Había
nacido, sietemesino, el 5 de junio de 1913. A los cinco días lo llevaron a
cristianar. Después del bautizo, el pequeño grupo de familiares regresó a casa
por un atajo entre los campos de trigo de Sanguinetto
que ya empezaban a amarillear y a combarse. El padre, Pietro Vaccari, quiso
medir al niño con una espiga recién arrancada. “Se necesitaban siete Juanitos para alcanzar la altura de la espiga”.
Varios años después, Juan Vaccari era el más alto del colegio, pero ni mucho
menos el más brillante de la clase de latín y griego donde los jóvenes
seminaristas estudiaban para el sacerdocio. Sus sonoros suspensos le sacaron de
las aulas y le metieron, muy a su pesar, en las cocinas de Barza d’Ispra. Luego, por caminos intrincados, la vida le llevó a
un espléndido palacio renacentista en el corazón de Roma, donde él era el último de los criados. Pero no sería este su postrer
destino: las carreteras intransitables de una Castilla pobretona le esperaban.
De escuela en escuela y de parroquia en parroquia, fue convenciendo, más con
sus manos y sus ojos que con su lengua de trapo para el castellano, a muchos
muchachos para que entrasen a estudiar en su Colegio de San José, en Aguilar de Campoo.
1 Un lugar en el
mundo: Sanguinetto
Sanguinetto. Feroces batallas.
Sangrientas guerras desde la época romana hasta casi ayer mismo. En el año 566
de la fundación de Roma, el cónsul Marco Emilio Lepido conquistó, empuñando “lanzas y espadas coloradas”, el
territorio. De ahí el nombre ‘sanguinolento’ de este pueblo de la provincia de
Verona y de la región del Véneto, en Italia. Aunque románticos y líricos vates
quieran derivar la toponimia de Sanguinetto del nombre ‘sanguana’, una planta
de bayas rojas, muy difundida antiguamente en la zona.
Por voluntad de los Scaligeri, el castillo fue levantado en el siglo XIV.
Luego, otros nobles y señores agrandaron y embellecieron la fortaleza, así como
otras casas señoriales (a destacar los palacios Betti, Taidelli o Rangona),
pero antes los habían arrasado para arrebatárselos a sus propietarios. Aquí
sentaron sus reales Jacopo dal Verme,
Gentile della Leonessa o Federico Gonzaga, para cuya entrada fastuosa en 1520,
Sanguinetto desplegó tapices, guiones, blasones, banderolas y gallardetes. Así es la Historia. Por aquí pasaron romanos,
vénetos, austriacos, franceses, garibaldinos y realistas. Desde lo alto de su
castillo se asomaron el emperador Francisco José, Napoleón Bonaparte o
Garibaldi. Y entre sus callejuelas apacibles, caminó el escritor Carlo Goldoni
(parece que su obra, El Feudatario, está inspirada en relatos escuchados en
Sanguinetto).
En esta llanura véneta y vega apacible, sus habitantes, desde hacía siglos,
vivían de la agricultura y de la ebanistería: patatas, cebada, algo de tabaco,
pero también bellas cómodas y contundentes baúles.
Las vidas de sus habitantes, como tantas vidas hasta casi ayer por la
tarde, rodaban entre el castillo y la iglesia. Y en ese carrusel que es el
mundo, la existencia giraba con temor, con devoción o con agradecimiento,
dependía de los días y de los trabajos. Dependía de los señores castellanos o
de los señores eclesiásticos; unas veces, más condescendientes; otras veces,
más altivos.
La existencia también tenía sus domingos y sus fiestas, ese tiempo no
sujeto a las constricciones del trabajo y de la norma. Así, sus habitantes
celebraban a San Antonio con puestecillos de comidas y vino. O repartían a
todos los niños del pueblo su ración de panettone
el día de Reyes, porque la befana
no era tan espléndida como en nuestros días, y los niños se encontraban un trocito
de dulce, en lugar de montones de juguetes y dinero.
A principios del siglo XX, Sanguinetto tenía unos 2.100 habitantes. A las
humildes casas y a las mansiones blasonadas seguían llegando bendiciones del
cielo en forma de nuevos infantes, y con ellos, nueva bocas que llenar, pero
también, aunque no siempre, panes bajo el brazo.
En Sanguinetto, el día 5 de junio de 1913, en el hogar campesino de los Vaccari-Magnani, nació un niño.
2 Un
lugar en el mundo: Barza d’Ispra.
Barza d’Ispra, junto al lago Maggiore, en la provincia de Varese,
región de Lombardía, fue siempre y apenas una pedanía de Ispra, un grupo de
casas alrededor del castillo y de los
señores que en cada tiempo lo habitaron. Familias de campesinos que dependían,
en tiempos de guerra y de paz, del castillo medieval (del que solo ha
sobrevivido el torreón). Después, ya en tiempos más apacibles, los escasos habitantes trabajaban como criados
u hortelanos de la Villa residencial en que fue transformada la fortaleza
originaria. Nuevos pabellones fueron añadiéndose, siglo a siglo, hasta formar
un rectángulo con su señorial patio central.
Fue
en el siglo XIX cuando el conjunto conoció la más profunda reforma. Fue llevada
a cabo por Pietro Mongini, el famoso tenor italiano al que le cupo la gloria del
interpretar el papel de Radamés en el histórico estreno mundial de Aida, de
Verdi, en el Cairo en 1871, para celebrar la inauguración del Canal de Suez.
Pocos años antes, en la cumbre de su carrera, había adquirido esta residencia,
que adaptó al lujo imperante entre las familias de la aristocracia y de la alta
burguesía de la Lombardía que, por aquellos años, andaban construyendo espléndidas
villas en las orillas del lago Maggiore. El tenor llevó a cabo una amplia
restructuración de la mansión de Barza, para ejercer en ella de anfitrión
magnánimo ante la buena sociedad del Reino de Italia. El tenor podía ofrecer a
sus invitados, además, unos cuidados jardines y un parque de 20 hectáreas con
árboles seculares y exóticos.
El
ruido de los carruajes en el patio central, el bisbiseo de los vestidos largos de
seda en las escaleras, las joyas deslumbrantes, la gran etiqueta, los músicos
que amenizaban las veladas… todo ello formaba parte de un mundo que estaba
llegando a su ocaso, tal y como luego lo pintarían, aunque en el otro extremo
de Italia, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Luchino Visconti en El Gatopardo.
Cuando el tenor murió, la Villa de Barza pasó a la viuda, que levantó una nueva
capilla dedicada a San Quirico y Santa Julita. El huésped más ilustre de la
época fue el rey Umberto I, como lo recuerda una lápida en uno de los muros. Se
sucedieron otros propietarios hasta que el último de ellos, en 1934, vendió la
Casa a la Congregación de Don Guanella.
La
espléndida Villa de Barza se adaptó a las necesidades crecientes de un
Instituto religioso en clara expansión. Y el histórico torreón medieval, con su
grandioso reloj, siguió marcando las horas a los seminaristas que llenaban las
aulas y el gran patio central del edificio. Fue Adamo Marchioni, el ‘mago del reloj’,
el artífice de un reloj universal con 12 cuadrantes que da la hora de
Greenwich, Buenos Aires, Nueva York, Jerusalén, San Francisco, Tokio, Manila y
El Cairo, como indicando esa globalidad a la que la Congregación estaba
llamada. Desde lo alto del torreón, seis campanas empezaron a dar el ángelus con
la melodía del Ave María de Lourdes.
Generaciones
de seminaristas, con su revuelo de sotanas, sus oraciones piadosas, sus
breviarios, sus carreras por el parque, sus estudios en la biblioteca, sus
sueños o sus fracasos, sucedieron a los anteriores habitantes de alta etiqueta
y sueños de grandeza. La galantería, el humo de los bon vivant, impecables en
sus fracs con pajarita, o la mundanidad de un vals de Strauss fueron sustituidos
por el silencio, la meditación, el estudio, la Missa de Angelis y el Adoro te
devote. La Casa de Barza empezó a formar parte de la memoria colectiva de toda
una Congregación.
A Barza d’Ispra, un 8 de septiembre de 1934,
llegó un joven novicio de 21 años.
A Roma, tal y como se cuenta en la Eneida,
de Virgilio, llegó Eneas después de un largo periplo, con la melancolía en el
alma por su llorada Troya. No podía faltar el mito, la leyenda, en el génesis
de tan insigne ciudad. Rómulo y Remo la fundaron y desde entonces no paró de
crecer en fama y en honor. Las legiones romanas llevaron su nombre y su gloria
a todos los rincones del orbe conocido. Roma, la caput mundi, fue sinónimo de grandeza y fortuna, pero también de
desgracia y ruina, porque una cosa era ser ciudadano romano y otra, muy
distinta, esclavo de Roma.
Desde
que el mundo es mundo, la moneda tiene dos caras. Roma, vorax hominum. Roma devora a los hombres. Siempre ha sido
así. Pedro y un grupillo de galileos eran unos infelices pescadores, pero no
tontos, como para no saber que era en Roma donde se cortaba el bacalao del
mundo; era en Roma donde había que vender el ‘pez nuevo’. Porque lo que en Roma
se conocía y triunfaba, terminaría por conocerse y triunfar en el mundo
mundial. Y hasta allí se dirigieron Pedro y Pablo, para decir nones al
Emperador, que representaba el poder, pero un poder pasado, y para anunciar el
futuro que era Cristo. Era un ‘novum’ que
los romanos poderosos menospreciaron. Lo pagarían caro. Amaneció un día en que
la cruz aplastó al águila, y el INRI al SPQR. Roma se convirtió en eterna y su
obispo en el máximo constructor de puentes entre el Dios Altísimo de los cielos
y los pobres hombres de barro de aquí abajo. Pero también entre las orillas de
quienes ya creían en el Galileo y quienes todavía no.
Pero
hubo tiempos en que Roma fue la Gran Ramera de Babilonia, como así la vio y
condenó Lutero. A Papas, cardenales y clérigos piadosos y honestos, sucedieron
otros simoniacos y lujuriosos, más pendientes del poder y de la alcoba que del
servicio y el evangelio. A lo largo de toda la Historia, algunos santos
tuvieron que hacerse albañiles a lo divino para reparar la Iglesia de
Jesucristo que estaba en ruinas, como ocurrió, en efecto, a Francisco de Asís.
Pero
Roma es muchas Romas. Bajo los pavimentos marmóreos de sus fastuosas iglesias
hay testimonios de un pasado esplendoroso de Césares y de Augustos. Napoleón
quiso destruir Roma y, con ella, la Iglesia, pero el Papa de Roma, más listo,
le contestó: “No hemos podido nosotros,
so imbécil”. Los Estados Pontificios tuvieron que resignarse, de mal grado,
al Reino de Italia de Saboyas y Garibaldis. Cada pérdida material para la
Iglesia de Roma, era una ganancia para el espíritu. ¡Pero cuánta resistencia
por parte de la curia romana!
Luego,
por Roma se pasearían, como por su casa, los camisas negras, y ondearían
impúdicas esvásticas en vetustos palacios, dejando una ciudad en ruinas y en
hambre, como lo reflejaría el cine del neorrealismo italiano. Solo el Bella ciao, cantado a pleno pulmón en
hosterías, campamentos, escuelas y reuniones familiares, aliviaba a los romanos
de sus penurias y les convencía, autoengañándose tal vez, de que habían sido unos
valientes partisanos. Aún correteaban por los barrios pobres de la Ciudad
Eterna ragazzi con rodilleras
remendadas que comían con ansia un panino.
El milagro económico italiano llegaría en el ‘dopoguerra’, creando una ilusión
de riqueza y progreso ilimitados. Empezaba a gestarse y a soñarse la dolce vita de la vespa, los paparazzi y el martini.
A
esta Roma con el Pastor angelicus
asomado a la logia de San Pedro, y llena de cardenales en capa magna y
pectorales de esmeraldas; a esta ciudad en blanco y negro, la de Roberto Rossellini
en Roma, città aperta, y la de Vittorio
de Sica en Ladrón de bicicletas; a
esta Roma que se preparaba, triunfal y barroca quizás por última vez, para la
proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María…
En esta Roma, sancta et meretrix, en su estación ferroviaria de Termini, se apeó
un 31 de octubre de 1950 un religioso guaneliano de 37 años.
4 Un lugar en el mundo: Aguilar de Campoo
Aguilar de Campoo. Las
Tuerces y el Cañón de la Horadada atestiguan la presencia del hombre desde hace
unos 50.000 años. En las peñas agujereadas
anidaron las águilas, dominaron con su vuelo los cielos límpidos y dieron
nombre a esta villa palentina que despide la meseta castellana y anuncia la
montaña cántabra.
Vacceos,
arévacos, cántabros, romanos, visigodos y pueblos bereberes pasaron por aquí y
dejaron sus huellas y sus marcas. En 1255, el propio Alfonso X el Sabio, de
paso por Aguilar de Campoo, la declara Villa Realenga. Los Reyes Católicos
instituyen el marquesado de Aguilar de Campoo, uno de los primeros de España,
para los Fernández Manrique. Y Carlos V, distingue al título con la dignidad de
Grandeza de España, la más alta consideración nobiliaria europea, que permite a
sus propietarios tutear al Rey, tratarle de primo y no destocarse en su
presencia. El propio Emperador, de paso por la Villa, quiso visitar la tumba de
Bernardo del Carpio, esforzado y leal caballero, vencedor en Roncesvalles.
Desde entonces, la historia de Aguilar de Campoo estará ligada a estos preclaros
apellidos, Fernández Manrique, que acogieron en su casa al Emperador Carlos V,
y que siguieron con lealtad a sus reyes por las Españas o a los que se
encomendaron misiones delicadas en Roma. Por todo ello, sus sepulcros ocupan un lugar
de honor en el presbiterio de la imponente colegiata gótica.
A
Juan Martín, natural de Aguilar de Campoo, le cupo el honor de haber sido uno
de los 236 marineros que participó en la expedición de Magallanes y Juan
Sebastián Elcano que dio la primera vuelta al mundo. “Primus circumdedisti me”. Fuiste el primero que me diste la vuelta.
Villa
recia e industriosa desde la Edad Media. Un importante barrio judío de
callejuelas, mercaderes y prestamistas se vio diezmado con aquel desdichado
edicto de 1492. La desamortización del siglo XIX acabó con parte o con mucha de
la grandeza monumental del Monasterio de Santa María, de las Claras e incluso
de la propia Colegiata.
En
1881, Eugenio Fontaneda empieza a hacer bizcochos, galletas y chocolates. Es el
origen de una marca sin la cual no puede entenderse esta Villa. La galleta
María, el producto estrella, estaría presente, varias décadas después, en todos
los ultramarinos y tiendas de España y en muchos desayunos de los españoles.
El
siglo XX es pródigo en acontecimientos: Nace un periódico local, El Águila.
Nuevas congregaciones religiosas se asientan: Colegio San Gregorio, Colegio de
la Compasión, Colegio San José. En 1961
concluyen las obras del embalse bajo cuyas aguas quedaron anegadas Villanueva
del Río, Frontada o Renedo de Zalina con sus casas, templos y cementerios. Solo
la imagen querida de la Virgen del Llano
fue salvada a tiempo y entronizada en una nueva capilla.
La
modernidad y el trabajo abundante llegarían Aguilar de la mano de la fábrica Fontaneda.
A esta marca, se unirían también Galletas Gullón y Galletas Fontibre. Todas
ellas convertirían a Aguilar de Campoo en uno de los pueblos más prósperos de
España, y único por su característico olor a galletas recién horneadas.
Villa
aureolada con un patrimonio artístico fuera de serie: Colegiata de San Miguel, ermita de Santa Cecilia, castillo
medieval, monasterios de Santa Mª la Real y Clarisas, casas de los Marqueses de
Aguilar, los Velarde, los Marco Gutiérrez, los Villalobo y los Siete Linajes,
Puerta de Reinosa, Torrejona, Tobalina, Paseo Real y Cascajera… Y Villa con
fama de inquietudes culturales, de rimbombantes juegos florales poéticos por
San Juan, de amantes y amigos del séptimo arte que llenan los cines Campoo y
Amor…
En esta Villa de Aguilar de Campoo, al volante
de un Fiat 1100, hizo su ingreso un 21 de octubre de 1965 un fraile italiano de
52 años.
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