Según cuenta la
revista Vida Nueva, y luego he podido ver en otros medios, la iglesia sevillana
de Santa María la Real, dependiente del convento dominico de esa ciudad, ha
sido noticia en los últimos días por dos altercados sonados. Hace apenas una
semana un joven católico tradicionalista –y según su perfil en redes también
falangista- irrumpió durante una celebración religiosa, presidida por un sacerdote dominico, en
la que participaban miembros del colectivo cristiano Icthys que acoge a cristianos LGTBI+. El joven increpó al sacerdote al que calificó de traidor y le
recriminó que aceptase de buen grado las conductas pecaminosas del colectivo.
El grupo tradicionalista católico Orate, al que pertenece el joven, ha denunciado
estas celebraciones ‘gays’ en una iglesia católica y ha presentado la queja
ante el arzobispado de Sevilla y el dicasterio vaticano.
Se da la casualidad de
que esta misma iglesia se había negado una semana antes a decir una misa de
difuntos por cristianos falangistas asesinados durante la guerra civil.
Ante esta negativa, un grupo de falangistas se manifestó con sus cantos y sus
banderas a las puertas de la iglesia.
No sé si estos hechos
son una mera anécdota o un signo más de la polarización y la ideologización que
afectan a nuestra sociedad y que afectan también a la propia Iglesia en España.
Tampoco sé si la Iglesia empieza a moverse por la consigna de lo políticamente
correcto. Hace décadas, lo políticamente correcto y oportuno era decir misas por
los falangistas muertos y despotricar desde el púlpito y la sacristía contra
los sodomitas, o por lo señalarlos con acusaciones groseras. ¿Es hoy políticamente
correcto hacer una celebración con el colectivo gay, bandera arcoíris como
sabanilla de altar incluida, y al mismo tiempo negar una misa de difuntos por cristianos falangistas asesinados por el bando republicano? ¿Se hubiera denegado la misa de difuntos si los asesinados lo hubiesen sido por el bando franquista?
¿Pero no deberíamos
caber todos en la iglesia de Dios? ¿No cabían los publicanos, recaudadores de
impuestos, los ricos como Zaqueo, las prostitutas, la mujer adúltera, el
centurión romano, la pobre viuda de Naín, José de Arimatea y Nicodemo, miembros
del Sanedrín, los rudos pescadores, los novios sin vino, los tullidos y los
malditos leprosos en el corazón de Cristo? Únicamente Cristo no soportó a los
que utilizaban la religión para condenar y amargar la vida de los demás o se
servían de la ella para hacer lucrativos
negocios. Y así Jesús arremetió contra los hipócritas fariseos o los mercaderes
del templo.
Llama la atención que
a estas horas unos gays causen escándalo porque asistan a una eucaristía o se reúnan
en una iglesia para comentar el evangelio o los problemas que tienen cada día,
como personas o como colectivo. Y llama la atención que unos sacerdotes se
nieguen a celebrar una misa de difuntos por unos cristianos. Pero veo que las
etiquetas nos matan. Para unos, “aquellos
son unos maricones”. Para los otros “aquellos
son unos falangistas”. ¿Pero no somos todos, acaso, hijos de Dios?
¿No deberíamos, tal
vez, dejar ‘nuestra bandera’ fuera de la iglesia? ¿No sobran las banderas cuando
entramos en una iglesia y nos arrodillamos en un banco para hablar de Dios o de
las cosas de nuestro corazón, para rezar por los vivos o por los difuntos o “mirar al
que traspasaron”? Las banderas separan. Tanto la bandera negra y roja del
falangista como la bandera arcoíris del gay. Las banderas dividen y condenan.
Si con respeto y afecto queremos dar la mano al cristiano que está al lado cuando decimos “Padre
nuestro”, la bandera es un estorbo y un impedimento.
Demasiados bandos,
banderas, banderías y bandidos tenemos ya por las calles de la ciudad, como
para llevar estas divisiones hasta el lugar donde Jesús espera para comprender
y perdonar, sin preguntarnos nada más: ni nuestro partido ni nuestra
orientación.
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