jueves, 15 de marzo de 2018

Serenidad y alegría.




Me piden que dé mi opinión sobre la página web ‘Guanelianas en el Camino’ que han creado unas monjas que ofrecen acogida a los peregrinos en Arzua-La Coruña. Es una página breve, limpia y clara, algo que se agradece en este mundo de masificación informativa. No hay mucho más que decir. Pero en uno de los enlaces de la página web, capta mi atención un breve testimonio de una monja a la que yo conozco, sor Sara Sánchez.
No la he tratado asiduamente, pero hemos coincidido en algunas celebraciones guanelianas. Es la responsable de una residencia de ancianos en el norte de Italia. En un par de ocasiones, cuando se ha pasado por España, me ha llamado y nos hemos visto en Valladolid. La última vez fuimos juntos a la eucaristía de nueve y cuarto de la noche en los jesuitas de Ruiz Hernández, porque ella quería conocer al padre José María Olaizola, comunicador, escritor y responsable del proyecto Rezando voy. No hubo suerte. Y esa noche presidió otro cura la misa. Después fuimos a tomar algo al Fierabrás. Y sor Sara, con toda la naturalidad del mundo, se acodó en la barra con su cocacola y su chapata de calamares. Al verla así, pensé en la expresión paolina ‘omnia munda mundis’ (para los puros todo es puro). Sara tiene una de esas sonrisas que yo no calificaría de deslumbrante sino de iluminadora. En aquella tarde, iba vestida con su hábito blanco de monja, pero parecía que llevaba un chanel encima de la piel.
 
De su testimonio me han llamado la atención algunas cosas, que ahora resumo. A los 14 años era una muchacha amante del deporte. Jugaba en el equipo de voleibol y de baloncesto y ya tenía planeada su vida: bachillerato en Palencia y Educación Física en León. Se quería dedicar a la enseñanza del deporte o a algo relacionado con él. Pero una amiga suya insistió hasta la saciedad para que la acompañase a los encuentros juveniles que se tenían cada sábado en Casa Guanella, en Palencia. Unos encuentros que, como se decía a finales de los ochenta, eran lo más in, y de los que toda la ciudad estaba al tanto.
Durante un buen número de sábados, aplazó la cita por ‘culpa’ de los partidos. Finalmente, un sábado que tenía libre accedió a acompañar a la amiga. Y le gustó el ambiente. Aceptó también apuntarse al campamento-nieve que organizaban los mismos curas en la montaña palentina, en Salcedillo. Era la Navidad de 1988: “Recuerdo aquellos días de diciembre de 1988 como el momento en el que Dios se apoderó de mí y dónde intuí que nada iba a ser como antes. Volví a casa trasformada, con la certeza de que mi forma de vivir el cristianismo no era como Dios quería y que el Señor me pedía más”.
El deporte fue perdiendo peso en su vida y lo fue ganando la oración. La idea de hacerse monja le rondaba la cabeza, pero ella la espantaba a manotazos: “Trataba de autoconvencerme de que aquello no era para mí y de que mis planes eran mejores. Cuando rezaba el padrenuestro y llegaba a la frase ‘hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’ me ponía a temblar”.
El Señor no quería su tiempo o su inteligencia, o sus habilidades. El Señor quería a Sara. Y ella no se atrevía a darle una respuesta definitiva, una respuesta de entrega total: “Hubo un tiempo en el que viví la llamada casi como una “desgracia” porque sentía que el Señor era exigente y seguirle no iba a ser fácil conociéndome (menudo genio tenía yo…)”. Y esto me recuerda lo desgraciado que se sintió Jonás cuando el Señor le mandó a predicar a Nínive.
Poco a poco fue descubriendo la belleza de esa llamada y la belleza de esa entrega. Y ya no sintió miedo al contárselo a sus familiares y a sus amigos. Después de muchos años como monja está convencida de que fue hermoso seguir a Jesús, y seguirle en medio de los pobres.
Y cuando alguien le pide un consejo para “detectar la maravillosa enfermedad crónica de la vocación a la vida consagrada”, responde que hay dos síntomas que no dan lugar a equívocos: la alegría y la serenidad. Ella, sin duda, las tiene.
 

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