Aquella mesa
en el palacio del Kremlin, sentados a un extremo y a otro Putin y Macron,
era la perfecta imagen para explicar que la diplomacia había fracasado, que
esas conversaciones de sordos en la mesa kilométrica eran una pantomima, que la
determinación de invadir Ucrania ya estaba tomada desde hacía mucho tiempo. Había
una distancia insalvable entre un interlocutor y otro. ¡Ni a voces hubieran
podido entenderse!; menos aún en susurros, que es siempre el tono de la diplomacia.
Decía Simone
Weil que, raramente, quien tiene fuerza renuncia a usarla. Solo la gracia,
decía ella, puede evitar el empleo de la fuerza por parte de quien se sabe
fuerte. En estos días transcurridos desde que Rusia invadió Ucrania, he pensado
a menudo en esta frase de la gran pensadora francesa.
Mientras
Europa se indignaba o entretenía, en los últimos tiempos, con las estupideces
de Donald Trump, pocos prestaban atención al discurso imperialista de Putin, a
la deriva dictatorial, al encarcelamiento de la oposición política y a la
cancelación de cualquier disidencia de los medios de comunicación. Hace 8 años,
la anexión de la península de Crimea fue el primer acto de una tragedia
anunciada. Ahora ya hemos pasado al segundo.
En la mayoría
de los casos, los líderes son aupados al poder por el pueblo y sostenidos con
su beneplácito. Detrás de Hitler estaba el pueblo alemán. Y detrás de Putin
está el pueblo ruso. No todos, evidentemente. Putin representa ese victimismo
sentido por muchos rusos. Ellos fueron los perdedores de la Guerra Fría, y
sufrieron las consecuencias de la desmembración de la antigua Unión Soviética.
De ser un imperio planetario, Rusia paso a ser una nación más en el atlas
político mundial. Putin ha concitado las frustraciones de los antiguos
soviéticos y las aspiraciones de una buena parte de los nuevos rusos: el sueño
de una gran potencia, de una Gran Rusia, a toda costa.
El sueño
largamente acariciado de comerse de un bocado a Ucrania (algo más extensa que España y con una población similar) ya
ha empezado, ante el asombro del mundo, aunque imagino que las cancillerías ya
estaban más o menos preparadas para este zarpazo. Todo parece indicar que
Ucrania tendrá un gobierno títeres a las órdenes del Kremlin, un peón más en el
gran tablero de las ensoñaciones paranoicas del último sátrapa. Si al final
Putin se sale con la suya –y todo parece indicarlo-, la moraleja es clara: si
tienes fuerza militar, te puedes merendar a cualquier vecino. No pasa nada.
Esta anexión
de Ucrania es un paso más, uno entre muchos, en la construcción de un orden
mundial nuevo (que no mejor). Todo hay que temerse del nuevo orden mundial,
porque viene auspiciado y defendido por China, una potencia económica
imparable, que no conoce ni derechos humanos ni democracia ni independencia del
poder judicial ni prensa libre.
Anne
Applebaum habla mucho de la fascinación por los autoritarismos y por los
populismos. Esta fascinación ha ido creciendo un poco por todo el mundo. El
triunfo del modelo chino (prosperidad económica sin derechos) suscita muchas
simpatías. Los populismos crecen en todos los hemisferios. Y los tics
autoritarios están a la orden del día últimamente (también en España). Por ello,
nada tiene de extraño que China se haya negado a condenar la invasión y que muchos
de los que berrearon en España en tiempos de la guerra de Irak se hayan quedado
estos días tranquilamente en su sofá. Por aquí no se repetirán las
manifestaciones oceánicas de los tiempos de la guerra de Irak. La generación
del No-a-la-guerra, que ahora tienen asiento ministerial en la Moncloa,
anda un poco desconcertada y un poco afónica. En Alemania ha surgido un
neologismo para definir a “aquellos que comprenden a Putin”, Putinversteher. ¿Alguien puede imaginar la reacción en las calles
de España si Trump o Biden hubieran invadido cualquier país vecino? ¿Cierta izquierda aún no ha superado su morriña por los soviets y los gulags? ¿Por qué, curiosamente -y esto nos debería hacer reflexionar- no pocos en la extrema
derecha simpatizan con la deriva de Putin?
En estos días de inquietud y zozobra
me llegan mensajes de “No a la guerra”,
fotos con velas, dibujos de palomas y canciones de amor. La sola proximidad de
una guerra en la vieja Europa preocupa. Putin, por otro lado, es un personaje
inquietante, de cuya salud emocional y mental no existen pruebas
incontestables. Los miles de refugiados que han cruzado las fronteras de
Rumanía o de Polonia hacen revivir otras avalanchas y otras miserias. La vida se
nos antoja inestable y quebradiza. La convivencia pacífica parece un lujo
demasiado escaso y evanescente. El dicho popular que nos asegura que el pez
gordo se come al chico, ante la huida despavorida de los peces medianos, es
algo que estamos comprobando. ¿Qué hacer? ¿Será cierto ese amargo adagio de que
si quieres la paz, has de prepararte para la guerra? ¿Tienen razón los que
aseguran que en esta época de buenismos y de dialoguismos, los señores de la
guerra están haciendo su agosto y llevándose el gato al agua y el ascua a su sardina?
¿Cada individuo repite los errores de su padre, cada generación repite los
errores de la precedente? ¿Será la paz siempre una paloma sin alas? ¿Es Ucrania
el último eslabón de una serie de conflictos (Irak, Siria, Afganistán…) del que
se hablará durante unos días para caer, luego, en el cajón de las ‘guerras olvidadas’?
Pero salgo del trabajo y veo los
ciruelos en flor. Delicados pétalos rosados que una leve brisa hace danzar por
el aire. Veo el cielo azul, el río que una bandada de patos cruza de una orilla
a otra. Veo una niña disfrazada de princesa. Un joven trabajador en su
bicicleta de mensajero. Veo un grupo de amigos riendo con un café en la
terraza. Y uno quiere seguir creyendo en la cordura y la concordia del ser
humano: esa flor delicada, sin duda, pero también anhelada por la mayoría de
hombres y mujeres de buena voluntad.
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