jueves, 8 de diciembre de 2022

La Purísima, de Murillo




En el orbe católico, cuando alguien nos habla de la Inmaculada Concepción, la primera imagen que aparece es siempre el cuadro de Bartolomé Murillo. No solo es una imagen capital de la pintura europea, sino que forma parte también de una cierta cultura popular: imagen reproducida hasta la saciedad en calendarios, estampas, libros, azulejos, pinturas, y hasta en infinitos productos de todo tipo.

Murillo no creó este tipo de imágenes, pero digamos que él la definió para siempre. Fue su amigo Justino de Neve, canónigo de la catedral hispalense, el que se la encargó para colocarla en el Hospital de los Venerables de Sevilla, de la que él era protector.

Allí estuvo durante siglos. Cuando en 1810, las tropas napoleónicas acamparon en Sevilla, esta fue una de las obras que expoliaron, para formar parte de ese Museo Napoleónico que el emperador soñaba hacer con las mejores obras de arte robadas por toda Europa. Al final el Museo no se creó y la Inmaculada permaneció en el palacete del mariscal Soult, que fue el encargado de llevársela de Sevilla. A su muerte, los herederos la vendieron al Museo del Louvre en 1852. Por entonces, la Inmaculada era una obra mítica y el museo parisino pagó por ella la cifra más elevada que museo alguno hubiera pagado por una pintura, 615.300 francos oro. En 1941, por un acuerdo entre el gobierno de Franco y el gobierno de Petain, la pintura de Murillo volvería a España y, a cambio, el Museo del Prado entregaba a Francia un Velázquez, Doña Mariana de Austria.  Desde entonces, la Inmaculada Concepción se codea con otras obras maestras de la Pinacoteca, considerándose una de sus grandes joyas, y que, al menos que yo sepa, son de esas pocas obras que “nunca pueden abandonar la casa”.

Durante siglos, el debate sobre la Inmaculada Concepción de María era una cuestión que trascendía el ámbito teológico y que alcanzaba la política, la universidad, la dialéctica desde los púlpitos, los pasquines, la literatura, y llegaba hasta el pueblo llano y sus miles de analfabetos. Los franciscanos fueron los grandes propagandistas de este asunto, en contra de los dominicos que veían serios reparos. Después Universidades y Ciudades hicieron del dogma de la Inmaculada un asunto de estado, hasta el punto de que, en algunos casos, antes de ser profesor de alguna universidad o regidor de una villa, se tenía que jurar defender la Inmaculada Concepción de la Virgen María: el llamado voto inmaculista.


              España abanderó esta cuestión en el orbe católico. Para mayor abundamiento, hay que decir que en la noche del 7 al 8 de diciembre de 1585,  cuando los tercios españoles en Holanda estaban a punto de entrar en una batalla que daban por perdida debido a su escaso número de combatientes y a la dificultad de aprovisionamiento de alimentos, un soldado encontró una tabla con una imagen de María. En seguida levantaron un altar, y durante toda la noche, los soldados se turnaron para rezar avemarías ante esa imagen. Gracias a la repentina congelación del río, los tercios pudieron caminar sobre él y armar una emboscada al enemigo, lo que les daría la victoria. Casualidad o milagro, los tercios ganaron la batalla de Empel (el milagro de Empel, para muchos) y por toda la cristiandad hispana se tuvo por seguro de que había sido obra y gracia de la Inmaculada Concepción. Pronto, fue declarada Patrona de la Infantería.

Desde 1664, la Inmaculada es día festivo en España. Hay que recordar que el dogma como tal fue declarado oficialmente en 1854 por el Papa Pío IX. Y lo hizo desde el Palacio de la Embajada Española en Roma, como un homenaje al pueblo que tanto había luchado por esta declaración. Aún hoy, cada 8 de diciembre, el Papa acude a Plaza de España para llevar flores ante la columna de la Inmaculada.  Y por privilegio papal, los sacerdotes hispanos pueden lucir casulla azul en la fiesta de la Inmaculada.

Pero volvamos dónde hemos empezado: la Inmaculada de Murillo. Con vestido blanco y manto azul, las manos cruzadas, la mirada elevada al cielo, el pelo suelto sobre sus hombros, la boca ligeramente entreabierta, la luna apocalíptica a sus pies, rodeada de ángeles, y un fuerte sentido ascensional en la composición, la imagen apoteósica y triunfal de la Virgen flota sobre un fondo de nubes áureas.  Esta Inmaculada, con una gama refinada de tonos cromáticos, blancos, azules, áureos, sonrosados, es el prototipo que arraigaría con gran éxito en toda la pintura posterior sobre el tema inmaculista.  Ya Ceán Bermúdez había escrito de ella: “Es superior a todas las que de su mano hay en Sevilla, tanto por la belleza del color como por el buen efecto y contraste del claroscuro”. Y el escritor francés Balzac que conoció este cuadro en un salón del mariscal Soult escribió que sólo había tres maravillas en el mundo, capaces de competir con la gloria del primer amor. “la vista del lago de Brenne, algunos motivos de Rossini y la Virgen de Murillo que posee el mariscal Soult...».

           Para siempre y por siempre esa Señora, en medio de nubes de oro, rodeada de ejércitos de ángeles, vestida de blanco y azul, representa la idea de belleza y de pureza. Al fin y al cabo, otro de los nombres para referirse a la Inmaculada Concepción es la Purísima. 








2 comentarios:

  1. Estupenda e interesante información sobre esta obra de arte y sobre el día que conmemora.. ESM

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