domingo, 2 de abril de 2023

Cap. II – Entonces, me quedo. Años 1933-1934. (Juan Vaccari: un hermano para siempre)



 Escenario: Fara Novarese (Novara - Piamonte - Italia)

 

Fara Novarese. Tal vez los orígenes de Fara hay que buscarlos en una tribu celta, los vertamocoros. Diversas vasijas de barro, botellas de vidrio azul, anillos y monedas romanas atestiguan su romanización. Un anillo con las efigies del emperador filósofo Marco Aurelio y su mujer Faustina es el hallazgo arqueológico más importante de este periodo romano.

A los romanos les sucedieron los longobardos que habían penetrado en Italia en el año 568 al mando del rey Alboino. De hecho, el nombre Fara es una voz longobarda. “Faren” indicaba un centro residencial constituido por un grupo de guerreros longobardos unido por vínculos familiares. Las “faren” situadas a lo largo de los confines daban protección a los territorios ocupados por los longobardos.

En el 955 aparece la primera mención a Fara en un pergamino, hoy custodiado en el Archivo Histórico Diocesano de Novara. Es un documento jurídico entre el obispo Rodolfo, de la Iglesia de Novara, y Guidoberto de Fara, que profesa la ley alemana.

El pueblo de Fara surgió en un principio en la colina, pero en el siglo XVI sus habitantes decidieron descender a la llanura donde ya existía una iglesita dedicada a San Fabián y San Sebastián. En lo alto de la colina se mantuvo la iglesia dedicada a los apóstoles Pedro y Pablo, con su cementerio anexo.

Un primer castillo surgió en la colina, y un segundo en la llanura. Ancestralmente han sido conocidos como castillo superior e inferior. En el siglo XVIII ambos castillos medievales fueron transformados en residencias para uso y disfrute de dos familias aristocráticas.

El llamado Castillo superior fue comprado en 1917 por la Congregación de los Siervos de la Caridad y transformado en Seminario San Jerónimo. En 1993, los guanelianos abandonan Fara y el Castillo Superior se convierte en Casa de Cura y Reposo ‘Los cedros’, función que sigue ejerciendo hasta la fecha. En cambio, El Castillo inferior lo sigue utilizando la familia Stangalino como residencia en la campiña.

El día 20 de octubre de 1933, a la caída de la tarde, un joven de 20 años entraba en el Colegio San Jerónimo de Fara Novarese

 


***

 

Aquí en esta casa, un 28 de diciembre...”

 

Estamos en 1933. Se conmemoran los 1900 años de la Pasión de Cristo, y el Papa lo declara Año Santo. A principios de año, Juan se encamina una vez más al Santuario de la Comuna: “Con toda mi fe, me dirigí a la Virgen para implorarle que me iluminase y que, a lo largo del Año Santo, me indicase qué vocación debía seguir”.

Días suceden a días y meses suceden a meses en la vida lenta de Sanguinetto. Cada casa conoce sus pequeñas alegrías y sus disgustos. A medida que transcurre el año, Juan Vaccari incrementa su oración. Pero las hojas del calendario caen y las señales que Juan esperaba se retrasan.

Un domingo de septiembre de 1933, después del rezo de vísperas, Juan partió con su primo Silvino a la feria de Corezzo. Dieron una vuelta por el pueblo y se detuvieron en una caseta de tiro. Dispararon los dos y los dos acertaron, con aplauso y algarabía de los presentes. Un momento de diversión, un inocente juego en una época de escasas ociosidades. Pero Juan recordaría ese episodio toda su vida: “Ese disparo fue el adiós al mundo, pues, algunas semanas después, dejaba todo y a todos, para entrar en el Colegio de Fara Novarese”.

 

Muchos años después, en diciembre de 1968, Juan vuelve al Colegio de Fara Novarese “donde empezó todo”: “Deo gratias et Mariae. Hace 35 años, aquí en esta casa, un 28 de diciembre, por obra y gracia de la Virgen, tomé la decisión de mi vida: sí, me quedo. Madre mía del Cielo, haz que mi sí, como el tuyo, sea para toda la vida”.

Volvamos atrás. En 1933, Juan tiene 20 años y sigue creyendo que él no está hecho para seguir el ‘camino común’ de la mayoría: “Sentía como un vacío y nada me atraía. Un día fui a visitar a mi tía Victoria, ama de cura en Casaleone, y le confié cuál era mi estado de ánimo. En seguida se lo dijo al párroco que me conocía bien, y me animó cuanto pudo. Y me dijo que un joven de ese mismo pueblo, y de mi misma edad, había sido aceptado en la Obra Don Guanella de Fara Novarese. Y también me propuso que, si me parecía bien, él se encargaría de hablarlo con los guanelianos para que pudiera iniciar allí el camino hacia el sacerdocio”  

El párroco hizo las gestiones oportunas y una semana después Juan recibía la respuesta afirmativa: “Metí cuatro cosas en la maleta y emprendí el viaje.  A la caída del sol del 20 de octubre de 1933 entraba en el Colegio de Fara Novarese”. Dos cosas le impresionaron de aquella primera tarde en Casa Guanella: una canción popular a la Virgen María que en ese momento sonaba en el armonio, y el sonido y la forma de hablar y de mirar a los ojos del rector y padre maestro, Miguel Bacciarini.

Pronto le impresionarían otras cosas: en la capilla pudo comprobar que todos los alumnos tenían menos edad que él y eran bastantes centímetros más bajos. Juan Vaccari había alcanzado ya su estatura de casi un metro ochenta. Tenía un cuerpo delgado y frágil y un rostro agraciado, una mirada humilde, y una expresión serena y afable.

Al día siguiente de su ingreso en el internado: “Por la mañana, después de un somero examen oral, me destinaron al curso de 5º. Éramos unos 30 alumnos. Otro colegial y yo íbamos de paisano; los demás, con la sotana”. Lo colocaron en el último pupitre y le bastaron unos días para darse cuenta de que era el ‘último’ de la clase: “Recuerdo las meditaciones del padre espiritual, las misas cantadas, la hermosa Inmaculada. Todo agradaba a mi espíritu; me sentía como en mi casa, pero había un obstáculo que me traía a maltraer: comprendí que no iba a conseguir aprobar. Era consciente de que no era inteligente, pues en mi cabeza las lecciones se embarullaban y yo mezclaba unas nociones con otras”.

Fueron unas semanas agotadoras. Todo le gustaba, todo llenaba su alma, pero los estudios eran un foso infranqueable. Estudiaba horas y horas, hacía esquemas, repetía la lección bisbiseando o en voz alta, rezaba, pero cuando llegaba el momento....

Muy pronto, con medias palabras, con indirectas, le insinuaron que sería oportuno retroceder algún curso... y quizás...

 

“Entonces, me quedo…”

“Allora rimango”. Probablemente la vida de Juan Vaccari puede resumirse en estas palabras: “entonces, me quedo”. Las pronunció el 28 de diciembre de 1933, festividad de los Santos Inocentes- en el severo despacho del padre espiritual de Fara Novarese, a la sazón seminario de los Siervos de la Caridad, los padres guanelianos.

       El Año Santo estaba llegando a su fin. Es más, faltaban apenas unas horas para que Pío XI sellase con una paletada de cemento la Puerta Santa de la Basílica Vaticana. El Año Santo se había iniciado doce meses antes para conmemorar los diecinueve siglos de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

El 23 de diciembre Juan estaba haciendo un examen de griego, en medio de compañeros más jóvenes que él, cuando el padre Miguel Bacciarini le hizo salir de clase. El panorama para el alumno Vaccari se ensombreció de repente, aunque, a decir verdad, era lo que se estaba temiendo. El rector, con palabras amables, le puso las cartas boca arriba: “Juan, tú no puedes seguir estudiando. Tienes ante ti dos opciones: o hacerte hermano lego o volverte para casa”.

       No fue una conversación. Sólo la exposición de una propuesta que a Juan le sonó a ultimátum. Abandonó el despacho destrozado; el mundo entero se hundió bajo sus pies: “semejante noticia fue para mí una puñalada” (‘tale notizia fu per me una saettata’). Y por el pasillo se fue rezongando: “No quiero ser hermano. Para trabajar en el campo o en la cocina, me voy al pueblo y echo una mano a mi padre. Yo quiero ser sacerdote”.  Fue entonces cuando se sintió un fracasado: “Toda esperanza desvanecida y ante mí la triste y humillante realidad, otras veces repetida, de volver al pueblo, y ser y parecer un fracasado. Sólo Dios sabe cuánto sufrí. En lo más profundo de mi ser sentía una repulsa a hacerme hermano. Pasé la Navidad con una idea que no se me iba de la cabeza: tengo que volver a casa”.

Y también, quizás por primera y última vez en la vida, sintió que la Virgen lo abandonaba. “Pero entonces la Virgen de la Comuna no me ha escuchado. Le he rezado e implorado que me ayude a encontrar el camino antes de que el Año Santo llegue a su fin y sin embargo…”

       Acudió a su padre espiritual, el P. Corneo. Éste conocía la calidad del alma del joven Juan y se sintió apenado. Le pidió que lo meditase y le aseguró que él ofrecería las siguientes tres misas para que el Señor le iluminase. Juan rezó y rezó mucho. Sufrió y sufrió mucho. Probó la sequedad de la oración, el desierto de la plegaria, la aridez de la súplica, la acidia de la vida. Ningún resquicio de luz. Cuando la noche se hizo total, metió sus pocas prendas y sus cuatro libros en una maleta. Y empezó a imaginar (y a temer) la partida del seminario y la llegada vergonzante a Sanguinetto.

       El día 28 subió al despacho del padre espiritual para despedirse definitivamente. “¿Qué pasa, Juan?”, le preguntó el sacerdote. “Me marcho”, contestó Juan. Hubo un silencio sepulcral. Juan no sabía añadir ninguna floritura a su lacónica decisión, y el buen cura, sin embargo, quería añadir algún argumento deslumbrante para convencerle de lo contrario. Un silencio espeso y tenso.

       De pronto, le espetó: “¿Y si marchándote perdieses tu alma?”. Juan no esperaba esta pregunta o, si se prefiere, este chantaje espiritual. Enmudeció. Juntó las manos con fuerza, se sintió “como deslumbrado por un rayo de lo alto”, bajó la mirada y balbuceó con el poco aliento que le quedaba en la garganta: “Allora, rimango”. Entonces, me quedo.

        No era el sí gozoso ante lo que había soñado tantas veces. Era mucho más: la aceptación libre de otra voluntad, ajena por completo a sus planes. Así, y no de otra manera, es el sí que se pronuncia en cualquier huerto de los olivos. 

       El padre espiritual respiró hondo y alzó la mirada a lo alto. Si hubiese pensado sólo como hombre, hubiese saboreado su triunfo, pues había cumplido con su deber de buscar operarios para la mies del Señor; pero también era un padre, un pastor que no podía consentir que ninguno de sus hijos se perdiese. Y nadie podía arrebatar a Dios el alma limpia como la patena de este joven.

       Lo abrazó. No el ósculo frío de los eclesiásticos, sino el abrazo cálido de los seres queridos: “No te preocupes, Juan. Yo me hago responsable de tu alma”. ¿Se puede decir algo más rotundo y hermoso en el momento más decisivo de una existencia? Karl Rahner escribiría que “este abandonarse propio de la fe es la máxima osadía del hombre”.

       La pesadumbre desapareció. Juan sintió que revivía. Después de horas de agonía, experimentó una pequeña transfiguración: “Desde ese instante desaparecieron todas las aprensiones, los temores, y empecé a sentirme otra persona. Todo mi ser se inundó de una alegría y de un gozo que no es posible describir”.

       Lo que pasa es que los proyectos de Dios no siempre coinciden con los proyectos de los hombres. El señor le había hecho conocer su vocación, aunque ésta no coincidiese con los anhelos –puede que incluso vanidosos- de alcanzar el sacerdocio. Fue la gran lección de su vida. Y si su memoria se negaba insistentemente a recordar los verbos aristos o medios del griego, su corazón aprendería para siempre esta enseñanza: hay que pedir al Señor que nos indique por qué camino hemos de seguirle y nunca que nos desbroce el sendero por el que nos gustaría andar. 

       Treinta años después escribirá en su Autobiografía: “Oh, Jesús mío; Oh, Virgen Santísima; Oh, San José; Oh, don Luis Guanella, hoy, al evocar estas piadosas palabras ‘entonces, me quedo’, estoy aquí, humildemente prostrado, para agradecer la inmensa bondad de Dios por semejante graica, como fue la de haberme llamado a la vida religiosa como simple hermano lego y de haberme llamado de manera insospechada”.

  

“De estudiante a pinche de cocina…”

Esa misma mañana del 28 de diciembre de 1933 Juan no regresó al aula seria y temible de los exámenes de griego y latín ni a los libros plomizos que tantos disgustos habían proporcionado a su memoria frágil y a su corazón sensible. Arrinconadas para siempre quedaron las conjugaciones verbales, las ecuaciones, las declinaciones, las listas de emperadores romanos, la clasificación de los vertebrados y las capitales del mundo.

Con los nudillos de su mano dio golpecitos en la puerta del despacho del rector, P. Miguel, y entró. Le comunicó su decisión de permanecer en los guanelianos para hacerse hermano. “Bien, bien, una buena decisión”. El P. Miguel se levantó de su sillón frailuno, y le indicó que le siguiese escaleras abajo. Cuando llegaron a la cocina: “Aquí le traigo un ayudante”. La hermana cocinera, María Zilioli, le indicó un saco de patatas y le acercó un cuchillo. Patata tras patata, avemaría tras avemaría. Del examen de griego interrumpido a su llegada a la cocina no había pasado ni una semana. “De estudiante a pinche”, resumió Juan, con buen humor. Y en su interior, se alegró al pensar que este no era su plan, pero que, bien mirado, estaría más a gusto y tranquilo al lado de los fogones que hincando los codos sobre el pupitre.

Sólo entonces recordó que faltaban pocas horas para que el Año Santo llegase a su fin, y cayó en la cuenta de que la Virgen María, verdaderamente, le había hecho conocer su vocación. Se le saltaron las lágrimas.

Sor María le decía en todo momento lo que tenía que hacer y el buen Juan obedecía. A una no le costaba mandar, y al otro tampoco le costaba obedecer. Pelar patatas, picar cebollas y ajos, lavar coles y lechugas, cargar los alimentos, limpiar las marmitas y cacerolas, barrer y fregar los suelos. Era un trabajo duro, reconocía, pero más duro era estudiar.

Las corrientes en la cocina eran constantes; el agua en invierno, siempre helada; las humedades de las paredes creaban sombrías sombras. Su salud empezó a resentirse. A las pocas semanas, se agarró una buena pulmonía. Tuvo que pasar muchos días en la enfermería. Sería la primera vez que su ritmo se detenía bruscamente por falta de salud. Conocería a lo largo de su vida otros momentos de enfermedad. Hasta en esto siguió el patrón común de todos los hombres grandes a los que la Providencia prueba de un modo especial con el dolor físico o el quebranto espiritual. Ya decía Pascal que “el estado natural del cristiano es la enfermedad”. Juan de la Cruz había escrito que “el primer grado de amor hace enfermar al alma provechosamente”. Y también al cuerpo, porque ya se sabe que los justos habitan con cierta frecuencia el país de la fiebre.

Juan pasó nueve meses de marmitón o galopillo. Al cabo de este embarazo de pinche de cocina en que aprendió a hacer una pasta, un risotto, unas albóndigas y unas patatas, todo ello con mucha agua y pocos tropezones, salió doctorado en cocinero.

 

En Fara Novarese apenas se quedó un año. Pero este lugar es muy importante en la vida del hermano Juan, porque fue allí donde aceptó hacerse hermano lego, y hacerlo en medio de los Siervos de la Caridad (guanelianos) y fue allí donde adquirió los primeros rudimentos como cocinero, un trabajo que le habría de ocupar los próximos dieciséis años. Allí, en Fara Novarese, un 28 de diciembre de 1933, el hermano Juan tuvo su particular ‘Anunciación’. Y allí pronunció su “fiat”.

El joven de Sanguinetto, alto y apuesto, al que “le encantaba por las tardes pasear en solitario e ir por los campos rezando”, había encontrado su lugar en el mundo.

 


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