Se quedaron
hasta el último momento en el Calvario. Soportaron, impasibles y a pie quieto,
la tormenta y el temblor de tierra, cuando todos los demás habían huido porque
aquel diluvio parecía justamente un castigo del cielo. Ayudaron con sus cuerpos
frágiles y sus almas devastadas a enterrar a Jesús, a toda prisa, porque la
noche iba ganando al día. Su presencia en el Gólgota es una hermosa,
hermosísima página, de la presencia del genio femenino en la historia y en el
mundo.
Para
ellas no hubo sábado, ni fiesta, ni celebración. ¿Tenían algo que celebrar? La
desgracia se había cebado en el pequeño grupo de seguidores de Jesús. El mismo
Jesús había sido torturado y muerto en cruz, con el más ignominioso tormento
que se pueda infringir a un hombre nacido de mujer. Los apóstoles andaban
huidos. Se los había comido la tierra. ¡Ellos, que fueron tan visibles hasta la
misma entrada triunfal en Jerusalén! Ahora sólo quedaban unas pocas mujeres,
por ese sentido de piedad que forma parte del ADN femenino. Ellas no habían huido.
También quedaba Juan, pero Juan no contaba. Juan era casi un niño, que se
quedaba dormido cuando Jesús pronunciaba un discurso de más de cinco minutos de
duración. Aunque ahora sí, justo es confesarlo, Juan había aguantado junto a su
maestro sin dormirse, con los ojos bien abiertos, como un hombre; la mandíbula
bien apretada, como un soldado, si bien las espuertas de sus ojos no habían
logrado contener las lágrimas, como un infante. Al último momento, se habían
acercado también José de Arimatea y Nicodemo, dos hombres sensatos, dos hombres
que no se habían atrevido a seguir abiertamente a Jesús, por miedo a perder su
status, pero ahora, habían mandado a freír espárragos la honra y los
miramientos humanos, y habían decidido colaborar en la penosa tarea de bajar el
cadáver de Cristo de la cruz y sepultarlo.
Las
mujeres no habían celebrado la Pascua ni el sábado. Para ellas el sábado ya no
contaba y ya no contaría nunca. Ellas se habían pasado la pascua judía,
preparando, a escondidas y con los postigos cerrados, los vendajes y los
bálsamos, las esponjas y las toallas para adecentar el cuerpo de Jesús y darle
una digna sepultura. Y el primer día de la semana, apenas cantó el gallo en el
corral, María Magdalena, María Salomé y María de Cleofás salieron de sus casas.
Apenas se veía. Jerusalén dormía, adormilada aún por la repetición un año más
de un rito, de un ritual ya vacío y ya sin vida. Un ritual que se había
desgarrado y desmoronado con la muerte
de Jesús. Salieron a la calle, silenciosas y dolorosas. Y solamente cuando
faltaba poco para alcanzar la sepultura se atrevieron a expresar, a la vez y en
voz alta, algo que estaban rumiando las tres desde que salieron de casa: ¿Quién
nos moverá la piedra?
¿No
se atrevieron a pedir la ayuda de otros hombres para no ser tachadas de tontas
y pasmarotes, de sensibleras? ¿No era hora de dejar a los muertos con los
muertos? ¿No era la hora del pragmatismo, de hacerse invisibles, de desaparecer
por unos días, para que nadie les señalase con el dedo: ahí va un amigo de
Jesús? ¿Había en su corazón, pequeño y débil, un barrunto, una tímida
intuición, una remotísima esperanza de que algo podía haber ocurrido, de que,
al último momento, se resolvería por sí mismo el duro trabajo de remover la
pesada piedra?
¿O caminaban a tontas
y a locas, embotadas por un dolor que les quitaba la razón o por un miedo que
no les permitía pensar? ¿Quién nos moverá la piedra?, rumiaba cada una en sus
adentros. ¿De dónde sacaremos fuerzas para quitar la losa que nos permitiría
ver a Jesús tal y como era y no como nosotras nos lo hemos imaginado, y lo
hemos visto con las anteojeras de nuestros cortos entendimientos y de nuestra
escasa o nula fe?
La
pregunta “¿Quién nos moverá la piedra?” encierra todas las angustias de la fe,
todas las dudas y las zozobras. La fe consiste en ponerse en marcha el primer
día de la semana, que son todos los días de la vida desde que decidimos, más
allá de la tradición de nuestra familia y nuestra sociedad, ser cristianos.
Salir de nuestra casa, que es como salir de nuestras certezas, salir a la
intemperie, camino de donde yace el gran muerto, el gran fracasado. Esa fe que
está envuelta en el amor y el cariño que sentimos por Jesús, aunque no
terminemos de creernos sus promesas. No vamos al sepulcro con la certeza de que
él nos espera ahí glorioso y resucitado, sino con la incertidumbre y con la
duda de lo que puede suceder, de que puede acontecer algo más grande que
nosotros mismos, algo que nuestra inteligencia no puede terminar de comprender
nunca. Caminamos por amor hacia alguien que queremos que sea nuestra luz,
aunque sus ojos estén ya cerrados. Caminamos por amor a alguien que queremos
que sea nuestra verdad, aunque Pilato y Herodes digan que ha sido una gran
mentira. Caminamos por amor a alguien que queremos que sea nuestro camino,
aunque, aparentemente, el final de ese camino sea un sepulcro.
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