viernes, 25 de abril de 2025

Papa Francisco: un evangelio para los últimos

 


A pocos días de su fallecimiento, ocurrido el 21 de abril de 2025, miles de artículos inundan los periódicos, y miles de imágenes las televisiones de todo el mundo. Desde todos los puntos se analiza la figura de este Papa, que no ha sido un Papa de transición ni un Papa más en la larga lista de 266 pontífices, desde Pedro hasta nuestros días.

Lo primero que se puede decir es que la llegada de Jorge María Bergoglio a la cátedra de Pedro fue una sorpresa para los que apenas sabemos algo de media docena de cardenales, pero no para los, al menos, dos tercios de cardenales que lo votaron en la Capilla Sixtina en marzo de 2013: lo conocían y admiraban su estilo y su trabajo en Buenos Aires y su liderazgo en Latinoamérica. Y quisieron trasladar esa forma de hacer y de pensar a la Iglesia Universal. Por lo tanto la “revolución Francisco” ha sido posible porque un buen número de obispos pensaba como él.  

La elección de su nombre, Francisco, fue la presentación de un programa que incluía varias reformas en los tejados eclesiásticos, a veces con muchas goteras y con mucha suciedad encima. Un programa que incluía la sencillez y la alegría del poverello de Asís y el beso a los leprosos de este mundo.

Como buen hijo de San Ignacio de Loyola, el discernimiento formaba parte de su ADN y de su método. El discernimiento observa la realidad del mundo tal y como es (no como nos gustaría que fuese) y a partir de ahí elige la mejor decisión para transformar la realidad.

         Misericordia fue una de las palabras clave en sus doce años de pontificado. La misericordia acerca el corazón a los miserables del mundo para acariciarles. La misericordia que Dios tiene frente a los pecadores (Francisco siempre pedía a los fieles que rezasen por él), y que los cristianos deberíamos practicar frente a quien nos ha ofendido, ha cometido errores o simplemente está en otra onda de pensamiento.

         También el clericalismo de obispos, sacerdotes y religiosos era para Francisco el pecado más extendido en la Iglesia, un pecado que a su vez producía muchos otros pecados. El clericalismo, ese saberse o creerse cristianos superiores, cristianos de primera clase, élite, casta privilegiada frente a los laicos, a las mujeres y la masa anónima de fieles. Una élite que con frecuencia buscaba honores, privilegios, status y púlpito desde el que evangelizar, en unos casos, y adoctrinar, en otros, al pueblo ignorante.

         A mi modo de ver Francisco en estos doce años ha escrito un evangelio para, sobre y de los últimos. Unas veces con palabras y discursos, y en muchas ocasiones con gestos clamorosos y llenos de poesía. El abrazo a un hombre, Vinicio Riva, con un rostro deformado por los cientos de tumores. La decisión de enterrar en el cementerio teutónico del Vaticano, en medio de príncipes y cardenales, a un mendigo que fue encontrado muerto en las cercanías de Plaza de San Pedro. La instalación de duchas y servicio de peluquería en el Vaticano para dar aseo y dignidad a los sin techo. El inicio en 2015 del Año Santo de la Misericordia que quiso inaugurar abriendo antes la puerta de la catedral de Bangui (República Centroafricana) que la de San Pedro. Consolar y asegurar a un niño, Enmanuel, que lloraba porque no sabía si su padre, ateo, tendría un sitio en el cielo, y al que el Papa aseguró que, puesto que había sido un papá bueno, Dios no lo abandonaría. Arrodillarse para besar los pies de los representantes de Sudán dispuestos a firman un acuerdo de paz. El lavatorio de los pies, año tras año, a los encarcelados de todas la religiones en la cárcel de Regina Coeli. Su primer viaje a la isla de Lampedusa para rezar y llorar por los emigrantes muertos en la travesía. La visita a Mongolia, un país de apenas mil quinientos católicos, pero con misioneros abnegados en medio de una mayoría budista y chamanista. La encíclica ‘Laudato si’ sobre el valor de la creación, el peligro del cambio climático, y la obligación de entregar a las generaciones venideras una Tierra no agotada en sus recursos. La declaración de Abu Dabi, sobre la fraternidad humana, que firmó junto al Gran Imán Al-Azhar. Los nombramientos de dos mujeres como altos cargos de la Iglesia: Simona Brambilli, prefecta de un Dicasterio y Raffaela Petrini, gobernadora del Estado-Ciudad del Vaticano. Su respuesta a un periodista que preguntaba sobre los gays: “Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntada, ¿quién  soy yo para juzgar? O la bendición desde una plaza de San Pedro completamente vacía, a toda la humanidad que asistía, impotente y desolada al avance imparable del jinete apocalíptico del covid.  O la visita a un Irak en ruinas para apoyar a la martirizada población cristiana, un viaje considerado de algo riesgo. La visita a tantos lugares periféricos de Roma y del mundo, barrios que no cuentan, naciones que nada significan. Y tantos otros gestos…

         Tal vez en sus reformas llegó hasta donde supo llegar y hasta donde le dejaron, porque la Iglesia es tan grande, tan poliédrica y con tantas sensibilidades que lo que se opina en Roma no es lo mismo que lo que se piensa en Manila, Accra, Lima o Quebec. Desde mi punto de vista su pontificado ha sido altamente significativo, aunque sólo sea por subrayar, a tiempo y a destiempo, la enseñanza más importante de Jesús: Dios está en el hermano que sufre. Sin embargo ha habido algunas zonas de penumbra.

         En mi humilde opinión, la sombra más dramática que el Papa Francisco deja a su muerte es una Iglesia bastante dividida, tal vez la más fragmentada en mucho tiempo. Francisco tuvo, desde el primer momento, una oposición feroz dentro de las propias filas. Las críticas son legítimas y necesarias, pero cuando se pierde el respeto, la cortesía y la civilidad, se pierde también la razón, y se entra en el terreno del odio. Como ningún otro Papa sintió sobre su cogote la ira y los insultos de algunos sectores de la Iglesia y sus medios de comunicación ruidosos (hubo grupos de sacerdotes que se reunían semanalmente para rezar por su muerte). Pero también es cierto que el Papa y su entorno no supieron integrar y acoger las sensibilidades conservadoras que existen entre los católicos. Como todos los impetuosos y seguros de su punto de vista, el Papa caminaba deprisa, sin esperar a los rezagados, los confundidos y los que se sintieron perdidos, que no fueron pocos. La prohibición de la misa ad orienten pudo ser el más clamoroso, pero también el castigo al Opus Dei, las rebajas en la belleza y el misterio de la liturgia, el nombramiento de cardenales excesivamente afines a su ideario, los comentarios agrios sobre política migratoria norteamericana, pero no así sobre la persecución religiosa en Nicaragua o los cinco millones de refugiados de Venezuela, o la falta de derechos humanos en China. Este malestar quedó patente cuando la declaración “Fiducia supplicans” que abría el camino a la bendición de los divorciados vueltos a casar y de las personas LGTBIQ+ fue abiertamente desobedecida en muchos lugares del mundo.   

Sucedió en muchos momentos de su pontificado que los de fuera de la Iglesia le sintieron cercano y los de dentro le sintieron lejano. Nunca llueve a gusto de todos, se podría decir, pero algunos pensaban que Francisco se parecía al familiar que es muy simpático y hablador fuera de casa, pero más bien serio con la familia. Tal vez, simplemente, Francisco tuvo que pagar un precio: el de quien llama a las cosas por su nombre, da cuatro voces y zurriagazos a los que han convertido el templo en mercado, abre las ventanas para que entre aire fresco, e invita al banquete de Jesús a los mendigos, a los enfermos, a los migrantes, a los ateos, a los forasteros, a los creyentes de cualquier religión, a los pobres. En fin, el enfermero que en su hospital de campaña, cura las heridas y cauteriza las llagas, a veces con medicinas que calman, y otras, con medicamentos que escuecen.

En ningún momento, podemos afirmar, perdió la alegría de ser cristiano, salpicada aquí y allá de una buena dosis de humor, como pedía constantemente Tomás Moro en su oración. Fue un Papa encantado de serlo, como si toda la vida se hubiera preparado para esta misión. Esa, al menos fue la impresión desde que apareció por primera vez en el balcón recién elegido Papa y hasta su última bendición Urbi et Orbi pocas horas antes de morir.






























1 comentario:

  1. ¡Qué la tierra le sea leve! Al menos ventiló la casa, que bien falta le hacía, sacudiendo alguna que otra alfombra que tapaban suciedad de siglos. Una pena que no haya reinado tres o cuatro años más.

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