miércoles, 16 de marzo de 2016

El Reino, de Enmanuel Carrère.




    Las primeras cien páginas de este libro están dedicadas a narrar la conversión del autor y su posterior salida de la Iglesia, en el trienio 1990-1993.
    Procedente de una familia indiferente a la fe, Enmanuel Carrère trabó amistad con Jacqueline, de la que siempre se consideró su ahijado. Ésta le puso en contacto con Hervé. Ambos se encontraron y amistaron al primer momento. Juntos decidieron pasar unos días en el pueblo suizo de Le Levron. Terminaron por acudir a la misa que un venerable y enfermo sacerdote de rito oriental, el P. Xavier, celebraba en su propia casa, concretamente en un henil rehabilitado, que utilizaba en vacaciones, ya que ejercía su ministerio en El Cairo. Una buena mañana escuchó el evangelio en donde se dice: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras”.
Carrère se adhirió de nuevo a la fe católica. Curiosamente, el P. Xavier era ayudado por un monaguillo con síndrome de down, de nombre Pascal.     Con la fe y la pasión del converso, Enmanuel acudía a misa todos los días, comulgaba, se casó por la Iglesia, en la humilde parroquia del P. Xavier en El Cairo, y bautizó a sus dos hijos. Y durante esos años, se dedicó a escribir sus meditaciones sobre el evangelio de Juan en casi dos docenas de cuadernos, que fueron abandonados en un armario oscuro cuando volvió a su increencia. Lo que más le asombró a Carrere, lo que le pareció horrible, es que, una vez abandonada la fe, su vida no fuera a peor.
En la última línea del último cuaderno, Carrere anota con un aire de solemnidad o quizás de sobrecogedora humildad publicana: “Te abandono, Señor; Tú no me abandones”.
Carrère advierte al lector que ya no cree. Y mucho menos en la resurrección de Cristo, eje central de la doctrina católica. Pero que le fascina, perturba, trastorna que haya gente que aún cree – que él mismo lo hiciera durante tres años- y es esta fascinación la que le ha empujado a tratar de entender qué es lo que pasó en la primera centuria del cristianismo, cómo esta ‘secta’ judía pudo hacerse un sitio en medio de docenas de sectas judías. Y cómo pudo, finalmente, derrotar a la civilización romana. Carrère habla de la formación de los evangelios, con especial atención a Marcos y a Lucas, de los Hechos de los Apóstoles. La figura de Pablo ocupa una buena parte del libro, él puso las bases del cristianismo y la hizo universal, y no solamente centrada en el pueblo judío. Lucas, autor del evangelio homónimo y de los Hechos, discípulo de Pablo, es el punto de unión entre las comunidades de Asia y las comunidades de Jerusalén. En los primeros años del cristianismo está también la Guerra de los Judíos y la destrucción de Jerusalén, con lo que supuso la diáspora de muchos judeo-cristianos, y también la historia de Roma con emperadores como Vespasiano y sus hijos, Tito y Domiciano.


    El libro tiene sus bajones. Y algo muy característico de la obra de Carrere son sus numerosos apuntes biográficos, desde su conversión hasta su casita en la isla de Patmos. Pero es un libro que enriquece, que seduce, que fascina, que enseña. Al final de la obra, sentimos ganas de saber más de esta epopeya que a los ojos humanos resulta verdaderamente increíble, verdaderamente milagrosa.
El epílogo del libro, muy breve, se centra en el evangelio de Juan, filosófico, helenista. Juan, él solo, cuenta un episodio de la vida de Jesús, el lavatorio de los pies. Para Carrère este gesto es tan importante como la Eucaristía. Y quizás sea este gesto el ambiente, la temperatura, la atmósfera propia del Reino que Jesús no anuncia para el final de los tiempos, sino para instaurar aquí, ahora y ya. De hecho los cristianos son los únicos que viven, a la vez, en un reino determinado, geográfico e histórico y en el Reino. Pertenecen a este mundo, pero son ciudadanos de Otro.
El libro de Carrère se cierra con un episodio que él mismo vive. Participa en un retiro impartido por Jean Vanier, el fundador de las comunidades del Arca. El retiro empieza con una división en pequeños grupos y con la repetición del lavatorio de los pies entre ellos. En este lavatorio participan gentes de muy diversa procedencia y estatus social, pero también los acogidos, personas con discapacidad, de la comunidad del Arca. El lavatorio de los pies: un gesto de esclavo, de criado, que ejecuta el Señor, y desde entonces todos los que quieran vivir el espíritu del Reino. El lavatorio concede una autoridad que no viene desde arriba, sino desde abajo: “es hermoso que unas personas se reúnan para esto, para acercase todo lo posible a lo que hay de más pobre y vulnerable en el mundo y en nosotros mismos. Me digo que el cristianismo es esto”.

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