Algunos de mis
contactos de whatsapp han colgado en los últimos días una imagen del Corazón de
Jesús en su estado. El hecho de que una televisión pública (pagada por todos) hiciera burla de una imagen devocional ha suscitado en muchos creyentes el deseo de
mostrar en sus redes sociales el respeto que esta imagen les merece. No vale la
pena gastar un minuto en condenar conductas poco respetuosas. Probablemente ni
siquiera la presentadora en cuestión era consciente de ello; tal vez esto hay
que achacarlo al ‘todo vale y todo da lo mismo’ de la sociedad actual.
Sí que merece
la pena (no hay mal que por bien no venga), en cambio, escribir unas líneas
sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que se extendió por todo el orbe
católico, y que modeló la espiritualidad de toda una época, introduciendo
ternura, dulzura, misericordia y compasión en los corazones de muchos creyentes,
precisamente porque el corazón de Jesús había sido ‘descubierto’ como un corazón tierno, dulce, misericordioso y
compasivo.
Desde que el
mundo es mundo, el hombre ha sentido que su corazón es el cofre donde se
guardan los sentimientos: la alegría, la ira, la venganza, la paz, el dolor y
el amor. Es verdad que las emociones se generan en el cerebro, pero todo el
cuerpo las siente, especialmente el corazón. De esta manera, nos sale del
corazón hacer una obra buena. Tenemos el corazón en un puño cuando andamos
inquietos e inseguros. Rompemos el corazón a alguien cuando dejamos de amarle.
No tenemos corazón cuando nos mostramos insensibles. Cuando somos sinceros
decimos que hablamos con el corazón en la mano. De una persona a la que pueden
sus sentimientos decimos que es todo corazón. Tocamos el corazón de alguien
cuando le conmovemos. Se nos encoge el corazón por la tristeza o el miedo.
Abrimos el corazón a alguien cuando le confiamos o confesamos algo muy
personal. Y cuando una persona es muy buena decimos que no le cabe el corazón
en el pecho.
Los primeros
cristianos guardaban memoria de la pasión de Jesús sufrida en el Calvario y del
acto final de esta tortura que no fue otro sino el momento en que un soldado
(la tradición dice que llamado Longinos) atravesó con su lanza el corazón de
Jesús, certificando así su muerte, pero también su entrega total, hasta la
última gota de su sangre, por todos a los que había amado y amaría en el mundo.
Pero en la
larga tradición del cristianismo, fueron muchos los que pusieron su empeño en mostrar
la omnipotencia y la omniscencia de Dios. Un Dios justiciero, sentado en su
trono como un rey a la espera del Juicio Final inapelable. Un Dios terrible e implacable
que guardaría memoria de cada uno de nuestras malas obras, palabras y
pensamientos.
El 27 de
diciembre de 1673, a la monja salesa, Margarita Alacoque, en el monasterio de
Paray-le-Monial el Señor se le apareció por primera vez y le permitió que reposase
su cabeza sobre su pecho. Y le mostró la primera representación del Corazón de
Jesús: “un corazón como un trono en
llamas, esplendoroso como el sol, con la llaga, rodeado de una corona de
espinas y coronado con una cruz”.
Independientemente
de estas apariciones misteriosas y de esta imágenes pías, lo que es más
importante y lo que Margarita y todos los santos y teólogos se ocuparon de
transmitir y difundir en adelante es que Dios tenía un corazón que sufría y se
encogía, se rompía con el sufrimiento de los hombres, y rebosaba de gozo con
los gozos de sus hijos. Dios no tenía un corazón de piedra, sino un corazón de
carne, como el de cualquier humano, abierto al perdón y a la compasión. Todos
podían acercarse a su corazón y encontrar descanso en su pecho. Él aliviaría el
dolor de los agobiados por la vida.
Era un cambio
de paradigma en la forma de ver a Dios: el corazón de Jesús latía al unísono
con cada corazón humano. Y cada creyente o no creyente podía reposar su cabeza
en el pecho misericordioso de Jesús. Era una espiritualidad que apelaba al
sentimiento, a la afectividad, a la relación íntima y amorosa con Jesús. El
corazón de Jesús bien podía comprender nuestro corazón tan voluble y tan
variable que oscila entre la compasión y la rabia, la dicha y la amargura, la
traición y el perdón, el amor y el desamor, la ternura y la insensibilidad, la
dulzura y el aspereza.
Por ello, las
gentes sencillas, las gentes que lloraban por el hijo al que no podían saciar su
hambre, o por el hijo que iba a la guerra. Las gentes sencillas que trabajaban
de sol a sol, o que eran víctimas de los señores injustos de cada momento, que
no podían pagar las medicinas o tener más que una choza como vivienda,
sintieron que podían reposar su cabeza sobre el pecho de Jesús. Jesús no era
solo un Rey, un Creador, Señor Omnipotente de la vida y de la muerte. Era el
padre amoroso, el hermano para siempre, el compañero compasivo del camino. La
devoción al Corazón de Jesús arraigó en los creyentes con mucha fuerza y ahí ha
permanecido hasta el día de hoy.
Después de
Santa Margarita Alacoque, otros muchos difundieron esta devoción. Los jesuitas
con su potente capacidad de transmisión hicieron lo suyo. Ya en 1883, de forma
solemne, aceptaron la “suave carga de
Jesucristo de practicar, promover y propagar la devoción a su divinísimo
Corazón”. Por otro lado, las apariciones en Valladolid al P. Bernardo Hoyos
y su labor constante por difundir el mensaje del Corazón de Jesús contribuyeron
mucho a esta devoción en España. Este es
el motivo por el que la catedral de Valladolid esté coronada con la imagen del
Corazón de Jesús. En el Cerro de los Ángeles, en el corazón geográfico de
España, se levantó el templo dedicado al Corazón de Jesús. En 1919 el Rey
Alfonso XIII consagró España a su Corazón.
En todos los países surgieron grandes templos dedicados al Corazón de Jesús. El Sacre Coeur de París, en el barrio de Montmartre, dominando toda la urbe, puede servir de ejemplo. Las esculturas del corazón de Jesús (multiplicadas por las copias realizadas en escayola) inundaron cada templo que reservó un altar para esta devoción. Se levantaron columnas y monumentos coronados con esta misma imagen en muchas plazas. En las puertas de las casas se clavaba una placa y la plegaria “En vos confío”. La imagen del corazón de Jesús fue entronizada en muchos hogares. Y la jaculatoria “Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío” fue una súplica constante en millones de bocas. Y las estampitas de papel estaban en todas las casas, en los libros, en los bolsillos, en las carteras, en las mesillas de noche, en las paredes y en los escaparates de las tiendas. El almanaque del Corazón de Jesús es aún hoy en día un clásico en las papelerías de España. La Iglesia estableció el mes de junio como mes del Corazón de Jesús y fijó su festividad el primer viernes que sigue al segundo domingo después de Pentecostés.
Estas
estampitas han llegado hasta nuestros días prácticamente invariables. Y son más
que un trozo de papel barato. Seguirán ahí, cuando nosotros hayamos
desaparecido, porque siempre habrá hombres y mujeres con el corazón roto por la
vida, con el corazón en un puño por la inquietud, encogido por el miedo y la
tristeza que ‘mirarán al que traspasaron’
con la poca o mucha fe que les quede, y que buscarán la paz y la serenidad en
un Dios compasivo. Una paz y una compasión que no les dio el mundo, ni su
prójimo. Y hartos de las palabras mentirosas y de los actos traicioneros de
otros hombres que les arruinaron la vida, seguirán pasando sus dedos amorosos
sobre la estampita del Corazón de Jesús.