¿Alguien habrá puesto sobre sus manos muertas este poema que un día le dedicó su cuidador y amigo? ¿Alguien le habrá recitado antes de partir para el cementerio estos hermosos versos que para ella escribió el P. Alfonso Martínez? No lo sé.
Cuando hace casi un
año el autor puso en mis manos su amplia producción poética, esta poesía fue una de las que más me gustó y
una de las que copié aparte para no olvidarme de ella. Varios poemas de mi
amigo y poeta estaban dedicados a la discapacidad, pero el titulado “Me gusta pasear con ella”, me cautivó
por su sencillez ferial.
La musa que inspiró
estos versos falleció el pasado 29 de mayo. Se llamaba Luisa, y era una de las
mujeres que vivían en la casa para personas con discapacidad intelectual que
los guanelianos tienen en Palencia.
No puedo decir que
conociese mucho a Luisa, aunque sé quién era por haber coincidido en varias
ocasiones. De ella recuerdo dos cosas, aparentemente antagónicas, su extrema fragilidad
física y su suave y potente sonrisa. En estos días, me ha llegado su foto que
retrata bien su rostro y su vida.
Luisa vivió los
últimos 14 años de su vida en este centro especial. Aquí encontró su lugar en
el mundo, una familia y una casa. También ahora he conocido otro bello poema
que le dedicó, nada más fallecer, su cuidadora, Tere Díaz, una de las personas que
más estrechamente la había tratado. No me extraña, por tanto, que ahora la
extrañe tanto. Ya enferma e ingresada, a
Luisa le permitieron dejar un par de días el hospital para pasarlos en “su
casa”. Fue entonces cuando suplicó y pidió enérgicamente a sus cuidadores que
no la llevasen al hospital y que la dejasen en la “Resi”, la casa tutelada. Y
así se hizo. Tere Díaz recuerda que Luisa, a cada nueva propuesta o sugerencia,
contestaba ‘no’, para cinco minutos más tarde decir ‘sí’, “aunque por pesadas”. O como decía ella: “porque os ponéis tan cabezotas”. Hasta el final, Luisa ha sido
amada humanamente, que es lo mismo que sentía el emperador Adriano a lo largo
de su declive y enfermedad final. Ser amados hasta el final es lo que nos saca
de la selva y nos introduce en un reino de humanidad y cuidados. El homínido
deja atrás las leyes de la selva el día que se decide a cuidar a un semejante
más frágil o el día en que se siente cuidado en su vulnerabilidad.
Luisa, por su
inestabilidad física, tenía que caminar siempre del brazo de otra persona, y,
para que no se hiciera daño en la cabeza, iba tocada con un casco que a ella,
curiosamente, no la afeaba, sino que le daba una cierta elegancia ceremonial.
El padre Alfonso,
en los tiempos en que fue su cuidador, salía de paseo con ella muchas veces,
como si fuese su novia. Y ella caminaba de su brazo y le correspondía con una
sonrisa que no era de este mundo. Esa sonrisa que fue el único tesoro que Eva
sacó del Paraíso, como nos dice el poema.
En esta sociedad de
tanta seriedad y gravedad, de tanta arrogancia y agresividad, andamos tan
escasos de sonrisas que, cuando alguien las prodiga, nos creemos que estamos
ante un pequeño milagro, un derroche de bondad.
Luisa bien puede
ser un ejemplo de esa ‘grandeza’ que poseen las personas con discapacidad
intelectual. Ellas no son las personas ‘inútiles’ que nos quieren hacer creer,
más por ignorancia que por maldad. Ellas aportan a la sociedad muchos valores
de los que la propia sociedad anda escasa y carente: la primacía del corazón
sobre la eficiencia y el pragmatismo inhumanos, la capacidad de perdón, una
manera especial de mirar al otro sin prejuicios, una admiración del otro, pero
no por su inteligencia, su status económico, sino únicamente por su bondad y
empatía.
Por la calle Mayor
de Palencia, aún “veremos” por un tiempo a Luisa del brazo de su educador
Alfonso. Los versos tienen esa capacidad de alargar el tiempo, de perpetuar existencias,
de eternizar instantes. Las palabras no son indiferentes ni insignificantes.
Las palabras prolongan en el tiempo nuestras pequeñas vidas. Mínimas vidas que
fueron capaces de sonreír, que fueron capaces de provocar versos. Como la de
Luisa.
ME GUSTA PASEAR CON ELLA
Voy del brazo con ella.
Soy la sombra de sus desmayos.
Y, aunque no es ciclista,
todos miran el casco que lleva,
y yo me alardeo ufano,
llevando a mi lado tan buena compañera.
Cuando sonríe se ilumina su cara,
parece como si se reflejara en ella el
paraíso,
como si hubiera heredado
el único tesoro que Eva sacó del edén
después de comer la fruta prohibida.
Ella y su sonrisa sí son un tesoro
que yo saco a pasear todos los días.
Cuando estoy en casa,
es mi compañía y la música
que estira las arrugas en mi plancha.
Le hice una foto con el móvil
y desde entonces la llevo de fondo de
pantalla.
Es presumida y coqueta,
a veces, hasta caprichosa,
pero me encanta pasear con ella.
Tiene un año menos que yo
pero cien más en dulzura y paciencia.
Sabe poner al dolor
un silencio misterioso que me supera,
y cuando no sabe qué decir,
la sonrisa le abre de par en par
las puertas del alma,
y entonces veo en ella
la belleza de lo sencillo,
la grandeza de lo humano,
el delirio de lo divino.
Y es que me gusta pasear con ella,
con sus zapatos de oro, “made in Italy”,
como si fuera una cenicienta…
Me gusta que la miren.
No es mi novia.
Pero como si lo fuera.
(Alfonso
Martínez)
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