Cada noche, antes de acostarme, leía un pasaje. Nada más
levantarme, y antes de lanzarme al Camino, volvía a leer el episodio evangélico
que, a lo largo del día, me serviría de motivo de reflexión y también de hilo
conductor por caminos, veredas, llanuras, montañas, bosques, praderas, tierras
de labor y páramos.
Luego, por la tarde, en la tranquilidad y reposo del albergue
intentaba escribir lo que el pasaje evangélico me había sugerido a lo largo del
día, en los momentos de euforia o de desánimo, en los encuentros con otros
peregrinos o en la soledad más absoluta del caminante.
Como hice el Camino en menos tiempo de lo previsto, algunos
capítulos se quedaron sin su ‘día de reflexión’. Por ello, unos meses después,
durante mi estancia en el monasterio benedictino de Silos, decidí también
reflexionar sobre el resto de los pasajes evangélicos seleccionados.
Las páginas siguientes recogen estas meditaciones y
soliloquios al filo de los pasos de un peregrino por los caminos del Señor
Santiago.
El llanto
eterno de los inocentes
Unos
magos de Oriente se aproximan al Palacio de Herodes para preguntar dónde habían
previsto las escrituras el nacimiento del Salvador de Israel. Los expertos, los
consejeros, los consultores y asesores de toda índole escudriñan las
escrituras: Belén de Judá. Y Herodes se echa a temblar. Su seguridad se
tambalea, como se tambalean los reyes en un teatrillo de marionetas. Pero
disimula su temblor y, zalamero, pide a los Magos que, de regreso a sus países
de origen, vuelvan a Palacio y le informen dónde está el Niño para ir también
él adorarlo. Y ahí dejamos a Herodes, en su palacio, rodeado de los cortesanos
que le entretienen con sus liras, sus lisonjas y sus versos. Pero Herodes
tiembla. Tiembla como nunca lo ha hecho en su vida, como una hoja en día de
ventolera.
Los
Magos cumplen su cometido: han adorado al Niño. Pero intuyen, adivinan, alguien
les sugiere que vuelvan a casa sin pasar por el palacio de Herodes.
También
José ha sido advertido en sueños. Y se
levanta de noche. Una noche oscura. Una noche más de las muchas noches que le
tocará vivir a lo largo de una vida aparentemente insignificante y gris, casi ‘nocturna’.
Y José se muestra dócil al misterio, como el barro a las manos del alfarero.
José acepta la voluntad de otro que no es él, porque quiere al pequeño más que
si lo hubiese engendrado, más que a sí mismo, porque él, José, es el prototipo
de una paternidad no basada ni en el sexo, ni en el semen, ni en el falo. Es la
paternidad del alma y del corazón.
De noche tienen lugar las tragedias
escondidas, los dramas ocultos. José, María y Jesús emprendieron el camino
eterno de los refugiados, el sendero del exilio, la vía por donde marchan los
que el poder no tolera. Un camino que hasta hoy mismo han tenido y tienen que
transitar millones de personas.
De
noche y en silencio María, José y el
Niño se alejan de Belén, de la tierra querida de sus antepasados, del taller de
Nazaret, de su lengua, de las canciones canturreadas, de las fiestas
tradicionales, del pan con sabor al propio horno, de la familia y de los
amigos, de la Sinagoga de piedra y barro, de la fuente donde coger agua, de los
juncos donde tender la ropa blanca y añil. Todas las cosas que hacen que la
vida sea tolerable. El destierro es eso: un quitarte la tierra bajo tus pies,
y, por lo tanto, sentir que te hundes y que te caes al precipicio. Amargo es el
pan del exiliado. El aceite, el vino y los dátiles también son amargos. Amargas
las canciones.
Herodes
está furioso porque ha sido burlado. Ha esperado impaciente el retorno de los Magos,
pero le han dado esquinazo. Ha esperado con ansiedad. Y ahora cae en la cuenta
de la broma pesada que le han jugado. Estalla en ira. Estalla en rabia. Y da la
orden: “Matadlos. Matadlos a todos. Que
ningún niño de menos de dos años sobreviva”. Mejor que mueran todos a que
sobreviva uno, el único al que yo temo, el único que me destronará.
Cuando
las madres se dan cuenta, ya es demasiado tarde. Los caballos y sus jinetes han
irrumpido en la aldea, al amanecer, con gritos de guerra, con piafar de
caballos, con ruido de cascos en la tierra, con las espadas desenvainadas. Es
el final. Los niños están en sus cunitas y las madres encendiendo el fuego o
amasando el pan. Han entrado por los cuatro costados. Cuando, cumplida la
misión, los soldados se alejan, sólo se oye el grito y el llanto desesperado de
las madres que claman justicia al cielo. Mientras los padres, impotentes,
recogen por la cocina o en el umbral los restos de sus pequeños.
Es
la matanza de los inocentes. Había habido antes y las hubo después. Pero la que
nos narra el evangelista Mateo se inscribe a sangre y a fuego en el corazón del
que se asoma por una o muchas veces al evangelio. La ira de los que temen
perder el poder puede causar las más grandes matanzas. El Niño en su huida, lo
único que pudo oír, no obstante María le cubriese con su manto, fue el llanto
de los inocentes y el quejido desesperado de las madres de las criaturas a las
que Herodes sacrificó sin escrúpulos para que su trono no se tambalease, y para
que su mundo siguiese girando una vez y otra vez más sobre los goznes de la
barbarie. Este salvaje acto de la matanza de los inocentes fue un intento
desesperado de retrasar la llegada del reino de paz y justicia que el Niño
venía a instaurar. Pero también una lección, amarga y cruda: no faltarán nunca
las matanzas de inocentes entre nosotros. Inútil precaución de Herodes. Inútil
su asesinato en masa. La vida nunca se puede detener. Como no se puede detener
el agua de los cielos. ¡Pero costó la vida a un buen grupo de niños inocentes!
Los inocentes siguen cayendo en cualquier guerra, en cualquier mesa sin pan, en
cualquier quirófano aséptico donde se practica un aborto, en cualquier trabajo
esclavo de una mina en el Congo o de un basurero en Lima, en cualquier niño
maltratado por sus padres o abusado por sus educadores, en cualquier niño
aterido de frío o de afecto.
Cada
vez que una madre llora la muerte injusta de su hijo, en cualquier guerra o en
cualquier enfermedad, su llanto será siempre el llanto de Raquel:
Se oye un grito en Ramá,
llanto y gran lamentación;
es Raquel, que llora por sus hijos
y no quiere ser consolada;
¡sus hijos ya no existen!
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