jueves, 29 de mayo de 2025

60 años de arquitectura guaneliana

 


Hace unas semanas recibí la tradicional convocatoria para el encuentro de exalumnos del Colegio San José, en Aguilar de Campoo. En la carta se decía también que el encuentro podría llevarse a cabo en el mismo edificio que nos vio como niños y adolescentes. El Colegio cerró sus puertas hace muchos años –ahora funciona como residencia de ancianos y taller de la Fundación Santa María la Real- pero la actual dirección ha tenido a bien ceder por unas horas un salón del colegio para celebrar esta reunión.

Después, mucho después, la vida fue por donde fue. Y los caminos se encontraron unas veces, y se bifurcaron otras. Pero esto nunca me impedirá reconocer la magnífica huella, la impronta que los guanelianos –los italianos, como todo el mundo los conocía- dejaron en mi carácter y en mi manera de ver la vida y mirar el mundo. Conformaron mi osatura y mi arquitectura humana, por lo cual nunca podré entenderme a mí mismo sin utilizar una categoría sin la cual no puedo entenderme: guanelianidad.

Los guanelianos llegaron a España en 1965, hace ahora justo 60 años. Y yo llegué al 'Mundo Guanella' en 1971. No debe estar de moda, ni ser de buen tono o buen gusto, o incluso políticamente correcto, hablar bien de tus maestros o educadores. En cambio, despotricar y echar la culpa de nuestros complejos o de nuestras fracasos y límites a los que un día nos guiaron en la escuela, sí que es moneda común por estos pagos. Pero como no puedo faltar a la verdad y a la justicia, tengo, por fuerza, que hablar bien de cuantos me educaron, formaron, instruyeron, e incluso 'domesticaron', por utilizar un término de El Principito.

Se ha dicho repetidas veces que, cuando los guanelianos desembarcaron en España, vinieron con el mejor equipo posible, la mejor ‘squadra’, sino azzurra, sí guaneliana: Vincenzo Simione, Adelio Antonelli, Aldo Recco, Leo Bigelli, Alfonso Crippa, Mario Nava, Bruno Capparoni, Mario Bellarini, Jose Cantoni, Bautista Pagani, Ezio Canzi... ¿Van 11? Y también algún reserva o en el banquillo, que ahora no recuerdo... y dos estupendas ‘socorristas’, sor Clelia y sor Antonina. Y sin duda, como entrenador, el Hno. Juan Vaccari, que no era el superior del Colegio San José, pero era un hombre ‘superior', y que moriría muy joven en un accidente de coche en 1971, dejándonos a todos en estado de admiración permanente hacia una vida edificada con los ladrillos de la servicialidad, la alegría y la oración.  No nos equivocábamos de niños cuando pensábamos que el hermano Juan era un santo. De hecho, su proceso de beatificación anda ahora en el Vaticano.

Frente a la moral ultracatólica de las parroquias mesetarias y pueblerinas de aquellos años, frente a la disciplina militar de tantos internados dirigidos por curas casposos y monjas amargadas, los "italianos" nos enseñaron una 'religión’ de un Dios Padre más bueno que el pan y más maternal que una madre, que nos quiere a ciegas, que nos acoge con los brazos abiertos, que nos perdona los pecadillos y los pecadazos, y que se asoma, cada mañana, a ver si, por un casual, estamos de regreso a casa, después de haber dilapidado nuestra existencia en las posadas del desvarío y la ruindad.

Llegué –llegamos- a un Colegio que era un mundo de posibilidades, un universo de oportunidades, especialmente para los ‘paletos’ venidos de pueblos donde Cristo perdió el zapato: el aliciente del crecimiento intelectual, la curiosidad por el saber, el disfrute de la música, con el descubrimiento de los últimos discos, pero también con la música clásica, el esfuerzo placentero del deporte y sus olimpiadas, el teatro y la poesía, los campamentos veraniegos, las excursiones, el cine de los domingos, la formación de grupos y su magnífico hallazgo de la amistad, la fiesta del Beato, las filminas, los paseos a las Tuerces y alrededores, las milhojas o los pepitos de muchos domingos bajo los soportales de la Plaza Mayor o por la Cascajera, los juegos en el patio, las canciones en varios idiomas, los concursos culturales, las comidas variadas de gastronomía italo-española, los festivales navideños del cine Campoo, las míticas semanas de la Juventud cuando nos uníamos a todos los y las jóvenes de los colegios de Aguilar, que eran un sobresalto para el corazón y las hormonas efervescentes de la edad…

Pero sin duda, lo más valioso y auténtico era el trato afectuoso, el tono de confianza, esa fe y esa ilusión que cada día nuestros educadores demostraban que sentían por los alumnos y sus circunstancias. El hecho de que todas las puertas del Colegio careciesen de cerradura y de llave, es probablemente la metáfora que mejor explica una educación abierta y de gran confianza en cada alumno, con su nombre y sus apellidos y su historia personal y familiar.

Se respiraba en el Colegio San José un equilibrio en la educación, una traducción del famoso ‘Pan y Señor’ al ámbito educativo: nos inculcaban que creyésemos en nosotros mismos, sin complejos, pero sin que se nos subiesen los humos. Nos animaban a destacar en algo, pues todo ser humano necesita el reconocimiento, aunque sea en una pequeña parcela: en las notas escolares, en la religiosidad, en el deporte, en la música, en el teatro, en la pintura, en la devoción, en la capacidad de liderazgo, en la alegría, en la disponibilidad, en el servicio…

Pero había exigencia, mucha exigencia. Una exigencia que entonces nos podía parecer latosa, y que nos sacaban la rebeldía y el enfado más de una vez, pero que, con el paso del tiempo, he podido apreciar y valorar como lo más importante en la formación. Si podíamos dar diez y sólo dábamos ocho, nos consideraban como 'defraudadores' de la sociedad. Perder el tiempo era un pecado a confesar. Eran exigentes, empezando por la limpieza del Colegio (cada uno de nosotros era responsable de limpiar una parte). Exigentes con el orden, el aseo, el esfuerzo personal, la meditación matutina. Y verdaderamente implacables con el estudio, la atención y el esfuerzo intelectual. Exigentes también, y mucho, con el crecimiento espiritual, con los progresos en la ayuda a los demás. Y exigentes en la crítica hacia uno mismo, o como se decía antes, con el examen de conciencia nocturno, que debía ser serio y consecuente.

Y nos educaban o 'catequizaban' (y aquí el verbo no tiene una connotación negativa), en los valores del compartir, del ayudar a los más débiles, y de ser generosos con los lejanos, con los pobres del mundo. Recuerdo como si fuese hoy, aquellas campañas contra el hambre en que, por primera vez, aparecieron ante nuestros ojos las fotos en blanco y negro de los niños panzudos de Biafra. Debíamos sacrificar una golosina o una bolsa de pipas y contribuir con nuestras pocas monedas a engordar la hucha solidaria. Y debíamos también experimentar lo que era ‘ayunar’ la merienda, para que, aunque simbólicamente, supiésemos lo que era el hambre. Todo ello explica que, más de una vez, un educador se mostrase iracundo cuando tirábamos algo de comida: "Es un puñetazo en el ojo de la Providencia", clamaba. Y esto nos acongojaba, porque una cosa era darle un patadón en la espinilla al adversario en el partido de fútbol, y otra distintas propinar un puñetazo en el ojo a la mismísima Providencia. Para mi generación, ‘los niños de Biafra’ serán la imagen del hambre que azotará eternamente al mundo. Pero también, y unido a ello, una lección para toda la vida: cada uno de nosotros es responsable de esa ‘hambre’ y de todas las ‘hambres’ del mundo, y por lo tanto, puede y debe contribuir a paliar sus estragos.

Algunos de los que fueron nuestros educadores nos contemplan ya desde el cielo. Y no es exagerado decir que siento sobre mi caminar diario su continua bendición. El último en dejarnos ha sido P. Adelio Antonelli, justo apenas iniciado este año de 2025. Su muerte provocó en muchos de nosotros una catarata de recuerdos. Y también una sincera gratitud por una vida que fue una invitación a la alegría y al optimismo. También la alegría y el optimismo formaron parte de nuestra educación sentimental en las aulas, en los salones y en el patio del Colegio San José.

Por todo ello, 60 años después de la llegada a España, quiero unirme a esta corriente de simpatía y agradecimiento que ha suscitado siempre la presencia guaneliana en tierras españolas. Algo que los que hemos sido alumnos, voluntarios, trabajadores o amigos de la ‘Casa’ hemos experimentado en grado aún mayor: una lluvia y un sol bienhechores que nos han conformado como personas y como cristianos.

Este sábado de mayo, con menos pelo, con más arrugas, con más kilos… aquellos niños y adolescentes volveremos a este territorio amable de nuestra infancia. La nostalgia puede ser dulce, pero también paralizante. En cambio, la memoria de la infancia, de su inocencia y su mirada limpia, aún puede darnos motivos para una vida un poquito más plena y más dichosa.



































 






























domingo, 4 de mayo de 2025

José Tolentino Mendonça: el cardenal poeta


Pero hacen falta años / para olvidar a alguien / que nos acaba de mirar”.

         Francisco de Asís solía decir a sus frailes que debían cultivar un huerto para poder comer todos los días, pero que dejasen un poco de terreno para plantar flores. Lo útil y lo inútil deben ser colindantes. Los garbanzos y los tomates de cada día no pueden estar lejos de las margaritas y las lilas. Necesitamos una cuchara en nuestra boca y un poco de hermosura en nuestros ojos.

         En estos días de cónclave y fumatas, en estos días de cardenales púrpura, de apuestas sensatas o disparatadas sobre el nuevo pontífice, me resulta grato hablar de un cardenal poeta. Se llama José Tolentino Mendonça. Es portugués, nacido en la isla de Madeira. En su infancia vivió en Angola, lo que le marcó para siempre. Y antes de aterrizar como prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación del Vaticano, había sido párroco, profesor de la universidad de Lisboa, teólogo, conferenciante y sobre todo poeta. La poesía, tan inútil como las flores que aconsejaba plantar el Poverello de Asís, es necesaria precisamente porque perfuma la vida y llena los oídos de musicalidad y preguntas. Tolentino confiesa: “No teorizo: observo. No imagino: describo. No elijo: escucho”.

         De adolescente, al entrar en el seminario de Funchal, Tolentino se sintió deslumbrado por la biblioteca, bien guarnecida de literatura y poesía. Fue entonces cuando empezó a escribir poesía, un oficio que no ha dejado ni siquiera ahora que está al frente de un ‘ministerio’ vaticano. Insiste una y otra vez en que el desafío de la Iglesia es comunicar con el lenguaje de hoy el mensaje eterno de Jesús. Como cardenal anima a los sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos a leer libros, escuchar música y ver películas, porque sólo así tendrán la capacidad de “entender la complejidad del ánimo humano que Fernando Pessoa decía que era el abismo de los abismos de la complejidad, si no tenemos esta mirada hacia la complejidad y diversidad humana, no podemos realmente servir”.

         Tolentino es para muchos una de las mejores voces contemporáneas en la lengua de Camoens y Pessoa. Ganador de prestigiosos premios del país vecino y representante de Portugal en la Jornada Mundial de la Poesía. El oficio de poeta no parece oficio propio de un príncipe de la Iglesia. Y sin embargo ahí está este cardenal, como un mediador y un constructor de puentes entre la Iglesia y el mundo de la cultura. Escribe Tolentino:

El poema puede contener: cosas ciertas, cosas incorrectas, venenos para mantener fuera del alcance / excursiones campestres […] / una guerra civil / un disco de los Smiths / corrientes marinas en vez de corrientes literarias”

         En 2018 cuando era profesor en Lisboa el Papa Francisco le invitó a predicar los ejercicios espirituales de la Curia romana. Sus conferencias fueron recogidas con posterioridad en un libro de poético título Elogio de la sed. Sus palabras causaron una profunda impresión en los oyentes, al manejar con gran soltura los nombres de los autores profanos que constituyen el grosor de nuestra cultura y ponerlos en relación con los textos evangélicos. En una sociedad en que existe un producto para cada sed y para cada necesidad humana (productos todos ellos con el precio en la etiqueta), resulta aterrador la insatisfacción de los seres humanos en este momento de la historia. Nos daría la sensación de que la sociedad sólo ofrece productos que, al mismo tiempo que sacian las necesidades y la sed, provocan más sed y más necesidades. En un poema dice:

Vivimos el cuerpo, coincidimos / en cada uno de sus poderes: movemos las manos / sentimos frío, vemos el blanco de los abedules / que escuchamos en la otra orilla / o por encima de los avellanos / el graznido de los cuervos”

         El lema de su escudo cardenalicio es “considerate lilia agri” (mirad los lirios del campo) que es una invitación a la contemplación de la belleza, puerta de acceso al sentido de la trascendencia, pero también una confirmación de que el ser humano no puede vivir sin un poco de hermosura y un poco de poesía, salvo que sólo queramos ‘fabricar’ seres humanos para trabajar y consumir.  

Escuela del silencio:

Que tu silencio sea tal /que ni el pensamiento / lo piense

Cuando el templo se vacía / brilla / espléndido

La historia relata lo que ocurrió / el silencio narra / lo que ocurre

 El silencio no es un modo / de reposo o suspensión / sino de resistencia

Silencio: / contemplar la nieve / hasta confundirse con ella

Las nubes hoy parecen / a monjes que toman té / en silencio

 El silencio tiende a soterrar el pensamiento / pero también de él / el pensamiento vive

Aprende a renunciar / a todo / incluso al silencio

 Muchas veces Dios prefiere / entrar en nuestra casa / cuando no estamos

 El silencio es el narrador / y también el único / vocablo




















viernes, 2 de mayo de 2025

Dos sillas para una conversación en susurro



              El funeral del Papa Francisco, con una puesta en escena grandiosa y una estética viscontiniana, ha tenido mucho de ceremonia de la confusión y de la hipocresía. Delegaciones de todo el mundo, jefes de estado y primeros ministros, casas reales... Muchos de los que llegaron ni soportaban a Francisco ni las naciones a las que representaban habían hecho el mínimo esfuerzo por escuchar una sola vez las propuestas del Santo Padre. Pero ahora tocaba ir al funeral, tal vez por quedar bien o por demostrar que se está donde se tiene que estar, por figurar, por sentirse parte de un club exclusivo... y esto sucede con una cumbre sobre el cambio climático, la inauguración de unos juegos olímpicos o un funeral de un Papa.  
              Llegaron a Roma con prisa, se fueron de la ciudad con prisa, y aguantaron con cara de circunstancias la liturgia exequial. Nadie escucha a nadie. 
            Y sin embargo toda esta ceremonia de la hipocresía nos ha dejado una foto 'productiva', podríamos llamarla. En su anterior encuentro en Washington, un maleducado y prepotente Trump trató a Zelenski poco menos que como a un delincuente. En la alta diplomacia se ha dicho siempre que, cuando no se puede salvar el fondo, por lo menos hay que salvar las formas. Esto era antes. Zelenski fue tratado como el invasor y el culpable de lo que lleva ocurriendo en Ucrania desde hace tres años. 
             El funeral del Papa ha servido, al menos, para que estos dos hombres vuelvan a sentarse y hablar como personas civilizadas y no como lobos. En el suelo marmóreo de figuras geométricas de la Basílica de San Pedro, sentados en dos sillas de color cardenalicio, inclinados el uno hacia el otro, sin mesa-barrera por medio, sin voces y sin gritos, sin aspavientos ni recriminaciones, dos hombres conversan sobre el fin de la guerra en Ucrania y las posibilidades de alcanzar una paz justa y duradera. Tal vez no veamos los frutos de este diálogo. Pero un fruto ya lo hemos visto: la civilidad y la cortesía no están reñidas con los diferentes puntos de vista y las distintas propuestas de solución a un problema. Sin una mínima educación en el trato hacia el otro, lo único que se consigue es echar más leña al fuego, y adentrarnos unos pocos metros en la espesura de la selva. 
 

miércoles, 30 de abril de 2025

Un selfie garrulo en el funeral del Papa

 


        Cualquiera sabe que un selfie puede resultar divertido y juguetón en la Feria de Sevilla o en los Sanfermines o en una final de fútbol, pero no en un funeral. Y menos cuando es el funeral del Papa. Y menos cuando se va en representación de una nación (España) para honrar la memoria de un jefe de estado extranjero, como es el caso del Papa, además de Sumo Pontífice de la Iglesia y, por lo tanto, alguien muy importante para mil quinientos millones de católicos.
        Este selfie de las vicepresidentas del Gobierno Español, Yolanda Díaz y María Jesús Montero, es un auténtico retrato de esas dos mujeres. Como locuelas adolescentes, como paletas, garrulas, catetas y palurdas, están ahí, sonrientes, divertidas, encantadas de haberse conocido y de ser la nota disonante y estridente en medio de la gravedad y solemnidad de un funeral, de una misa de réquiem, para despedir a Francisco, al que ambas decían admirar y respetar en declaraciones al uso y redes sociales.
        Menos mal que los responsables vaticanos están acostumbrados a tener paciencia, misericordia y cerrar los ojos ante la ignorancia atrevida, la mediocridad encumbrada y el garrulismo quintaesenciado, porque, de lo contrario, estas ministras hubiesen corrido el riesgo de ser devueltas a los corrales, como ganado que no da la talla.
        Nunca un selfie había retratado mejor a las retratadas.  Objetivo conseguido, por tanto. Quod natura non dat, Salmantica nos praestat, dicen en la Universidad de Salamanca.
    

El loco de Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas



La muerte del Papa Francisco me pilló con el libro “El loco de Dios en el fin del mundo” que acaba de publicar el escritor español Javier Cercas. En mayo de 2023, mientras el escritor firmaba libros en el Salón del Libro de Turín, se le acercó el responsable de la Editorial Vaticana, Sr. Fazzini, y le propuso algo sorprendente: acompañar al Papa en su viaje a Mongolia para escribir un libro. Javier Cercas, ateo, anticlerical y laicista, pensó que el Vaticano había perdido los estribos si encargaba un libro a un escritor con ese currículum. La propuesta le pareció disparatada y fuera de lugar. Pero también era un encargo de los que nunca se presentan en la vida de un escritor, un regalo llovido del cielo. Además, le dijeron que el Vaticano no pensaba poner ninguna condición, ni siquiera pedían revisar el texto o que se publicase en su editorial. Libertad total para escribir lo que quisiera y con la editorial que quisiera. Durante un tiempo, Cercas habitó el territorio de la perplejidad y la duda.

         Luego pensó en su madre, viuda, católica, con los primeros síntomas de alzheimer, y que repetía en muchas ocasiones que no la asustaba la muerte, porque cuando llegase, iría al encuentro con su marido, el único y largo amor de su vida, porque ella creía sin dudas en la resurrección de la carne y en la vida eterna prometida por Cristo.

         Cercas cuenta que el libro de Unamuno San Manuel Bueno Mártir, leído a los catorce años, le hizo perder la fe y la práctica religiosa. Desde entonces, como tantos españoles de su época, se hizo ateo militante y anticlerical practicante. Al final decidió aceptar la invitación vaticana, a condición de mantener una conversación a solas con el Papa para preguntarle sobre la resurrección de los muertos y poder llevar la respuesta a su madre de parte del Papa.

         El libro es ensayo sobre un minúsculo estado, el Vaticano, probablemente el único ‘estado’ planetario. Es estudio de la Iglesia, el único imperio que lleva dos milenios en activo y con una fuerza inexplicable, a pesar de la crisis de fe que ataca a Europa por los cuatro costados. Es crónica del viaje papal a Mongolia, sucesión de entrevistas, resumen de lecturas sobre el tema, biografía del Papa Francisco... Y todo ello salpimentado con recuerdos y memorias del propio autor. El libro tiene su parte de intriga, de crítica acerba, su mala leche, su elogio y admiración por aspectos luminosos de la Iglesia, como la vida abnegada de los misioneros o el afán de Francisco por poner en el centro de la Iglesia a Cristo y a los pobres.

Antes de llegar a Roma, Javier lee y lee sobre Francisco (periferia, sinodalidad, discernimiento, alegría, misericordia), en un intento de entender la figura de Jorge Mario Bergolio, que no deja indiferente a nadie: detractores acérrimos y admiradores sin peros. Una frase de Michel de Montaigne: “Hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos, que entre nosotros y los demás”, le sirve para buscar e indagar en los muchos Bergoglios que han existido antes de marzo de 2013 cuando fue elegido Papa: Bergoglio enamoradizo, Bergoglio próximo al peronismo, Bergoglio jesuita, Bergoglio Provincial de jesuitas, Bergoglio alejado de los jesuitas, Bergolio obispo y arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio defensor de los curas villeros (curas que viven en los extrarradios paupérrimos de Buenos Aires, compartiendo todo con los más pobres), Bergoglio crítico con el gobierno argentino. Bergoglio conservador, bergoglio reformista, etc. Ese intento de acceder a las distintas caras o épocas de Bergoglio creo que es lo más acertado del libro, porque nadie es un círculo que se ve a primera vista, sino un poliedro de muchas caras. Así es el ser humano. Todo yo debe ser matizado por otros yoes contrarios y contradictorios.

         El Vaticano le abre sus puertas y le facilita encontrarse con altos cargos de la Santa Sede para entrevistarles y tratar de entender al Papa y a la Iglesia del momento presente. Cardenales, obispos, consagrados, laicos, hombres y mujeres. En los días previos y posteriores al viaje a Mongolia, Javier Cercas pasa por los despachos, y comparte comida y café en el comedor vaticano o en las trattorie romanas. El viaje del Papa a ese lugar remoto del mundo, insignificante política, cultural y económicamente hablando, ocupa un buen tramo del libro. En su intento por llegar a los países periféricos, Francisco tiene la osadía de visitar un país donde todos los católicos caben en una foto: apenas mil quinientos fieles, incluido el pequeño grupo de misioneros presididos por el cardenal Marengo. En el viaje se le abren las puertas de las misiones y es allí donde comprueba el coraje, la fe, la luz, el heroísmo de estos misioneros que no se dedican a convertir sino a ayudar a los más pobres en este país donde las temperaturas alcanzan fácilmente los cuarenta grados bajo cero.

         De vuelta a Roma, y antes de volver a España, aún tendrá ocasión de realizar nuevas entrevistas y de completar su búsqueda. El libro se lee con mucho interés. No es ni mucho menos -lo que se agradece-, una hagiografía de Francisco o una visión edulcorada del Vaticano. Hay crítica, pero también admiración. Es un libro muy distinto a lo que habitualmente se escribe sobre el Papa, en plan argamasa turronera. Al mismo tiempo, el hecho de que el libro haya sido encargado a un ateo, nos da una idea de esa apertura que existe en la Iglesia que no es monolítica, secreta o hermética, como se dice con frecuencia, sino un edificio construido con una amplia gama de sensibilidades y puntos de vista (¿alguien se puede imaginar el encargo de un libro sobre el presidente del Gobierno a un escritor declaradamente antisocialista o antisanchista?). El loco de Dios en el fin del mundo tiene el valor añadido de haber sido escrito por alguien que 'no es de la casa', y que ha hecho un enorme esfuerzo para entender y comprender las luces, las sombras y esas zonas de penumbra que son las que siempre pasan inadvertidas.

Al final del libro he pensado en la famosa sentencia de Baruch de Spinoza: “Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere”, traducida normalmente por “No reír, no lamentar ni detestar, sino comprender”. Lo que significa una propuesta de compresión racional y de observación imparcial de las acciones y del pensamiento humanos. La máxima spinoziana es, en el fondo, una invitación a dejar de un lado nuestros prejuicios e intentar comprender las causas detrás de los hechos y las razones que llevan a esos actos.



















 








domingo, 27 de abril de 2025

Luisge Martín y José Bretón: El odio

       


      A estas alturas, la publicación o no del libro El odio, de Luisge Martín, sobre el caso José Bretón, va a ocupar tantas páginas como las que en su día ocupó el propio caso: el asesinato de sus dos propios hijos, de corta edad, como una venganza infinita contra la madre de los pequeños. ¿Es lícito o no es lícito publicar un libro sobre un asesino? ¿Supone la publicación del libro una especie de victoria del asesino? ¿Debe prevalecer el derecho a saber o el derecho de la madre de los niños a que no se reviva una vez más su sufrimiento y el honor de los pequeños asesinados? Yo creo que todo depende del punto de vista que Luisge Martín haya dado al caso. Yo no he leído el libro y no sé si el escritor blanquea un poco la historia de José Bretón o, al contrario, es un alegato contra la crueldad insensata del padre y el misterio de la iniquidad que siempre acecha al ser humano.

    Recuerdo haber leído algún otro libro que trataban casos similares. El más terrible, El adversario, de Enmanuel Carrère. Lo leí conmocionado y en ningún momento su lectura provocó en mí simpatía alguna hacia el protagonista, Jean-Claude Romand que asesinó a su mujer, hijos y padres para evitar que se descubriera la verdad sobre su doble vida. Mi simpatía fue hacia las víctimas que fue dejando a su paso por el mundo. Y sobre todo me enseñó una cosa: el adversario, otro de los nombres del demonio, puede en cualquier momento apoderarse de nuestro corazón y convertirnos en monstruos. 

    En toda esta historia de l publicación del libro El odio puede haber no poco del espíritu de esta época: angelismo generalizado, buenismo sentimental y anhelos de cancelación. 

      

viernes, 25 de abril de 2025

Papa Francisco: un evangelio para los últimos

 


Han pasado apenas unos días desde su fallecimiento, ocurrido el 21 de abril de 2025, y miles de artículos inundan los periódicos, y miles de imágenes las televisiones de todo el mundo. Desde todos los puntos se analiza la figura de este Papa, que no ha sido un Papa de transición ni un Papa más en la larga lista de 266 pontífices, desde Pedro hasta nuestros días.

Lo primero que se puede decir es que la llegada de Jorge María Bergoglio a la cátedra de Pedro fue una sorpresa para los que apenas sabemos algo de media docena de cardenales, pero no para los, al menos, dos tercios de cardenales que lo votaron en la Capilla Sixtina en marzo de 2013: lo conocían y admiraban su estilo y su trabajo en Buenos Aires y su liderazgo en Latinoamérica. Y quisieron trasladar esa forma de hacer y de pensar a la Iglesia Universal. Por lo tanto la “revolución Francisco” ha sido posible porque un buen número de obispos pensaba como él.  

La elección de su nombre, Francisco, fue la presentación de un programa que incluía varias reformas en los tejados eclesiásticos, a veces con muchas goteras y con mucha suciedad encima. Un programa que incluía la sencillez y la alegría del poverello de Asís y el beso a los leprosos de este mundo.

Como buen hijo de San Ignacio de Loyola, el discernimiento formaba parte de su ADN y de su método. El discernimiento observa la realidad del mundo tal y como es (no como nos gustaría que fuese) y a partir de ahí elige la mejor decisión para transformar la realidad.

         Misericordia fue una de las palabras clave en sus doce años de pontificado. La misericordia acerca el corazón a los miserables del mundo para acariciarles. La misericordia que Dios tiene frente a los pecadores (Francisco siempre pedía a los fieles que rezasen por él), y que los cristianos deberíamos practicar frente a quien nos ha ofendido, ha cometido errores o simplemente está en otra onda de pensamiento.

         También el clericalismo de obispos, sacerdotes y religiosos era para Francisco el pecado más extendido en la Iglesia, un pecado que a su vez producía muchos otros pecados. El clericalismo, ese saberse o creerse cristianos superiores, cristianos de primera clase, élite, casta privilegiada frente a los laicos, a las mujeres y la masa anónima de fieles. Una élite que con frecuencia buscaba honores, privilegios, status y púlpito desde el que evangelizar, en unos casos, y adoctrinar, en otros, al pueblo ignorante.

         A mi modo de ver Francisco en estos doce años ha escrito un evangelio para, sobre y de los últimos. Unas veces con palabras y discursos, y en muchas ocasiones con gestos clamorosos y llenos de poesía. El abrazo a un hombre, Vinicio Riva, con un rostro deformado por los cientos de tumores. La decisión de enterrar en el cementerio teutónico del Vaticano, en medio de príncipes y cardenales, a un mendigo que fue encontrado muerto en las cercanías de Plaza de San Pedro. La instalación de duchas y servicio de peluquería en el Vaticano para dar aseo y dignidad a los sin techo. El inicio en 2015 del Año Santo de la Misericordia que quiso inaugurar abriendo antes la puerta de la catedral de Bangui (República Centroafricana) que la de San Pedro. Consolar y asegurar a un niño, Enmanuel, que lloraba porque no sabía si su padre, ateo, tendría un sitio en el cielo, y al que el Papa aseguró que, puesto que había sido un papá bueno, Dios no lo abandonaría. Arrodillarse para besar los pies de los representantes de Sudán dispuestos a firman un acuerdo de paz. El lavatorio de los pies, año tras año, a los encarcelados de todas la religiones en la cárcel de Regina Coeli. Su primer viaje a la isla de Lampedusa para rezar y llorar por los emigrantes muertos en la travesía. La visita a Mongolia, un país de apenas mil quinientos católicos, pero con misioneros abnegados en medio de una mayoría budista y chamanista. La encíclica ‘Laudato si’ sobre el valor de la creación, el peligro del cambio climático, y la obligación de entregar a las generaciones venideras una Tierra no agotada en sus recursos. La declaración de Abu Dabi, sobre la fraternidad humana, que firmó junto al Gran Imán Al-Azhar. Los nombramientos de dos mujeres como altos cargos de la Iglesia: Simona Brambilli, prefecta de un Dicasterio y Raffaela Petrini, gobernadora del Estado-Ciudad del Vaticano. Su respuesta a un periodista que preguntaba sobre los gays: “Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntada, ¿quién  soy yo para juzgar? O la bendición desde una plaza de San Pedro completamente vacía, a toda la humanidad que asistía, impotente y desolada al avance imparable del jinete apocalíptico del covid.  O la visita a un Irak en ruinas para apoyar a la martirizada población cristiana, un viaje considerado de algo riesgo. La visita a tantos lugares periféricos de Roma y del mundo, barrios que no cuentan, naciones que nada significan. Y tantos otros gestos…

         Tal vez en sus reformas llegó hasta donde supo llegar y hasta donde le dejaron, porque la Iglesia es tan grande, tan poliédrica y con tantas sensibilidades que lo que se opina en Roma no es lo mismo que lo que se piensa en Manila, Accra, Lima o Quebec. Desde mi punto de vista su pontificado ha sido altamente significativo, aunque sólo sea por subrayar, a tiempo y a destiempo, la enseñanza más importante de Jesús: Dios está en el hermano que sufre. Sin embargo ha habido algunas zonas de penumbra.

         En mi humilde opinión, la sombra más dramática que el Papa Francisco deja a su muerte es una Iglesia bastante dividida, tal vez la más fragmentada en mucho tiempo. Francisco tuvo, desde el primer momento, una oposición feroz dentro de las propias filas. Las críticas son legítimas y necesarias, pero cuando se pierde el respeto, la cortesía y la civilidad, se pierde también la razón, y se entra en el terreno del odio. Como ningún otro Papa sintió sobre su cogote la ira y los insultos de algunos sectores de la Iglesia y sus medios de comunicación ruidosos (hubo grupos de sacerdotes que se reunían semanalmente para rezar por su muerte). Pero también es cierto que el Papa y su entorno no supieron integrar y acoger las sensibilidades conservadoras que existen entre los católicos. Como todos los impetuosos y seguros de su punto de vista, el Papa caminaba deprisa, sin esperar a los rezagados, los confundidos y los que se sintieron perdidos, que no fueron pocos. La prohibición de la misa ad orienten pudo ser el más clamoroso, pero también el castigo al Opus Dei, las rebajas en la belleza y el misterio de la liturgia, el nombramiento de cardenales excesivamente afines a su ideario, los comentarios agrios sobre política migratoria norteamericana, pero no así sobre la persecución religiosa en Nicaragua o los cinco millones de refugiados de Venezuela, o la falta de derechos humanos en China. Este malestar quedó patente cuando la declaración “Fiducia supplicans” que abría el camino a la bendición de los divorciados vueltos a casar y de las personas LGTBIQ+ fue abiertamente desobedecida en muchos lugares del mundo.   

Sucedió en muchos momentos de su pontificado que los de fuera de la Iglesia le sintieron cercano y los de dentro le sintieron lejano. Nunca llueve a gusto de todos, se podría decir, pero algunos pensaban que Francisco se parecía al familiar que es muy simpático y hablador fuera de casa, pero más bien serio con la familia. Tal vez, simplemente, Francisco tuvo que pagar un precio: el de quien llama a las cosas por su nombre, da cuatro voces y zurriagazos a los que han convertido el templo en mercado, abre las ventanas para que entre aire fresco, e invita al banquete de Jesús a los mendigos, a los enfermos, a los migrantes, a los ateos, a los forasteros, a los creyentes de cualquier religión, a los pobres. En fin, el enfermero que en su hospital de campaña, cura las heridas y cauteriza las llagas, a veces con medicinas que calman, y otras, con medicamentos que escuecen.

En ningún momento, podemos afirmar, perdió la alegría de ser cristiano, salpicada aquí y allá de una buena dosis de humor, como pedía constantemente Tomás Moro en su oración. Fue un Papa encantado de serlo, como si toda la vida se hubiera preparado para esta misión. Esa, al menos fue la impresión desde que apareció por primera vez en el balcón recién elegido Papa y hasta su última bendición Urbi et Orbi pocas horas antes de morir.






























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