Fue el pintor francés que más me impresionó cuando entré por
primera vez en el Louvre, en el otoño de 1988. Ahora, el Museo del Prado ha
conseguido reunir 31 telas de las 40 que le son atribuidas. Y ciertamente, la
cita madrileña ha sido un festín. ¡Georges de la Tour es tan diferente y tan
potente!
Sus pinturas ‘diurnas’ nos hablan de una época y de una
región, Lorena, en la primera mitad del siglo XVII. La hambrunas, la Guerra de
los 30 años, la carestía, la peste, las triquiñuelas para engañar al otro, todo
está en los cuadros de esta época de músicos harapientos y ciegos, de mujeres
desalmadas, de vanidosos a los que roban, de pícaros y de hambrientos.
Pero son los ‘nocturnos’ de La Tour, los que verdaderamente
me conmueven. Qué silencio que hay en estos cuadros. Baste pensar en San José y
en niño, El recién nacido, La aparición del ángel, María Magdalena, la Adoración
de los pastores, La mujer de Job. Uno tiene miedo a moverse, a susurrar un
nombre, a abrir la boca, por miedo a romper este silencio magnífico, esta
meditación profunda, esta quietud inquietante. Miedo a abrir una puerta por
temor a que la vela se apague, y que empiece una gran noche sin principio ni
fin. Todo es parquedad, austeridad, economía de recursos en estas pinturas.
Apenas hay color, no existen los fondos. Sólo unos cuerpos rotundos que se
dejan ver por un instante, cuando una vela se enciende ante ellos. Job seguirá
sumido en su dolor y en su desmoronamiento, cuando su mujer salga de esa
estancia. Y a María Magdalena volverá a conocer la culpa y el dolor cuando el
aceite de la lamparilla se haya consumido. Y José volvería a la bruticie de un
trabajo rudo y deshumanizado si el niño ahogase con su manita la vela. Y la pulga escapará de las manos de la mujer,
si una corriente de airecillo apaga la vela sobre la mesa. Y los pastores se
quedarían a dos velas, si el relente de la noche matase la llama. Pascal
Quignard decía que George de la Tour enfrentaba a cada uno de sus personajes
con una vela. Pero no, sabemos que después de más de tres siglos las velas
siguen encendidas y lo seguirán eternamente, mientras un hombre sea capaz de
admirar y gozar estos nocturnos.
No sabría decir cuál de estos nocturnos me ha
gustado más. El recién nacido me había fascinado mucho antes de llegar al
Prado, cuando lo había visto en algunas reproducciones, o en una postal, o en
la portada de un libro de Delibes. Cualquier niño es Jesús y cualquier madre es
María. Y esta es la sensación que uno tiene delante de este cuadro. Un recién
nacido de cara sonrosada y naricilla juguetona, en mantillas y fajado, yace
sobre el regazo de su madre, que lo mira con seriedad, con veneración y
adoración. A su lado, otra mujer, probablemente santa Ana, sostiene una vela que
una de sus manos tapa casi en su totalidad. Es una escena íntima, una escena
silenciosa, una escena religiosa. El nacimiento de un niño siempre hace temblar
al mundo de las guerras y las injusticias, porque su debilidad y su inocencia son
la arena para que la gigantesca maquinaria de la brutalidad deje de funcionar
durante al menos unos segundos. Pero esta luz roja, más roja aún por el vestido
rojo de María, es también el calor de un mundo donde las madres protegen a sus
hijos desvalidos y con un final aún más desvalido. Sólo el calor de una madre
sostiene el inicio, y puede sostener también el final de una vida. La vela, débil
y hermosa, es también un símbolo de la vida humana, frágil pero magnífica.
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