El amor exigente
Muchos, en aquella Jerusalén, pensaban que tenían algo que enseñar. Acudían cada día a los aledaños del Templo, y hablaban de lo que les parecía. Grupos de curiosos iban de un orador a otro, o seguían durante una temporada a un maestro porque les parecía que enseñaba palabras verdaderas. Jesús también acudía al Templo a enseñar. Y tenía también sus seguidores fijos y otros que no lo eran tanto. También las ‘autoridades constituidas’ del Templo iban de orador en orador para comprobar la ortodoxia de las enseñanzas. A Jesús le tenían entre ceja y ceja los escribas y fariseos, es decir los representantes legales de la religión judía. Jesús se iba apartando peligrosamente de la ley de Moisés y de las normas, minuciosas y abusivas, de la religión. Había que desenmascarar al tal Jesús. Había que hacerle caer en la propia red de la confusión que enseñaba. La ocasión se mostró propicia cuando sorprendieron a una mujer in fraganti, cometiendo un adulterio.
Nada se nos dice del
hombre con el que la mujer estaba cometiendo adulterio. ¿Quién era el hombre
con quién cometió adulterio? ¿Quién era el marido de la adúltera? ¿La perdonó
también o estaba entre los que tenían las piedras en las manos o en los
bolsillos? ¿O se sintió aliviado cuando Jesús la perdonó porque él también
estaba dispuesto a perdonarla, pero se sentía aplastado por la presión social y
por la religión? Y los familiares de las otras mujeres adúlteras lapidadas, ¿se
sintieron mal o bien? ¿Experimentaron pena porque sus seres queridos habían
llegado tarde a la amnistía de Jesús, o fueron de los que exigían que la ley se
aplicase con rigor a todas por igual? Y las mujeres de la aldea, ¿cómo se
sintieron? ¿Pensarían que ya era hora de que fueran tratadas lo mismo que los hombres
adúlteros o pensaron que dónde iba a estar ahora la diferencia entre las
formales y las adúlteras?
La norma judía era
clara: la adúltera debe ser lapidada, y así se da un escarmiento a la mujer que
no cumple con lo que de ella espera la sociedad religiosa. Ahora se verá quién
es este tal Jesús. Ahora tendrá que decidir entre aplicar su teoría del perdón
y del amor o cumplir con la ley mosaica y dar pruebas de ser un judío como Dios
manda. Los escribas y fariseos han caldeado a los radicales, a los talibanes, a
los puristas y todos ellos se dirigen a este tal Jesús. Los brutos ya tienen
las piedras en los puños y la rabia en el entrecejo. Los escribas llevan sus
piedras en los bolsillos y otras piedras peores y más afiladas en sus
corazones: las sutilezas teológicas, la hiriente moralidad al pie de la letra.
Pero Jesús lee los
corazones. Toda su vida será una lectura apasionada y certera del corazón
humano. Él no es un experto en leyes y normas. Él tiene lo que ahora llamamos
inteligencia emocional: la sabiduría de la empatía. Y entonces Jesús mira a la
adúltera, no a su cuerpo medio desnudo, sino el corazón desnudo de la adúltera.
Ella, angustiada y perdida, sabe qué final le espera, porque a ella también le
suena esta escena; quizás la ha visto desde niña: el dolor atroz de una muerte
cruel y la vergüenza que caerá sobre toda su familia. Y entonces Jesús mira a
los escribas y los fariseos, muy dignos en sus vestiduras, y pone en sus manos
la solución del problema. Les da carta abierta para resolver la cuestión, pero
les pone una condición, la más terrible condición: aquel que esté limpio de
pecado que arroje la primera piedra. Esa victoria que se dibujaba en la
comisura de los labios de los escribas y fariseos, desaparece, se borra de
inmediato. Los cazadores han sido cazados. De nada les han valido su astucia y
sus maneras arteras. Aprietan los dientes ante esta ignominiosa derrota.
Aprietan los dientes y aflojan las manos que sostenían la piedra. Ninguno de
los acusadores se siente libre de pecado. No ya los escribas y los fariseos,
que de sobra conocen su conciencia criminal, pero ni siquiera los brutos, los
mozalbetes radicales, los puros meapilas. Ellos también esconden fechorías,
sentimientos odiosos, prácticas aberrantes. ¿Quién es el majo que se atreve a
proclamar delante de toda la alta clase religiosa y delante de toda la chusma
que él es puro y limpio de corazón como un recién nacido o como un ángel de
Dios? La multitud se disuelve silenciosamente. La tormenta pasa. El nubarrón se
aleja. Y sólo quedan dos seres humanos frente a frente: la adúltera y Jesús.
¿Nadie te condena?, pregunta Jesús. Y antes de contestar, un pensamiento fugaz
pasa por la cabeza de la adúltera pero no se atreve a expresarlo en voz alta: “Sólo tú cumples la condición, sólo tú estás
limpio de pecado. ¿He de temerte? Pero simplemente responde: “Ninguno,
Señor”
“Yo tampoco”. Y la
mujer deja de ser ‘la adúltera’ para ser otra vez mujer, para ser persona. Él
tampoco la ha condenado. Le ha salvado la vida. Pero antes de que la mujer se
aleje, antes de que vuelva a sus afanes y a sus trabajos, le dice: “Y no peques más”
Jesús no juzga, pues
conoce el barro de nuestro cántaro, pero pide un cambio de conducta. Es la
misericordia exigente. Es la misericordia que libera. La mujer ha sido salvada
de la lapidación, pero solo ella se sentirá libre y liberada si no peca, si no
cae en las redes que esclavizan y que nos van haciendo cada vez menos personas
y un poco más animales.
Siempre podremos contar
con la misericordia de Dios, pero siempre nos regalará un ‘no peques’, porque
Dios siempre nos quiere libres, libres de nosotros mismos, en primer lugar, y
de todas las cosas que nos enfangan y nos menguan como seres humanos.
Y la adúltera, ¿cambió?
¿No volvió a pecar o siguió sintiendo la debilidad de la carne y sus urgencias
y continuó pecando y quizás recordando, con inmensa y triste nostalgia, la
autoridad de aquel maestro que había quitado la careta de los inquisidores de
la religión, y que no la había juzgado? ¿Volvió a su casa, limpia como el
amanecer? ¿Hizo borrón y cuenta nueva? ¿Acudió al templo cada mañana y a
distancia siguió escuchando palabras nuevas como las flores y limpias como la
nieve, palabras que le provocaban incendios en su corazón?
Probablemente, como
cada uno de nosotros, como lo soy yo mismo, deambuló y osciló entre la carne y
sus esclavitudes y el espíritu y sus liberaciones. Probablemente, después de
cada caída, recordaba el perdón y se sentía perdonada, y al mismo tiempo,
prometía un “no pecaré”.
Al fin y al cabo,
mientras somos humanos y vivimos, todo transcurre entre el pecado y la gracia.
Pero es un pecado que conoce y puede seguir conociendo la gracia. Y es una
gracia que sabe de la existencia del pecado.
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