miércoles, 2 de marzo de 2022

Una mesa para un diálogo de sordos


            Aquella mesa en el palacio del Kremlin, sentados a un extremo y a otro Putin y Macron, era la perfecta imagen para explicar que la diplomacia había fracasado, que esas conversaciones de sordos en la mesa kilométrica eran una pantomima, que la determinación de invadir Ucrania ya estaba tomada desde hacía mucho tiempo. Había una distancia insalvable entre un interlocutor y otro. ¡Ni a voces hubieran podido entenderse!; menos aún en susurros, que es siempre el tono de la diplomacia.

            Decía Simone Weil que, raramente, quien tiene fuerza renuncia a usarla. Solo la gracia, decía ella, puede evitar el empleo de la fuerza por parte de quien se sabe fuerte. En estos días transcurridos desde que Rusia invadió Ucrania, he pensado a menudo en esta frase de la gran pensadora francesa.

            Mientras Europa se indignaba o entretenía, en los últimos tiempos, con las estupideces de Donald Trump, pocos prestaban atención al discurso imperialista de Putin, a la deriva dictatorial, al encarcelamiento de la oposición política y a la cancelación de cualquier disidencia de los medios de comunicación. Hace 8 años, la anexión de la península de Crimea fue el primer acto de una tragedia anunciada. Ahora ya hemos pasado al segundo.

            En la mayoría de los casos, los líderes son aupados al poder por el pueblo y sostenidos con su beneplácito. Detrás de Hitler estaba el pueblo alemán. Y detrás de Putin está el pueblo ruso. No todos, evidentemente. Putin representa ese victimismo sentido por muchos rusos. Ellos fueron los perdedores de la Guerra Fría, y sufrieron las consecuencias de la desmembración de la antigua Unión Soviética. De ser un imperio planetario, Rusia paso a ser una nación más en el atlas político mundial. Putin ha concitado las frustraciones de los antiguos soviéticos y las aspiraciones de una buena parte de los nuevos rusos: el sueño de una gran potencia, de una Gran Rusia, a toda costa.

            El sueño largamente acariciado de comerse de un bocado a Ucrania (algo más extensa que España y con una población similar) ya ha empezado, ante el asombro del mundo, aunque imagino que las cancillerías ya estaban más o menos preparadas para este zarpazo. Todo parece indicar que Ucrania tendrá un gobierno títeres a las órdenes del Kremlin, un peón más en el gran tablero de las ensoñaciones paranoicas del último sátrapa. Si al final Putin se sale con la suya –y todo parece indicarlo-, la moraleja es clara: si tienes fuerza militar, te puedes merendar a cualquier vecino. No pasa nada.

            Esta anexión de Ucrania es un paso más, uno entre muchos, en la construcción de un orden mundial nuevo (que no mejor). Todo hay que temerse del nuevo orden mundial, porque viene auspiciado y defendido por China, una potencia económica imparable, que no conoce ni derechos humanos ni democracia ni independencia del poder judicial ni prensa libre.

            Anne Applebaum habla mucho de la fascinación por los autoritarismos y por los populismos. Esta fascinación ha ido creciendo un poco por todo el mundo. El triunfo del modelo chino (prosperidad económica sin derechos) suscita muchas simpatías. Los populismos crecen en todos los hemisferios. Y los tics autoritarios están a la orden del día últimamente (también en España). Por ello, nada tiene de extraño que China se haya negado a condenar la invasión y que muchos de los que berrearon en España en tiempos de la guerra de Irak se hayan quedado estos días tranquilamente en su sofá. Por aquí no se repetirán las manifestaciones oceánicas de los tiempos de la guerra de Irak. La generación del No-a-la-guerra, que ahora tienen asiento ministerial en la Moncloa, anda un poco desconcertada y un poco afónica. En Alemania ha surgido un neologismo para definir a “aquellos que comprenden a Putin”, Putinversteher. ¿Alguien puede imaginar la reacción en las calles de España si Trump o Biden hubieran invadido cualquier país vecino? ¿Cierta izquierda aún no ha superado su morriña por los soviets y los gulags? ¿Por qué, curiosamente -y esto nos debería hacer reflexionar- no pocos en la extrema derecha simpatizan con la deriva de Putin?

            En estos días de inquietud y zozobra me llegan mensajes de “No a la guerra”, fotos con velas, dibujos de palomas y canciones de amor. La sola proximidad de una guerra en la vieja Europa preocupa. Putin, por otro lado, es un personaje inquietante, de cuya salud emocional y mental no existen pruebas incontestables. Los miles de refugiados que han cruzado las fronteras de Rumanía o de Polonia hacen revivir otras avalanchas y otras miserias. La vida se nos antoja inestable y quebradiza. La convivencia pacífica parece un lujo demasiado escaso y evanescente. El dicho popular que nos asegura que el pez gordo se come al chico, ante la huida despavorida de los peces medianos, es algo que estamos comprobando. ¿Qué hacer? ¿Será cierto ese amargo adagio de que si quieres la paz, has de prepararte para la guerra? ¿Tienen razón los que aseguran que en esta época de buenismos y de dialoguismos, los señores de la guerra están haciendo su agosto y llevándose el gato al agua y el ascua a su sardina? ¿Cada individuo repite los errores de su padre, cada generación repite los errores de la precedente? ¿Será la paz siempre una paloma sin alas? ¿Es Ucrania el último eslabón de una serie de conflictos (Irak, Siria, Afganistán…) del que se hablará durante unos días para caer, luego, en el cajón de las ‘guerras olvidadas’?

            Pero salgo del trabajo y veo los ciruelos en flor. Delicados pétalos rosados que una leve brisa hace danzar por el aire. Veo el cielo azul, el río que una bandada de patos cruza de una orilla a otra. Veo una niña disfrazada de princesa. Un joven trabajador en su bicicleta de mensajero. Veo un grupo de amigos riendo con un café en la terraza. Y uno quiere seguir creyendo en la cordura y la concordia del ser humano: esa flor delicada, sin duda, pero también anhelada por la mayoría de hombres y mujeres de buena voluntad.














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