeres de hoy, para decirles que no olviden: cualquier lugar del mundo se despierta una mañana con los puñales en alto. Y a veces nuestro corazón se despierta una mañana cualquiera y nos dice que no importa el sufrimiento del otro, con tal de seguir un día más encastillados en nuestro propio yo y en nuestras razones. Cuando el yo prevalece sobre el nosotros, la Navidad se interrumpe y el infierno hace acto de presencia con su violencia y su muerte. Este podría ser el mensaje de esta hermosa pintura de Guido Reni.






























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