Las primeras cien páginas de este libro están dedicadas a
narrar la conversión del autor y su posterior salida de la Iglesia, en el
trienio 1990-1993.
Procedente de una familia indiferente a la fe, Enmanuel
Carrère trabó amistad con Jacqueline, de la que siempre se consideró su
ahijado. Ésta le puso en contacto con Hervé. Ambos se encontraron y amistaron
al primer momento. Juntos decidieron pasar unos días en el pueblo suizo de Le
Levron. Terminaron por acudir a la misa que un venerable y enfermo sacerdote de
rito oriental, el P. Xavier, celebraba en su propia casa, concretamente en un
henil rehabilitado, que utilizaba en vacaciones, ya que ejercía su ministerio
en El Cairo. Una buena mañana escuchó el evangelio en donde se dice: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven tú mismo te
ceñías la cintura e ibas donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las
manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras”.
Carrère se adhirió de nuevo a la fe católica. Curiosamente,
el P. Xavier era ayudado por un monaguillo con síndrome de down, de nombre
Pascal. Con la fe y la pasión del converso, Enmanuel acudía a misa todos los
días, comulgaba, se casó por la Iglesia, en la humilde parroquia del P. Xavier
en El Cairo, y bautizó a sus dos hijos. Y durante esos años, se dedicó a
escribir sus meditaciones sobre el evangelio de Juan en casi dos docenas de
cuadernos, que fueron abandonados en un armario oscuro cuando volvió a su
increencia. Lo que más le asombró a Carrere, lo que le pareció horrible, es
que, una vez abandonada la fe, su vida no fuera a peor.
En la última línea del último cuaderno, Carrere anota con un
aire de solemnidad o quizás de sobrecogedora humildad publicana: “Te abandono,
Señor; Tú no me abandones”.
Carrère advierte al lector que ya no cree. Y mucho menos en
la resurrección de Cristo, eje central de la doctrina católica. Pero que le
fascina, perturba, trastorna que haya gente que aún cree – que él mismo lo
hiciera durante tres años- y es esta fascinación la que le ha empujado a tratar
de entender qué es lo que pasó en la primera centuria del cristianismo, cómo
esta ‘secta’ judía pudo hacerse un sitio en medio de docenas de sectas judías.
Y cómo pudo, finalmente, derrotar a la civilización romana. Carrère habla de la
formación de los evangelios, con especial atención a Marcos y a Lucas, de los
Hechos de los Apóstoles. La figura de Pablo ocupa una buena parte del libro, él
puso las bases del cristianismo y la hizo universal, y no solamente centrada en
el pueblo judío. Lucas, autor del evangelio homónimo y de los Hechos, discípulo
de Pablo, es el punto de unión entre las comunidades de Asia y las comunidades
de Jerusalén. En los primeros años del cristianismo está también la Guerra de
los Judíos y la destrucción de Jerusalén, con lo que supuso la diáspora de
muchos judeo-cristianos, y también la historia de Roma con emperadores como
Vespasiano y sus hijos, Tito y Domiciano.
El epílogo del libro, muy breve, se centra en el evangelio
de Juan, filosófico, helenista. Juan, él solo, cuenta un episodio de la vida de
Jesús, el lavatorio de los pies. Para Carrère este gesto es tan importante como
la Eucaristía. Y quizás sea este gesto el ambiente, la temperatura, la
atmósfera propia del Reino que Jesús no anuncia para el final de los tiempos,
sino para instaurar aquí, ahora y ya. De hecho los cristianos son los únicos
que viven, a la vez, en un reino determinado, geográfico e histórico y en el
Reino. Pertenecen a este mundo, pero son ciudadanos de Otro.
El libro de Carrère se cierra con un episodio que él mismo
vive. Participa en un retiro impartido por Jean Vanier, el fundador de las
comunidades del Arca. El retiro empieza con una división en pequeños grupos y
con la repetición del lavatorio de los pies entre ellos. En este lavatorio
participan gentes de muy diversa procedencia y estatus social, pero también los
acogidos, personas con discapacidad, de la comunidad del Arca. El lavatorio de
los pies: un gesto de esclavo, de criado, que ejecuta el Señor, y desde
entonces todos los que quieran vivir el espíritu del Reino. El lavatorio
concede una autoridad que no viene desde arriba, sino desde abajo: “es hermoso
que unas personas se reúnan para esto, para acercase todo lo posible a lo que
hay de más pobre y vulnerable en el mundo y en nosotros mismos. Me digo que el
cristianismo es esto”.
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