Con
alevosía y ‘covividad’ se tramita en estos días la ley de la eutanasia y
del suicidio asistido. Con inusual celeridad en la tramitación, sin ningún
diálogo abierto en la sociedad, con una ciudadanía paralizada por culpa de la
pandemia, sin atender al Comité Nacional de Ética que no aconsejaba su
tramitación, y –lo que es denigrante- en un año en que, de forma
miserable, miles y miles de ancianos han muerto por causa del Covid-19, en
parte porque desde las autoridades no se permitía el acceso de los mismos a los
hospitales. ..
Como
apuntaba José Jiménez Lozano en las páginas de su último diario ‘Evocaciones
y presencias', este darwinismo filosófico y esta ingeniería social son una
victoria de la ideología hitleriana, aunque ahora este movimiento de la
eutanasia esté liderado por banderas bien distintas, banderas progresistas,
según nos cuentan a cada momento. Pero en el fondo es el mismo programa: el
descarte de los improductivos o la invitación a que no den más la matraca con
sus penas y dolencias, y pidan esfumarse de este mundo.
Sé
que es un tema muy delicado, como todos los que atañen a la vida humana y a la
ética. Desde hace algún tiempo, se viene presentando el suicidio asistido como
un caso de compasión. Se ofrecen al público casos extremos (por ejemplo, el del
tetrapléjico Ramón Sampedro) y, a partir de ahí, se intenta que se vea todo
este asunto como un asunto de altruismo.
La
eutanasia y el suicidio asistido pueden parecer un progreso en humanidad, y sin
embargo, creo yo, es la derrota de la humanidad misma, porque estamos
confesando nuestra incapacidad para cuidar y para curar. Hay enfermos
incurables, pero no incuidables.
Otra
cosa bien distinta es que no se tendría que darse un encarnizamiento
terapéutico ni el uso de medios extraordinarios que alarguen agónicamente la
existencia. No es de recibo. Me parece a mí. Como también me parece que cargar
a jueces y médicos con la responsabilidad de suministrar la muerte, es poner un
fardo bien pesado sobre sus espaldas.
¿Cuál
es el mayor riesgo que corremos con leyes así? Pues que, poco a poco, se cree
una conciencia, difusa pero extendida, de que algunas personas, por su
enfermedad o vejez, suponen una carga para el erario público, y para esta
sociedad perfecta de mujeres y hombres sanos, fuertes, potentes y brillantes.
¿Podemos imaginar la presión, sutil pero eficaz, que dentro de no mucho se
puede ejercer social, política, e incluso familiarmente, sobre ancianos,
discapacitados, enfermos crónicos, afectados por problemas de salud mental o
depresión, es decir sobre ‘inútiles’ o 'incordiantes' por su debilidad física o
psíquica?
En
Holanda, país pionero en estas cuestiones, la ley de la eutanasia creo que no
está resultando ningún éxito. Y hasta jóvenes afectados por pérdidas de seres
queridos, crisis, enfermedades transitorias o fuertes depresiones, han
solicitado –y obtenido- el suicidio asistido.
Ese
es el drama de la eutanasia. La cuestión merecería mucha reflexión y mucha
cautela, y muchas otras normas y praxis para invertir en cuidados paliativos.
Pero
hay un campo, formidable, magnífico, todo un desafío y un compromiso, donde
cada individuo puede actuar. Cada ser humano, en su inmensa fragilidad, en su
terrible soledad, en su falta angustiosa de sentido vital, debe encontrar a
otros seres humanos capaces de sostenerlo, cuidarlo, protegerlo, animarlo,
curarlo, acompañarlo y amarlo. Que ningún ser humano, cercano o lejano, sienta
la tentación de pedir licencia para morir. En lugar de la eutanasia, la ‘euvivasia’
(con perdón de la Real Academia de la Lengua). En lugar de la buena-muerte, la
buena-vida.
Y
esta es una responsabilidad de cada uno: que cada ser humano, por el hecho de
experimentar el apoyo de otros seres humanos, sienta que la vida puede ser
bella y que merece la pena disfrutarla y vivirla.
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