El dolor
sonriente. Podríamos titularlo así. Con motivo del Día del
cáncer infantil, la televisión de Castilla y León se asoma durante unos minutos
al hospital de Burgos, para mostrarnos la batalla que pacientes, médicos, enfermeras
y maestros sostienen cada día contra esta enfermedad en cualquier hospital. Un niño,
Mateo, podría ser la imagen de esos centenares de niños a los que cada año se
diagnostica un cáncer. Se nos dice que
el 80 por ciento de los niños diagnosticados logran superar la enfermedad. Cada
investigación añade unos centímetros más a la esperanza. Entre las cosas más
injustas de este mundo está la el sufrimiento de un niño, sea por la causa que
sea. “La vida se para el día que te
comunican que tu hijo tiene cáncer”, confiesa la madre de Mateo. Las
preguntas y la incertidumbre sobre los días, semanas y meses siguientes
desmoronan a cualquiera. Y muchas veces son los propios niños los que dan
fuerza a los padres o a los médicos. Un niño enfermo que sonríe vence los
miedos y gana la batalla al desánimo y al descorazonamiento. Mateo sonríe.
Mateo anima. Mateo aprende cada día nuevas cosas que la enfermedad le impidió
aprender. Durante un tiempo aún seguirá en el hospital recuperando en su
organismo todo lo que el cáncer arrambló, pero la batalla, en esta ocasión, ya está
ganada. Ahora toca curar las heridas. Su sonrisa es solamente la avanzadilla de
un gran futuro ante él. Su sonrisa es también su ‘gracias’ a padres, médicos,
personal sanitario, maestros y voluntarios. El gracias más hermoso.
He fotografiado muchas
veces la
pura ruina de unas casas de adobe en la aceña de Padilla de Duero. Todavía en
mi infancia en estas casas vivían dos familias que cuidaban la aceña del río
Duero. Apenas subsisten dos paredes en pie y aún son visibles los vanos de la
puerta y las ventanas. Las ruinas son melancólicas y suscitan siempre en mí
reflexiones manriqueñas. Recuerdo que, de pequeños, si alguna vez nos
quejábamos porque teníamos que ir a la escuela, se nos contestaba: “Los que
podrían quejarse son los niños de la aceña que tienen que ir andando a la
escuela de Padilla”. ¿Dónde están los que aquí vivieron? ¿Qué dejaron aquí
de ellos? La ruina de estas casas alberga un museo invisible de momentos vividos:
los hijos entorno al hogar, las camas pobres con colchones de lana, el ritual
de ordeñar una cabra, matar un cerdo o varear la lana, la llegada del panadero
dos veces por semana, acaso la visita de algún pescador. Esas paredes albergan
aún la sombra de un enfermo, la visita del médico con malas noticias, el
velatorio de un fallecido, la tristeza por la escasa despensa o el llanto de un
niño después de una caída. Pero también albergan la alegría de un niño con su
pelota de plástico, la pequeña fiesta por el bautizo de un recién nacido, la
carta con palabras de amor que recibía la moza de la casa, la subida del sueldo
paterno, o la belleza de una cazuela de sopas de ajo sobre la chapa. Pero las
ventanas de estas casas daban a un campo de almendros que todavía, viejos y
añosos, subsisten. Y cada primavera sus ojos verían la belleza delicada de la
lluvia de pétalos que siempre calma el corazón. Y al llegar el otoño, las
almendras serían su merienda con un trozo de pan o terminarían en un guirlache
que haría las delicias de los niños. En esos almendros aún permanecen las
miradas de los que los contemplaron cada día desde las ventanas.
No es una guerra entre Rusia y Ucrania. Es
la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Y la foto que ilustra este
comentario no es de este momento de la guerra, sino una foto de hace algún
tiempo cuando tropas ucranianas marchaban para unas maniobras. Y el paso del
convoy, con la bandera bicolor ucraniana, era saludado por dos niños: él con
una metralleta de plástico en bandolera a su espalda, y ella con su peluche en
la mano. Encaramados en el tanque lo soldados aún creen que Rusia no invadirá
su país o que podrán hacer frente a la invasión con ese arrojo que siente un
pueblo cuando es atacado injustamente por otro. Ahora sabemos que nada será
así. El ejército ruso ha penetrado por los cuatro costados y su maquinaria de
guerra bien engrasada no la puede frenar el voluntarismo ni la valentía de los
ucranianos. Algunos quieren ver un símil con la invasión de Polonia por las
tropas alemanas en septiembre de 1939. Esos dos niños que asisten con inocencia
infantil al paso del convoy militar son la pura imagen de Ucrania. Una
metralleta de plástico, un saludo militar y un peluche no detendrán los tanques
del enemigo. El más fuerte siempre se cree que el derecho, la razón y hasta la
bendición de los dioses le protegen. Las maniobras disuasorias de la Otan no
disuaden y las ‘masivas sanciones económicas’ ni serán tan masivas ni
estrangularán la economía rusa. Cuando Rusia se anexionó la península de Crimea
hace unos años se dijeron las mismas palabras y se pronunciaron las mismas
‘condenas’. No hay nada nuevo bajo el sol.
En estos tiempos en que muchos son alérgicos a hacer diferencias entre
víctima y verdugo, no cabe esperar gran cosa ni gran ayuda al pueblo ucraniano.
Solo es de esperar que los ucranianos, para su bien y su paz interior, hayan
aprendido esta lapidaria y desgraciada sentencia de Virgilio en la Eneida: “Una salus
victis nullam sperare salutem". Sí, “la única salvación de los
vencidos es no esperar salvación alguna”.
Hoy hubieras
cumplido 100 años. Pero solo pudiste estar entre nosotros 61. Y, sin
embargo, también has seguido viviendo con nosotros desde julio de 1983, cuando tu
corazón dejó de latir. Como sucede casi siempre, una madre pertenece, por sus
hijos y sus nietos, a un futuro que ella no llegó a ver. A medida que cumplimos años, nos parecemos
más a nuestros padres. No sólo en el rostro, en la forma de caminar o de
sonreír, también en la forma de pensar y de ver la vida, en la manera de leer
el mundo y de acercarnos a las vidas de los demás. Hoy tenemos motivos de sobra
para sentirnos contentos y para sentirnos orgullosos de la preciosa herencia
que nos dejaste: discreción, austeridad, compasión, trabajo, resignación ante
la enfermedad, conformidad en la vida, serenidad de espíritu y confianza
cristiana. Una persona nunca muere del todo hasta que desaparece el último que
la conoció y admiró. Mientras nosotros sigamos vivos, algo de ti sobrevivirá en
nosotros. Muchas gracias, madre, abuela, bisabuela, Victorina. Estamos seguros
de que, desde el Cielo, sigues cuidando a esta querida familia.
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