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Ayer escribí en Google “pinturas de buen samaritano”, porque me
servían para ilustrar un escrito. ¡Y de nuevo me encuentro con esa pintura!
Durante horas me pregunto dónde he visto ese cuadro, en qué libro, en qué
museo, en qué muestra. Me doy por vencido. Pero esta mañana, mientras preparo
el café en la cocina, me viene el recuerdo de aquel estudio.
Y
entonces, con avidez, me pongo a buscar sobre la pintura. Se trata de una obra
del pintor francés Aimé Morot, que la presentó en 1880 en el Salon des artistes
français, donde obtuvo la medalla de oro. El pintor, un tiempo atrás,
cuando disfrutaba de una beca en Roma, entró en una iglesia en el momento en
que un sacerdote leía el pasaje del evangelista Lucas donde se cuenta la
historia del buen samaritano. Cuando volvió a su estudio, empezó a dibujar los
primeros bocetos.
Aimé
Morot decía sentirse deudor de los grandes pintores españoles del siglo XVII.
El cuadro de dimensiones considerables (2,68 x 1,98) aún era mayor en su
origen, pero el propio pintor decidió recortar por los cuatro lados, para que
el espectador ciñese su mirada a la escena de los protagonistas, olvidándose
del paisaje.
Morot
trató con grave realismo la parábola evangélica. Su estilo vigoroso encontró el
favor de los críticos de su tiempo que apreciaron el virtuosismo de la
magnífica pintura. Marie Bashkirtseff, también pintora, escribió entusiasta:
“Esta es la pintura que me ha dado el placer más completo en toda mi
vida. Nada desentona, todo es simple, verdadero y bueno”. Morot, que
apreciaba los temas de animales, añadió una dimensión conmovedora a la figura
del burro que trabajosamente camina con la carga a cuestas.
Morot
quiso ver el asunto desde un punto de vista diferente. El buen samaritano no es
un rico, sino un pobre hombre, tal vez alguien que vendía los productos de su
huerta de pueblo en pueblo, como lo darían a entender los amplios serones. No
le sobraba el dinero ni poseía un buen caballo, sino un simple burro. El buen
samaritano va casi desnudo. Y sobre todo, va descalzo. Su desnudez es similar a
la del hombre al que le han robado y maltratado. No es un hombre fuerte, sino
un hombre mayor que con grandísimo esfuerzo consigue sostener al malherido.
Todas estas cosas subrayan una acción límite de caridad. El hombre maltratado
es un hombre joven, lleva la cabeza vendada, va desnudo y esta desnudez remarca
aún más el maltrato, porque añade la humillación y la vejación insoportable de
la desnudez. Un hombre mayor sostiene a un hombre joven pero herido y golpeado.
Lo conduce hasta la posada en su pobre cabalgadura. Hasta el asno parece
participar en esta ardua tarea de trasportar al herido. Cabizbajo, soporta el
peso del hombre sobre sus lomos. La acción transcurre en un paso angosto y seco,
en un paisaje pedregoso y abrupto, en una mañana de sol hiriente. Una
naturaleza áspera para remarcar, por contraste, más si cabe, la ternura del buen samaritano para otro
hombre al que ni conocía ni tenía nada que agradecer. El pintor quiso que el
espectador viese el esfuerzo que supone hacerse samaritanos para los demás.
Verdaderamente, el buen samaritano parece un Cristo con su cruz a cuestas.
Cuando lleguen a la posada, el samaritano lo curará, lo cuidará y se
comprometerá a pagar al posadero los gastos del alojamiento. Ayudar al prójimo
no es una fiesta, ni un postureo; exige esfuerzo, trabajo, rascarse el
bolsillo, perder el tiempo. Nada distrae
al espectador del mensaje que transmiten el soberbio dibujo y las pinceladas
precisas. Una pintura que mueve a la compasión hacia el herido, pero que se
hace extensiva hacia el propio samaritano e incluso hacia el borriquillo. Los
tres nos parecen pobres y desvalidos en medio de una naturaleza hostil.
Hasta 1995 este cuadro estuvo en
manos de un coleccionista alemán afincado en París, pero en su testamento lo
legó a la colección de arte instalada en el Petit Palais. Otto Klaus Preiss se llamaba
el donante y desde 2003 reposa para siempre en el cementerio de Montmartre.
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