miércoles, 9 de junio de 2021

Luisa, en olor de versos


¿Alguien habrá puesto sobre sus manos muertas este poema que un día le dedicó su cuidador y amigo? ¿Alguien le habrá recitado antes de partir para el cementerio estos hermosos versos que para ella escribió el P. Alfonso Martínez? No lo sé.

Cuando hace casi un año el autor puso en mis manos su amplia producción poética,  esta poesía fue una de las que más me gustó y una de las que copié aparte para no olvidarme de ella. Varios poemas de mi amigo y poeta estaban dedicados a la discapacidad, pero el titulado “Me gusta pasear con ella”, me cautivó por su sencillez ferial.

La musa que inspiró estos versos falleció el pasado 29 de mayo. Se llamaba Luisa, y era una de las mujeres que vivían en la casa para personas con discapacidad intelectual que los guanelianos tienen en Palencia.

No puedo decir que conociese mucho a Luisa, aunque sé quién era por haber coincidido en varias ocasiones. De ella recuerdo dos cosas, aparentemente antagónicas, su extrema fragilidad física y su suave y potente sonrisa. En estos días, me ha llegado su foto que retrata bien su rostro y su vida.  

Luisa vivió los últimos 14 años de su vida en este centro especial. Aquí encontró su lugar en el mundo, una familia y una casa. También ahora he conocido otro bello poema que le dedicó, nada más fallecer, su cuidadora, Tere Díaz, una de las personas que más estrechamente la había tratado. No me extraña, por tanto, que ahora la extrañe tanto.  Ya enferma e ingresada, a Luisa le permitieron dejar un par de días el hospital para pasarlos en “su casa”. Fue entonces cuando suplicó y pidió enérgicamente a sus cuidadores que no la llevasen al hospital y que la dejasen en la “Resi”, la casa tutelada. Y así se hizo. Tere Díaz recuerda que Luisa, a cada nueva propuesta o sugerencia, contestaba ‘no’, para cinco minutos más tarde decir ‘sí’, “aunque por pesadas”. O como decía ella: “porque os ponéis tan cabezotas”. Hasta el final, Luisa ha sido amada humanamente, que es lo mismo que sentía el emperador Adriano a lo largo de su declive y enfermedad final. Ser amados hasta el final es lo que nos saca de la selva y nos introduce en un reino de humanidad y cuidados. El homínido deja atrás las leyes de la selva el día que se decide a cuidar a un semejante más frágil o el día en que se siente cuidado en su vulnerabilidad.

Luisa, por su inestabilidad física, tenía que caminar siempre del brazo de otra persona, y, para que no se hiciera daño en la cabeza, iba tocada con un casco que a ella, curiosamente, no la afeaba, sino que le daba una cierta elegancia ceremonial.

El padre Alfonso, en los tiempos en que fue su cuidador, salía de paseo con ella muchas veces, como si fuese su novia. Y ella caminaba de su brazo y le correspondía con una sonrisa que no era de este mundo. Esa sonrisa que fue el único tesoro que Eva sacó del Paraíso, como nos dice el poema.

En esta sociedad de tanta seriedad y gravedad, de tanta arrogancia y agresividad, andamos tan escasos de sonrisas que, cuando alguien las prodiga, nos creemos que estamos ante un pequeño milagro, un derroche de bondad.

Luisa bien puede ser un ejemplo de esa ‘grandeza’ que poseen las personas con discapacidad intelectual. Ellas no son las personas ‘inútiles’ que nos quieren hacer creer, más por ignorancia que por maldad. Ellas aportan a la sociedad muchos valores de los que la propia sociedad anda escasa y carente: la primacía del corazón sobre la eficiencia y el pragmatismo inhumanos, la capacidad de perdón, una manera especial de mirar al otro sin prejuicios, una admiración del otro, pero no por su inteligencia, su status económico, sino únicamente por su bondad y empatía.

Por la calle Mayor de Palencia, aún “veremos” por un tiempo a Luisa del brazo de su educador Alfonso. Los versos tienen esa capacidad de alargar el tiempo, de perpetuar existencias, de eternizar instantes. Las palabras no son indiferentes ni insignificantes. Las palabras prolongan en el tiempo nuestras pequeñas vidas. Mínimas vidas que fueron capaces de sonreír, que fueron capaces de provocar versos. Como la de Luisa.

 

ME GUSTA PASEAR CON ELLA

Voy del brazo con ella.

Soy la sombra de sus desmayos.

Y, aunque no es ciclista,

todos miran el casco que lleva,

y yo me alardeo ufano,

llevando a mi lado tan buena compañera.

 

Cuando sonríe se ilumina su cara,

parece como si se reflejara en ella el paraíso,

como si hubiera heredado

el único tesoro que Eva sacó del edén

después de comer la fruta prohibida.

Ella y su sonrisa sí son un tesoro

que yo saco a pasear todos los días.

 

Cuando estoy en casa,

es mi compañía y la música

que estira las arrugas en mi plancha.

Le hice una foto con el móvil

y desde entonces la llevo de fondo de pantalla.

 

Es presumida y coqueta,

a veces, hasta caprichosa,

pero me encanta pasear con ella.

Tiene un año menos que yo

pero cien más en dulzura y paciencia.

 

Sabe poner al dolor

un silencio misterioso que me supera,

y cuando no sabe qué decir,

la sonrisa le abre de par en par

las puertas del alma,

y entonces veo en ella

la belleza de lo sencillo,

la grandeza de lo humano,

el delirio de lo divino.

 

Y es que me gusta pasear con ella,

con sus zapatos de oro, “made in Italy”,

como si fuera una cenicienta…

Me gusta que la miren.

No es mi novia.

Pero como si lo fuera.

 

            (Alfonso Martínez)

domingo, 6 de junio de 2021

Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé

 LA OPCIÓN GUANELIANA

Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé


 “El Dios que viste los lirios del campo con un vestido que ni el mismo Salomón soñó para sí, no permitirá que le falte lo necesario a quien trabaja únicamente por Él y por su Nombre” (L.G.)

 

           


Cuando los misioneros guanelianos llegaron a la República Democrática del Congo, lo primero que hicieron fue instalar un grifo para que los niños de la calle pudieran beber agua potable. Luego, alrededor de ese grifo, fueron creciendo duchas, dormitorios, comedores y aulas, lavaderos; pero lo primero fue un grifo. Cuando yo visité esté centro en 2008, me llamó la atención la pintura que cubría todo el portón de hierro que daba acceso al ‘punto de agua’: un mural del Arca de Noé. Por un largo y ancho sendero en medio del bosque, caminaban muchos niños de la calle que intentaban llegar hasta el Arca. Los coloridos pinceles habían hecho una fotografía exacta de la realidad. Por aquellos años, un ‘diluvio universal’ arreciaba sobre Kinshasa, la capital: la violencia que coleaba de una guerra, los miles de refugiados hutus y banyamulengues, la pobreza clásica congoleña, el desarraigo familiar, el VIH que campaba a sus anchas, la violencia sexual indiscriminada, la condena social a niños acusados de brujería, la prostitución de tantas niñas, los abusos y tropelías de los derechos humanos… Y en medio de este cataclismo, la Casa don Guanella ofrecía refugio, alimento, cobijo, escuela, hospital… una verdadera Arca de Noé en tiempos de diluvio universal.

Hay que remontarse más de una centuria atrás para conocer la primera Arca de Noé guaneliana. Surgió en Como, en la calle Tommaso Grossi, en el último tercio del siglo XIX. El caserón que habitaban las y los seguidores de Guanella acogía a personas de toda condición: los ancianos jugaban la partida de cartas o recordaban sus guerras, los huérfanos aprendían la tabla de multiplicar, las trabajadoras se afanaban en sus tareas, los ‘buonifigli’ regaban los tiestos, las monjas cantaban mal que bien el Tantum ergo, los aprendices de carpintería o de imprenta aprendían en sus talleres… Fue entonces cuando una monja, malhumorada por este caos, por esta sinvivir, gritó: “Esto parece un Arca de Noé”. La ocurrencia tuvo éxito. El ‘estilo Arca de Noé’ se convertiría en seña de identidad a lo largo de la historia guaneliana.

Y esta imagen del Arca de Noé tiene algo de verdaderamente hermoso, porque el Arca es capaz de acoger y proteger a todos los seres, a toda la diversidad. Lo mismo de valiosos son una pareja de leones que un par de corderos. Lo mismo de valioso es el dueño de la fábrica que la señora de la limpieza. Ellos son únicos y destinados a ser salvados, independientemente de su fuerza, de su belleza o de su inteligencia, de su edad, de su nacionalidad o de su lengua. Lo propio de la misericordia es conservar. El Arca de Noé es una imagen potente y poética y, a la vez, una invitación a cuidar, acoger, proteger y estimar a cada uno por su individualidad única e insustituible. Valiosos por el mero hecho de ‘ser’.

            ¿Qué significa ondear la bandera del Arca de Noé?

Lo primero: otear el horizonte y descubrir los nubarrones que amenazan con descargar su furia sobre unas determinadas personas, un determinado grupo social, étnico, religioso. Sólo si descubrimos a los nuevos pobres, podremos ofrecerles, de manera creativa, el evangelio del amor. ¿Dónde están las nuevas pobrezas? ¿En esa masa de gentes que, al perder su trabajo en nuestras sociedades ricas, pasan en poco tiempo a ser indigentes? ¿En los migrantes y refugiados que, en gran número, llegan a nuestras ciudades, con toda su ilusión y desarraigo? Pero hay otras pobrezas causadas por las normas y las opiniones imperantes: ¿Acaso los no nacidos vistos como ‘entes abstractos’ sobre los que la madre puede tomar cualquier decisión? ¿Acaso los ancianos, enfermos o desahuciados, invisibles a los ojos de la mayoría, y cada vez soportados como una carga para la sanidad y un obstáculo serio para una mayor prosperidad nacional? ¿Tal vez los que, en tiempos de pensamiento único, no opinan como la mayoría y se ven condenados al ostracismo más severo, por su forma de pensar en materia política, religiosa, cultural? Y sin duda, también en las pobrezas eternas de cualquier país empobrecido, aspirante a lo más básico, alimentación, salud, educación. Y en las pobrezas de los cinturones de las grandes ciudades, invisibles territorios, lugares de vergüenza.

Y finalmente, a mi modo de ver, existen también nuevas pobrezas directamente relacionadas con nuestros estilos de vida materialistas y negacionistas de cualquier sentido de trascendencia: ¿Acaso esos jóvenes atiborrados de ciencia y tecnología -adoctrinados ya desde la escuela- y convertidos en meros consumidores? ¿Acaso los hombres y mujeres hambrientos de absoluto -(Jacques Maritain decía que “la patria del hombre es el Absoluto”)-, de trascendencia, que vagan como ganado errante en busca de pastos que alimenten verdaderamente? ¿Acaso los nuevos radicales que están creando el ateísmo más intransigente, la corrección política más exacerbada, las ideologías culturales dogmáticas, los instigadores de una ‘moral cambiante’, al gusto de los ‘Palacios del Poder’ en cada momento? ¿Acaso los habitantes de ese páramo desértico que va dejando la deshumanización creciente en nuestras relaciones y que golpea especialmente a los más débiles y a los más frágiles?

Lo segundo: abrir el Arca de Noé a estas personas, para que se sientan seguras y alberguen razones para la esperanza. Había santidad en los alemanes que escondían judíos, en los comunistas rusos que protegían a nobles, en los republicanos españoles que dieron la cara por unas monjas en los convulsos años treinta del pasado siglo, en los católicos que defendían a los homosexuales hace apenas unas décadas, en los chinos maoístas que ayudaban a los maestros perseguidos. Hay santidad en los israelitas que denuncian las tropelías contra los palestinos y en los birmanos que ofrecen un plato de arroz a los rohignas en su camino a Blangadesh, por poner solo algunos ejemplos. Hay santidad en todas aquellas personas que creen que, aunque las leyes permitan burlarse, ofender, vejar e incluso perseguir abiertamente, a un determinado grupo o categoría de personas, se abstienen y hacen lo opuesto, pues saben que las leyes y la opinión de la mayoría nunca podrán crear la verdadera ética y sustituir a la propia conciencia.

Don Guanella era aún un niño, pero nunca olvidaría la mañana en que unos vecinos vinieron a despedirse porque se marchaban para América. Mamá María les dio una hogaza de pan recién horneado. Y los abrazó entre lágrimas. No era la aventura del oro lo que les llevaba a zarpar en el barco; era el hambre de una tierra ingrata de montaña. Muchos años después, miles y miles de italianos seguían llegando, pobretones y harapientos, a América. Como todos los emigrantes eran tratados como ciudadanos de segunda clase: extraños por la lengua, por la cultura, por la comida y hasta por la religión. Un buen día, Luis se subió a un barco y atracó en Estados Unidos. Lo acompañaban cuatro religiosas. Recorrió las casas de los emigrantes, escuchó sus lamentos, olió su pobreza, tocó sus rostros, bendijo sus almas: “Vivimos y morimos como perros, sin Dios”, le dijeron. Y junto a ellos, levantó una ‘cabaña’, para atenderles. También había pobreza en los pocos católicos que vivían en el valle suizo donde los protestantes eran mayoría. Y Luis Guanella caminó hacia ellos y con ellos puso en pie una capilla católica. Había pobreza en los niños discapacitados escondidos como una vergüenza, y en las mujeres trabajadoras de la industrialización de finales del XIX y…

En nuestras sociedades llamadas ricas, las pobrezas, cada vez más, serán afectivas, morales y espirituales. Los necesitados de cariño, de normas morales, de pan espiritual serán, cada día, más numerosos. Hay seres humanos que nunca han recibido un ‘evangelio’, en forma de escucha, cuidado, atención, afecto, abrazo, oración. Hay seres humanos que experimentan sed de algo o de alguien, pero no saben a qué fuente acudir. Lo mismo que hay personas que, para saciar su sed, acuden a fuentes equivocadas y venenosas, que solo engañan su sed y aumentan su dolor. También este tipo de pobres, más invisibles y más necesitados que los tradicionales pobres de pan y manta, merecen su Arca de Noé. Las comunidades guanelianas de creyentes de este siglo XXI deberán descubrir sobre qué tipos de personas descargan los diluvios contemporáneos y ofrecer ‘buena noticia’ en un Arca de Noé, cálida de afectos y de abrazos.

En la parábola del pobre Lázaro y del rico Epulón, no se nos dice que el rico maltratase al pobre de palabra o de obra, o que se burlase de él. No, simplemente el rico Epulón no lo veía. Su mirada no se dirigía al rincón donde Lázaro estaba pidiendo. Mirar con atención es una virtud. Los santos son los que saben mirar y descubrir que hay un ser humano pobre, allí donde los demás ven un espacio vacío. La característica esencial de los pobres, lo que les define, es que son invisibles.

Plantar la bandera del arca de Noé traduce bien lo que don Guanella decía a sus frailes, monjas y laicos: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que cuidar”. Y también: “Al más abandonado, sentadlo en vuestra mesa”.

Desde 1915 hasta hoy mismo, una estela de hombres y mujeres han sido excelentes constructores de Arcas de Noé. Todos ellos han sentido la “nostalgia del futuro”,  porque, gracias a su sabiduría, a su profundización en las palabras del Fundador, a sus intuiciones, a su trabajo entregado y discreto, a sus escritos, a su caridad, en definitiva, a su santidad, han sabido ver los diluvios que amenazaban y han sabido construir ‘arcas de Noé” creativas y eficientes. Sus vidas han sido albergue, refugio, hogar y horizonte, y han marcado, indeleblemente, el sendero guaneliano: Clara Bosatta, Aurelio Bacciarini, Marcelina Bosatta, Leonardo Mazzucchi, Rosa Bertolini, Attilio Beria, Giuseppina Fusi, Domenico Saginario, Apolonia Bistoletti, Juan Vaccari, Magdalena Minatta, Antonio Ronchi, Giuseppina Papis, Agostino Valente, Giancarlo Pravettoni, Mario Tarani, Lidia Pini, Mario Bellarini, Marisa Roda, Olimpio Giampedraglia, Pietro Pasquali, Cesare Elli, Pietro Osmetti, Bruno Belfi, José Cantoni…

 El dulce y terrible nombre de Dios ya sólo puede ser comunicado mediante la irradiación y la luminosidad de la ‘caritas’, del amor. El púlpito para anunciar a Dios solo puede ser el propio corazón y las propias manos. Los samaritanos ya son los únicos creíbles en los caminos por donde pasa la vida de los moradores heridos de esta Tierra, “dramática pero magnífica”. Al fin de cuentas, como bellamente nos ha enseñado Gabriel Marcel: “Decirle a alguien: te quiero, es decirle: tú no morirás”.  

Laus Deo. Valladolid, diciembre 2020 – Quintanilla de Arriba, junio 2021



A mis queridos maestros italianos que en Aguilar de Campoo y Palencia me enseñaron los rudimentos esenciales para caminar por la vida sin herir demasiado a quien pasa cerca; lástima que no saliese un buen alumno.

A Vincenzo Simion, Giuseppe Cantoni, Aldo Recco, Antonina Tofanacchio, Clelia Capizzano, Adelio Antonelli, Alfonso Crippa, Leo Bigelli, Mario Bellarini, Ezio Canzi, Luigi Lamperti, Giorgio, Albino Berlusconi, Mario Nava, Bruno Capparoni, Battista Pagani  y Giovanni Vaccari.

Adán Breca



“¿No sabéis que, como las águilas, estáis llamados a volar alto?”

(Luis Guanella)


miércoles, 2 de junio de 2021

Cuatro escenarios para Juan Vaccari

 




Había nacido, sietemesino, el 5 de junio de 1913. A los cinco días lo llevaron a cristianar. Después del bautizo, el pequeño grupo de familiares regresó a casa por un atajo entre los campos de trigo de Sanguinetto que ya empezaban a amarillear y a combarse. El padre, Pietro Vaccari, quiso medir al niño con una espiga recién arrancada. “Se necesitaban siete Juanitos para alcanzar la altura de la espiga”. Varios años después, Juan Vaccari era el más alto del colegio, pero ni mucho menos el más brillante de la clase de latín y griego donde los jóvenes seminaristas estudiaban para el sacerdocio. Sus sonoros suspensos le sacaron de las aulas y le metieron, muy a su pesar, en las cocinas de Barza d’Ispra. Luego, por caminos intrincados, la vida le llevó a un espléndido palacio renacentista en el corazón de Roma, donde él era el último de los criados. Pero no sería este su postrer destino: las carreteras intransitables de una Castilla pobretona le esperaban. De escuela en escuela y de parroquia en parroquia, fue convenciendo, más con sus manos y sus ojos que con su lengua de trapo para el castellano, a muchos muchachos para que entrasen a estudiar en su Colegio de San José, en Aguilar de Campoo.

 


1 Un lugar en el mundo: Sanguinetto

 


 

Sanguinetto. Feroces batallas. Sangrientas guerras desde la época romana hasta casi ayer mismo. En el año 566 de la fundación de Roma, el cónsul Marco Emilio Lepido conquistó, empuñando “lanzas y espadas coloradas”, el territorio. De ahí el nombre ‘sanguinolento’ de este pueblo de la provincia de Verona y de la región del Véneto, en Italia. Aunque románticos y líricos vates quieran derivar la toponimia de Sanguinetto del nombre ‘sanguana’, una planta de bayas rojas, muy difundida antiguamente en la zona.

Por voluntad de los Scaligeri, el castillo fue levantado en el siglo XIV. Luego, otros nobles y señores agrandaron y embellecieron la fortaleza, así como otras casas señoriales (a destacar los palacios Betti, Taidelli o Rangona), pero antes los habían arrasado para arrebatárselos a sus propietarios. Aquí sentaron sus reales  Jacopo dal Verme, Gentile della Leonessa o Federico Gonzaga, para cuya entrada fastuosa en 1520, Sanguinetto desplegó tapices, guiones, blasones, banderolas y gallardetes.  Así es la Historia. Por aquí pasaron romanos, vénetos, austriacos, franceses, garibaldinos y realistas. Desde lo alto de su castillo se asomaron el emperador Francisco José, Napoleón Bonaparte o Garibaldi. Y entre sus callejuelas apacibles, caminó el escritor Carlo Goldoni (parece que su obra, El Feudatario, está inspirada en relatos escuchados en Sanguinetto).

En esta llanura véneta y vega apacible, sus habitantes, desde hacía siglos, vivían de la agricultura y de la ebanistería: patatas, cebada, algo de tabaco, pero también bellas cómodas y contundentes baúles.

Las vidas de sus habitantes, como tantas vidas hasta casi ayer por la tarde, rodaban entre el castillo y la iglesia. Y en ese carrusel que es el mundo, la existencia giraba con temor, con devoción o con agradecimiento, dependía de los días y de los trabajos. Dependía de los señores castellanos o de los señores eclesiásticos; unas veces, más condescendientes; otras veces, más altivos.

La existencia también tenía sus domingos y sus fiestas, ese tiempo no sujeto a las constricciones del trabajo y de la norma. Así, sus habitantes celebraban a San Antonio con puestecillos de comidas y vino. O repartían a todos los niños del pueblo su ración de panettone el día de Reyes, porque la befana no era tan espléndida como en nuestros días, y los niños se encontraban un trocito de dulce, en lugar de montones de juguetes y dinero.

A principios del siglo XX, Sanguinetto tenía unos 2.100 habitantes. A las humildes casas y a las mansiones blasonadas seguían llegando bendiciones del cielo en forma de nuevos infantes, y con ellos, nueva bocas que llenar, pero también, aunque no siempre, panes bajo el brazo.

 En Sanguinetto, el día 5 de junio de 1913, en el hogar campesino de los Vaccari-Magnani, nació un niño.

 


 

2 Un lugar en el mundo: Barza d’Ispra.



            Barza d’Ispra, junto al lago Maggiore, en la provincia de Varese, región de Lombardía, fue siempre y apenas una pedanía de Ispra, un grupo de casas alrededor  del castillo y de los señores que en cada tiempo lo habitaron. Familias de campesinos que dependían, en tiempos de guerra y de paz, del castillo medieval (del que solo ha sobrevivido el torreón). Después, ya en tiempos más apacibles,  los escasos habitantes trabajaban como criados u hortelanos de la Villa residencial en que fue transformada la fortaleza originaria. Nuevos pabellones fueron añadiéndose, siglo a siglo, hasta formar un rectángulo con su señorial patio central.  

Fue en el siglo XIX cuando el conjunto conoció la más profunda reforma. Fue llevada a cabo por Pietro Mongini, el famoso tenor italiano al que le cupo la gloria del interpretar el papel de Radamés en el histórico estreno mundial de Aida, de Verdi, en el Cairo en 1871, para celebrar la inauguración del Canal de Suez. Pocos años antes, en la cumbre de su carrera, había adquirido esta residencia, que adaptó al lujo imperante entre las familias de la aristocracia y de la alta burguesía de la Lombardía que, por aquellos años, andaban construyendo espléndidas villas en las orillas del lago Maggiore. El tenor llevó a cabo una amplia restructuración de la mansión de Barza, para ejercer en ella de anfitrión magnánimo ante la buena sociedad del Reino de Italia. El tenor podía ofrecer a sus invitados, además, unos cuidados jardines y un parque de 20 hectáreas con árboles seculares y exóticos.

El ruido de los carruajes en el patio central, el bisbiseo de los vestidos largos de seda en las escaleras, las joyas deslumbrantes, la gran etiqueta, los músicos que amenizaban las veladas… todo ello formaba parte de un mundo que estaba llegando a su ocaso, tal y como luego lo pintarían, aunque en el otro extremo de Italia, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Luchino Visconti en El Gatopardo. Cuando el tenor murió, la Villa de Barza pasó a la viuda, que levantó una nueva capilla dedicada a San Quirico y Santa Julita. El huésped más ilustre de la época fue el rey Umberto I, como lo recuerda una lápida en uno de los muros. Se sucedieron otros propietarios hasta que el último de ellos, en 1934, vendió la Casa a la Congregación de Don Guanella.

La espléndida Villa de Barza se adaptó a las necesidades crecientes de un Instituto religioso en clara expansión. Y el histórico torreón medieval, con su grandioso reloj, siguió marcando las horas a los seminaristas que llenaban las aulas y el gran patio central del edificio. Fue Adamo Marchioni, el ‘mago del reloj’, el artífice de un reloj universal con 12 cuadrantes que da la hora de Greenwich, Buenos Aires, Nueva York, Jerusalén, San Francisco, Tokio, Manila y El Cairo, como indicando esa globalidad a la que la Congregación estaba llamada. Desde lo alto del torreón, seis campanas empezaron a dar el ángelus con la melodía del Ave María de Lourdes.

Generaciones de seminaristas, con su revuelo de sotanas, sus oraciones piadosas, sus breviarios, sus carreras por el parque, sus estudios en la biblioteca, sus sueños o sus fracasos, sucedieron a los anteriores habitantes de alta etiqueta y sueños de grandeza. La galantería, el humo de los bon vivant,  impecables en sus fracs con pajarita, o la mundanidad de un vals de Strauss fueron sustituidos por el silencio, la meditación, el estudio, la Missa de Angelis y el Adoro te devote. La Casa de Barza empezó a formar parte de la memoria colectiva de toda una Congregación. 

A Barza d’Ispra, un 8 de septiembre de 1934, llegó un joven novicio de 21 años.



 3 Un lugar en el mundo: Roma



A Roma, tal y como se cuenta en la Eneida, de Virgilio, llegó Eneas después de un largo periplo, con la melancolía en el alma por su llorada Troya. No podía faltar el mito, la leyenda, en el génesis de tan insigne ciudad. Rómulo y Remo la fundaron y desde entonces no paró de crecer en fama y en honor. Las legiones romanas llevaron su nombre y su gloria a todos los rincones del orbe conocido. Roma, la caput mundi, fue sinónimo de grandeza y fortuna, pero también de desgracia y ruina, porque una cosa era ser ciudadano romano y otra, muy distinta, esclavo de Roma.

Desde que el mundo es mundo, la moneda tiene dos caras. Roma, vorax hominum. Roma devora a los hombres. Siempre ha sido así. Pedro y un grupillo de galileos eran unos infelices pescadores, pero no tontos, como para no saber que era en Roma donde se cortaba el bacalao del mundo; era en Roma donde había que vender el ‘pez nuevo’. Porque lo que en Roma se conocía y triunfaba, terminaría por conocerse y triunfar en el mundo mundial. Y hasta allí se dirigieron Pedro y Pablo, para decir nones al Emperador, que representaba el poder, pero un poder pasado, y para anunciar el futuro que era Cristo. Era un ‘novum’ que los romanos poderosos menospreciaron. Lo pagarían caro. Amaneció un día en que la cruz aplastó al águila, y el INRI al SPQR. Roma se convirtió en eterna y su obispo en el máximo constructor de puentes entre el Dios Altísimo de los cielos y los pobres hombres de barro de aquí abajo. Pero también entre las orillas de quienes ya creían en el Galileo y quienes todavía no.

Pero hubo tiempos en que Roma fue la Gran Ramera de Babilonia, como así la vio y condenó Lutero. A Papas, cardenales y clérigos piadosos y honestos, sucedieron otros simoniacos y lujuriosos, más pendientes del poder y de la alcoba que del servicio y el evangelio. A lo largo de toda la Historia, algunos santos tuvieron que hacerse albañiles a lo divino para reparar la Iglesia de Jesucristo que estaba en ruinas, como ocurrió, en efecto, a Francisco de Asís.

Pero Roma es muchas Romas. Bajo los pavimentos marmóreos de sus fastuosas iglesias hay testimonios de un pasado esplendoroso de Césares y de Augustos. Napoleón quiso destruir Roma y, con ella, la Iglesia, pero el Papa de Roma, más listo, le contestó: “No hemos podido nosotros, so imbécil”. Los Estados Pontificios tuvieron que resignarse, de mal grado, al Reino de Italia de Saboyas y Garibaldis. Cada pérdida material para la Iglesia de Roma, era una ganancia para el espíritu. ¡Pero cuánta resistencia por parte de la curia romana!

Luego, por Roma se pasearían, como por su casa, los camisas negras, y ondearían impúdicas esvásticas en vetustos palacios, dejando una ciudad en ruinas y en hambre, como lo reflejaría el cine del neorrealismo italiano. Solo el Bella ciao, cantado a pleno pulmón en hosterías, campamentos, escuelas y reuniones familiares, aliviaba a los romanos de sus penurias y les convencía, autoengañándose tal vez, de que habían sido unos valientes partisanos. Aún correteaban por los barrios pobres de la Ciudad Eterna ragazzi con rodilleras remendadas que comían con ansia un panino. El milagro económico italiano llegaría en el ‘dopoguerra’, creando una ilusión de riqueza y progreso ilimitados. Empezaba a gestarse y a soñarse la dolce vita de la vespa, los paparazzi y el martini.

A esta Roma con el Pastor angelicus asomado a la logia de San Pedro, y llena de cardenales en capa magna y pectorales de esmeraldas; a esta ciudad en blanco y negro, la de Roberto Rossellini en Roma, città aperta, y la de Vittorio de Sica en Ladrón de bicicletas; a esta Roma que se preparaba, triunfal y barroca quizás por última vez, para la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María…

En esta Roma, sancta et meretrix, en su estación ferroviaria de Termini, se apeó un 31 de octubre de 1950 un religioso guaneliano de 37 años.


 

4 Un lugar en el mundo: Aguilar de Campoo



Aguilar de Campoo. Las Tuerces y el Cañón de la Horadada atestiguan la presencia del hombre desde hace unos 50.000 años.  En las peñas agujereadas anidaron las águilas, dominaron con su vuelo los cielos límpidos y dieron nombre a esta villa palentina que despide la meseta castellana y anuncia la montaña cántabra.

Vacceos, arévacos, cántabros, romanos, visigodos y pueblos bereberes pasaron por aquí y dejaron sus huellas y sus marcas. En 1255, el propio Alfonso X el Sabio, de paso por Aguilar de Campoo, la declara Villa Realenga. Los Reyes Católicos instituyen el marquesado de Aguilar de Campoo, uno de los primeros de España, para los Fernández Manrique. Y Carlos V, distingue al título con la dignidad de Grandeza de España, la más alta consideración nobiliaria europea, que permite a sus propietarios tutear al Rey, tratarle de primo y no destocarse en su presencia. El propio Emperador, de paso por la Villa, quiso visitar la tumba de Bernardo del Carpio, esforzado y leal caballero, vencedor en Roncesvalles. Desde entonces, la historia de Aguilar de Campoo estará ligada a estos preclaros apellidos, Fernández Manrique, que acogieron en su casa al Emperador Carlos V, y que siguieron con lealtad a sus reyes por las Españas o a los que se encomendaron misiones delicadas en Roma. Por todo ello, sus sepulcros ocupan un lugar de honor en el presbiterio de la imponente colegiata gótica.

A Juan Martín, natural de Aguilar de Campoo, le cupo el honor de haber sido uno de los 236 marineros que participó en la expedición de Magallanes y Juan Sebastián Elcano que dio la primera vuelta al mundo. “Primus circumdedisti me”. Fuiste el primero que me diste la vuelta.

Villa recia e industriosa desde la Edad Media. Un importante barrio judío de callejuelas, mercaderes y prestamistas se vio diezmado con aquel desdichado edicto de 1492. La desamortización del siglo XIX acabó con parte o con mucha de la grandeza monumental del Monasterio de Santa María, de las Claras e incluso de la propia Colegiata.

En 1881, Eugenio Fontaneda empieza a hacer bizcochos, galletas y chocolates. Es el origen de una marca sin la cual no puede entenderse esta Villa. La galleta María, el producto estrella, estaría presente, varias décadas después, en todos los ultramarinos y tiendas de España y en muchos desayunos de los españoles.

El siglo XX es pródigo en acontecimientos: Nace un periódico local, El Águila. Nuevas congregaciones religiosas se asientan: Colegio San Gregorio, Colegio de la Compasión, Colegio San José.  En 1961 concluyen las obras del embalse bajo cuyas aguas quedaron anegadas Villanueva del Río, Frontada o Renedo de Zalina con sus casas, templos y cementerios. Solo la imagen querida de la  Virgen del Llano fue salvada a tiempo y entronizada en una nueva capilla.

La modernidad y el trabajo abundante llegarían Aguilar de la mano de la fábrica Fontaneda. A esta marca, se unirían también Galletas Gullón y Galletas Fontibre. Todas ellas convertirían a Aguilar de Campoo en uno de los pueblos más prósperos de España, y único por su característico olor a galletas recién horneadas.

Villa aureolada con un patrimonio artístico fuera de serie: Colegiata  de San Miguel, ermita de Santa Cecilia, castillo medieval, monasterios de Santa Mª la Real y Clarisas, casas de los Marqueses de Aguilar, los Velarde, los Marco Gutiérrez, los Villalobo y los Siete Linajes, Puerta de Reinosa, Torrejona, Tobalina, Paseo Real y Cascajera… Y Villa con fama de inquietudes culturales, de rimbombantes juegos florales poéticos por San Juan, de amantes y amigos del séptimo arte que llenan los cines Campoo y Amor…

En esta Villa de Aguilar de Campoo, al volante de un Fiat 1100, hizo su ingreso un 21 de octubre de 1965 un fraile italiano de 52 años. 




domingo, 30 de mayo de 2021

El Papa como Patria. El mundo como Patria

 LA OPCIÓN GUANELIANA

12.-. El Papa como Patria. El mundo como Patria

Arropados por una comunidad y, al mismo tiempo, abiertos al mundo.

“Vuestra Patria es el mundo entero” (L.G.)




Se nos llena la boca de globalidad, multiculturalidad y otras ‘boniteces’, pero la xenofobia crece a sus anchas, los países blindan sus fronteras, y se levantan muros y vallas por doquier, lo mismo en la frontera con México, en Palestina o en Melilla.

Muchos, con razón, denuncian que la globalidad sólo sirve a las finanzas, es decir, los capitales se mueven libremente, sin trabas y sin fronteras, pero no así las personas. ¡Una globalidad con pasaportes y sin alma!

Sin embargo, la pandemia nos ha hecho caer en la cuenta de la realidad de nuestra interdependencia. Un coronavirus surgido en un remoto rincón de la ciudad de Wuhan se propagó a velocidades increíbles por todos los países, dejando un rastro de muerte y enfermedad y una economía diezmada. Esto debería llevarnos a reflexionar sobre la interdependencia de todos. Decimos que el mundo y la economía son globales (también hemos visto que la enfermedad lo es) y, sin embargo, todavía funcionamos con gobiernos locales. La Organización de las Naciones Unidas parece quedar reducida a un ‘cofre de buenas intenciones’. La interdependencia es la conciencia y la sensibilidad de que, o trabajamos juntos en los principales puntos de la agenda global, o el mundo estará destinado a constantes tensiones y a continuas injusticias. El problema del hambre, de los derechos humanos, del cambio climático, del papel de la mujer, de los recursos hídricos, de las tensiones fronterizas, de la justicia universal, de los populismos excluyentes, del terrorismo internacional, de los movimientos migratorios… todo ello es a una invitación a trabajar juntos.

Todo creyente guaneliano está llamado a pensar en términos de Reino de Dios y Patria Universal. Todo católico es miembro de una comunidad de creyentes de la cual el Papa es su pastor y guía, la garantía de verdad y de continuidad a lo largo del tiempo. En cualquier rincón del planeta, un católico reconoce una eucaristía, un gesto de bendición, el dulce rostro de María en un altar, un rosario en las manos de una mujer, una procesión de Corpus Christi, el canto del Pange Lingua, la figura blanca del Papa. Un católico indio o congoleño entra en una iglesia de un barrio de París, y se siente en casa. Un turista español entra en la iglesia de San Antonio de Padua, de Estambul, y reconoce su hogar espiritual.

Cada creyente, por su pasaporte, es ciudadano de un Estado, pero también miembro de un Reino de Dios que se va edificando ya en esta tierra y que se reconoce en cualquier lugar. Allí donde se reúne un grupo de cristianos, allí donde un cristiano siembra su testimonio, allí crece la semilla del Reino. Estamos en el mundo, somos españoles o chilenos, pero al mismo tiempo pertenecemos al Reino de Dios.

Enmanuel Carrère termina su libro El Reino narrando un episodio de su vida, en ese momento en que aún era cristiano. Acudió a una celebración de El Arca, fundada por Jean Vanier. Al final de la misa, los chicos con discapacidad se pusieron a bailar. Él se sentía cohibido y un poco ridículo en medio de esa algarabía. Una chica con síndrome de Down le sacó a bailar. Abandonó la timidez y se entregó a los movimientos de la danza, pero sobre todo a la alegría contagiosa que lo envolvía. Fue entonces cuando pensó: “Esto es el Reino”.

Entre 1842 y 1915, fechas del nacimiento y de la muerte de Luis Guanella, Italia vivió en estado de permanente vaivén político. Para muestra, un botón: Su abuelo fue suizo; su padre vivió durante el imperio francés napoleónico; Luis, bajo el dominio austriaco, los sobrinos de Luis, fueron italianos.

Luis Guanella, al igual que otros muchos católicos de su época, tuvo su corazón dividido entre la exaltación de la Unificación Italiana y la defensa de los derechos pontificios. Es el momento de la fractura entre Italia y los Estados Pontificios. Los sentimientos nacionalistas fueron ganando terreno. Y el entusiasmo por la nación italiana fue creciendo en todas las direcciones. Todas las ciudades que habían permanecido bajo Los Estados Pontificios pasaron a formar parte del Reino de Italia. Don Guanella no se sintió invadido por este sentimiento nacionalista, y él mismo se ‘construyó’ una propia patria bajo la protección del Papa. En ese momento de tantas defecciones y ataques al Romano Pontífice, supo mantenerse leal al Papa. “Nuestro dulce Vicario de Cristo en la Tierra”, como lo denominaba, un poco pomposamente, es una expresión de apego y de cariño hacia el Obispo de Roma. Legalmente era un italiano, pertenecía al Reino de Italia, pero él se reconocía como miembro de otro Reino. Como cualquier cristiano, él sabía que se puede ser ciudadano de este o aquel país, de un reino o de una república, pero lo que cuenta para un creyente de veras es ese Reino que se construye ladrillo a ladrillo, paso a paso, siembra a siembra. Un Reino dentro del reino. El cariño y la cercanía de Luis Guanella por el Pontífice son de una sinceridad y de una lealtad incuestionables. No está de más recordar que en el último siglo, la estatura moral de los pontífices ha sido verdaderamente impresionante, hasta convertirse en los únicos líderes universales respetados por creyentes de todas las confesiones y no creyentes. El Papa es el ‘perfil’, el rostro visible en esta Tierra de ese Reino que los católicos construyen con sus obras. Un creyente guaneliano, en el fondo, sabe que no posee otra bandera ni otro señor. Eso da un sentido de universalidad impresionante.

Un católico, lo dice la misma palabra, es universal. Creyente de un Reino sin fronteras. Y ciudadano de una Tierra de hermanos. En estos tiempos que corren, en que ciertas ideologías en boga y ciertos discursos vuelven a la carga con sus ‘reinos privados’ amurallados, circunscritos al territorio nacional, o en que algunas regiones ricas, basándose en identidades de saldo que enmascaran un discurso supremacista y un nulo deseo de compartir la riqueza, resulta alentador saberse miembro de otro Reino que germina lentamente, paso a paso, y que no se identifica ni con banderas, ni con pasaportes, ni con ADN’s, supuestamente puros. El creyente sabe que pertenece a una comunidad que traspasa fronteras y de la que forman parte el campesino filipino, el pescador ghanés, el informático de Silicon Valley y el poeta noruego. Una comunidad unida por una fe, pero también por una determinada moral, por una liturgia y por el Papa.

Existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los católicos, a todos los cristianos y a todos los creyentes. Y existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los hombres y mujeres del mundo, independientemente de su raza, su pasaporte, su edad, su opción sexual, su pensamiento político y su credo. Ya Montesquieu, en el siglo XVIII había escrito que “antes que francés, soy un ser humano, porque soy un ser humano por necesidad, mientras que soy francés solo por azar”

El creyente sabe que su comunidad no puede estar blindada con cerrojos y vallas, sino abierta a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y en la que los pobres, por su propia pobreza, sea del tipo que sea, pueden llamar a la puerta y sentirse acogidos. Es más, cada pobre, por el hecho de tener un rostro (¡el rostro humano es una hierofanía¡), puede sentirse miembro del Reino de Dios y de la Patria Universal.

Una de las frases más conocidas de Don Guanella, repetida hasta la saciedad, es: “Vuestra patria es el mundo entero”. Ya no hay naciones, ya no hay tribus, ya no hay lenguas, ya no hay etnias. El Mundo entero es nuestra unidad territorial. El Mundo es la medida de nuestro Hogar y  la medida de nuestro Reino. No hay otra. Todo lo demás son nacionalismos engañosos y trasnochados. Identidades falsas; muchas veces, identidades del odio.

Creer verdaderamente que el mundo entero es nuestra patria, es creer que ni los pasaportes, ni los credos, ni los idiomas, ni los sistemas políticos, ni las ideologías tienen la última palabra. La última palabra la tiene cada ser humano, con su rostro, su nombre y su historia. El ser humano es sagrado porque es hijo de Dios, de mi misma familia, capaz de una dignidad que no puede ser aplastada en ningún caso. Todo ser humano lleva mi propio apellido y mi propia sangre. Esto hace que se desmoronen todas nuestras etiquetas, encasillamientos, racismos, xenofobias, nacionalismos... Todo esto nos sitúa en la fraternidad de los hijos de Dios que se reúnen a partir y a compartir el pan y el Pan.

En estos tiempos en que las ideologías fuertes vuelven a prosperar en el pensamiento y en el sentimiento de millones de seres humanos, ideologías con aspiración a ocupar ese nicho vacío, antes ocupado por la religión y el sentido trascendente del ser humano, se hará cada vez más perceptible la hostilidad creciente a los creyentes, precisamente por su catolicidad, por su universalidad y por su poca docilidad para admitir componendas con quienes quieren despojar al ser humano de su sacralidad y convertirlo en un número de una masa, ganado fácil de conducir. La tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una constante del espíritu humano”, decía Jean-François Revel. Y Juan Manuel de Prada apostillaba que “Todas las ideologías totalitarias que en el mundo han sido aspiran a crear un ‘hombre nuevo’ que se amolde a sus postulados”. Y por Chesterton sabemos que “Cuando el hombre deja de creer en Dios, empieza a creer en cualquier cosa”.

En estos tiempos, decíamos, el creyente guaneliano se sabe al resguardo de estas idolatrías, bajo la garantía y la certeza de Roma y la del Papa que en cada momento tripula la barca de Pedro. Pero también el creyente guaneliano se sabe convocado y alentado para construir, tal vez con las mismas piedras que sirven a muchos para sus lapidaciones, una nueva y ancha Patria, la de la Fraternidad Universal en la que creyentes y no creyentes trabajan por un mundo mejor, un mundo que nunca podrá ser una masa amorfa, una colectividad indistinta, sino la suma de individualidades sagradas de cada hombre y cada mujer con su nombre, su rostro y su historia. No olvidemos nunca que cuando al ser humano se le convierte en cosa, se puede hacer con él lo que se quiera, también eliminarlo. El ser humano ‘es’, y no solo está.

Cada ser humano se puede sentir, a la vez, ciudadano de varias ‘patrias’ que se complementan y no se excluyen, salvo cuando, ante un dilema moral, es preciso elegir. Y la opción de un creyente debe estar presidida, no en atención a un yo, sino en atención a un nosotros. Otra vez, Montesquieu nos dice: “Si supiera de alguna cosa que me fuese útil y que resultara perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si supiera de alguna cosa útil para mi familia, pero que no lo fuese para mi patria, trataría de olvidarla. Si supiera de alguna cosa útil para mi patria, pero perjudicial para Europa y para el género humano, la consideraría un crimen”.

En Abu Dabi, el 4 de febrero de 2019, el Papa Francisco y el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb firmaron un documento para la Fraternidad Universal. Lo expresaron con gran belleza: “La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, especialmente las más necesitadas y pobres… En el nombre de Dios, asumimos la cultura del diálogo como camino; la colaboración como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio”.

 


Próximo domingo: Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé


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