LA OPCIÓN GUANELIANA
12.-. El Papa como Patria.
El mundo como Patria
Arropados por una comunidad y, al
mismo tiempo, abiertos al mundo.
“Vuestra Patria es el
mundo entero” (L.G.)
Se nos llena la boca de globalidad,
multiculturalidad y otras ‘boniteces’, pero la xenofobia crece a sus anchas, los
países blindan sus fronteras, y se levantan muros y vallas por doquier, lo
mismo en la frontera con México, en Palestina o en Melilla.
Muchos, con razón, denuncian que la
globalidad sólo sirve a las finanzas, es decir, los capitales se mueven
libremente, sin trabas y sin fronteras, pero no así las personas. ¡Una globalidad
con pasaportes y sin alma!
Sin embargo, la pandemia nos ha hecho
caer en la cuenta de la realidad de nuestra interdependencia. Un coronavirus
surgido en un remoto rincón de la ciudad de Wuhan se propagó a velocidades
increíbles por todos los países, dejando un rastro de muerte y enfermedad y una
economía diezmada. Esto debería llevarnos a reflexionar sobre la
interdependencia de todos. Decimos que el mundo y la economía son globales (también
hemos visto que la enfermedad lo es) y, sin embargo, todavía funcionamos con
gobiernos locales. La Organización de las Naciones Unidas parece quedar reducida
a un ‘cofre de buenas intenciones’. La
interdependencia es la conciencia y la sensibilidad de que, o trabajamos juntos
en los principales puntos de la agenda global, o el mundo estará destinado a constantes
tensiones y a continuas injusticias. El problema del hambre, de los derechos
humanos, del cambio climático, del papel de la mujer, de los recursos hídricos,
de las tensiones fronterizas, de la justicia universal, de los populismos
excluyentes, del terrorismo internacional, de los movimientos migratorios… todo
ello es a una invitación a trabajar juntos.
Todo creyente guaneliano está llamado
a pensar en términos de Reino de Dios y Patria Universal. Todo católico es
miembro de una comunidad de creyentes de la cual el Papa es su pastor y guía,
la garantía de verdad y de continuidad a lo largo del tiempo. En cualquier
rincón del planeta, un católico reconoce una eucaristía, un gesto de bendición,
el dulce rostro de María en un altar, un rosario en las manos de una mujer, una
procesión de Corpus Christi, el canto del Pange Lingua, la figura blanca del
Papa. Un católico indio o congoleño entra en una iglesia de un barrio de París,
y se siente en casa. Un turista español entra en la iglesia de San Antonio de
Padua, de Estambul, y reconoce su hogar espiritual.
Cada creyente, por su pasaporte, es ciudadano
de un Estado, pero también miembro de un Reino de Dios que se va edificando ya
en esta tierra y que se reconoce en cualquier lugar. Allí donde se reúne un
grupo de cristianos, allí donde un cristiano siembra su testimonio, allí crece
la semilla del Reino. Estamos en el mundo, somos españoles o chilenos, pero al
mismo tiempo pertenecemos al Reino de Dios.
Enmanuel Carrère termina su libro El Reino narrando un episodio de su
vida, en ese momento en que aún era cristiano. Acudió a una celebración de El
Arca, fundada por Jean Vanier. Al final de la misa, los chicos con discapacidad
se pusieron a bailar. Él se sentía cohibido y un poco ridículo en medio de esa
algarabía. Una chica con síndrome de Down le sacó a bailar. Abandonó la timidez
y se entregó a los movimientos de la danza, pero sobre todo a la alegría
contagiosa que lo envolvía. Fue entonces cuando pensó: “Esto es el Reino”.
Entre 1842 y
1915, fechas del nacimiento y de la muerte de Luis Guanella, Italia vivió en
estado de permanente vaivén político. Para muestra, un botón: Su abuelo fue
suizo; su padre vivió durante el imperio francés napoleónico; Luis, bajo el
dominio austriaco, los sobrinos de Luis, fueron italianos.
Luis Guanella,
al igual que otros muchos católicos de su época, tuvo su corazón dividido entre
la exaltación de la Unificación Italiana y la defensa de los derechos
pontificios. Es el momento de la fractura entre Italia y los Estados Pontificios.
Los sentimientos nacionalistas fueron ganando terreno. Y el entusiasmo por la
nación italiana fue creciendo en todas las direcciones. Todas las ciudades que
habían permanecido bajo Los Estados Pontificios pasaron a formar parte del
Reino de Italia. Don Guanella no se sintió invadido por este sentimiento
nacionalista, y él mismo se ‘construyó’ una propia patria bajo la protección
del Papa. En ese momento de tantas defecciones y ataques al Romano Pontífice,
supo mantenerse leal al Papa. “Nuestro
dulce Vicario de Cristo en la Tierra”, como lo denominaba, un poco
pomposamente, es una expresión de apego y de cariño hacia el Obispo de Roma.
Legalmente era un italiano, pertenecía al Reino de Italia, pero él se reconocía
como miembro de otro Reino. Como cualquier cristiano, él sabía que se puede ser
ciudadano de este o aquel país, de un reino o de una república, pero lo que
cuenta para un creyente de veras es ese Reino que se construye ladrillo a
ladrillo, paso a paso, siembra a siembra. Un Reino dentro del reino. El cariño
y la cercanía de Luis Guanella por el Pontífice son de una sinceridad y de una
lealtad incuestionables. No está de más recordar que en el último siglo, la
estatura moral de los pontífices ha sido verdaderamente impresionante, hasta
convertirse en los únicos líderes universales respetados por creyentes de todas
las confesiones y no creyentes. El Papa es el ‘perfil’, el rostro visible en
esta Tierra de ese Reino que los católicos construyen con sus obras. Un
creyente guaneliano, en el fondo, sabe que no posee otra bandera ni otro señor.
Eso da un sentido de universalidad impresionante.
Un católico, lo
dice la misma palabra, es universal. Creyente de un Reino sin fronteras. Y
ciudadano de una Tierra de hermanos. En estos tiempos que corren, en que
ciertas ideologías en boga y ciertos discursos vuelven a la carga con sus
‘reinos privados’ amurallados, circunscritos al territorio nacional, o en que
algunas regiones ricas, basándose en identidades de saldo que enmascaran un
discurso supremacista y un nulo deseo de compartir la riqueza, resulta
alentador saberse miembro de otro Reino que germina lentamente, paso a paso, y
que no se identifica ni con banderas, ni con pasaportes, ni con ADN’s,
supuestamente puros. El creyente sabe que pertenece a una comunidad que
traspasa fronteras y de la que forman parte el campesino filipino, el pescador
ghanés, el informático de Silicon Valley y el poeta noruego. Una comunidad
unida por una fe, pero también por una determinada moral, por una liturgia y
por el Papa.
Existe una consanguinidad
de espíritu que nos une a todos los católicos, a todos los cristianos y a todos
los creyentes. Y existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los
hombres y mujeres del mundo, independientemente de su raza, su pasaporte, su
edad, su opción sexual, su pensamiento político y su credo. Ya Montesquieu, en
el siglo XVIII había escrito que “antes
que francés, soy un ser humano, porque soy un ser humano por necesidad,
mientras que soy francés solo por azar”
El creyente sabe
que su comunidad no puede estar blindada con cerrojos y vallas, sino abierta a
todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y en la que los pobres, por su
propia pobreza, sea del tipo que sea, pueden llamar a la puerta y sentirse
acogidos. Es más, cada pobre, por el hecho de tener un rostro (¡el rostro
humano es una hierofanía¡), puede sentirse miembro del Reino de Dios y de la
Patria Universal.
Una de las
frases más conocidas de Don Guanella, repetida hasta la saciedad, es: “Vuestra patria es el mundo entero”. Ya
no hay naciones, ya no hay tribus, ya no hay lenguas, ya no hay etnias. El Mundo
entero es nuestra unidad territorial. El Mundo es la medida de nuestro Hogar
y la medida de nuestro Reino. No hay
otra. Todo lo demás son nacionalismos engañosos y trasnochados. Identidades
falsas; muchas veces, identidades del odio.
Creer
verdaderamente que el mundo entero es nuestra patria, es creer que ni los
pasaportes, ni los credos, ni los idiomas, ni los sistemas políticos, ni las
ideologías tienen la última palabra. La última palabra la tiene cada ser
humano, con su rostro, su nombre y su historia. El ser humano es sagrado porque
es hijo de Dios, de mi misma familia, capaz de una dignidad que no puede ser
aplastada en ningún caso. Todo ser humano lleva mi propio apellido y mi propia
sangre. Esto hace que se desmoronen todas nuestras etiquetas, encasillamientos,
racismos, xenofobias, nacionalismos... Todo esto nos sitúa en la fraternidad de
los hijos de Dios que se reúnen a partir y a compartir el pan y el Pan.
En estos
tiempos en que las ideologías fuertes vuelven a prosperar en el pensamiento y
en el sentimiento de millones de seres humanos, ideologías con aspiración a
ocupar ese nicho vacío, antes ocupado por la religión y el sentido trascendente
del ser humano, se hará cada vez más perceptible la hostilidad creciente a los
creyentes, precisamente por su catolicidad, por su universalidad y por su poca
docilidad para admitir componendas con quienes quieren despojar al ser humano
de su sacralidad y convertirlo en un número de una masa, ganado fácil de
conducir. “La tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una
constante del espíritu humano”, decía Jean-François Revel. Y Juan Manuel de Prada
apostillaba que “Todas las ideologías
totalitarias que en el mundo han sido aspiran a crear un ‘hombre nuevo’ que se
amolde a sus postulados”. Y por Chesterton sabemos que “Cuando el hombre deja de creer en Dios, empieza a creer en cualquier
cosa”.
En estos
tiempos, decíamos, el creyente guaneliano se sabe al resguardo de estas
idolatrías, bajo la garantía y la certeza de Roma y la del Papa que en cada momento
tripula la barca de Pedro. Pero también el creyente guaneliano se sabe
convocado y alentado para construir, tal vez con las mismas piedras que sirven
a muchos para sus lapidaciones, una nueva y ancha Patria, la de la Fraternidad
Universal en la que creyentes y no creyentes trabajan por un mundo mejor, un
mundo que nunca podrá ser una masa amorfa, una colectividad indistinta, sino la
suma de individualidades sagradas de cada hombre y cada mujer con su nombre, su
rostro y su historia. No olvidemos nunca que cuando al ser humano se le
convierte en cosa, se puede hacer con él lo que se quiera, también eliminarlo.
El ser humano ‘es’, y no solo está.
Cada ser humano
se puede sentir, a la vez, ciudadano de varias ‘patrias’ que se complementan y
no se excluyen, salvo cuando, ante un dilema moral, es preciso elegir. Y la
opción de un creyente debe estar presidida, no en atención a un yo, sino en
atención a un nosotros. Otra vez, Montesquieu nos dice: “Si supiera de alguna cosa que me fuese útil y que resultara
perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si supiera de alguna
cosa útil para mi familia, pero que no lo fuese para mi patria, trataría de
olvidarla. Si supiera de alguna cosa útil para mi patria, pero perjudicial para
Europa y para el género humano, la consideraría un crimen”.
En Abu Dabi, el
4 de febrero de 2019, el Papa Francisco y el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb firmaron
un documento para la Fraternidad Universal. Lo expresaron con gran belleza: “La fe lleva al creyente a ver en el otro a
un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el
universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su
misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana,
protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas,
especialmente las más necesitadas y pobres… En el nombre de Dios, asumimos la
cultura del diálogo como camino; la colaboración como conducta; el conocimiento
recíproco como método y criterio”.
Próximo domingo: Para
acabar: Tras la bandera del Arca de Noé
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