domingo, 30 de mayo de 2021

El Papa como Patria. El mundo como Patria

 LA OPCIÓN GUANELIANA

12.-. El Papa como Patria. El mundo como Patria

Arropados por una comunidad y, al mismo tiempo, abiertos al mundo.

“Vuestra Patria es el mundo entero” (L.G.)




Se nos llena la boca de globalidad, multiculturalidad y otras ‘boniteces’, pero la xenofobia crece a sus anchas, los países blindan sus fronteras, y se levantan muros y vallas por doquier, lo mismo en la frontera con México, en Palestina o en Melilla.

Muchos, con razón, denuncian que la globalidad sólo sirve a las finanzas, es decir, los capitales se mueven libremente, sin trabas y sin fronteras, pero no así las personas. ¡Una globalidad con pasaportes y sin alma!

Sin embargo, la pandemia nos ha hecho caer en la cuenta de la realidad de nuestra interdependencia. Un coronavirus surgido en un remoto rincón de la ciudad de Wuhan se propagó a velocidades increíbles por todos los países, dejando un rastro de muerte y enfermedad y una economía diezmada. Esto debería llevarnos a reflexionar sobre la interdependencia de todos. Decimos que el mundo y la economía son globales (también hemos visto que la enfermedad lo es) y, sin embargo, todavía funcionamos con gobiernos locales. La Organización de las Naciones Unidas parece quedar reducida a un ‘cofre de buenas intenciones’. La interdependencia es la conciencia y la sensibilidad de que, o trabajamos juntos en los principales puntos de la agenda global, o el mundo estará destinado a constantes tensiones y a continuas injusticias. El problema del hambre, de los derechos humanos, del cambio climático, del papel de la mujer, de los recursos hídricos, de las tensiones fronterizas, de la justicia universal, de los populismos excluyentes, del terrorismo internacional, de los movimientos migratorios… todo ello es a una invitación a trabajar juntos.

Todo creyente guaneliano está llamado a pensar en términos de Reino de Dios y Patria Universal. Todo católico es miembro de una comunidad de creyentes de la cual el Papa es su pastor y guía, la garantía de verdad y de continuidad a lo largo del tiempo. En cualquier rincón del planeta, un católico reconoce una eucaristía, un gesto de bendición, el dulce rostro de María en un altar, un rosario en las manos de una mujer, una procesión de Corpus Christi, el canto del Pange Lingua, la figura blanca del Papa. Un católico indio o congoleño entra en una iglesia de un barrio de París, y se siente en casa. Un turista español entra en la iglesia de San Antonio de Padua, de Estambul, y reconoce su hogar espiritual.

Cada creyente, por su pasaporte, es ciudadano de un Estado, pero también miembro de un Reino de Dios que se va edificando ya en esta tierra y que se reconoce en cualquier lugar. Allí donde se reúne un grupo de cristianos, allí donde un cristiano siembra su testimonio, allí crece la semilla del Reino. Estamos en el mundo, somos españoles o chilenos, pero al mismo tiempo pertenecemos al Reino de Dios.

Enmanuel Carrère termina su libro El Reino narrando un episodio de su vida, en ese momento en que aún era cristiano. Acudió a una celebración de El Arca, fundada por Jean Vanier. Al final de la misa, los chicos con discapacidad se pusieron a bailar. Él se sentía cohibido y un poco ridículo en medio de esa algarabía. Una chica con síndrome de Down le sacó a bailar. Abandonó la timidez y se entregó a los movimientos de la danza, pero sobre todo a la alegría contagiosa que lo envolvía. Fue entonces cuando pensó: “Esto es el Reino”.

Entre 1842 y 1915, fechas del nacimiento y de la muerte de Luis Guanella, Italia vivió en estado de permanente vaivén político. Para muestra, un botón: Su abuelo fue suizo; su padre vivió durante el imperio francés napoleónico; Luis, bajo el dominio austriaco, los sobrinos de Luis, fueron italianos.

Luis Guanella, al igual que otros muchos católicos de su época, tuvo su corazón dividido entre la exaltación de la Unificación Italiana y la defensa de los derechos pontificios. Es el momento de la fractura entre Italia y los Estados Pontificios. Los sentimientos nacionalistas fueron ganando terreno. Y el entusiasmo por la nación italiana fue creciendo en todas las direcciones. Todas las ciudades que habían permanecido bajo Los Estados Pontificios pasaron a formar parte del Reino de Italia. Don Guanella no se sintió invadido por este sentimiento nacionalista, y él mismo se ‘construyó’ una propia patria bajo la protección del Papa. En ese momento de tantas defecciones y ataques al Romano Pontífice, supo mantenerse leal al Papa. “Nuestro dulce Vicario de Cristo en la Tierra”, como lo denominaba, un poco pomposamente, es una expresión de apego y de cariño hacia el Obispo de Roma. Legalmente era un italiano, pertenecía al Reino de Italia, pero él se reconocía como miembro de otro Reino. Como cualquier cristiano, él sabía que se puede ser ciudadano de este o aquel país, de un reino o de una república, pero lo que cuenta para un creyente de veras es ese Reino que se construye ladrillo a ladrillo, paso a paso, siembra a siembra. Un Reino dentro del reino. El cariño y la cercanía de Luis Guanella por el Pontífice son de una sinceridad y de una lealtad incuestionables. No está de más recordar que en el último siglo, la estatura moral de los pontífices ha sido verdaderamente impresionante, hasta convertirse en los únicos líderes universales respetados por creyentes de todas las confesiones y no creyentes. El Papa es el ‘perfil’, el rostro visible en esta Tierra de ese Reino que los católicos construyen con sus obras. Un creyente guaneliano, en el fondo, sabe que no posee otra bandera ni otro señor. Eso da un sentido de universalidad impresionante.

Un católico, lo dice la misma palabra, es universal. Creyente de un Reino sin fronteras. Y ciudadano de una Tierra de hermanos. En estos tiempos que corren, en que ciertas ideologías en boga y ciertos discursos vuelven a la carga con sus ‘reinos privados’ amurallados, circunscritos al territorio nacional, o en que algunas regiones ricas, basándose en identidades de saldo que enmascaran un discurso supremacista y un nulo deseo de compartir la riqueza, resulta alentador saberse miembro de otro Reino que germina lentamente, paso a paso, y que no se identifica ni con banderas, ni con pasaportes, ni con ADN’s, supuestamente puros. El creyente sabe que pertenece a una comunidad que traspasa fronteras y de la que forman parte el campesino filipino, el pescador ghanés, el informático de Silicon Valley y el poeta noruego. Una comunidad unida por una fe, pero también por una determinada moral, por una liturgia y por el Papa.

Existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los católicos, a todos los cristianos y a todos los creyentes. Y existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los hombres y mujeres del mundo, independientemente de su raza, su pasaporte, su edad, su opción sexual, su pensamiento político y su credo. Ya Montesquieu, en el siglo XVIII había escrito que “antes que francés, soy un ser humano, porque soy un ser humano por necesidad, mientras que soy francés solo por azar”

El creyente sabe que su comunidad no puede estar blindada con cerrojos y vallas, sino abierta a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y en la que los pobres, por su propia pobreza, sea del tipo que sea, pueden llamar a la puerta y sentirse acogidos. Es más, cada pobre, por el hecho de tener un rostro (¡el rostro humano es una hierofanía¡), puede sentirse miembro del Reino de Dios y de la Patria Universal.

Una de las frases más conocidas de Don Guanella, repetida hasta la saciedad, es: “Vuestra patria es el mundo entero”. Ya no hay naciones, ya no hay tribus, ya no hay lenguas, ya no hay etnias. El Mundo entero es nuestra unidad territorial. El Mundo es la medida de nuestro Hogar y  la medida de nuestro Reino. No hay otra. Todo lo demás son nacionalismos engañosos y trasnochados. Identidades falsas; muchas veces, identidades del odio.

Creer verdaderamente que el mundo entero es nuestra patria, es creer que ni los pasaportes, ni los credos, ni los idiomas, ni los sistemas políticos, ni las ideologías tienen la última palabra. La última palabra la tiene cada ser humano, con su rostro, su nombre y su historia. El ser humano es sagrado porque es hijo de Dios, de mi misma familia, capaz de una dignidad que no puede ser aplastada en ningún caso. Todo ser humano lleva mi propio apellido y mi propia sangre. Esto hace que se desmoronen todas nuestras etiquetas, encasillamientos, racismos, xenofobias, nacionalismos... Todo esto nos sitúa en la fraternidad de los hijos de Dios que se reúnen a partir y a compartir el pan y el Pan.

En estos tiempos en que las ideologías fuertes vuelven a prosperar en el pensamiento y en el sentimiento de millones de seres humanos, ideologías con aspiración a ocupar ese nicho vacío, antes ocupado por la religión y el sentido trascendente del ser humano, se hará cada vez más perceptible la hostilidad creciente a los creyentes, precisamente por su catolicidad, por su universalidad y por su poca docilidad para admitir componendas con quienes quieren despojar al ser humano de su sacralidad y convertirlo en un número de una masa, ganado fácil de conducir. La tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una constante del espíritu humano”, decía Jean-François Revel. Y Juan Manuel de Prada apostillaba que “Todas las ideologías totalitarias que en el mundo han sido aspiran a crear un ‘hombre nuevo’ que se amolde a sus postulados”. Y por Chesterton sabemos que “Cuando el hombre deja de creer en Dios, empieza a creer en cualquier cosa”.

En estos tiempos, decíamos, el creyente guaneliano se sabe al resguardo de estas idolatrías, bajo la garantía y la certeza de Roma y la del Papa que en cada momento tripula la barca de Pedro. Pero también el creyente guaneliano se sabe convocado y alentado para construir, tal vez con las mismas piedras que sirven a muchos para sus lapidaciones, una nueva y ancha Patria, la de la Fraternidad Universal en la que creyentes y no creyentes trabajan por un mundo mejor, un mundo que nunca podrá ser una masa amorfa, una colectividad indistinta, sino la suma de individualidades sagradas de cada hombre y cada mujer con su nombre, su rostro y su historia. No olvidemos nunca que cuando al ser humano se le convierte en cosa, se puede hacer con él lo que se quiera, también eliminarlo. El ser humano ‘es’, y no solo está.

Cada ser humano se puede sentir, a la vez, ciudadano de varias ‘patrias’ que se complementan y no se excluyen, salvo cuando, ante un dilema moral, es preciso elegir. Y la opción de un creyente debe estar presidida, no en atención a un yo, sino en atención a un nosotros. Otra vez, Montesquieu nos dice: “Si supiera de alguna cosa que me fuese útil y que resultara perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si supiera de alguna cosa útil para mi familia, pero que no lo fuese para mi patria, trataría de olvidarla. Si supiera de alguna cosa útil para mi patria, pero perjudicial para Europa y para el género humano, la consideraría un crimen”.

En Abu Dabi, el 4 de febrero de 2019, el Papa Francisco y el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb firmaron un documento para la Fraternidad Universal. Lo expresaron con gran belleza: “La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, especialmente las más necesitadas y pobres… En el nombre de Dios, asumimos la cultura del diálogo como camino; la colaboración como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio”.

 


Próximo domingo: Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé


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