Fara Novarese. Tal vez los orígenes de Fara hay que buscarlos en una tribu celta, los
vertamocoros. Diversas vasijas de barro, botellas de vidrio azul, anillos y
monedas romanas atestiguan su romanización. Un anillo con las efigies del
emperador filósofo Marco Aurelio y su mujer Faustina es el hallazgo
arqueológico más importante de este periodo romano.
A los romanos les sucedieron los longobardos que habían penetrado en
Italia en el año 568 al mando del rey Alboino. De hecho, el nombre Fara es una
voz longobarda. “Faren” indicaba un centro residencial constituido por un grupo
de guerreros longobardos unido por vínculos familiares. Las “faren” situadas a
lo largo de los confines daban protección a los territorios ocupados por los
longobardos.
En el 955 aparece la primera mención a Fara en un pergamino, hoy
custodiado en el Archivo Histórico Diocesano de Novara. Es un documento
jurídico entre el obispo Rodolfo, de la Iglesia de Novara, y Guidoberto de Fara,
que profesa la ley alemana.
El pueblo de Fara surgió en un principio en la colina, pero en el siglo
XVI sus habitantes decidieron descender a la llanura donde ya existía una
iglesita dedicada a San Fabián y San Sebastián. En lo alto de la colina se
mantuvo la iglesia dedicada a los apóstoles Pedro y Pablo, con su cementerio
anexo.
Un primer castillo surgió en la colina,
y un segundo en la llanura. Ancestralmente han sido conocidos como castillo
superior e inferior. En el siglo XVIII ambos castillos medievales fueron
transformados en residencias para uso y disfrute de dos familias
aristocráticas.
El llamado Castillo superior fue
comprado en 1917 por la Congregación de los Siervos de la Caridad y
transformado en Seminario San Jerónimo. En 1993, los guanelianos abandonan Fara
y el Castillo Superior se convierte en Casa de Cura y Reposo ‘Los cedros’,
función que sigue ejerciendo hasta la fecha. En cambio, El Castillo inferior lo
sigue utilizando la familia Stangalino como residencia en la campiña.
El día 20 de octubre de 1933, a la caída
de la tarde, un joven de 20 años entraba en el Colegio San Jerónimo de Fara
Novarese
***
“Aquí en esta casa, un 28 de diciembre...”
Estamos en 1933. Se conmemoran los 1900
años de la Pasión de Cristo, y el Papa lo declara Año Santo. A principios de
año, Juan se encamina una vez más al Santuario de la Comuna: “Con toda mi fe, me dirigí a la Virgen para
implorarle que me iluminase y que, a lo largo del Año Santo, me indicase qué
vocación debía seguir”.
Días suceden a días y meses suceden a
meses en la vida lenta de Sanguinetto. Cada casa conoce sus pequeñas alegrías y
sus disgustos. A medida que transcurre el año, Juan Vaccari incrementa su
oración. Pero las hojas del calendario caen y las señales que Juan esperaba se
retrasan.
Un domingo de septiembre de 1933, después
del rezo de vísperas, Juan partió con su primo Silvino a la feria de Corezzo.
Dieron una vuelta por el pueblo y se detuvieron en una caseta de tiro.
Dispararon los dos y los dos acertaron, con aplauso y algarabía de los
presentes. Un momento de diversión, un inocente juego en una época de escasas
ociosidades. Pero Juan recordaría ese episodio toda su vida: “Ese disparo fue el adiós al mundo, pues,
algunas semanas después, dejaba todo y a todos, para entrar en el Colegio de
Fara Novarese”.
Muchos años después, en diciembre de
1968, Juan vuelve al Colegio de Fara Novarese “donde empezó todo”: “Deo gratias et Mariae. Hace 35 años, aquí
en esta casa, un 28 de diciembre, por obra y gracia de la Virgen, tomé la
decisión de mi vida: sí, me quedo. Madre mía del Cielo, haz que mi sí, como el
tuyo, sea para toda la vida”.
Volvamos atrás. En 1933, Juan tiene 20
años y sigue creyendo que él no está hecho para seguir el ‘camino común’ de la mayoría: “Sentía
como un vacío y nada me atraía. Un día fui a visitar a mi tía Victoria, ama de
cura en Casaleone, y le confié cuál era mi estado de ánimo. En seguida se lo
dijo al párroco que me conocía bien, y me animó cuanto pudo. Y me dijo que un
joven de ese mismo pueblo, y de mi misma edad, había sido aceptado en la Obra
Don Guanella de Fara Novarese. Y también me propuso que, si me parecía bien, él
se encargaría de hablarlo con los guanelianos para que pudiera iniciar allí el
camino hacia el sacerdocio”
El párroco hizo las gestiones oportunas y
una semana después Juan recibía la respuesta afirmativa: “Metí cuatro cosas en la maleta y emprendí el viaje. A la caída del sol del 20 de octubre de 1933
entraba en el Colegio de Fara Novarese”. Dos cosas le impresionaron de
aquella primera tarde en Casa Guanella: una canción popular a la Virgen María
que en ese momento sonaba en el armonio, y el sonido y la forma de hablar y de
mirar a los ojos del rector y padre maestro, Miguel Bacciarini.
Pronto le impresionarían otras cosas: en
la capilla pudo comprobar que todos los alumnos tenían menos edad que él y eran
bastantes centímetros más bajos. Juan Vaccari había alcanzado ya su estatura de
casi un metro ochenta. Tenía un cuerpo delgado y frágil y un rostro agraciado,
una mirada humilde, y una expresión serena y afable.
Al día siguiente de su ingreso en el
internado: “Por la mañana, después de un
somero examen oral, me destinaron al curso de 5º. Éramos unos 30 alumnos. Otro
colegial y yo íbamos de paisano; los demás, con la sotana”. Lo colocaron en
el último pupitre y le bastaron unos días para darse cuenta de que era el ‘último’
de la clase: “Recuerdo las meditaciones
del padre espiritual, las misas cantadas, la hermosa Inmaculada. Todo agradaba
a mi espíritu; me sentía como en mi casa, pero había un obstáculo que me traía
a maltraer: comprendí que no iba a conseguir aprobar. Era consciente de que no
era inteligente, pues en mi cabeza las lecciones se embarullaban y yo mezclaba
unas nociones con otras”.
Fueron unas semanas agotadoras. Todo le
gustaba, todo llenaba su alma, pero los estudios eran un foso infranqueable. Estudiaba
horas y horas, hacía esquemas, repetía la lección bisbiseando o en voz alta,
rezaba, pero cuando llegaba el momento....
Muy pronto, con medias palabras, con
indirectas, le insinuaron que sería oportuno retroceder algún curso... y
quizás...
“Entonces, me quedo…”
“Allora
rimango”. Probablemente la
vida de Juan Vaccari puede resumirse en estas palabras: “entonces, me
quedo”. Las pronunció el 28 de diciembre de 1933, festividad de los Santos
Inocentes- en el severo despacho del padre espiritual de Fara Novarese, a la
sazón seminario de los Siervos de la Caridad, los padres guanelianos.
El
Año Santo estaba llegando a su fin. Es más, faltaban apenas unas horas para que
Pío XI sellase con una paletada de cemento la Puerta Santa de la Basílica
Vaticana. El Año Santo se había iniciado doce meses antes para conmemorar los
diecinueve siglos de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.
El 23 de diciembre Juan estaba haciendo
un examen de griego, en medio de compañeros más jóvenes que él, cuando el padre
Miguel Bacciarini le hizo salir de clase. El panorama para el alumno Vaccari se
ensombreció de repente, aunque, a decir verdad, era lo que se estaba temiendo.
El rector, con palabras amables, le puso las cartas boca arriba: “Juan, tú no puedes seguir estudiando.
Tienes ante ti dos opciones: o hacerte hermano lego o volverte para casa”.
No
fue una conversación. Sólo la exposición de una propuesta que a Juan le sonó a
ultimátum. Abandonó el despacho destrozado; el mundo entero se hundió bajo sus
pies: “semejante noticia fue para mí una
puñalada” (‘tale notizia fu per me una saettata’). Y por el pasillo se fue
rezongando: “No quiero ser hermano. Para
trabajar en el campo o en la cocina, me voy al pueblo y echo una mano a mi padre.
Yo quiero ser sacerdote”. Fue
entonces cuando se sintió un fracasado: “Toda
esperanza desvanecida y ante mí la triste y humillante realidad, otras veces
repetida, de volver al pueblo, y ser y parecer un fracasado. Sólo Dios sabe
cuánto sufrí. En lo más profundo de mi ser sentía una repulsa a hacerme
hermano. Pasé la Navidad con una idea que no se me iba de la cabeza: tengo que volver
a casa”.
Y también, quizás por primera y última
vez en la vida, sintió que la Virgen lo abandonaba. “Pero entonces la Virgen de la Comuna no me ha escuchado. Le he rezado
e implorado que me ayude a encontrar el camino antes de que el Año Santo llegue
a su fin y sin embargo…”
Acudió
a su padre espiritual, el P. Corneo. Éste conocía la calidad del alma del joven
Juan y se sintió apenado. Le pidió que lo meditase y le aseguró que él
ofrecería las siguientes tres misas para que el Señor le iluminase. Juan rezó y
rezó mucho. Sufrió y sufrió mucho. Probó la sequedad de la oración, el desierto
de la plegaria, la aridez de la súplica, la acidia de la vida. Ningún resquicio
de luz. Cuando la noche se hizo total, metió sus pocas prendas y sus cuatro
libros en una maleta. Y empezó a imaginar (y a temer) la partida del seminario
y la llegada vergonzante a Sanguinetto.
El
día 28 subió al despacho del padre espiritual para despedirse definitivamente. “¿Qué pasa, Juan?”, le preguntó el
sacerdote. “Me marcho”, contestó
Juan. Hubo un silencio sepulcral. Juan no sabía añadir ninguna floritura a su
lacónica decisión, y el buen cura, sin embargo, quería añadir algún argumento
deslumbrante para convencerle de lo contrario. Un silencio espeso y tenso.
De
pronto, le espetó: “¿Y si marchándote
perdieses tu alma?”. Juan no esperaba esta pregunta o, si se prefiere, este
chantaje espiritual. Enmudeció. Juntó las manos con fuerza, se sintió “como deslumbrado por un rayo de lo alto”,
bajó la mirada y balbuceó con el poco aliento que le quedaba en la garganta: “Allora, rimango”. Entonces, me quedo.
No era el sí gozoso ante lo que había soñado
tantas veces. Era mucho más: la aceptación libre de otra voluntad, ajena por
completo a sus planes. Así, y no de otra manera, es el sí que se pronuncia en
cualquier huerto de los olivos.
El
padre espiritual respiró hondo y alzó la mirada a lo alto. Si hubiese pensado
sólo como hombre, hubiese saboreado su triunfo, pues había cumplido con su
deber de buscar operarios para la mies del Señor; pero también era un padre, un
pastor que no podía consentir que ninguno de sus hijos se perdiese. Y nadie
podía arrebatar a Dios el alma limpia como la patena de este joven.
Lo
abrazó. No el ósculo frío de los eclesiásticos, sino el abrazo cálido de los
seres queridos: “No te preocupes, Juan.
Yo me hago responsable de tu alma”. ¿Se puede decir algo más rotundo y
hermoso en el momento más decisivo de una existencia? Karl Rahner escribiría
que “este abandonarse propio de la fe es
la máxima osadía del hombre”.
La
pesadumbre desapareció. Juan sintió que revivía. Después de horas de agonía,
experimentó una pequeña transfiguración: “Desde
ese instante desaparecieron todas las aprensiones, los temores, y empecé a
sentirme otra persona. Todo mi ser se inundó de una alegría y de un gozo que no
es posible describir”.
Lo
que pasa es que los proyectos de Dios no siempre coinciden con los proyectos de
los hombres. El señor le había hecho conocer su vocación, aunque ésta no
coincidiese con los anhelos –puede que incluso vanidosos- de alcanzar el
sacerdocio. Fue la gran lección de su vida. Y si su memoria se negaba
insistentemente a recordar los verbos aristos o medios del griego, su corazón
aprendería para siempre esta enseñanza: hay que pedir al Señor que nos indique
por qué camino hemos de seguirle y nunca que nos desbroce el sendero por el que
nos gustaría andar.
Treinta
años después escribirá en su Autobiografía: “Oh,
Jesús mío; Oh, Virgen Santísima; Oh, San José; Oh, don Luis Guanella, hoy, al
evocar estas piadosas palabras ‘entonces, me quedo’, estoy aquí, humildemente
prostrado, para agradecer la inmensa bondad de Dios por semejante graica, como
fue la de haberme llamado a la vida religiosa como simple hermano lego y de
haberme llamado de manera insospechada”.
“De estudiante a pinche de
cocina…”
Esa misma mañana del 28 de diciembre de
1933 Juan no regresó al aula seria y temible de los exámenes de griego y latín
ni a los libros plomizos que tantos disgustos habían proporcionado a su memoria
frágil y a su corazón sensible. Arrinconadas para siempre quedaron las
conjugaciones verbales, las ecuaciones, las declinaciones, las listas de
emperadores romanos, la clasificación de los vertebrados y las capitales del
mundo.
Con los nudillos de su mano dio golpecitos
en la puerta del despacho del rector, P. Miguel, y entró. Le comunicó su
decisión de permanecer en los guanelianos para hacerse hermano. “Bien, bien, una buena decisión”. El P.
Miguel se levantó de su sillón frailuno, y le indicó que le siguiese escaleras
abajo. Cuando llegaron a la cocina: “Aquí
le traigo un ayudante”. La hermana cocinera, María Zilioli, le indicó un
saco de patatas y le acercó un cuchillo. Patata tras patata, avemaría tras
avemaría. Del examen de griego interrumpido a su llegada a la cocina no había
pasado ni una semana. “De estudiante a
pinche”, resumió Juan, con buen humor. Y en su interior, se alegró al
pensar que este no era su plan, pero que, bien mirado, estaría más a gusto y
tranquilo al lado de los fogones que hincando los codos sobre el pupitre.
Sólo entonces recordó que faltaban pocas
horas para que el Año Santo llegase a su fin, y cayó en la cuenta de que la
Virgen María, verdaderamente, le había hecho conocer su vocación. Se le
saltaron las lágrimas.
Sor María le decía en todo momento lo que
tenía que hacer y el buen Juan obedecía. A una no le costaba mandar, y al otro
tampoco le costaba obedecer. Pelar patatas, picar cebollas y ajos, lavar coles
y lechugas, cargar los alimentos, limpiar las marmitas y cacerolas, barrer y fregar
los suelos. Era un trabajo duro, reconocía, pero más duro era estudiar.
Las corrientes en la cocina eran constantes;
el agua en invierno, siempre helada; las humedades de las paredes creaban
sombrías sombras. Su salud empezó a resentirse. A las pocas semanas, se agarró
una buena pulmonía. Tuvo que pasar muchos días en la enfermería. Sería la
primera vez que su ritmo se detenía bruscamente por falta de salud. Conocería a
lo largo de su vida otros momentos de enfermedad. Hasta en esto siguió el
patrón común de todos los hombres grandes a los que la Providencia prueba de un
modo especial con el dolor físico o el quebranto espiritual. Ya decía Pascal
que “el estado natural del cristiano es
la enfermedad”. Juan de la Cruz había escrito que “el primer grado de amor hace enfermar al alma provechosamente”. Y
también al cuerpo, porque ya se sabe que los justos habitan con cierta
frecuencia el país de la fiebre.
Juan pasó nueve meses de marmitón o
galopillo. Al cabo de este embarazo de pinche de cocina en que aprendió a hacer
una pasta, un risotto, unas
albóndigas y unas patatas, todo ello con mucha agua y pocos tropezones, salió
doctorado en cocinero.
En Fara
Novarese apenas se quedó un año. Pero este lugar es muy importante en la vida
del hermano Juan, porque fue allí donde aceptó hacerse hermano lego, y hacerlo
en medio de los Siervos de la Caridad (guanelianos) y fue allí donde adquirió
los primeros rudimentos como cocinero, un trabajo que le habría de ocupar los
próximos dieciséis años. Allí, en Fara Novarese, un 28 de diciembre de 1933, el
hermano Juan tuvo su particular ‘Anunciación’. Y allí pronunció su “fiat”.
El joven de
Sanguinetto, alto y apuesto, al que “le encantaba por las tardes pasear en
solitario e ir por los campos rezando”, había encontrado su lugar en el
mundo.
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