¿Es un juguete Fedra en mano de los dioses, de la fatalidad y de su confidente y nodriza Eunone? ¿Es Fedra la mujer voluptuosa que arde en una pasión concupiscente y que culpa a otros de los desórdenes de su corazón?
Cuando al palacio de Trecena llega la noticia de que el rey Teseo ha muerto en una lejana campaña militar, Fedra, su esposa, se siente autorizada a confiar a su nodriza Eunone que su corazón arde de pasión por su hijastro Hipólito. Es justo el momento en que Hipólito está a punto de abandonar Trecena para huir del amor que experimenta por Aricia, cuya familia ha sido siempre enemiga de Teseo. Hipólito es un ser puro, cuyo corazón rebosa nobleza. Un ser estricto moralmente que se siente abochornado cuando su madrastra le confía en un momento de debilidad la pasión que la consume.
Pero Teseo, al que creían muerto, vuelve a Palacio y entonces Fedra, que ya se sentía culpable de su pasión incestuosa, se siente acabada y el remordimiento le lleva a pensar en el suicidio como la única salida posible. Pero de nuevo la intrigante Eunone la tranquiliza y le dice que ella se encargará de todo. Y en este encargo está el deslizar en los oídos de Teseo que Hipólito ha intentado seducir a su mujer en su ausencia. Teseo lleno de ira decreta el exilio a su propio hijo. Éste le confiesa que únicamente siente amor por Aricia, pero no le desvela la mentira tejida por Fedra, por no faltar el respeto a su propio padre. El amor del puro Hipólito por Aricia no hace sino aumentar los celos de Fedra, que es ya un volcán de pasiones, un laberinto de sentimientos encontrados. Mientras tanto, Teseo suplica a Neptuno que castigue al hijo incestuoso y desalmado. Fedra, por su parte, acusa a Eunone de haberla llevado a ese estado de calamidad y, sobre todo, de haber injuriado al joven Hipólito, y está dispuesta a confesar la verdad, pero los acontecimientos se precipitan. La culpa se apodera de la inquietante Eunone y se arroja al mar, mientras Teseo empieza a sospechar que las cosas quizás no hayan sido como se las hayan contado. Para colmo de males, Teseo viene a conocer la muerte de Hipólito arrastrado por sus caballos enloquecidos ante la aparición de un monstruo marino. Teseo que había implorado la ayuda de Neptuno se siente desmoronado, porque el dios de las aguas desgraciadamente ha escuchado su súplica. Fedra acaba de ingerir un veneno, pero antes tiene tiempo de declarar la verdad a Teseo. A éste sólo le queda aceptar a título de hija a Aricia, el amor de su desventurado Hipólito.
Todas las tensiones y las pulsiones emocionales están en los personajes de esta obra de teatro de Racine. Todos nos reconocemos en alguno o en varios de los personajes: la culpa, la pasión amorosa, la pureza, la insidia, la mentira, la venganza, la súplica, la rabia… En la vida nos toca, desgraciadamente, ir pasando de un personaje a otro. Pero así es la vida; y si todo esto nos pasa es porque estamos vivos. Los dioses caprichosos juegan con nuestro destino, con nuestras vidas, como directores de marionetas. ¿Siempre la fatalidad, siempre los hados, siempre el destino, siempre los dioses ciegos? El cristianismo, gracias a Dios, nos liberó de esta fatalidad y nos hizo dueños absolutos, pero también responsables de nuestros pensamientos, obras y acciones.
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