miércoles, 16 de marzo de 2022

3.- La resurrección de Cristo (Mc 16, 1-8)

 

¿Quién nos moverá la piedra?


 

Se quedaron hasta el último momento en el Calvario. Soportaron, impasibles y a pie quieto, la tormenta y el temblor de tierra, cuando todos los demás habían huido porque aquel diluvio parecía justamente un castigo del cielo. Ayudaron con sus cuerpos frágiles y sus almas devastadas a enterrar a Jesús, a toda prisa, porque la noche iba ganando al día. Su presencia en el Gólgota es una hermosa, hermosísima página, de la presencia del genio femenino en la historia y en el mundo.

Para ellas no hubo sábado, ni fiesta, ni celebración. ¿Tenían algo que celebrar? La desgracia se había cebado en el pequeño grupo de seguidores de Jesús. El mismo Jesús había sido torturado y muerto en cruz, con el más ignominioso tormento que se pueda infringir a un hombre nacido de mujer. Los apóstoles andaban huidos. Se los había comido la tierra. ¡Ellos, que fueron tan visibles hasta la misma entrada triunfal en Jerusalén! Ahora sólo quedaban unas pocas mujeres, por ese sentido de piedad que forma parte del ADN femenino. Ellas no habían huido. También quedaba Juan, pero Juan no contaba. Juan era casi un niño, que se quedaba dormido cuando Jesús pronunciaba un discurso de más de cinco minutos de duración. Aunque ahora sí, justo es confesarlo, Juan había aguantado junto a su maestro sin dormirse, con los ojos bien abiertos, como un hombre; la mandíbula bien apretada, como un soldado, si bien las espuertas de sus ojos no habían logrado contener las lágrimas, como un infante. Al último momento, se habían acercado también José de Arimatea y Nicodemo, dos hombres sensatos, dos hombres que no se habían atrevido a seguir abiertamente a Jesús, por miedo a perder su status, pero ahora, habían mandado a freír espárragos la honra y los miramientos humanos, y habían decidido colaborar en la penosa tarea de bajar el cadáver de Cristo de la cruz y sepultarlo.

Las mujeres no habían celebrado la Pascua ni el sábado. Para ellas el sábado ya no contaba y ya no contaría nunca. Ellas se habían pasado la pascua judía, preparando, a escondidas y con los postigos cerrados, los vendajes y los bálsamos, las esponjas y las toallas para adecentar el cuerpo de Jesús y darle una digna sepultura. Y el primer día de la semana, apenas cantó el gallo en el corral, María Magdalena, María Salomé y María de Cleofás salieron de sus casas. Apenas se veía. Jerusalén dormía, adormilada aún por la repetición un año más de un rito, de un ritual ya vacío y ya sin vida. Un ritual que se había desgarrado y desmoronado  con la muerte de Jesús. Salieron a la calle, silenciosas y dolorosas. Y solamente cuando faltaba poco para alcanzar la sepultura se atrevieron a expresar, a la vez y en voz alta, algo que estaban rumiando las tres desde que salieron de casa: ¿Quién nos moverá la piedra?

¿No se atrevieron a pedir la ayuda de otros hombres para no ser tachadas de tontas y pasmarotes, de sensibleras? ¿No era hora de dejar a los muertos con los muertos? ¿No era la hora del pragmatismo, de hacerse invisibles, de desaparecer por unos días, para que nadie les señalase con el dedo: ahí va un amigo de Jesús? ¿Había en su corazón, pequeño y débil, un barrunto, una tímida intuición, una remotísima esperanza de que algo podía haber ocurrido, de que, al último momento, se resolvería por sí mismo el duro trabajo de remover la pesada piedra?

¿O caminaban a tontas y a locas, embotadas por un dolor que les quitaba la razón o por un miedo que no les permitía pensar? ¿Quién nos moverá la piedra?, rumiaba cada una en sus adentros. ¿De dónde sacaremos fuerzas para quitar la losa que nos permitiría ver a Jesús tal y como era y no como nosotras nos lo hemos imaginado, y lo hemos visto con las anteojeras de nuestros cortos entendimientos y de nuestra escasa o nula fe?

La pregunta “¿Quién nos moverá la piedra?” encierra todas las angustias de la fe, todas las dudas y las zozobras. La fe consiste en ponerse en marcha el primer día de la semana, que son todos los días de la vida desde que decidimos, más allá de la tradición de nuestra familia y nuestra sociedad, ser cristianos. Salir de nuestra casa, que es como salir de nuestras certezas, salir a la intemperie, camino de donde yace el gran muerto, el gran fracasado. Esa fe que está envuelta en el amor y el cariño que sentimos por Jesús, aunque no terminemos de creernos sus promesas. No vamos al sepulcro con la certeza de que él nos espera ahí glorioso y resucitado, sino con la incertidumbre y con la duda de lo que puede suceder, de que puede acontecer algo más grande que nosotros mismos, algo que nuestra inteligencia no puede terminar de comprender nunca. Caminamos por amor hacia alguien que queremos que sea nuestra luz, aunque sus ojos estén ya cerrados. Caminamos por amor a alguien que queremos que sea nuestra verdad, aunque Pilato y Herodes digan que ha sido una gran mentira. Caminamos por amor a alguien que queremos que sea nuestro camino, aunque, aparentemente, el final de ese camino sea un sepulcro.






sábado, 12 de marzo de 2022

Pobre Kirill. Y un hermoso futbolín.

            



        La Divina liturgia de Kirill. Cuando cayó el muro de Berlín y llegó la Perestroika a la Unión Soviética, la Iglesia Ortodoxa fue recuperando paso a paso el protagonismo estelar que siempre tuvo en Rusia. Los cristianos salieron de sus catacumbas y los templos volvieron a ser templos (no olvidaré nunca la historia de aquel trabajador soviético en un gallinero. Un día alza los ojos y descubre los mosaicos espléndidos de una antigua iglesia: un Cristo  mira dulcemente al pobre granjero en el mismo lugar donde durante siglos se había rezado). Putin convirtió a la Iglesia Ortodoxa en uno de los pilares de su proyecto político, el pegamento necesario para cohesionar a todas las ‘rusias’, desde el mar Báltico a Siberia. Ucrania siempre fue una nota discordante, porque la población se reparte al 50% entre ortodoxos y católicos de rito oriental. En esta guerra, el elemento religioso no es despreciable. Putin y Kirill mantienen gran armonía ideológica en sus visiones del mundo y de Dios. Putin identifica Rusia con Iglesia Ortodoxa y Kirill (Patriarca de Moscú y de toda Rusia) identifica Iglesia Ortodoxa con el alma rusa. Así de sencillo. Pero ha llegado la guerra donde a todo el mundo se le exige posicionarse. A Kirill, en razón de su cargo, se le presuponía una aversión congénita a la guerra, a la destrucción y a la muerte de los inocentes. Pero todo parece indicar que en él está prevaleciendo el homo politicus por encima del homo religiosus. El hermano universal cristiano queda muy por debajo del ciudadano ruso. ¡Ahí está su tragedia! Comulga con Putin en demasiadas cosas y su visión del cristianismo resulta bastante reduccionista: una moral de ciudadano patriota, heterosexual y rezador. Un poco pobre, ¿no? Y ahora, como difícilmente puede justificar la invasión rusa, la anexión, las matanzas de civiles, los millones de refugiados, la pobreza que llegará también para sus propios compatriotas rusos, habla de un Occidente corrupto, consumista, pansexualizado, descristianizado y sin valores. Kirill en la Divina Liturgia del pasado domingo vino a decirnos, si no he entendido mal, que un desfile gay en cualquier ciudad europea es mucho más reprobable que el desfile mortífero de las tropas rusas en suelo ucraniano. ¡Pobre Kirill! 

 ***



        La única batalla permitida. Hace unas horas que estos cinco niños han llegado a una casa en Rumanía. Les esperaban un plato caliente en la mesa, una ducha reparadora y ropa limpia. Y después, después, un partido de futbolín. Cuatro seminaristas guanelianos contemplan ensimismados a estos cinco niños. Junto a otros 28 niños vivían en un pequeño orfanato de Ucrania. Cuando empezó la guerra, sus cuidadores les sacaron a toda prisa del país, en medio de un caos mayúsculo, en medio del silbido de las balas, del estruendo de las bombas, del dolor amargo de todo un pueblo y de una despedida de besos y lágrimas de sus cuidadores. En la frontera con Rumanía, como acordado, los entregaron a la misión Guanella. Allí serán cuidados, amados y protegidos hasta que un día, también como acordado, puedan volver a su patria, a su lengua, las canciones infantiles, las comidas tradicionales… Mientras tanto, estos cinco niños, lejos de la bruticie de los mayores y la sinrazón de los mandamases, juegan. Una partida de futbolín es lo que estos niños necesitaban después de largas jornadas de miedo e incertidumbre. Una partida de futbolín debería ser la única batalla permitida en este mundo. En la habitación, al fondo de la misma, un crucifijo parece la mejor metáfora para hablar de la inocencia masacrada en estos tiempos de plomo. ¿Tendrán los señores de la guerra la última palabra? Cinco niños felices juegan al futbolín. De alguna manera, ellos representan el futuro de Ucrania.

miércoles, 9 de marzo de 2022

2.- El perdón a la mujer adúltera (Juan 7:53-8:11)



El amor exigente

            Muchos, en aquella Jerusalén, pensaban que tenían algo que enseñar. Acudían cada día a los aledaños del Templo, y hablaban de lo que les parecía. Grupos de curiosos iban de un orador a otro, o seguían durante una temporada a un maestro porque les parecía que enseñaba palabras verdaderas. Jesús también acudía al Templo a enseñar. Y tenía también sus seguidores fijos y otros que no lo eran tanto. También las ‘autoridades constituidas’ del Templo iban de orador en orador para comprobar la ortodoxia de las enseñanzas. A Jesús le tenían entre ceja y ceja los escribas y fariseos, es decir los representantes legales de la religión judía. Jesús se iba apartando peligrosamente de la ley de Moisés y de las normas, minuciosas y abusivas, de la religión. Había que desenmascarar al tal Jesús. Había que hacerle caer en la propia red de la confusión que enseñaba. La ocasión se mostró propicia cuando sorprendieron a una mujer in fraganti, cometiendo un adulterio.         

Nada se nos dice del hombre con el que la mujer estaba cometiendo adulterio. ¿Quién era el hombre con quién cometió adulterio? ¿Quién era el marido de la adúltera? ¿La perdonó también o estaba entre los que tenían las piedras en las manos o en los bolsillos? ¿O se sintió aliviado cuando Jesús la perdonó porque él también estaba dispuesto a perdonarla, pero se sentía aplastado por la presión social y por la religión? Y los familiares de las otras mujeres adúlteras lapidadas, ¿se sintieron mal o bien? ¿Experimentaron pena porque sus seres queridos habían llegado tarde a la amnistía de Jesús, o fueron de los que exigían que la ley se aplicase con rigor a todas por igual? Y las mujeres de la aldea, ¿cómo se sintieron? ¿Pensarían que ya era hora de que fueran tratadas lo mismo que los hombres adúlteros o pensaron que dónde iba a estar ahora la diferencia entre las formales y las adúlteras?

La norma judía era clara: la adúltera debe ser lapidada, y así se da un escarmiento a la mujer que no cumple con lo que de ella espera la sociedad religiosa. Ahora se verá quién es este tal Jesús. Ahora tendrá que decidir entre aplicar su teoría del perdón y del amor o cumplir con la ley mosaica y dar pruebas de ser un judío como Dios manda. Los escribas y fariseos han caldeado a los radicales, a los talibanes, a los puristas y todos ellos se dirigen a este tal Jesús. Los brutos ya tienen las piedras en los puños y la rabia en el entrecejo. Los escribas llevan sus piedras en los bolsillos y otras piedras peores y más afiladas en sus corazones: las sutilezas teológicas, la hiriente moralidad al pie de la letra.

Pero Jesús lee los corazones. Toda su vida será una lectura apasionada y certera del corazón humano. Él no es un experto en leyes y normas. Él tiene lo que ahora llamamos inteligencia emocional: la sabiduría de la empatía. Y entonces Jesús mira a la adúltera, no a su cuerpo medio desnudo, sino el corazón desnudo de la adúltera. Ella, angustiada y perdida, sabe qué final le espera, porque a ella también le suena esta escena; quizás la ha visto desde niña: el dolor atroz de una muerte cruel y la vergüenza que caerá sobre toda su familia. Y entonces Jesús mira a los escribas y los fariseos, muy dignos en sus vestiduras, y pone en sus manos la solución del problema. Les da carta abierta para resolver la cuestión, pero les pone una condición, la más terrible condición: aquel que esté limpio de pecado que arroje la primera piedra. Esa victoria que se dibujaba en la comisura de los labios de los escribas y fariseos, desaparece, se borra de inmediato. Los cazadores han sido cazados. De nada les han valido su astucia y sus maneras arteras. Aprietan los dientes ante esta ignominiosa derrota. Aprietan los dientes y aflojan las manos que sostenían la piedra. Ninguno de los acusadores se siente libre de pecado. No ya los escribas y los fariseos, que de sobra conocen su conciencia criminal, pero ni siquiera los brutos, los mozalbetes radicales, los puros meapilas. Ellos también esconden fechorías, sentimientos odiosos, prácticas aberrantes. ¿Quién es el majo que se atreve a proclamar delante de toda la alta clase religiosa y delante de toda la chusma que él es puro y limpio de corazón como un recién nacido o como un ángel de Dios? La multitud se disuelve silenciosamente. La tormenta pasa. El nubarrón se aleja. Y sólo quedan dos seres humanos frente a frente: la adúltera y Jesús. ¿Nadie te condena?, pregunta Jesús. Y antes de contestar, un pensamiento fugaz pasa por la cabeza de la adúltera pero no se atreve a expresarlo en voz alta: “Sólo tú cumples la condición, sólo tú estás limpio de pecado. ¿He de temerte? Pero simplemente responde: “Ninguno, Señor”

“Yo tampoco”. Y la mujer deja de ser ‘la adúltera’ para ser otra vez mujer, para ser persona. Él tampoco la ha condenado. Le ha salvado la vida. Pero antes de que la mujer se aleje, antes de que vuelva a sus afanes y a sus trabajos, le dice: “Y no peques más

Jesús no juzga, pues conoce el barro de nuestro cántaro, pero pide un cambio de conducta. Es la misericordia exigente. Es la misericordia que libera. La mujer ha sido salvada de la lapidación, pero solo ella se sentirá libre y liberada si no peca, si no cae en las redes que esclavizan y que nos van haciendo cada vez menos personas y un poco más animales.

Siempre podremos contar con la misericordia de Dios, pero siempre nos regalará un ‘no peques’, porque Dios siempre nos quiere libres, libres de nosotros mismos, en primer lugar, y de todas las cosas que nos enfangan y nos menguan como seres humanos.

Y la adúltera, ¿cambió? ¿No volvió a pecar o siguió sintiendo la debilidad de la carne y sus urgencias y continuó pecando y quizás recordando, con inmensa y triste nostalgia, la autoridad de aquel maestro que había quitado la careta de los inquisidores de la religión, y que no la había juzgado? ¿Volvió a su casa, limpia como el amanecer? ¿Hizo borrón y cuenta nueva? ¿Acudió al templo cada mañana y a distancia siguió escuchando palabras nuevas como las flores y limpias como la nieve, palabras que le provocaban incendios en su corazón?

Probablemente, como cada uno de nosotros, como lo soy yo mismo, deambuló y osciló entre la carne y sus esclavitudes y el espíritu y sus liberaciones. Probablemente, después de cada caída, recordaba el perdón y se sentía perdonada, y al mismo tiempo, prometía un “no pecaré”.

Al fin y al cabo, mientras somos humanos y vivimos, todo transcurre entre el pecado y la gracia. Pero es un pecado que conoce y puede seguir conociendo la gracia. Y es una gracia que sabe de la existencia del pecado.






domingo, 6 de marzo de 2022

Adiós a los niños de Kiev. Muertos abandonados. Armisticio de Badoglio. Y árboles caídos.

 

Cuando los tambores de guerra sonaban por todas partes, María Mayo y sus compañeras dominicas de la ‘Casa de los niños’ en Kiev, se reunieron para orar y para hacer discernimiento. Decidieron permanecer en Ucrania, al lado de la gente, acogiendo a quienes se acercaran a su casa. Pero cuando la guerra estalló, el cónsul se presentó y les dijo que no había alternativa, tenían que salir sí o sí. Con lo puesto, se encaminaron a la Embajada Española, donde otros trescientos compatriotas se apiñaban nerviosos y tensos. Tuvieron que salir del país. Por caminos secundarios, retrocediendo, dando marcha atrás, parando para dejar paso a ambulancias o vehículos militares. Un viaje que califican “con las botas puestas”, ya que de jueves al domingo no se las pudieron quitar.  No olvidarán nunca las mesas con alimentos que los humildes campesinos colocaban para que los refugiados pudieran servirse: “Hay gestos de buena voluntad de la gente común y corriente que somos todos, y ahí veías que somos hijos de Dios en camino, sin saber de guerras, buscando la paz. Y a medida que se alejaban de su casa, sus retinas se iban llenando de los rostros de los niños que habían dejado atrás ¿Qué sería de ellos? “La mayoría eran ortodoxos o no creyentes, pero a nosotras esto nos daba igual, porque les podíamos ofrecer valores y cariño”. En sus retinas, se van amontonado los rostros estragados de los soldados dispuestos a defender a su país. La preocupación y el miedo en las interminables caravanas que dejaban la capital camino de las fronteras. Los familiares que se despedían entre lágrimas en los pasos fronterizos. Solo podían pasar las mujeres y los niños. Los hombres tenían que regresar a sus ciudades a empuñar las armas. De todo esto se iban llenando los ojos de María Mayo. Siete horas tardaron en cruzar la frontera. Había vivido situaciones comparables en Congo e incluso en Colombia, donde había pasado otros tantos años. Ahora llevaba 10 años en Ucrania. A esta monja, curtida en cien batallas, le ha impresionado "la capacidad de resistencia y serenidad que tienen todos los ucranianos. Han vivido las hambrunas, Stalin o la Segunda Guerra Mundial. Todo esto no sería posible resistirlo sin esa serenidad que les caracteriza".

María Mayo y sus dos compañeras volverán a Ucrania en el momento en que puedan. Allá han dejado los rostros y las historias de unos niños de los que no quieren olvidarse. “Yo quería estar en Kiev, pero no me han dejado -dice María Mayo con lágrimas en sus ojos-. Todos queremos la libertad y la paz de Ucrania. Y también de todos los lugares del mundo donde hay tantas guerras encalladas de las que no se habla”.


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Muertos abandonados. De todo este tsunami de noticias que llegan desde Ucrania, me ha llamado poderosamente la atención una: El ejército ruso no estaría recogiendo ni repatriando los cadáveres de sus soldados muertos. Parece que no se trata de un bulo, sino de un hecho real. El gobierno ucraniano ha encargado a la Cruz Roja que se haga cargo de los cuerpos sin vida de los soldados rusos, mientras la Iglesia Católica de Ucrania ha lanzado una página web para que familiares de los soldados rusos muertos, puedan identificarlos por una fotografía, una placa o un carnet de identidad. Hasta ahora en las guerras los soldados se encargaban de recoger los cadáveres de sus compañeros caídos y de enterrarlos con un poco de dignidad y de acuerdo con su fe. Cuando era posible, eran repatriados y despedidos en la patria de origen con máximos honores. Ahora, en un acto de impiedad que dice mucho de la catadura moral de nuestro tiempo, los cadáveres son abandonados en las calles y en los campos, como se abandonan los casquillos de las balas, las latas de conserva vacías o un tanque saboteado. ¿Hasta los más elementales ritos de piedad, hasta los ancestrales códigos del honor militar se han perdido? ¿Son los soldados apenas una munición en las nuevas guerras?

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En el verano de 1943, el ejército angloamericano desembarca en Sicilia, lo que provoca la caída de Mussolini. El nuevo Gobierno lo preside el mariscal Pietro Badoglio. Y es aquí, en estos meses, donde se produce un hecho que refleja bien cómo a las masas se las manipula y arrea como a ganado y se les dice a quiénes deben odiar o amar en cada momento. Italia se puso al lado de Alemania desde el primer momento de la Segunda Guerra Mundial y luchó contra los Aliados. A los italianos les inocularon el odio a ingleses y americanos y la admiración por los alemanes. Y los italianos, por orden de sus superiores, lucharon en este sentido, como muy bien ha descrito Javier Pérez Reverte en su novela El italiano (los ataques a la flota inglesa en Gibraltar). Pero Badoglio se dio cuenta del precipicio hacia el que caminaba Italia y firmó un armisticio con los Aliados. El 13 de octubre de 1943 se hizo pública dicha capitulación y el consiguiente cambio de amigos y enemigos. Los admirados alemanes pasaron de un día a otro a ser enemigos y los odiados ingleses y americanos a ser amigos y a luchar por su victoria. En fin, son los líderes y sus ideologías los que en cada momento nos dicen a quién debemos odiar o amar. Los que habían sido considerados unos héroes por luchar contra los ingleses y sabotear su flota pasaron de la noche a la mañana a ser unos villanos y unos hijosdeputa. Y los que eran considerados traidores a la patria por no seguir las consignas del Duce, de repente se supieron héroes que podían cantar a voz en grito el Bella ciao. A veces son suficientes 24 horas para pasar del lado correcto al incorrecto de la Historia y viceversa. Curzio Malaparte que había conocido estos vaivenes de la Historia italiana quiso terminar su novela La Piel con una frase terrible: “È una vergogna vincere la guerra”. Ganar la guerra es una vergüenza.

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 Árboles caídos. Ha caído el presidente del Partido Popular, Pablo Casado. Cada dos por tres cae un líder político. No es algo ni siquiera noticiable. Pero lo que me ha llamado la atención de todo este sainete trágico-cómico es que, apenas caído el líder o unos minutos antes de caer, todos sus compañeros de partido, fidelísimos hasta el día anterior, flamantes compañeros de mítines, sonrientes amigos de foto, colaboradores en mil batallas políticas, ya estaban con el hacha haciendo leña del árbol caído y cantando las loas del presunto nuevo jefe del partido. Anoto el nombre de los fieles escuderos que reprodujo un periódico y son tan pocos que caben en una línea: Pablo Montesinos, Ana Beltrán, Antonio González, María Pelayo, Isabel Gil y Pablo Cano. Si por una ironía de la historia, dos días después, Pablo Casado hubiera sido restablecido como jefe, todos se hubieran apresurado al redil del ‘casadismo’, es decir a los pesebres del poder, que son siempre cálidos y abundosos: prebendas, mamandurrias, privilegios, cuotas de influencia… El teléfono de Pablo Casado no sonará. Los que peleaban por coincidir en el ascensor o en la mesa del edificio de la calle Génova lo evitarán, los que no se atrevieron ni a matizar uno de sus discursos, por muy soporíferos o insensatos que fueran, hacen hoy declaraciones en contra del antiguo presidente. En fin, la condición humana. Observar el mundo, no para juzgarlo,  sino para constatar la naturaleza del homo sapiens es una de las actividades más hermosas del vivir y también, probablemente, la mejor universidad del mundo. Un mediodía, en una casa de un pueblo palentino, mientras el arroz con costillas y setas burbujeaba en la bilbaína, escuché un sabio consejo de un recio campesino y minero a su hija, poco antes de ser nombrada rectora de una universidad: “apréndete el nombre de las señoras de la limpieza y de los ordenanzas, porque ellos serán los únicos que te saludarán el día que den tu puesto a otro”. No parece mal consejo.  

miércoles, 2 de marzo de 2022

Una mesa para un diálogo de sordos


            Aquella mesa en el palacio del Kremlin, sentados a un extremo y a otro Putin y Macron, era la perfecta imagen para explicar que la diplomacia había fracasado, que esas conversaciones de sordos en la mesa kilométrica eran una pantomima, que la determinación de invadir Ucrania ya estaba tomada desde hacía mucho tiempo. Había una distancia insalvable entre un interlocutor y otro. ¡Ni a voces hubieran podido entenderse!; menos aún en susurros, que es siempre el tono de la diplomacia.

            Decía Simone Weil que, raramente, quien tiene fuerza renuncia a usarla. Solo la gracia, decía ella, puede evitar el empleo de la fuerza por parte de quien se sabe fuerte. En estos días transcurridos desde que Rusia invadió Ucrania, he pensado a menudo en esta frase de la gran pensadora francesa.

            Mientras Europa se indignaba o entretenía, en los últimos tiempos, con las estupideces de Donald Trump, pocos prestaban atención al discurso imperialista de Putin, a la deriva dictatorial, al encarcelamiento de la oposición política y a la cancelación de cualquier disidencia de los medios de comunicación. Hace 8 años, la anexión de la península de Crimea fue el primer acto de una tragedia anunciada. Ahora ya hemos pasado al segundo.

            En la mayoría de los casos, los líderes son aupados al poder por el pueblo y sostenidos con su beneplácito. Detrás de Hitler estaba el pueblo alemán. Y detrás de Putin está el pueblo ruso. No todos, evidentemente. Putin representa ese victimismo sentido por muchos rusos. Ellos fueron los perdedores de la Guerra Fría, y sufrieron las consecuencias de la desmembración de la antigua Unión Soviética. De ser un imperio planetario, Rusia paso a ser una nación más en el atlas político mundial. Putin ha concitado las frustraciones de los antiguos soviéticos y las aspiraciones de una buena parte de los nuevos rusos: el sueño de una gran potencia, de una Gran Rusia, a toda costa.

            El sueño largamente acariciado de comerse de un bocado a Ucrania (algo más extensa que España y con una población similar) ya ha empezado, ante el asombro del mundo, aunque imagino que las cancillerías ya estaban más o menos preparadas para este zarpazo. Todo parece indicar que Ucrania tendrá un gobierno títeres a las órdenes del Kremlin, un peón más en el gran tablero de las ensoñaciones paranoicas del último sátrapa. Si al final Putin se sale con la suya –y todo parece indicarlo-, la moraleja es clara: si tienes fuerza militar, te puedes merendar a cualquier vecino. No pasa nada.

            Esta anexión de Ucrania es un paso más, uno entre muchos, en la construcción de un orden mundial nuevo (que no mejor). Todo hay que temerse del nuevo orden mundial, porque viene auspiciado y defendido por China, una potencia económica imparable, que no conoce ni derechos humanos ni democracia ni independencia del poder judicial ni prensa libre.

            Anne Applebaum habla mucho de la fascinación por los autoritarismos y por los populismos. Esta fascinación ha ido creciendo un poco por todo el mundo. El triunfo del modelo chino (prosperidad económica sin derechos) suscita muchas simpatías. Los populismos crecen en todos los hemisferios. Y los tics autoritarios están a la orden del día últimamente (también en España). Por ello, nada tiene de extraño que China se haya negado a condenar la invasión y que muchos de los que berrearon en España en tiempos de la guerra de Irak se hayan quedado estos días tranquilamente en su sofá. Por aquí no se repetirán las manifestaciones oceánicas de los tiempos de la guerra de Irak. La generación del No-a-la-guerra, que ahora tienen asiento ministerial en la Moncloa, anda un poco desconcertada y un poco afónica. En Alemania ha surgido un neologismo para definir a “aquellos que comprenden a Putin”, Putinversteher. ¿Alguien puede imaginar la reacción en las calles de España si Trump o Biden hubieran invadido cualquier país vecino? ¿Cierta izquierda aún no ha superado su morriña por los soviets y los gulags? ¿Por qué, curiosamente -y esto nos debería hacer reflexionar- no pocos en la extrema derecha simpatizan con la deriva de Putin?

            En estos días de inquietud y zozobra me llegan mensajes de “No a la guerra”, fotos con velas, dibujos de palomas y canciones de amor. La sola proximidad de una guerra en la vieja Europa preocupa. Putin, por otro lado, es un personaje inquietante, de cuya salud emocional y mental no existen pruebas incontestables. Los miles de refugiados que han cruzado las fronteras de Rumanía o de Polonia hacen revivir otras avalanchas y otras miserias. La vida se nos antoja inestable y quebradiza. La convivencia pacífica parece un lujo demasiado escaso y evanescente. El dicho popular que nos asegura que el pez gordo se come al chico, ante la huida despavorida de los peces medianos, es algo que estamos comprobando. ¿Qué hacer? ¿Será cierto ese amargo adagio de que si quieres la paz, has de prepararte para la guerra? ¿Tienen razón los que aseguran que en esta época de buenismos y de dialoguismos, los señores de la guerra están haciendo su agosto y llevándose el gato al agua y el ascua a su sardina? ¿Cada individuo repite los errores de su padre, cada generación repite los errores de la precedente? ¿Será la paz siempre una paloma sin alas? ¿Es Ucrania el último eslabón de una serie de conflictos (Irak, Siria, Afganistán…) del que se hablará durante unos días para caer, luego, en el cajón de las ‘guerras olvidadas’?

            Pero salgo del trabajo y veo los ciruelos en flor. Delicados pétalos rosados que una leve brisa hace danzar por el aire. Veo el cielo azul, el río que una bandada de patos cruza de una orilla a otra. Veo una niña disfrazada de princesa. Un joven trabajador en su bicicleta de mensajero. Veo un grupo de amigos riendo con un café en la terraza. Y uno quiere seguir creyendo en la cordura y la concordia del ser humano: esa flor delicada, sin duda, pero también anhelada por la mayoría de hombres y mujeres de buena voluntad.














sábado, 26 de febrero de 2022

Mateo en el hospital. Ruina de adobes. Guerra de Ucrania. Y 100 años de Victorina.

El dolor sonriente. Podríamos titularlo así. Con motivo del Día del cáncer infantil, la televisión de Castilla y León se asoma durante unos minutos al hospital de Burgos, para mostrarnos la batalla que pacientes, médicos, enfermeras y maestros sostienen cada día contra esta enfermedad en cualquier hospital. Un niño, Mateo, podría ser la imagen de esos centenares de niños a los que cada año se diagnostica un cáncer.  Se nos dice que el 80 por ciento de los niños diagnosticados logran superar la enfermedad. Cada investigación añade unos centímetros más a la esperanza. Entre las cosas más injustas de este mundo está la el sufrimiento de un niño, sea por la causa que sea. “La vida se para el día que te comunican que tu hijo tiene cáncer”, confiesa la madre de Mateo. Las preguntas y la incertidumbre sobre los días, semanas y meses siguientes desmoronan a cualquiera. Y muchas veces son los propios niños los que dan fuerza a los padres o a los médicos. Un niño enfermo que sonríe vence los miedos y gana la batalla al desánimo y al descorazonamiento. Mateo sonríe. Mateo anima. Mateo aprende cada día nuevas cosas que la enfermedad le impidió aprender. Durante un tiempo aún seguirá en el hospital recuperando en su organismo todo lo que el cáncer arrambló, pero la batalla, en esta ocasión, ya está ganada. Ahora toca curar las heridas. Su sonrisa es solamente la avanzadilla de un gran futuro ante él. Su sonrisa es también su ‘gracias’ a padres, médicos, personal sanitario, maestros y voluntarios. El gracias más hermoso.

  

He fotografiado muchas veces la pura ruina de unas casas de adobe en la aceña de Padilla de Duero. Todavía en mi infancia en estas casas vivían dos familias que cuidaban la aceña del río Duero. Apenas subsisten dos paredes en pie y aún son visibles los vanos de la puerta y las ventanas. Las ruinas son melancólicas y suscitan siempre en mí reflexiones manriqueñas. Recuerdo que, de pequeños, si alguna vez nos quejábamos porque teníamos que ir a la escuela, se nos contestaba: “Los que podrían quejarse son los niños de la aceña que tienen que ir andando a la escuela de Padilla”. ¿Dónde están los que aquí vivieron? ¿Qué dejaron aquí de ellos? La ruina de estas casas alberga un museo invisible de momentos vividos: los hijos entorno al hogar, las camas pobres con colchones de lana, el ritual de ordeñar una cabra, matar un cerdo o varear la lana, la llegada del panadero dos veces por semana, acaso la visita de algún pescador. Esas paredes albergan aún la sombra de un enfermo, la visita del médico con malas noticias, el velatorio de un fallecido, la tristeza por la escasa despensa o el llanto de un niño después de una caída. Pero también albergan la alegría de un niño con su pelota de plástico, la pequeña fiesta por el bautizo de un recién nacido, la carta con palabras de amor que recibía la moza de la casa, la subida del sueldo paterno, o la belleza de una cazuela de sopas de ajo sobre la chapa. Pero las ventanas de estas casas daban a un campo de almendros que todavía, viejos y añosos, subsisten. Y cada primavera sus ojos verían la belleza delicada de la lluvia de pétalos que siempre calma el corazón. Y al llegar el otoño, las almendras serían su merienda con un trozo de pan o terminarían en un guirlache que haría las delicias de los niños. En esos almendros aún permanecen las miradas de los que los contemplaron cada día desde las ventanas.

 

  

No es una guerra entre Rusia y Ucrania. Es la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Y la foto que ilustra este comentario no es de este momento de la guerra, sino una foto de hace algún tiempo cuando tropas ucranianas marchaban para unas maniobras. Y el paso del convoy, con la bandera bicolor ucraniana, era saludado por dos niños: él con una metralleta de plástico en bandolera a su espalda, y ella con su peluche en la mano. Encaramados en el tanque lo soldados aún creen que Rusia no invadirá su país o que podrán hacer frente a la invasión con ese arrojo que siente un pueblo cuando es atacado injustamente por otro. Ahora sabemos que nada será así. El ejército ruso ha penetrado por los cuatro costados y su maquinaria de guerra bien engrasada no la puede frenar el voluntarismo ni la valentía de los ucranianos. Algunos quieren ver un símil con la invasión de Polonia por las tropas alemanas en septiembre de 1939. Esos dos niños que asisten con inocencia infantil al paso del convoy militar son la pura imagen de Ucrania. Una metralleta de plástico, un saludo militar y un peluche no detendrán los tanques del enemigo. El más fuerte siempre se cree que el derecho, la razón y hasta la bendición de los dioses le protegen. Las maniobras disuasorias de la Otan no disuaden y las ‘masivas sanciones económicas’ ni serán tan masivas ni estrangularán la economía rusa. Cuando Rusia se anexionó la península de Crimea hace unos años se dijeron las mismas palabras y se pronunciaron las mismas ‘condenas’. No hay nada nuevo bajo el sol.  En estos tiempos en que muchos son alérgicos a hacer diferencias entre víctima y verdugo, no cabe esperar gran cosa ni gran ayuda al pueblo ucraniano. Solo es de esperar que los ucranianos, para su bien y su paz interior, hayan aprendido esta lapidaria y desgraciada sentencia de Virgilio en la Eneida: “Una salus victis nullam sperare salutem". Sí, “la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna”.

 


Hoy hubieras cumplido 100 años. Pero solo pudiste estar entre nosotros 61. Y, sin embargo, también has seguido viviendo con nosotros desde julio de 1983, cuando tu corazón dejó de latir. Como sucede casi siempre, una madre pertenece, por sus hijos y sus nietos, a un futuro que ella no llegó a  ver. A medida que cumplimos años, nos parecemos más a nuestros padres. No sólo en el rostro, en la forma de caminar o de sonreír, también en la forma de pensar y de ver la vida, en la manera de leer el mundo y de acercarnos a las vidas de los demás. Hoy tenemos motivos de sobra para sentirnos contentos y para sentirnos orgullosos de la preciosa herencia que nos dejaste: discreción, austeridad, compasión, trabajo, resignación ante la enfermedad, conformidad en la vida, serenidad de espíritu y confianza cristiana. Una persona nunca muere del todo hasta que desaparece el último que la conoció y admiró. Mientras nosotros sigamos vivos, algo de ti sobrevivirá en nosotros. Muchas gracias, madre, abuela, bisabuela, Victorina. Estamos seguros de que, desde el Cielo, sigues cuidando a esta querida familia.

 

miércoles, 23 de febrero de 2022

1.- La matanza de los inocentes (Mt 2, 13-23)

 

En los días previos al inicio del Camino de Santiago, en mayo de 2018, entre León y Santiago de Compostela, había seleccionado algunos pasajes evangélicos que, por uno u otro motivo, me han atraído desde siempre. Los había copiado en unas hojas y los había metido en la mochila.

Cada noche, antes de acostarme, leía un pasaje. Nada más levantarme, y antes de lanzarme al Camino, volvía a leer el episodio evangélico que, a lo largo del día, me serviría de motivo de reflexión y también de hilo conductor por caminos, veredas, llanuras, montañas, bosques, praderas, tierras de labor y páramos.

Luego, por la tarde, en la tranquilidad y reposo del albergue intentaba escribir lo que el pasaje evangélico me había sugerido a lo largo del día, en los momentos de euforia o de desánimo, en los encuentros con otros peregrinos o en la soledad más absoluta del caminante.

Como hice el Camino en menos tiempo de lo previsto, algunos capítulos se quedaron sin su ‘día de reflexión’. Por ello, unos meses después, durante mi estancia en el monasterio benedictino de Silos, decidí también reflexionar sobre el resto de los pasajes evangélicos seleccionados.

Las páginas siguientes recogen estas meditaciones y soliloquios al filo de los pasos de un peregrino por los caminos del Señor Santiago.


El llanto eterno de los inocentes

Unos magos de Oriente se aproximan al Palacio de Herodes para preguntar dónde habían previsto las escrituras el nacimiento del Salvador de Israel. Los expertos, los consejeros, los consultores y asesores de toda índole escudriñan las escrituras: Belén de Judá. Y Herodes se echa a temblar. Su seguridad se tambalea, como se tambalean los reyes en un teatrillo de marionetas. Pero disimula su temblor y, zalamero, pide a los Magos que, de regreso a sus países de origen, vuelvan a Palacio y le informen dónde está el Niño para ir también él adorarlo. Y ahí dejamos a Herodes, en su palacio, rodeado de los cortesanos que le entretienen con sus liras, sus lisonjas y sus versos. Pero Herodes tiembla. Tiembla como nunca lo ha hecho en su vida, como una hoja en día de ventolera.

Los Magos cumplen su cometido: han adorado al Niño. Pero intuyen, adivinan, alguien les sugiere que vuelvan a casa sin pasar por el palacio de Herodes.

También José ha sido advertido en sueños.  Y se levanta de noche. Una noche oscura. Una noche más de las muchas noches que le tocará vivir a lo largo de una vida aparentemente insignificante y gris, casi ‘nocturna’. Y José se muestra dócil al misterio, como el barro a las manos del alfarero. José acepta la voluntad de otro que no es él, porque quiere al pequeño más que si lo hubiese engendrado, más que a sí mismo, porque él, José, es el prototipo de una paternidad no basada ni en el sexo, ni en el semen, ni en el falo. Es la paternidad del alma y del corazón.

 De noche tienen lugar las tragedias escondidas, los dramas ocultos. José, María y Jesús emprendieron el camino eterno de los refugiados, el sendero del exilio, la vía por donde marchan los que el poder no tolera. Un camino que hasta hoy mismo han tenido y tienen que transitar millones de personas.

De noche y en silencio María, José  y el Niño se alejan de Belén, de la tierra querida de sus antepasados, del taller de Nazaret, de su lengua, de las canciones canturreadas, de las fiestas tradicionales, del pan con sabor al propio horno, de la familia y de los amigos, de la Sinagoga de piedra y barro, de la fuente donde coger agua, de los juncos donde tender la ropa blanca y añil. Todas las cosas que hacen que la vida sea tolerable. El destierro es eso: un quitarte la tierra bajo tus pies, y, por lo tanto, sentir que te hundes y que te caes al precipicio. Amargo es el pan del exiliado. El aceite, el vino y los dátiles también son amargos. Amargas las canciones.

Herodes está furioso porque ha sido burlado. Ha esperado impaciente el retorno de los Magos, pero le han dado esquinazo. Ha esperado con ansiedad. Y ahora cae en la cuenta de la broma pesada que le han jugado. Estalla en ira. Estalla en rabia. Y da la orden: “Matadlos. Matadlos a todos. Que ningún niño de menos de dos años sobreviva”. Mejor que mueran todos a que sobreviva uno, el único al que yo temo, el único que me destronará.

Cuando las madres se dan cuenta, ya es demasiado tarde. Los caballos y sus jinetes han irrumpido en la aldea, al amanecer, con gritos de guerra, con piafar de caballos, con ruido de cascos en la tierra, con las espadas desenvainadas. Es el final. Los niños están en sus cunitas y las madres encendiendo el fuego o amasando el pan. Han entrado por los cuatro costados. Cuando, cumplida la misión, los soldados se alejan, sólo se oye el grito y el llanto desesperado de las madres que claman justicia al cielo. Mientras los padres, impotentes, recogen por la cocina o en el umbral los restos de sus pequeños.

Es la matanza de los inocentes. Había habido antes y las hubo después. Pero la que nos narra el evangelista Mateo se inscribe a sangre y a fuego en el corazón del que se asoma por una o muchas veces al evangelio. La ira de los que temen perder el poder puede causar las más grandes matanzas. El Niño en su huida, lo único que pudo oír, no obstante María le cubriese con su manto, fue el llanto de los inocentes y el quejido desesperado de las madres de las criaturas a las que Herodes sacrificó sin escrúpulos para que su trono no se tambalease, y para que su mundo siguiese girando una vez y otra vez más sobre los goznes de la barbarie. Este salvaje acto de la matanza de los inocentes fue un intento desesperado de retrasar la llegada del reino de paz y justicia que el Niño venía a instaurar. Pero también una lección, amarga y cruda: no faltarán nunca las matanzas de inocentes entre nosotros. Inútil precaución de Herodes. Inútil su asesinato en masa. La vida nunca se puede detener. Como no se puede detener el agua de los cielos. ¡Pero costó la vida a un buen grupo de niños inocentes! Los inocentes siguen cayendo en cualquier guerra, en cualquier mesa sin pan, en cualquier quirófano aséptico donde se practica un aborto, en cualquier trabajo esclavo de una mina en el Congo o de un basurero en Lima, en cualquier niño maltratado por sus padres o abusado por sus educadores, en cualquier niño aterido de frío o de afecto.

Cada vez que una madre llora la muerte injusta de su hijo, en cualquier guerra o en cualquier enfermedad, su llanto será siempre el llanto de Raquel:

 

Se oye un grito en Ramá,
llanto y gran lamentación;
es Raquel, que llora por sus hijos
y no quiere ser consolada;
¡sus hijos ya no existen!







 

lunes, 21 de febrero de 2022

Salome de Caravaggio. Rosi Fernández. Y 50 años de Stoner.

 

Violento, pendenciero, asesino… y sin embargo Caravaggio. Uno de los más influyentes pintores de toda la historia del arte, con cientos de pintores que han continuado su estela de realismo y claroscuros. No era un ser angelical, ni mucho menos, pero sus telas aún nos impresionan y nos conmueven. Este precioso Caravaggio de Salomé con la cabeza del Bautista es noticia porque acaban de instalarlo en una sala de honor del Palacio Real de Madrid. Este gran creador, con un curriculum vitae desoladoramente amoral, sería arrojado al silencio y condenado a muerte civil en estos tiempos de corrección política, la nueva dictadura sobre el pensamiento y el arte y la vida misma. Conocer la biografía apestosa de Caravaggio no hará que palidezca, ante mis ojos, su gran obra que he admirado en iglesias de Roma y en muchos museos y exposiciones. Juzgar las creaciones de un artista por su catadura moral significa no conocer el alma humana, capaz de lo mejor y de lo peor. Este cuadro me seguirá fascinando por su belleza y por su mensaje. Los tres personajes que ahí aparecen, Salomé, Herodías y el verdugo, son también inmorales. Acaban de cometer un crimen, con la bendición del rey Herodes, pero nos dicen todo sobre la corrupción del alma humana y sobre el destino de los inocentes, en este caso Juan el Bautista. 

  

Pocos días antes de su muerte, su cuidadora me dijo que Rosi había entrado ya en la recta final y que estaba siendo atendida en ‘casa’ por sus cuidadores y compañeros. Rosi Fernández. Su ‘casa’ desde hace muchos años era la Villa San José (Palencia), un centro para personas con discapacidad intelectual. Rosi nos ha dejado a los 49 años, después de unos meses de dura enfermedad. Ella convirtió su discapacidad en ‘capacidad’.Y si algo quiero destacar de ella era su afán de superacion, su curiosidad por todo y su alegría para participar en cualquier actividad: deporte, viajes, visitas a exposiciones, lecturas compartidas. Junto a otros compañeros escribió un precioso libro: Un paseo por el Jardín de mis emociones. A través de su página de facebook, Rosi nos hacía partícipes de sus progresos como alumna de la Universidad Popular de Palencia. A Rosi la ‘discapacidad’ la capacitó para hacer muchísimas cosas y, sobre todo, para hacer un poco más fácil la vida a los demás. Entre otras cosas, la recuerdo leyendo, con bonita voz y entonación adecuada, en muchas misas y en otros actos de la Villa. Esta fotografía en la que se muestra orgullosa de esas dos medallas ganadas en una competición podría ser muy bien el resumen de su vida. Una imagen poética, un canto a la superación, al esfuerzo y a la ilusión. Las limitaciones existen sobre todo en nuestra actitud ante la vida. Y, muchas veces, comprobamos cómo personas inteligentes, sanas, fuerte y bellas son ‘incapaces’ de esfuerzo, de empatía, de generosidad y de esperanza. Feliz viaje, Rosi.

  

 Las grandes editoriales se tiraron de los pelos, cuando vieron el éxito de este libro. Una obra maestra pasó delante de sus ojos, pero no fueron capaces de verla. En España, una pequeña editorial canaria se atrevió a publicarla hace unos años. Sin grandes alharacas publicitarias, el libro, gracias al boca a boca, fue ganando el corazón de miles de lectores. Ahora se cumplen cincuenta años de la primera edición en Estados Unidos.

            Lo leí, por primera vez, hace siete años y me pareció un gran libro. Y su protagonista, William Stoner, es ya un arquetipo de estoicismo, de integridad y de amor a la literatura. El libro arranca cuando el protagonista, nacido en una familia de granjeros humildes, llega a la Universidad de Missouri para estudiar agricultura. Pero un buen día el profesor de literatura, Archer Sloane, se dirige a él: "Shakespeare le está hablando". Cambió de carrera. Terminaría por ser profesor de literatura en la Universidad. John Williams nos cuenta la peripecia humana de Stoner, desde su juventud hasta su final. Resulta difícil no identificarse con él.

            El protagonista se pregunta a menudo: “¿Qué esperabas?” Pues eso, ¿qué iba a esperar un escéptico, un estoico de la vida? ¡Nada! Aceptar lo que llega, no rebelarse contra nada. No amargarse en las frustraciones. Al final de la lectura, se tiene la sensación de que hay o podría haber un ‘Stoner’ en cada persona que encontramos en la calle y en nosotros mismos. Y quizás también que deberíamos parecernos más a Stoner: ¡Esa santa indiferencia, esa frialdad inaudita para hacer frente a los golpes y a las lesiones de la vida! ¡Ese bendito estoicismo para seguir viviendo, sin desmoronarse nunca y sin amargarse apenas! Todos en alguna temporada de nuestras vidas nos sentimos ‘Stoner’.

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