La última vez que viajé a París, en la iglesia de Saint Étienne, descubrí sendas placas en honor de Blaise Pascal y de Jean Racine, cuyos restos fueron trasladados a esta iglesia, muy cerca de La Sorbonne, cuando el monasterio de Port Royal des Champs fue destruido sin contemplaciones ante una comunidad femenina que, acusada de jansenismo, no quiso doblegarse ante el poder absoluto del rey de Francia.
Jean Racine, huérfano, se educó entre los ‘solitarios’ de Port Royal. Y sin duda sus buenos maestros de latín y de griego le inculcaron el amor a los clásicos grecorromanos. Y quizás por ello, Jean Racine supo elaborar tan magistralmente su Fedra, que acabo de leer este fin de semana.
Al final de su vida, Jean Racine, después de tanta gloria y algo de disipación mundana, pensaba con nostalgia en las mañanas puras de Port Royal y en el rigor luminoso de este monasterio parisino. Y quizás por ello en su testamento pidió a la Abadesa que permitiera su inhumación en el cementerio de la Abadía, a los pies del que había sido maestro suyo, M. Hamon y que le había animado a escribir siendo aún muy joven:
"Deseo que después de mi muerte, mi cuerpo sea llevado a Port-Royal des Champs, y que sea inhumado en el cementerio, a los pies de la tumba de M. Hamon. Suplico a la Madre Abadesa y a las religiosas de concederme este honor, aunque me reconozca indigno de él, ya sea por los escándalos de mi vida, ya sea por el por mal uso que he hecho de la excelente educación que recibí en otro tiempo en esta casa, y de los grandes ejemplos de piedad y penitencia que he visto y de los cuales yo no he sido sino un estéril admirador. Pero precisamente por haber ofendido mucho a Dios, me siento más necesitado de las oraciones de una tan santa comunidad para atraer la misericordia de Dios sobre mí. Suplico asimismo a la madre abadesa y a las religiosas que acepten de buen grado una suma de ochocientas libras".
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