sábado, 28 de junio de 2025

Campaña de embellecimiento en Theresienstadt

 


Austerlitz es la primera novela que leo de S.G Sebald, escritor nacido en Alemania, pero que se afincó finalmente en Reino Unido, donde murió trágicamente en un accidente de carretera a los 66 años. El narrador de la novela se encuentra causalmente en la estación de Amberes con Jacques Austerlitz que poco a poco le va contando su vida, desde que, siendo niño, para salvarlo de la persecución, fui subido a un tren en Praga con destino a Londres, donde fue adoptado por una familia, pasando por el descubrimiento de su propio pasado, hasta su retorno a Praga para encontrarse con su historia familiar, etc..

Entre otras muchas cosas, S.G. Sebald cuenta “la campaña de embellecimiento” que los nazis llevaron a cabo en el campo de Theresienstadt (actual República Checa). Cuando las autoridades nazis aceptaron, después de muchas presiones y tiras y aflojas, la visita al campo de una comisión de la Cruz Roja, pensaron que era una ocasión única para  blanquear su imagen y engañar al mundo sobre el trato dado a los judíos, haciendo creer que los judíos llevaban una vida normal en “aquella ciudad”.

Los responsables –cuenta S. G. Sebald- emprendieron una “campaña de embellecimiento”, en el curso de la cual los habitantes del guetto, bajo la dirección de las SS, realizaron un enorme programa de saneamiento: se instaló césped, senderos para pasear, se pusieron bancos e indicadores que, al estilo alemán, se adornaron con tallas alegres y ornamentaciones floreales, se implantaron más de mil rosales, una casa cuna para niños de pañales y una guardería con cajones de arena, pequeñas piscinas y tiovivos. Y el antiguo cine Oreal, que hasta entonces había servido de alojamiento miserable para los habitantes más ancianos del guetto, se transformó en pocas semanas en sala de conciertos y teatro, mientras que en otras partes, con cosas de los almacenes de las SS, se abrieron tiendas de alimentación y utensilios domésticos, ropa de señora y caballero, zapatos, ropa interior, artículos de viaje y maletas. También había una casa de reposo, una capilla, una biblioteca, un gimnasio, una oficina de correos y un banco. Se instaló una cafetería, ante la cual, con sombrillas y sillas plegables, se creó un ambiente de balneario. Todo fue saneado, pintado y barnizado antes de la visita de la Comisión. Asimismo, se enviaron al Este a siete mil quinientas personas, las menos presentables del campo. Teheresienstadt se convirtió en una ciudad digna, un El Dorado. La comisión, compuesta de dos daneses y un suizo, fue llevada por las calles de acuerdo con un plan elaborado al detalle por la comandancia. Así los comisionados de la Cruz Roja pudieron ver con sus propios ojos qué personas más amables y contentas habitaban esa ‘ciudad, a las que se evitaban los horrores de la guerra, qué atildadamente iban todos vestidos, qué bien estaban atendidos los escasos enfermos, cómo se distribuía una buena comida en platos y se repartía el pan con blancos guantes, cómo en todas las esquinas los carteles anunciaban acontecimientos deportivos, cafés-teatros, representaciones teatrales y conciertos, y cómo los habitantes de la ciudad, al acabar el trabajo, tomaban el aire, casi como pasajeros en un transatlántico, en un espectáculo en definitiva tranquilizador, hasta el punto de que los alemanes, al terminar la visita, con fines de propagada, para  legitimar ante el mundo su manera de proceder, recogieron en una película…

La película está depositada en Praga, y muchos de sus retazos sirven para cortos audiovisuales como los que se pueden ver en youtube. Algunos supervivientes contaron, después, la otra cara de la película y también denunciaron que los integrantes de la Cruz Roja, en ningún momento, se salieron del recorrido oficial, abrieron alguna casa o se acercaron a hablar con esos ‘judíos felices’. Al final de su satisfactoria visita, certificaron que los judíos eran bien tratados y que se mostraban contentos en esa ciudad que Hitler les había regalado.

La historia, más o menos, funciona siempre así.

 https://www.youtube.com/watch?v=4kKc05jlIFg






W. G. Sebald


 






 

miércoles, 25 de junio de 2025

Otoño alemán, de Stig Dagerman

 


“Fue un otoño triste, con lluvia y frío, crisis de hambre en el Ruhr y hambre sin crisis en el resto del antiguo Tercer Reich. Durante todo el otoño llegaron a las zonas occidentales trenes con refugiados del Este. Gente andrajosa, hambrienta y no grata, apretujada en la oscuridad pestilente de las estaciones ferroviarias…” Es el inicio del libro Otoño alemán, del escritor sueco Stig Dagerman.

En el otoño de 1946, un año y medio después del final de la Segunda Guerra Mundial, el rotativo sueco Expressen envió a un jovencísimo escritor de apenas 23 años a emprender un viaje a Alemania y escribir unos cuantos artículos sobre este pueblo derrotado, que en ese momento concitaba todo el desprecio y el odio del mundo. Puede que no faltasen razones para ello. La guerra había terminado, pero los muertos eran llorados en cada rincón de Europa y más allá. Los cuerpos aún conocían las penurias de la posguerra. Y las almas, humilladas y aplastadas por la ideología totalitaria nazi, aún no habían alzado el vuelo. “Alemania” o “alemanes” eran palabras que se pronunciaban aún con rabia y con ira.

         Stig Dagerman había nacido en Suecia en 1923. Niño prodigio de las letras, publicó su primera novela a los 21 años. El periódico sueco que le envió a Alemania como reportero tal vez esperaba de él artículos incendiarios que confirmasen la locura nazi y reafirmasen la tesis de que los alemanes tenían que ser castigados por sus crímenes horrendos en la misma proporción que ellos habían hecho con las naciones subyugadas y los judíos exterminados.

         Pero Stig Dagerman pisa suelo alemán libre de prejuicios y limpio como un folio en blanco. Quiere saber, para entender. Y quiere observar y hablar con la gente para levantar acta de lo visto, oído y sentido. Deambula en medio de las ruinas de varias ciudades alemanas. Se asoma a los sótanos con 10 centímetros de agua donde varias familias se hacinan, muertas de frío y sin una rebanada de pan que llevarse a la boca. Se sube a trenes atestados, con las ventanas tapiadas con tablas, que acogen a 25 personas de pie en un compartimento pensado para ocho. Observa a los refugiados y a los prisioneros que vuelven de cualquier país de Europa a una Alemania donde no son bien recibidos (basta pensar que cinco millones de soldados eran prisioneros de los aliados en todos los países de Europa). Ve a niños que no pueden ir a la escuela porque no tienen zapatos. Asiste a sesiones de desnazificación en las cuales los colaboradores o presuntos colaboradores del régimen de Hitler tienen que demostrar con certificados de buena conducta y testimonios (a veces pagados) que ellos no fueron tan malos. Ve a escritores cambiar su máquina de escribir por unos gramos de mantequilla. Ve a gente hambrienta recorrer kilómetros hasta llegar a un pueblo donde los campesinos venden a precio de oro unos kilos de patatas. Habla con un joven alemán que lo único que desea es huir a América, torturado por un pasado lleno de culpa y por un presente lleno de humillaciones: “Ya no se puede estar en Alemania”. Y cuando Dagerman le invita a cenar en un buen restaurante se encuentra con un cartel: “Prohibido el paso a los alemanes”. Por todas partes se encuentra con gentes indiferentes o desesperadas que sopesan si las razones para seguir viviendo sobrepasan a las razones para morirse de una vez.

         Lo que Dagerman vio es que, tras la victoria de los aliados, Alemania fue repartida y bombardeada sin piedad. Los que de alguna forma habían ejercido una resistencia al nazismo o simplemente habían sufrido la cárcel o el campo de concentración a manos de los nazis, se encontraron con un ejército victorioso que los castigó colectivamente. Aquellos alemanes que habían anhelado el fin del nazismo se encontraron con otro castigo.

         Dagerman observa, escucha, habla y comparte con ciudadanos de todo tipo ese tiempo inmediato a la victoria de los aliados.  En un momento en el que odiar a los alemanes estaba bien visto y en el que el discurso de humillarlos recibía aplausos, un joven escritor sólo ve el hambre y el frío por doquier, la amargura y la desesperanza. Y siente compasión. Y cree que “preguntarse sobre la ideología de los ciudadanos es menos importante que preguntarse por el hambre de sus estómagos”.

El libro provoca algunas preguntas, por ejemplo, ¿fue necesario arrasar ciudades enteras cuando Alemania ya se había rendido? No olvidemos que la tormenta de bombas dejó a Dresde completamente en ruinas y cerca de doscientas mil personas murieron en esa operación bélica. Y el libro suscita una enseñanza: en los momentos convulsos de la historia, cuando las masas imponen su criterio de venganza y odio generalizados, sólo algunas personas, como lo fue el caso de Stig Dagerman, son capaces de mirar limpiamente a los ojos de los que sufren y sentir compasión.

Ochenta años después de estos acontecimientos, sabemos que Dagerman viajó por nosotros y nos muestra que el terror implantado en Alemania y en media Europa por Hitler, no debe hacernos olvidar otros excesos, en este caso de los aliados, que en el fondo fue un castigo ciego a tantos alemanes, muchos de los cuales había sufrido el nazismo y habían sido las primeras víctimas de un régimen que fue la encarnación del Maligno. Al acabar la guerra, muchos gerifaltes nazis consiguieron huir con su buena cartera a países donde vivieron tranquilamente. Pero los alemanes más pobres perdieron todo: los hijos en el frente, la casa, el pan y la dignidad. Sólo les quedó el frío y el hambre.

         Hay una especie de ‘santidad’ en este escritor sueco que fue capaz de sentir piedad en un momento en que lo normal era sentir odio y desprecio. Stig Dagerman en su recorrido por las ciudades en ruinas no vio alemanes, sólo vio personas necesitadas de una hogaza de pan, un abrigo para el crudo invierno, una casa donde cobijarse y un poco de dignidad para sostenerse en pie.

         Tenía apenas 31 años cuando Stig se quitó la vida a las afueras de Estocolmo. Tal vez, como tantos hombres sensibles en aquella dramática hora de Europa, no pudo soportar tanta bruticie. Dos años antes había escrito una especie de testamento titulado “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”.











Stig Dagerman (1923-1954)






















domingo, 22 de junio de 2025

Mario Bellarini, 30 años después.

 


Un accidente en Medina del Campo

La tarde anterior Mario había acudido a bendecir la bodega de un amigo, en las cercanías de Madrid. Regresó tarde a casa porque la tormenta había provocado un monumental atasco a la entrada de la capital. Apenas descansó esa noche. El 25 de junio de 1995 cayó en domingo. Dijo misa a las monjas guanelianas que le notaron muy cansado y que le aconsejaron que no viajara a Palencia, como era su propósito. Pero a él le habían regalado una lavadora nueva para el piso tutelado de sus “chavalines”, como él llamaba cariñosamente a los chicos con discapacidad de Villa San José, y tenía que llevársela, porque lo prometido es deuda. Les pidió que le esperasen a comer. Y así lo hicieron. Esperaron y esperaron. Una llamada telefónica rompió el angustioso retraso: Mario Bellarini había sufrido un accidente mortal de tráfico a la altura de Medina del Campo.

A 1700 kilómetros, en Pianello Lario, una mujer, María Fontana, amiga e hija espiritual, siega con el dalle la hierba de la pequeña ladera detrás de su casa. Una música conocida llega a sus oídos, Jesús, alegría de los hombres, de Johann Sebastian Bach. No sabe de dónde viene esa música, pero ella la oye. Unos minutos más tarde, escucha el chirrido estridente de unos frenos y el golpetazo de un coche, y el inequívoco ¡crash! de la carrocería al chocar. María baja aprisa hasta la carretera para auxiliar o pedir auxilio, pero en el asfalto no ve ningún coche accidentado, tampoco la marca de la frenada en la carretera. Desconcertada, retoma la tarea en el prado. Ya no suena la melodía de Bach en el aire. Una hora más tarde, ve venir a su hermano, cariacontecido: “Han llamado de España”. No le deja acabar la frase. Y se atreve a balbucir entre sollozos: “Ha muerto Mario en un accidente, ¿verdad?”

Se cumple ahora el treinta aniversario de su fallecimiento. Pero como ocurre siempre a los muertos que, mientras vivían, fueron fuego que encendió fuego, su recuerdo aún no se ha apagado. Desde los primeros homínidos de Atapuerca hasta hoy mismo, la ‘primera resurrección’ responde a una necesidad imperiosa del corazón humano que se niega a que sus seres queridos mueran para siempre. 

Primera evocación de Mario Bellarini

En mi biblioteca aún conservo algunos libros de arte que me fueron regalados tras su fallecimiento. Y también su breviario. Unos días después lo abrí y me encontré con una fotografía mía, en blanco y negro, tamaño carnet. Había sido tomada en 1971, justo al llegar yo al Colegio San José de Aguilar de Campoo. Tenía por entonces 12 años. Se me heló la sangre.

P. Mario Bellarini había sido mi profesor de francés en tercero y quinto de bachillerato, en Aguilar de Campoo. Hablaba perfectamente el francés, ya que había estado viviendo en Francia varios años, pues sus padres eran emigrantes italianos. En un momento en que los profesores de idiomas en España tenían un nivel bastante bajo -cuando no francamente pésimo- Mario Bellarini brillaba con luz propia hablando de Montaigne, Victor Hugo, Stendhal o François Mauriac. Mi devoción a la cultura francesa viene de esas primeras lecciones de bachillerato. Cuando en 1975, nos examinamos de 5º de bachillerato, por libre, en el instituto Alonso Berruguete de Palencia, el nivel demostrado era tan poco común, que la profesora de francés no dudó en marcar el número del colegio y felicitar vivamente al profesor Bellarini. Fue un momento feliz para él.

Mario, preparado y exigente profesor de francés, empezaba sus clases abriendo las ventanas, lo mismo en el buen tiempo que en pleno invierno aguilarense, para que el aula se ventilase y, de paso, los alumnos nos espabilásemos. Al mismo tiempo nos invitaba a hacer algunos ejercicios de gimnasia, al ritmo de “un, deux, trois, ¡forza!”. Una expresión que se convertiría en risueña coletilla de todo el colegio. En algunas ocasiones, las clases acababan con una breve audición de música clásica, una exquisitez extraña a nuestros oídos rurales, más habituados a Manolo Escobar, Formula V o Los Brincos. Bajaba las persianas, nos pedía silencio, y el tocadiscos empezaba a girar mientras el Ave María, de Franz Schubert, o el Agnus Dei de la Misa de la Coronación de Mozart, o uno de los movimientos de la Novena de Beethoven, llenaban el aula del internado. Teníamos oídos duros casi todos. Nuestra cultura de música clásica era nula. Y necesitábamos, por tanto, las explicaciones apasionadas y descriptivas de este profesor melómano que poseía una colección magnífica de música clásica, toda ella de Deutsche Gramophon, como no puede ser de otra manera.

Siempre me he sentido agradecido a los profesores que abrieron la mollera de este pobre hombre y le metieron algunas ideas ‘insanas’ sobre arte, música, literatura, cine, idiomas, religión, solidaridad, paisajes y gentes de otras tierras y de otros colores. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Mi arquitectura espiritual, aunque pequeña y endeble, se la debo, además de a mi familia, a esos primeros maestros italianos, excelentes pedagogos, alegres creyentes y hombres de notable rectitud moral. Ahora que está de moda echar la culpa de los propios fracasos e incompetencia manifiesta a los padres, los maestros, los curas y la sociedad, no está de más reconocer humildemente que sin las influencias bienhechoras de la escuela y de la familia, seríamos aún mucho más desgraciados. Y además: es infantiloide culpar a los demás de todas nuestras penas, desdichas y limitaciones.

Hasta el final de la vida de P. Mario, y mucho después, seguimos siendo amigos. Nos veíamos con frecuencia. Y a su lado siempre experimenté una compañía agradable y serena. Cuando él se instaló en Madrid, en la Pía Unión, siempre tuve la casa abierta y la mesa puesta. Nunca faltaba una larga tertulia acompañada de un buen café y una onza de chocolate que sus muchos amigos italianos, franceses o suizos le enviaban. Durante mi estancia en Francia, nos carteamos con frecuencia. Él era el orgulloso maestro. Yo, el agradecido alumno. Y cuando en 1991 escribí un breve libro sobre Luis Guanella, Mario Bellarini me regaló –y expandió- elogios y parabienes que enrojecerían al más templado.

Un día me comentó que, trasteando en la biblioteca de Aguilar de Campoo, había caído de un libro una pequeña foto mía, a la que he aludido más arriba: “La he recogido y la he guardado en mi breviario. Así todos los días me acordaré de rezar por ti”. Pocas veces me he sentido tan querido y tan bien querido. 

De soñar con ser futbolista a sacerdote guaneliano

         Mario Bellarini nació el 11 de noviembre de 1923 en la provincia de Verona, Italia, en el seno de una familia de humilde procedencia. Muy pronto sus padres hicieron el equipaje, subieron al tren y probaron el amargo pan de la emigración. Se asentaron en la Alsacia francesa y comenzaron a trabajar en una fábrica textil.

Sensible y muy apegado a la madre, Zita, Mario encontró pronto una pasión en tierra francesa: jugar a fútbol. Soñaba con ser una estrella en el Paris Saint-Germain o en la Juventus. El padre, Sereno, no veía con buenos ojos esta afición a dar patadas a un balón. Por otro lado, el clima alsaciano le daba constantes sustos de salud, probablemente asma. Sus padres decidieron enviarlo a Italia con la tía Albina, a la que siempre considerará su segunda madre. El futbol callejero seguía llenando sus días. Y lo demás le interesaba bastante poco, estudios incluidos. Para poner fin a esta situación anómala, se le convenció para que entrase en un internado, concretamente en el colegio de Fara Novarese de los padres guanelianos. Tenía trece años. Los compañeros se reían de él porque apenas sabía hablar italiano. Acabado el bachillerato, ingresó como novicio. En 1939, los superiores decidieron premiar a Mario con un mes de vacaciones para que regresare a Francia. Pero estalló la II Guerra Mundial y todos los planes se rompieron. Solo al acabar la contienda, pudo visitar a sus padres y hermanas. Habían pasado 12 largos años desde que había visto por última vez a su familia: “salió de Francia en pantalón corto y volvió con sotana”, decía su madre. ¡Se dice pronto y bien! Fue ordenado sacerdote en 1949, en el santuario del Corazón de Jesús de la ciudad de Como, donde está el sepulcro del fundador, Luis Guanella.

La obediencia le llevó a Suiza (años 1950-1960), concretamente a un colegio de Roveredo, como educador. Siempre recordó con nostalgia ese espíritu disciplinado, ordenado, respetuoso y silencioso de los alumnos suizos. Una vez me contó que en muchas ocasiones los adolescentes se acusaban en el confesionario de “perder el tiempo, de malgastarlo”, algo inaudito en las confesiones de los adolescentes del sur de Europa. De 1960 a 1968 lo encontramos, también como educador, en Fara Novarese, el colegio donde había estudiado de adolescente. 

Al hablar de esta larga estancia de Mario en Fara, no puedo pasar por alto una propuesta quijotesca que defendió con auténtica pasión. En Fara daba clases de matemáticas Giovanni Forzani, cuyo padre era un escultor muy reconocido en los ambientes artísticos del Norte de Italia, Carlo Forzani. Mario se empeñó en que fuera este escultor el que hiciese una estatua que inmortalizase un episodio que él admiraba muchísimo en la biografía de Luis Guanella: la noche en la que se hizo cargo de tres huérfanos cuya madre acababa de expirar, llevándolos en sus brazos desde la cabaña que ocupaba la pobre familia hasta el orfanato que él mismo había fundado. La estatua original, en bronce, se encuentra en Milán. Y otras muchas copias, de menor tamaño, están por todo el mundo, también en el salón de mi casa.

En 1968, el destino le condujo a Nápoles, a un colegio donde la mayoría de los alumnos eran huérfanos que la camorra napolitana había ido dejando aquí y allá. Se vivía en un ambiente social opresivo, de violencia y silencio culpable. No fiarse de nadie era algo muy interiorizado ya desde niños. El carácter de Mario, dado a la confiabilidad y a la espontaneidad, no podía encajar en el ambiente y mentalidad de Nápoles, aunque nunca se permitió hacer comentarios hirientes o despectivos de su paso por la ciudad. 

Un curriculum con muchos detalles de corazón

En 1972 llegó al colegio de Aguilar de Campoo, con un mandato: abrir una casa para chicos con discapacidad en España. Los tiempos eran lentos, y mientras tanto, entre papeleo interminable, tiras y aflojas, ensayos y errores en el nuevo proyecto, Mario Bellarini se hizo cargo de las clases de francés del internado aguilarense.

En 1976 pudo recibir a los primeros niños con discapacidad en una finca agrícola a las afueras de Palencia, Villa San José. Tuvo que llamar a puertas y más puertas, para poder salir adelante en esos primeros difíciles años. Pero poco a poco los palentinos empezaron a quererlo . Mario sabía llegar al corazón del otro con una escucha atenta, un consejo acertado, una empatía generosa, y unos detalles capaces de acariciar el alma. Acogía a las personas y las depositaba para siempre en su corazón y en sus labios de orante. En Palencia se hizo maestro de la política del corazón. Sólo con el corazón se puede llegar al corazón del otro y tocarlo y conmoverlo. Y esto valía tanto para los primeros “chavalines” de Villa San José, como para los trabajadores y voluntarios o los grises funcionarios a los que tenía que dirigirse con harta frecuencia. En Palencia todo el mundo lo conocía. Tal vez por eso, los municipales hacían la vista gorda cuando la furgoneta ‘irregular’ de color de naranja con matrícula italiana daba una y otra vuelta por la ciudad.

Los últimos años de su vida (de 1988 a 1995) los pasó en Madrid, como responsable de la Pía Unión de San José. Había aprendido el noble oficio de la guía de almas. Monjas clarisas de Aguilar, padres de familia o amigos demandaban dirección espiritual y consejo. A medida que sus años aumentaban, su sapientia cordis crecía. En Madrid, la escucha y el acompañamiento espiritual se hicieron norma en la madrileña Avda. del Recuerdo donde transcurrió sus últimos años. Recibía llamadas y más llamadas, cartas y más cartas, visitas y más visitas. Confesor, padre espiritual, acompañante, amigo consejero. Al final de su vida, se gastó y desgastó, privándose incluso del sueño y del descanso para atender a unos y a otros. Aprendió a multiplicarse. Cuando murió encontraron miles de cartas de amigos, conocidos, simples lectores de la revista Servir o inscritos de la Pía Unión de San José que le ponían cuatros letras y le abrían el corazón, en busca de una palabra de aliento. Hay una foto que lo refleja muy bien: Mario pegado al teléfono para atender una llamada tras otra.

Tras un funeral de lágrimas y de aplausos en Palencia (conmovedor el canto de Resucitó con el que finalizó la misa), sus restos mortales fueron trasladados a Italia, respetando la voluntad de sus tres hermanas, Rosa, Olga e Inés. Desde entonces descansa para siempre en el panteón de los religiosos guanelianos en el cementerio de la ciudad italiana de Como. Pero en España, entrre 1972 y 1995 dejó lo mejor de sí, una siembra a manos llenas y una huella imborrable. Y por ello, su recuerdo aún perdura en muchos de sus amigos.

Segunda evocación de Mario Bellarini

Después de su fallecimiento, y antes de obtener los permisos para el funeral en Palencia y la repatriación a Italia, su cadáver permaneció durante un par de días en el tanatorio de Medina del Campo. Me acerqué a despedirlo. Era una calurosa tarde de junio. En el tanatorio, el empleado accedió a que pudiese ver el cuerpo sin vida del respetado maestro. No había aún nadie en el velatorio. Su rostro desfigurado acusaba el brutal impacto del accidente de tráfico, pero yo reconocí en esos rasgos devastados al amigo bueno y generoso. Me senté ante él y le leí algunos poemas religiosos de un libro que llevaba conmigo “Dios en la poesía actual” (edición de la Bac). Y también le recité el poema de Charles Péguy dedicado a la catedral de Chartres y que él nos había hecho aprender de memoria en 1975:

                                         Un homme de chez nous a fait ici jaillir,

Depuis le ras du sol jusqu’au pied de la croix,

Plus haut que tous les saints, plus haut que tous les rois,

La flèche irreprochable et qui ne peut faillir

        Cuando el empleado de la funeraria entró de nuevo en la sala, se encontró con un alumno agradecido que lloraba en silencio a su maestro muerto y que recitaba versos, lo mismo que, de adolescente en el colegio, repetía la lección de francés.

Una vez Mario me confió que, cuando viajaba y entraba en una iglesia a rezar, sacaba la agenda de los contactos y leía los nombres de sus amigos a Dios. Y, al pronunciar cada nombre, pedía un deseo o una gracia. Estoy seguro de que aún conservará esa agenda en el cielo. Cada atardecer, seguirá recordando a Dios mi nombre y el de otros muchos que tuvimos la suerte –la gracia- de conocerlo y de sentirnos cuidados con su palabra, su abrazo y su sabiduría del corazón. Por cierto, Mario había escrito en la portada de la "agenda de contactos" una frase de Luis Guanella: "La satisfacción más grande que Dios concede a sus hijos es pasar por la vida haciendo el bien".

En una ocasión, María Fontana le preguntó cómo podía llevar a tantas personas en su alma. Esta fue la respuesta: “Mi corazón se ensancha, según las necesidades, y así logro que todos los amigos estén y quepan dentro”.

Mario atiende sonriente una llamada telefónica

Junto a la estatua de San José en Aguilar de Campoo

Celebración de la Santa Misa en Madrid

La sonrisa es siempre la primera expresión de la acogida


María Fontana, P. Mario, P. Vicente, P. Alfonso y Juan Carlos

Palencia. Con los religiosos guanelianos españoles.

Su última tarea: difundir la devoción a San José

Homenaje a P. Mario en la Villa San José

Con los primeros "chavalines": Gonzalo, Mariano, Juanjo, Toñín y Luisito

Escultura de Don Guanella de Carlo Forzani


Poema de Charles Péguy: Presentación de la Beauce a Nuestra Señora de Chartres: 
"Un hombre de nuestra tierra ha hecho brotar aquí,
Desde a ras del suelo hasta el pie de la cruz,
Más alta que todos los santos, más alta que todos los reyes,
La flecha perfecta y que no puede fallar" 






 




























martes, 3 de junio de 2025

Rafa Nadal: más que 14 Roland Garros

 


    Pocos discuten a Rafa Nadal su valía como deportista de élite en las canchas de tenis. El mejor tenista de la historia en tierra batida tiene un palmarés abrumador. Catorce victorias le avalan como rey del Roland Garros. Premio Príncipe de Asturias de deporte y otros tantos galardones que llenarían una amplia vitrina. Casi nadie discute su humildad y su valía humana que le han acreditado durante su trayectoria como un modelo a imitar, especialmente por los jóvenes deportistas. No es un hombre de muchas palabras, pero todos le vimos arrimar el hombro y el bolsillo cuando las inundaciones de Mallorca. 

        Francia y París le han tributado recientemente un homenaje en su despedida como tenista profesional en ese templo del tenis que es Roland Garros. Por ello, la vida de Rafa Nadal nos parece la de un hombre sencillo, leal a sus amigos, a su entrenador, a su familia, a los chicos que estudian en la Academia de Tenis por él fundada. Nos sobran divos del deporte que hacen exhibición de rolex, coches de alta gama, yates, mujeres despampanantes y dudosa relación con Hacienda. Los grandes no son verdaderamente grandes si les falta la humildad. Tal vez por todo ello, la admiración, no sólo deportiva, ha acompañado siempre a este chico de Manacor, incluso la admiración de los que entendemos poquito de tenis.



domingo, 1 de junio de 2025

El lector, de Bernhard Schlink.

 


    La novela El lector fue publicada en 1995. El título original en alemán, Det Volteser, significa el que lee en voz alta, un bonito matiz que no tiene vocablo equivalente en español. Su autor, juez de profesión, es Bernhard Schlink. Desde el principio la novela gozó de una gran acogida, hasta el punto de que su lectura está en el plan alemán de estudios, para que los jóvenes puedan conocer la Alemania de la posguerra, ese momento histórico que conoció el hundimiento de una nación, la división de un país, el sentimiento exacerbado de la culpa en tantos ciudadanos que habían aplaudido el auge del nazismo o simplemente habían mirado a otro lado, aunque todo el mundo sabía, más o menos, lo que estaba sucediendo en los campos de concentración. Pero también la posguerra fue ese momento en que Alemania se armó de valor para levantar una nación en ruinas, físicas y morales Y también fue el periodo en que una juventud avergonzada por el pasado reciente de su propio país, sin explicarse muy bien cómo había podido triunfar el nazismo y sentirse rodeados por padres, abuelos, vecinos o profesores que habían apuntalado una sociedad enferma moralmente.

    Y en ese contesto de culpa generalizada, pero también de disciplina conjunta para levantar de nuevo una nación y de ajuste de cuentas de todo el mundo contra todo el mundo, Michel Berg, un joven chaval de apenas 15 años inicia una relación amorosa, a escondidas de todos, con una mujer que le dobla la edad. Los amantes se ven en el apartamento de ella, siguiendo el mismo ritual todos los días: se duchan o se bañan, hacen compulsivamente el amor, para finalizar con un tiempo dedicado a la lectura: el joven estudiante lee en voz alta novelas, mientras una entusiasta y entregada Hanna Schmitz escucha atentamente. Así, en estos encuentros amorosos, entran también Homero, Goethe o Schiller. Pero un buen día Hanna desaparece y Michel pasa de una tumultuosa iniciación sexual a una desolación sin límites. La carne siempre tiene memoria del placer. El tiempo de la tristeza se hace eterno.

    El joven llega a la universidad, como estudiante de derecho, y asiste con otros compañeros de curso a los juicios que, dentro del programa de desnazificación, se llevaba a cabo en todos los tribunales alemanes contra personas directamente implicadas en la barbarie nazi. Entre el público, por lo tanto, está el joven universitario, que descubre, atónito e incrédulo que, entre las acusadas, está Hanna Schmitz, la mujer que le inició en el sexo y la mujer por la que él se convirtió en lector en voz alta. Hanna había ejercido de guardiana en un campo de concentración. La novela no ha hecho más que empezar. A partir de ahí, un joven universitario se debate entre la mujer que conoció en el apartamento de sexo y libros y la historia vergonzante de una guardiana que decide a diario sobre la vida y la muerte de las mujeres a ella confiadas.  

        Independientemente de la peripecia amorosa de Michel y Hanna, que se devoran como amantes, para después abismarse en la paz de los roles asumido de lector y escuchante, esta el telón de fondo de la historia amarga de Alemania y del Europa. 

       Y aquí entra el misterio de la iniquidad. El misterio del mal. El misterio del corazón humano, que es capaz de todo, de lo mejor y de lo peor. La culpa que a unos enloquece y a otros los torna impenetrables y herméticos. La vergüenza por un analfabetismo inconfesable arrastra a Hanna a un precipicio demoniaco que, poco a poco, conocerán Michel Berg y el lector de la novela o de la película de cine que admirablemente dirigió en 2008 Stephen Daldry, con Kate Winslet, David Kros y Ralph Fiennes como protagonistas principales.

        La novela también nos habla de que las ideologías, como una riada, arrasan con todo y, en su locura, a todos arrastran. A los sabios los torna mediocres, y a los pacíficos los convierte en criminales. Cuando las ideologías adquieren la categoría de religiones -y así sucedió con el nazismo y el comunismo- corrompen el alma humana y abocan al desastre a toda una generación. Las ideologías fuerzan al individuo a identificarse irracionalmente con una masa dócil y aborregada que es arrastrada a cometer crímenes abominables, impensables en personas civilizadas.

        Para mí el gran acierto del libro es que a partir del momento en el que Michel descubre que Hanna colaboró activamente con el régimen nazi, el lector no sabe por qué derroteros transcurrirá la historia: ¿Justificará Hanna su trabajo como guardiana? ¿Repudiará Michel a Hanna por su pasado inconfesable o la absolverá por ese amor que sintió hacia ella? ¿Conoceremos qué llevó a Hanna a esa huida hacia adelante? ¿Qué secreto inconfesable está en la raíz del comportamiento tan imprevisible de Hanna? ¿Se encontrarán los amantes y habrá para ellos un final feliz? ¿Es Michel un hombre marcado para siempre por su precoz iniciación sexual, sin que encuentre en ninguna otra mujer lo que encontró en Hanna? ¿Qué futuro le espera a Hanna? ¿Volverán Michel y Hanna a ser el lector satisfecho y la escuchante apasionada, como lo fueron en esas breves semanas de un verano que los marcó?

    En un momento determinado del juicio, Hanna, acorralada por las gravísimas acusaciones que se vierten contra ella, pregunta al juez "¿usted qué hubiera hecho?". Se produce el silencio. No hay respuesta. Es el silencio de alguien que no sabe la respuesta o que duda ante ella, o que piensa que es mejor no verse jamás en esa tesitura.

    Hay una escena muy hermosa que sólo entenderemos muchas páginas más adelante, en el juicio. Durante una excursión que hacen los amantes en bicicleta, Hanna entra en una pequeña iglesia rural donde un coro ensaya una hermosa canción religiosa. Hanna escucha la canción desde un banco sobrecogida hasta las lágrimas. ¿Recordaría en ese momento otra iglesia en la que años atrás Hanna y sus compañeras guardianas asistieron impertérritas a un incendio que provocó la muerte de las prisioneras allí encerradas? 

        Como se ha dicho y escrito muchas veces, las ideologías prostituyen la nobleza de las almas. Y como todos sabemos, en periodos de violencia extrema, como son las guerras, a los ciudadanos, sometidos a una presión extrema, sólo les quedan dos opciones: el heroísmo de la santidad o  la abyección del crimen. Por eso la pregunta de Hanna al juez seguirá siendo trágicamente pertinente: "¿Usted qué hubiera hecho?". 

            Serán los escritores los que nos cuenten todo esto, porque así está escrito en el fulgurante inicio de la Odisea, como se nos recuerda en este libro de Bernhard Schlink: "Háblame, Musa, de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo, después de haber destruido la sagrada ciudad de Troya". 

















Exalumnos de los ‘Italianos”: ¡Viva la gente!


Encuentro Anual de los Ex Alumnos del Colegio San José ("Los italianos"). Desde el aparcamiento de coches (antes, cancha de tenis) tomamos un sendero en rampa, junto a los pinos que de niños plantamos y regamos, hasta alcanzar la puerta de entrada. En el cristal hay pegado un cartel con un “Bienvenidos, guanelianos”, y una foto en blanco y negro de un numeroso grupo de alumnos, serios y formales, tomada poco antes de las vacaciones de verano, a principios de la década de los setenta. Hemos entrado en la Residencia Tercera Actividad, para personas mayores que ahora ocupa el edificio del Colegio San José (Aguilar de Campoo). Algunos ancianos pasean con sus familiares; otros sentados ven la vida pasar al lado de su inseparable andador. Amables trabajadores nos saludan con una inclinación de cabeza y nos indican la sala donde nos reuniremos. Al ver la puerta de madera castellana, todos sabemos que la reunión tendrá lugar en la antigua capilla del internado, hoy transformada en sala de actividades de ocio.

Y es suficiente cruzar esta puerta para meternos de lleno en el día a día del Colegio San José. ¡La capilla! Misas de diario y misas de domingo. Vísperas y bendición con el santísimo. Plegarias de corazón o de rutina. Confesiones con D. Gonzalo de pecadillos 'hormonales' y alguna trastada sonora. Vesticiones de novicios. Profesiones religiosas. Fiestas de los Padres cada mes de mayo. Fiestas del Beato Luis Guanella cada 24 de octubre. Anuncio de la muerte del Hermano Juan. Ensayos de nuevas canciones, Resucitó, de Kiko Argüello, o Pescador de Hombres, de Cesáreo Gabaráin. La luz entra a raudales por los amplios ventanales. Esas cristaleras por las que volaba nuestra imaginación distraída en homilías pronunciadas en un español transalpino. Fue suficiente entrar en este territorio, decía, para encauzar la jornada y dar rienda a suelta a emociones dormidas y gratitudes nunca expresadas, por esa contención y adustez castellana.

Algunos alumnos, que nunca habían asistido a estos encuentros, y que cuarenta años después se encontraban con sus compañeros estaban especialmente ‘tocados’. Comienza el saludo y la presentación de cada uno de los presentes: Uno: “estuve poco tiempo, pero me marcó la vida”. Otro: “He trabajado siempre en el sector de la discapacidad, algo que aprendí de la sensibilidad guaneliana”. Alguien: “Agradezco infinitamente que se nos inculcase el esfuerzo y la responsabilidad”. Alguno: “Sueño muchas veces que vuelvo al colegio y me siento feliz y contento”. Otro: “Los ‘italianos’ eran diferentes a todos los frailes y curas que conocíamos”. Otro: “Cuando alguien me pregunta si no lo pase mal en el internado, siempre digo lo mismo: yo fui un niño feliz aquí”. Otro: “Lo que mejor recuerdo es la cantidad de actividades de todo tipo que nos proponían. No había espacio para el aburrimiento”. Uno: “El amor a la música lo aprendí en ese coro del colegio, y la mantengo hasta ahora”. Otro: “De pequeño venía a ver a mi hermano, Amable, que estudiaba aquí. Luego lo acompañé muchos años a este encuentro. Ahora que él ha fallecido, yo sigo viniendo por los dos”. Otro: “Por aquí han pasado educadores verdaderamente grandes. Y todos sabemos sus nombres”. Alguien más: "Pasaba mucho tiempo junto a las hermanas, sor Clelia y sor Antonina. Hicimos una buena amistad. Y su ejemplo de entrega me ha acompañado siempre".

Pero sin duda hubo dos discursos que nos llegaron muy dentro. José Antonio, chico con discapacidad en Villa San José, abrió el turno de saludos. Es un invitado habitual en estos encuentros. Encantado y feliz nos saludó y nos metió de lleno en el espíritu del seminario San José: "los últimos serán los primeros". Mariano Martínez. Su sola presencia en medio de nosotros, fue su mejor discurso. A su venerable edad, se atrevió con una larga jornada que cansa a cualquiera, pero ¿podía perderse este encuentro de abrazos y gratitudes? Muchos años después, Don Mariano, profesor de geografía y lenguaje recibió el cariño de sus alumnos, porque no fue sólo un dispensador de conocimientos, sino y sobre todo, un formador en valores y en afectos. En este colegio dejó lo mejor de sí. Y el recuerdo de tantos momentos felices vividos entre estas cuatro paredes lo ha sostenido en días amargos de su existencia que no le han faltado.

Cada año el calendario nos regala un día de abrazos. Las brasas de la infancia se avivan, y surgen recuerdos, anécdotas, pensares y sentires completamente olvidados. Saludos de bienvenida. Visionado de vídeos y fotos. El micrófono que pasa de mano en mano para expresar con emoción todo lo que se siente. La eucaristía, celebrada por los padres Teo García, Fernando de la Torre y José Ángel Villegas, que fueron nuestros compañeros de pupitre y campo de fútbol. El recuerdo de los que ya no están, especialmente de P. Adelio Antonelli, recientemente fallecido. Las  fotos del grupo en la escalera del colegio que da al patio, o ante la placa que junto a la iglesia parroquial recuerda el paso de "los italianos" por esta Villa de Aguilar de Campoo. La comida de hermandad y la tertulia, las despedidas y más abrazos…

Hubo momentos para el álbum de los recuerdos: Reencuentro con compañeros a los que no habíamos visto desde el final de COU, año 1977. La canción todos a una del Bella Ciao, que frailes entusiastas nos enseñaron en italiano, y que nosotros cantábamos en las marchas a las Tuerces, al monte Bernorio, a la playa del pantano, sin saber lo que verdaderamente esa himno significaba. La comida en el restaurante La dolce Vita, como no podía ser de otra forma, junto al cine Campoo en el que tantas buenas tardes pasamos, veladas solidarias de Navidad o Campaña contra el Hambre, pero también estrenos memorables como El Cristo del océano, Ben Hur o El jardín de los Finzi-Contini. El agradecimiento a los ex alumnos que cada año sostienen el Proyecto Caramelos, en memoria del hermano Juan, Un proyecto solidario de Puentes a favor de los más pobres en alguna misión guaneliana del mundo. La recitación, 40 voces al unísono de los versos de Espronceda: “Con diez cañones por banda / viento en popa a toda vela / No cruza el mar, sino vuela / un velero bergantín / Bajel pirata que llaman por su bravura el temido / de un mar a otro conocido…

Nada más iniciar el encuentro y como ya es tradición, cantamos Viva la gente. Una especie de himno no oficial del Colegio San José. La canción de fama internacional del grupo americano Up with people, se convirtió en uno de los temas favoritos de todas las fiestas y todas las acampadas. Resumen musical de una manera de entender la vida, la espiritualidad, los valores para caminar sin herir a ninguno e intentando cuidar a todos. Prestar atención a cualquier persona con la que uno se encuentra. Saber que Dios tiene un plan para cada uno, y que cada uno debe luchar por ello. Ser consciente de que, si nos mostramos a favor de la gente, la gente cambiará su corazón. Y lo más importante: el mandato de poner a las personas en el centro de nuestra vida, mucho antes que a las cosas, “porque las cosas son importantes, pero la gente lo es más”. Mucho más. Muchísimo más.





https://www.youtube.com/watch?v=ZiMW7CwwHjU

 

¡Viva la gente!

Esta mañana de paseo
Con la gente me encontré
Al lechero, al cartero y al policía saludé
En puertas y ventanas también reconocí
Mucha gente que antes ni siquiera la vi

Viva la gente, la hay donde quiera que vas
Viva la gente, es lo que nos gusta más
Con más gente a favor de gente
En cada pueblo y nación
Habría menos gente difícil y más gente con corazón
Habría menos gente difícil y más gente con corazón

Gente de las ciudades y también del interior
La vi como un ejército
Cada vez mayor
Y entonces me di cuenta de una gran realidad
Las cosas son importantes
Pero la gente lo es más

Dentro de cada uno hay un bien y hay un mal
Mas no dejes que ninguno
Ataque a la humanidad

Ámalos como son y lucha porque sean

Los hombres y las mujeres

Que Dios quiso que fueran

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