Son las 6 de la mañana. Al
despertarme, compruebo que es 9 de octubre. Cambio la foto del perfil del
WhatsApp (una foto de caramelos). Y me doy un consejo para toda la jornada: ”mirar como el hermano Juan
miraba”.
¿Qué nos queda a los que
estudiamos en “los italianos’ de Aguilar de Campoo? Aparte de un montón de
recuerdos, de anécdotas y de rostros, nos queda la altísima figura moral del
Hermano Juan.
Hoy, hace 47, en un desgraciado
accidente de tráfico, se acababa la vida de un hombre bueno. Tenía apenas 58
años. Pero ya había vivido una vida plena. Porque la existencia de la buena
gente es siempre plena. Aunque se nos diga lo contrario: que hay que vivir mil
situaciones límites y embarrarse en todos lodos, para así decir que uno ha
vivido todo, ha probado todo y ha tenido ‘mil experiencias’.
El hermano Juan Vaccari
(1913-1971) fue un hombre justo. Un hombre bueno. ¿Pero qué significa ser un
hombre justo? Para mí es quien hace más llevadera la vida a los demás, quien
nos conduce hacia lo mejor que hay en nosotros, y quien nos recuerda, con su
testimonio, que ante todo lo que nos sucede en la vida, podemos optar por la
alegría o por la amargura, por la ira o por la mansedumbre, por la rabia o por
la serenidad, por la compasión o por la indiferencia, por el amor o por el
odio. Las personas justas no ‘obligan a los demás a ser buenos por la fuerza’. Somos
nosotros los que nos sentimos mejorados por su presencia y su compañía, y nos
sentimos empujados a imitarlos, a repetir sus gestos de bondad y de bien.
El hermano Juan, tantos años
después, sigue ejerciendo una influencia benéfica sobre mi vida, tan lejana de
la suya en tantísimos aspectos.
Ya fuese en las cocinas de Barza
(Italia) donde durante recién acabada la Guerra Mundial tuvo que ingeniárselas
para preparar un plato de sopa aguada para los seminaristas. Ya fuese en los
pomposos salones del Palacio de la Cancillería en Roma, donde tuvo que ejercer,
con paciencia sin límites, de sirviente del cardenal Micara. Ya fuese en las
escuelas y parroquias de la Castilla de finales de los años sesenta donde iba
en busca de vocaciones para su Colegio de Aguilar de Campoo… por todos estos
escenarios pasó haciendo el bien, con una sonrisa y con una alegría que no
suelen abundar en este mundo.
Al morir, pudieron comprobar que
en su testamento había escrito una frase desconcertante: “Si encontráis algo de calderilla en mis bolsillos cuando me muera,
comprad caramelos a los buonifigli (los niños con discapacidad a los que
siempre quiso, especialmente en sus años romanos)”.
¿Pero quién de nosotros no se
siente, cien veces al día, un discapacitado de corazón, de ilusión y de
esperanza? Por ello, una vez al año, nos
acordamos de los caramelos del Hermano Juan. Por ello, una vez año años,
sabemos que esos caramelos son para nosotros. Esos caramelos nos recuerdan
nuestras limitaciones e incapacidades. Pero también que alguien nos quiere a
pesar de ellas, o precisamente por ellas. Los caramelos del Hermano Juan nos
seguirán endulzando un poco la existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario