sábado, 12 de marzo de 2022

Pobre Kirill. El buen samaritano de Aimé Morot. Y un hermoso futbolín.

            

La Divina liturgia de Kirill. Cuando cayó el muro de Berlín y llegó la Perestroika a la Unión Soviética, la Iglesia Ortodoxa fue recuperando paso a paso el protagonismo estelar que siempre tuvo en Rusia. Los cristianos salieron de sus catacumbas y los templos volvieron a ser templos (no olvidaré nunca la historia de aquel trabajador soviético en un gallinero. Un día alza los ojos y descubre los mosaicos espléndidos de una antigua iglesia: un Cristo  mira dulcemente al pobre granjero en el mismo lugar donde durante siglos se había rezado). Putin convirtió a la Iglesia Ortodoxa en uno de los pilares de su proyecto político, el pegamento necesario para cohesionar a todas las ‘rusias’, desde el mar Báltico a Siberia. Ucrania siempre fue una nota discordante, porque la población se reparte al 50% entre ortodoxos y católicos de rito oriental. En esta guerra, el elemento religioso no es despreciable. Putin y Kirill mantienen gran armonía ideológica en sus visiones del mundo y de Dios. Putin identifica Rusia con Iglesia Ortodoxa y Kirill (Patriarca de Moscú y de toda Rusia) identifica Iglesia Ortodoxa con el alma rusa. Así de sencillo. Pero ha llegado la guerra donde a todo el mundo se le exige posicionarse. A Kirill, en razón de su cargo, se le presuponía una aversión congénita a la guerra, a la destrucción y a la muerte de los inocentes. Pero todo parece indicar que en él está prevaleciendo el homo politicus por encima del homo religiosus. El hermano universal cristiano queda muy por debajo del ciudadano ruso. ¡Ahí está su tragedia! Comulga con Putin en demasiadas cosas y su visión del cristianismo resulta bastante reduccionista: una moral de ciudadano patriota, heterosexual y rezador. Un poco pobre, ¿no? Y ahora, como difícilmente puede justificar la invasión rusa, la anexión, las matanzas de civiles, los millones de refugiados, la pobreza que llegará también para sus propios compatriotas rusos, habla de un Occidente corrupto, consumista, pansexualizado, descristianizado y sin valores. Kirill en la Divina Liturgia del pasado domingo vino a decirnos, si no he entendido mal, que un desfile gay en cualquier ciudad europea es mucho más reprobable que el desfile mortífero de las tropas rusas en suelo ucraniano. ¡Pobre Kirill! 

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El buen samaritano, de Aimé Morot. Cuando entré en su estudio, una tarde de 1989, en medio de miles de libros y  bibelots de medio mundo, había una lámina de un “buen samaritano”. Nada más verla, me fascinó. Durante varios minutos no pude apartar la mirada.

Ayer escribí en Google “pinturas de buen samaritano”, porque me servían para ilustrar un escrito. ¡Y de nuevo me encuentro con esa pintura! Durante horas me pregunto dónde he visto ese cuadro, en qué libro, en qué museo, en qué muestra. Me doy por vencido. Pero esta mañana, mientras preparo el café en la cocina, me viene el recuerdo de aquel estudio.  

            Y entonces, con avidez, me pongo a buscar sobre la pintura. Se trata de una obra del pintor francés Aimé Morot, que la presentó en 1880 en el Salon des artistes français, donde obtuvo la medalla de oro. El pintor, un tiempo atrás, cuando disfrutaba de una beca en Roma, entró en una iglesia en el momento en que un sacerdote leía el pasaje del evangelista Lucas donde se cuenta la historia del buen samaritano. Cuando volvió a su estudio, empezó a dibujar los primeros bocetos.

            Aimé Morot decía sentirse deudor de los grandes pintores españoles del siglo XVII. El cuadro de dimensiones considerables (2,68 x 1,98) aún era mayor en su origen, pero el propio pintor decidió recortar por los cuatro lados, para que el espectador ciñese su mirada a la escena de los protagonistas, olvidándose del paisaje.

            Morot trató con grave realismo la parábola evangélica. Su estilo vigoroso encontró el favor de los críticos de su tiempo que apreciaron el virtuosismo de la magnífica pintura. Marie Bashkirtseff, también pintora, escribió entusiasta: “Esta es la pintura que me ha dado el placer más completo en toda mi vida. Nada desentona, todo es simple, verdadero y bueno”. Morot, que apreciaba los temas de animales, añadió una dimensión conmovedora a la figura del burro que trabajosamente camina con la carga a cuestas.

            Morot quiso ver el asunto desde un punto de vista diferente. El buen samaritano no es un rico, sino un pobre hombre, tal vez alguien que vendía los productos de su huerta de pueblo en pueblo, como lo darían a entender los amplios serones. No le sobraba el dinero ni poseía un buen caballo, sino un simple burro. El buen samaritano va casi desnudo. Y sobre todo, va descalzo. Su desnudez es similar a la del hombre al que le han robado y maltratado. No es un hombre fuerte, sino un hombre mayor que con grandísimo esfuerzo consigue sostener al malherido. Todas estas cosas subrayan una acción límite de caridad. El hombre maltratado es un hombre joven, lleva la cabeza vendada, va desnudo y esta desnudez remarca aún más el maltrato, porque añade la humillación y la vejación insoportable de la desnudez. Un hombre mayor sostiene a un hombre joven pero herido y golpeado. Lo conduce hasta la posada en su pobre cabalgadura. Hasta el asno parece participar en esta ardua tarea de trasportar al herido. Cabizbajo, soporta el peso del hombre sobre sus lomos. La acción transcurre en un paso angosto y seco, en un paisaje pedregoso y abrupto, en una mañana de sol hiriente. Una naturaleza áspera para remarcar, por contraste, más si cabe,  la ternura del buen samaritano para otro hombre al que ni conocía ni tenía nada que agradecer. El pintor quiso que el espectador viese el esfuerzo que supone hacerse samaritanos para los demás. Verdaderamente, el buen samaritano parece un Cristo con su cruz a cuestas. Cuando lleguen a la posada, el samaritano lo curará, lo cuidará y se comprometerá a pagar al posadero los gastos del alojamiento. Ayudar al prójimo no es una fiesta, ni un postureo; exige esfuerzo, trabajo, rascarse el bolsillo, perder el tiempo.  Nada distrae al espectador del mensaje que transmiten el soberbio dibujo y las pinceladas precisas. Una pintura que mueve a la compasión hacia el herido, pero que se hace extensiva hacia el propio samaritano e incluso hacia el borriquillo. Los tres nos parecen pobres y desvalidos en medio de una naturaleza hostil.  

Hasta 1995 este cuadro estuvo en manos de un coleccionista alemán afincado en París, pero en su testamento lo legó a la colección de arte instalada en el Petit Palais. Otto Klaus Preiss se llamaba el donante y desde 2003 reposa para siempre en el cementerio de Montmartre.

***

 

La única batalla permitida. Hace unas horas que estos cinco niños han llegado a una casa en Rumanía. Les esperaban un plato caliente en la mesa, una ducha reparadora y ropa limpia. Y después, después, un partido de futbolín. Cuatro seminaristas guanelianos contemplan ensimismados a estos cinco niños. Junto a otros 28 niños vivían en un pequeño orfanato de Ucrania. Cuando empezó la guerra, sus cuidadores les sacaron a toda prisa del país, en medio de un caos mayúsculo, en medio del silbido de las balas, del estruendo de las bombas, del dolor amargo de todo un pueblo y de una despedida de besos y lágrimas de sus cuidadores. En la frontera con Rumanía, como acordado, los entregaron a la misión Guanella. Allí serán cuidados, amados y protegidos hasta que un día, también como acordado, puedan volver a su patria, a su lengua, las canciones infantiles, las comidas tradicionales… Mientras tanto, estos cinco niños, lejos de la bruticie de los mayores y la sinrazón de los mandamases, juegan. Una partida de futbolín es lo que estos niños necesitaban después de largas jornadas de miedo e incertidumbre. Una partida de futbolín debería ser la única batalla permitida en este mundo. En la habitación, al fondo de la misma, un crucifijo parece la mejor metáfora para hablar de la inocencia masacrada en estos tiempos de plomo. ¿Tendrán los señores de la guerra la última palabra? Cinco niños felices juegan al futbolín. De alguna manera, ellos representan el futuro de Ucrania.

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