CAP. VII – LOS OCHO PILARES DE LA
SABIDURÍA
(Rasgos destacados de la
espiritualidad vaccariana)
No creo excederme si digo que hay
tantas espiritualidades como personas han habitado y habitan esta Tierra.
Espiritual, tal vez, se contrapone a material, mundano, increyente. Cuando, en
el ámbito católico, hablamos de que una persona es espiritual, básicamente, nos
referimos a personas cuya vida está centrada en Dios y en los valores
evangélicos: Oración, silencio, vida interior, caridad, testimonio, coherencia…
Bien es verdad que a cada creyente le
marcan algunas páginas del evangelio y, por lo tanto, en su relación con Dios
subraya unos aspectos por encima de otros. Hay un denominador común a todos los
buscadores de Dios o a todos los sedientos de Absoluto, pero cada individuo,
que es el fruto de una época, unas lecturas, unos afectos, unas relaciones,
unas circunstancias y hasta un cuerpo y un sexo, vive las cosas del espíritu de
manera diferente. Es una cuestión de acentos y matices. Un senegalés no es un
danés. Un europeo del siglo XVI no es un europeo del siglo XXI. Un hombre no es
una mujer. Un cristiano chino que vive su fe en un ambiente de persecución no
es un cristiano italiano que vive su fe en un ambiente de tolerancia y respeto.
Así hablamos de espiritualidad franciscana, ignaciana, benedictina o teresiana.
Espiritualidad de Charles de Foucault o de Teresa de Calcuta o de Luis
Guanella. Esto vale también para el Hermano Juan. El Hermano Juan es, al mismo
tiempo, un hijo de su tiempo y un hijo de la eternidad.
Por otra parte cada lector y cada
época, al releer la vida, en este caso la del hermano Juan, encontrará acentos
y matices que los anteriores lectores no fueron capaces de descubrir. P.
Carlos, P. Andrés, P. Danilo o P. Bruno nos han descubierto facetas del hermano
Juan distintas.
La figura de Juan Vaccari apenas ha empezado a estudiarse, y creo, honestamente, que aún faltan muchos documentos y muchos lectores sutiles, para aproximarse y definir la espiritualidad vaccariana. Aún a riesgo de equivocarme, voy a intentar trazar algunos rasgos de su espiritualidad, lo que he llamado los ocho pilares de la sabiduría espiritual de Juan Vaccari.
1.- Conciencia de
peregrino hacia la patria celestial.
El 10 de
octubre de 1966, escribe: “Que tus ojos,
oh Madre, estén siempre fijos sobre tu hijo, y no dejes de mirarme, mientras
sea peregrino en este valle de pruebas, de tentaciones y miserias”.
Peregrino es aquel que camina por los
campos, per agros (por los campos del mundo y por los de su propio interior).
El peregrino abandona su casa (toma la decisión de hacerse religioso), se pone
en camino (acepta por obediencia vivir donde se le ordena) y tiene una meta
(alcanzar la santidad, llegar a la Jerusalén celeste). La peregrinación nos
hace sabios. El camino nos otorga lucidez. Quien ha hecho el Camino de Santiago
sabe que en una mochila lleva toda su vida: su casa, su manutención, su
lectura, su aseo, su vestido, su alimento… La existencia humana como exilio o
destierro. La existencia humana como una peregrinación hacia la tierra prometida.
El ser humano concebido como homo viator,
hombre en camino hacia una meta, es un tema frecuente en la espiritualidad
cristiana. Teresa de Jesús había escrito que “la vida era una mala noche en una mala posada”. Y esta es una
imagen potente porque Teresa, andariega por los caminos de Castilla y
Andalucía, conocía bien las
incomodidades de pasar una noche en una mala posada.
La misma Salve Regina, una de las
oraciones más excelsas del cristianismo, probablemente surgida en el entorno de
los peregrinos a Compostela, subraya una manera de ser cristiano en el mundo: “Desterrados
hijos de Eva” y “En este valle de lágrimas”.
El Concilio Vaticano II y las
teologías contemporáneas han puesto el acento más en la nostalgia de cielo, la
misericordia y paternidad de Dios, la buena noticia del evangelio. Pero no creo
equivocarme si digo que, en la devoción popular de los años que coinciden con
la existencia del hermano Juan, la Cruz ocupaba mucho espacio. El cristiano
normal y corriente, que se movía en los límites de una piedad popular, se
identificaba más con el Viernes Santo que con el Sábado de Gloria.
La espiritualidad del peregrino o del
desterrado está muy marcada en el hermano Juan por un pensamiento vital
constantemente dirigido a la muerte. Pensar en la muerte es ponernos ante un
espejo bien doloroso, pero también de una lucidez incontestable. La realidad de
la muerte baja los humos al más soberbio. Los viejos filósofos han creído con
frecuencia que toda la filosofía surge del hecho cierto de que el hombre tiene
que morir. Única certeza en un ancho páramo de dudas e incertidumbres. La
muerte nos hace filósofos. De hecho, un tanatorio o un cementerio se prestan
para altas filosofías, finas observaciones sobre el alma humana y contundentes
conclusiones. Si muere un rey o un mandatario decimos: ¿De qué le ha servido su poder? Si muere un rico: “No ha podido llevarse ni su dinero ni sus
bienes”. Y así sucesivamente.
La muerte, para una cierta forma de
entender el cristianismo, era un mal necesario, tal vez doloroso, para ver a
Dios cara a cara. La muerte como puerta de acceso para llegar al Paraíso. Otra
vez Teresa nos recuerda “Muero porque no
muero”.
Ya Don Guanella había dicho
a sus seguidores que “Lo que consuela
mucho a los cristianos en la hora de la muerte es el tesoro de las buenas obras
realizadas en el pasado”. Juan tuvo una conciencia clara de que la vida es
efímera, de que todo pasa in ictu oculi,
en una abrir y cerrar de ojos, por decirlo con expresión barroca. La alegría de
esta existencia, sus logros, sus placeres, sus éxitos y sus glorias, no pueden
empañar lo verdaderamente importante: en medio de la noche, el esposo llama a
la puerta. Pero no sabemos la hora. Y esta incertidumbre nos obliga a
permanecer vigilantes. No es sólo el miedo a la muerte, sino la conciencia de
que debemos llegar a ella con las maletas listas y cargadas de acciones
honrosas: “En el nombre del Señor voy
acercándome a la estación «Termini». San José, que me encuentre con las maletas
llenas de buenas obras”.
Como en esas pinturas de
vanitas, el hermano Juan tenía encima del escritorio una calavera de yeso, como
un recordatorio o como la campana que recuerda al creyente “sic transit gloria mundi”. Todo pasa.
Todo es mudable. Hay que tener las maletas listas, pues no sabemos en qué
momento el Señor nos pedirá que dejemos el andén de esta existencia y nos
subamos al tren donde hemos de ser juzgados con misericordia, por supuesto,
pero también con justicia.
Cuando el corazón humano mira la
muerte cara a cara, una lucidez se apodera de él y le inspira una conducta
moral. Anota Juan: “No te apegues a
criaturas o cosas. Piensa que todo se queda aquí, y no podrás llevarte nada más
que el bien o el mal que hayas hecho”
No podemos separar su visión de la muerte de ese deseo de paraíso y de
cielo que anida en el Hermano Juan: “Ayúdadme
a desear el paraíso y aborrecer todo aquello que sabe a tierra”.
El deseo de paraíso y el pensamiento
de la muerte se van haciendo más evidentes en los últimos años de su existencia,
como si intuyese la cercanía del final: “Heme
aquí, Señor, aproximándome cada vez más a la última estación para el cielo. La
tierra es como un puente. Uno no permanece mucho tiempo en el puente. El puente
une una orilla con la otra de la parte opuesta, así es la tierra. Oh Virgen Santísima, oh San José, ayudadme
para que mi peregrinación sea digna de tocar la otra orilla del cielo”.
2.- Temblor y temor
ante el pecado.
“Confieso que no era nada dócil;
me gustaba jugar, no me gustaba someterme a la obediencia, tendía a ser vanidoso,
a no seguir los caminos de la gracia. En pocas palabras, me dejaba llevar por
las seducciones de la naturaleza corrompida”, anota Juan Vaccari al recordar su juventud.
Alguien ha escrito que una de las grandes aportaciones del cristianismo a
la cultura de occidente es el ‘examen de conciencia’. Porque sólo quien conoce
sus flaquezas y debilidades, puede esforzarse para corregirlas, superarse como
persona y mejorar su vida y la vida de los demás. Uno de los males de nuestro
siglo radica precisamente en esa interiorización del “yo no me arrepiento de
nada”. Sin examen, no hay cambio, y por lo tanto no hay progreso moral. Un
hombre y una sociedad sin conciencia del mal, del error y la culpa, no pueden
progresar humanamente. El atasco moral en que nos encontramos tiene que ver con
esta falta de examen de conciencia
El hermano Juan siente un temblor y un temor ante la sola idea de pecar. Lo
repite machaconamente en su diario: “Prefiero
morir antes que tener la desgracia de ofenderte, Señor”. Quien teme y tiembla
ante el pecado es consciente de que las tentaciones existen y son reales, que
el Mal, en mayúsculas, existe. Y que la carne siempre será débil. Solamente la
vanidad, el engreímiento, una autoestima por las nubes nos dan la sensación de
que controlamos todo en la vida. El hermano Juan, en cambio: “San José, tú sabes
que me siento, interna y externamente, rodeado de tentaciones... Enciende en mi
alma un grandísimo amor para Jesús y la Virgen Santísima: un amor igual al
tuyo”
Faltaba menos de un mes para morir, cuando escribe, como un resumen de su
vida: “Alabado sea Dios: Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Perdón os pido por todos mis pecados, negligencias, faltas de
correspondencia e infidelidades y, acaso, malos ejemplos que he dado en estos
35 años de vida consagrada. Imploro, Dios de misericordia, tu perdón y la ayuda
de tu gracia, para los días de vida que aún me concedáis” (12 septiembre
1971).
Y sin embargo, nunca hay la mínima queja contra alguien ni la mínima
tentación de juzgar a alguien. Suele suceder en la vida: los que más odian al
pecado, más clemencia y misericordia suelen manifestar hacia los pecadores. Era
un hombre sencillo, pero no ciego, y por lo tanto tuvo que conocer,
especialmente en el Palacio de la Cancillería, a hombres de vida disipada,
monseñores corruptos, eclesiásticos inmorales, como ocurre siempre en los
salones del poder, donde los tejemanejes y las componendas están a la orden del
día, y donde tras fastuosas fachadas, se esconden cubículos hediondos… Pero él
iba a lo suyo. Rezaba por los pecadores, y se olvidaba de chismorreos y
cotilleos. A veces, leyendo entre líneas, podemos captar la dureza de algunos
momentos de su cotidiana convivencia con el cardenal, que debía ser algo algo quisquilloso
y exigente, y no muy dado a la indulgencia con los errores ajenos. Escribe en
más de una ocasión: “¡qué diferencia
entre Barza y Roma”. Y en estas pocas palabras deja entrever dificultades, sinsabores,
humillaciones .
Si
recapacitamos un poco, entenderemos fácilmente que el Señor prueba a los justos
para hacerlos perfectos, y aquilata a los buenos para hacerlos óptimos. Todos
sufrimos tentaciones. Constante y diariamente. La tentación forma parte de los
deseos humanos que reclaman su parte en el festín. Temblar ante la tentación, rogar
para no caer, agradecer por haberla superado forma parte del ADN de las almas nobles. El hermano Juan fue consciente del asedio
continuo de las tentaciones. Si leemos atentamente, podemos intuir que las
tentaciones de la carne le atormentaron e hicieron sufrir. “Terribles tentaciones”, las llama él.
Creo que su súplica de “custodiar los ojos” está en relación directa con estas
tentaciones: “Deseo la muerte un millón de veces, antes que volver a pecar”
“Ingrato mundo, hermoso cielo”. “¿Cuándo me veré libre de este cuerpo de muerte
y podré verte eternamente en el cielo? “La tiranía de la carne, de las pasiones
y de las tentaciones es terrible a veces”. “Antes que ofenderte, llévame
contigo, incluso ahora mismo”. “Oh, María Inmaculada, líbrame de toda culpa
contra la pureza. Antes morir que dejar de ser fiel”. “Ayúdame a practicar y
observar la castidad de la forma más perfecta, sobre todo con la custodia de
los ojos”.
Juan es un hombre sensible al pecado, tanto que cuando hace memoria de sus
culpas, se echa a llorar como un niño sorprendido en falta. ¡Ese don de
lágrimas de que hablan los maestros del espíritu. Escribe en febrero de 1966: “Esta mañana, mientras meditaba sobre la
muerte, el Señor me ha concedido llorar y detestar con verdadero dolor mis
pecados. Y sin embargo, he hallado un gran consuelo en este lacerante dolor.
Podría parecer una paradoja, pero es la pura verdad”.
“Después de varios recorridos
(por los pueblos de Castilla), heme aquí, Señor Jesús, esperando el cielo. Ayúdame
a superar las tentaciones y a hacer un poco de bien”. Y no es una
pequeña advertencia: sólo cuando superamos las tentaciones, podemos hacer un
poco bien.
Bien mirado, el pecado no es tanto una ofensa a Dios cuanto una disminución
grande de nuestra libertad personal. Cuando decimos que Dios vino a quitar los
pecados del mundo, estamos diciendo que Dios vino a hacernos hombres y mujeres
libres. El sinónimo de pecado es
esclavitud. Los santos, en el fondo, han sido los hombres y mujeres más libres,
precisamente por esa libertad de los hijos de Dios. Sólo ellos han dicho y han
hecho lo que han querido. Simone Weil escribio, con razón, que “sólo se es
libre para elegir el bien, porque cuando elegimos el mal, ya hemos dejado de
ser libres”
“Ayúdame en este recorrido. Que viva siempre en la presencia de Dios y esa presencia pueda transmitirla a los demás” (marzo 1971).
3.- Un yo
pequeño a fuerza de humildad.
“Sentirme poca cosa inundará de
alegría mi ánimo, incluso cuando alrededor haya tempestad”, son palabras del hermano Juan. Solo
las personas humildes pueden ser verdaderamente grandes. Un yo hinchado va
dejando, como el caracol, un rastro de baba asquerosa.
En su juventud, los sonoros fracasos escolares fueron para él una lección
magistral que moldeó en buena medida su arquitectura espiritual. Había también
un punto de vanagloria en su deseo de ser sacerdote (protagonismo social,
respeto hacia la institución sacerdotal, preeminencia de los sacerdotes en el
ambiente clerical de la época). El hermano Juan aprende de todo esto. Toma conciencia
de su pequeñez. En el fondo, él soñó con copones y cálices, custodias y patenas
y la realidad le devolvió pucheros y cazuelas, marmitas y sartenes. ¡Qué
aprendizaje para un joven de 20 años! Escribe: “Debo, oh María, ser
consciente de mi nada y a la vez saber que Dios lo es todo”.
“Me conozco y sé que no puedo nada; conozco a Dios y sé que
con Él todo lo puedo”,
escribe en su Diario. Quizás una de las cosas que más llama la atención del
hermano Juan es el poco espacio que
ocupa su yo. Y esto está íntimamente relacionado con su profunda humildad.
Durante su estancia en el
Palacio de la Cancillería tuvo razones sobradas para vanagloriarse. Como
acompañante del cardenal Micara, asistió a dos cónclaves, a la apertura del Concilio
en 1962, realizó varios viajes al extranjero, algo que para cualquier “fraile
de segunda” de su época era francamente impensable, se codeó con personalidades
políticas, culturales y eclesiásticas de ese momento, conoció a Juan XXIII y a
Pablo VI … pero el hermano Juan no se jactó nunca delante de los demás. Estos
acontecimientos que darían para llenar un libro en la memoria de cualquier carrierista vaticano, ocupan apenas
media línea en sus escritos. Escribe: “nunca
debo sentir la necesidad de ser estimado de los hombres, sino procurar la
estima de Dios: esta es suficiente, esta debe prevalecer”.
El deseo de humildad se convierte en un estribillo, bastante machacón, de
sus diarios: “Oh, San José, hazme
humilde, humilde, humilde”. Y también: “Haz,
oh María, que todo lo que hay en mí sirva para ser más humilde. Quiero que todo
(el alimento, el vestido, el alojamiento, etc.) sea signo de humildad, incluso
el sonido de mi voz y hasta la más leve sonrisa”.
Todos los que le conocieron destacan
su sencillez a la hora de vivir y de tratar a las personas, para no parecer más
de lo que era; al contrario, bastante menos. En muchas de las fotografías que
han llegado a nosotros, se ve al hermano Juan al fondo de un grupo, o en un
rincón, de tal forma que a veces sólo se ve una parte de su cuerpo. Él era
alguien que no quería ‘salir en la foto’.
“Jesús, hazme humilde y enséñame a confiar, a obrar y a vivir
en Ti y por Ti. Motivos para ver que no
soy nada no me faltan. Sólo pido que pueda vivir contigo en todos los momentos
de mi vida. Vivir en tu presencia, ya sea en mi cuarto, en la calle, ya sea
cuando estoy solo o en el patio, ya sea peregrinando en busca de vocaciones o
conversando con cualquiera” (26 de noviembre de 1970). Y también: “Cuanto más profundas están las raíces, más derecho crece el árbol.
Cuanto más me humille, más se parecerá mi alma a la santidad de la Virgen”.
Algo que llama la atención y que yo creo que está relacionado con esta
súplica de humildad es la petición frecuente de “custodiar los ojos”. Es como
si el hermano Juan creyese que los ojos necesitan filtros, necesitan guardas y
custodios para que tantas insinuaciones al pecado, tantas invitaciones al mal
no lleguen al corazón. Los ojos son puertas de acceso por donde entra el fuego
que incendia y socarra el corazón: “Ayúdame,
oh Madre, a hacerme santo y a mortificar los ojos, cueste lo que cueste”. Y asimismo: “Ayúdame, Madre mía, a mortificar y a custodiar los ojos” (1 enero 1961).
Y concluye: “Ya sabes, Juan, por
experiencia, cuán débil eres y qué poco vales contra estos enemigos insidiosos”.
4.- Caridad en pequeños detalles
Un buen
día, Aldo Recco se presentó en el despacho del Director del Colegio San José, P. Carlos, para decirle que su colchón estaba
en tan mal estado que no podía descansar porque se le clavaba el somier. Juan
estaba también presente en el despacho. P. Carlos invitó al joven clérigo a
vivir su situación con espíritu de penitencia y sacrificio. Unas horas después,
sigilosamente, el hermano Juan cambió su colchón por el del joven seminarista.
La caridad, lema y fundamento de la
Congregación de los Siervos de la Caridad, fue vivida por el hermano Juan en
los mínimos detalles y en las circunstancias más variopintas. Pequeñas
caridades, pequeños heroísmos, vividos, la mayoría de las veces, sin que nadie
los notase o los viese.
“Por gracia de Dios y por intercesión de la Virgen Santísima,
pertenezco a la familia religiosa de los Siervos de la Caridad. Que esta virtud
de amar a Dios y al prójimo penetre hasta el fondo de mi alma y aleje cualquier
antipatía y egoísmo, que perdone enseguida y haga todo lo posible para que mi
vida entera sea una alabanza a la caridad”.
No hay carta
donde no haga mención de una forma u otra a la caridad, donde no invite a
vivirla. Cuando habla de su madre, la presenta, entre otros rasgos, como un
modelo de caridad. En la escuela de una familia numerosa y profundamente
cristiana, como lo fue la suya, es donde experimenta la caridad y sus sinónimos.
Su hermano Marcelo cuenta: “Cuando éramos
pequeños teníamos que cuidar de los animales y, durante los meses de invierno,
sólo disponíamos de un par de guantes para los dos. Juan me los dejaba a mi en
las horas más frías y, cuando el aire ya se había calentado, se los ponía el”.
La caridad se convierte
en otra de sus peticiones constantes. El Hermano Juan sabe que lo que más necesitan
la Iglesia, la congregación, el mundo es la caridad. Esta es su oración el 11
de octubre de 1962, fecha de la solemne
apertura del Concilio Vaticano II: “Oh
Espíritu divino, ilumina al Santo Padre y a todos los padres Conciliares; haz
que de esta prestigiosa y electa asamblea surja un nuevo Pentecostés capaz de avivar
los ánimos de todos los hombres. Más amor, un amor que encienda en todos una fe
viva y una caridad ardiente”. Y en el
mismo tono, con motivo del Capítulo General de los guanelianos, reza: “Ayuda y bendice
a mis superiores reunidos en Capítulo y que, mediante tu maternal asistencia,
aumente en mí y en mi querida Congregación la caridad”...“Que
el mundo, y yo en primer lugar, comprenda de verdad que lo que conviene y une
los unos a los otros es la caridad. San Juan, que comprenda tu lección: amaos
los unos a los otros”.
Una caridad que se convierte en un autentico ejercicio diario, hasta
transformarse en testamento: “Que éste sea mi testamento: darme y dar...”. Está convencido de
que el camino hacia la santidad pasa necesariamente por la puerta de la caridad:
“Oh Jesús, María y José, ayudadme a ser
santo en el ejercicio de la caridad”.
No se cansa de pedir a familiares, hermanos, amigos y bienhechores que
vivan la caridad, aunque cueste, porque atrae la misericordia y la providencia
de Dios y trae la felicidad: “¿Quieres
hacer un poco de bien, también a ti mismo?... Pues bien, practica la caridad, porque la caridad llama a
la caridad … ¿Que cuesta una renuncia, una privación?, ¡pues claro! Pero ahí
está la promesa de Jesús que nos anima: “Ni siquiera un vaso de agua dado en mi
nombre, se quedará sin recompensa”. ¿Queréis estar siempre contentos? Practicad
siempre la caridad. Es mejor hacer el bien a nuestros hermanos que recibirlo” (carta a
los hermanos coadjutores). Así
exhorta a su hermano Antonio: “Cuando
venga a vuestra casa algun fraile o algun pobre, dale siempre algo, porque la
caridad atrae la divina Providencia y la divina misericordia”.
Es muy significativo el testimonio del
cardenal Ferdinando Antonelli, secretario de la Congregación para la Causa de
los Santos: "Conocí al Hermano Juan en
los años ‘50, cuando prestaba sus servicios al cardenal Micara [...] Tenía,
realmente, el verdadero espíritu de caridad del padre Guanella, una caridad
activa, que no se transmite con palabras, sino con la propia vida".
Una
caridad ‘diaria’ en todo y con todos. Había caridad cuando los chicos traviesos
de Aguilar iban a robar unas manzanas. El hermano Juan estaba cerca en el
huerto, pero prefería mirar a otra parte, para que no se sintieran sorprendidos
en falta. Luego era Teófilo, el hortelano, el que intervenía tajante, y mascullaba
para sus adentros: “Si fuera por el
hermano Juan, se dejaría robar todo el huerto”. Había caridad cuando el educador
Miguel Nigro levantó la ‘condena’, por intercesión del hermano Juan. Había
castigado a su curso sin ver una importante final de fútbol. Como último
recurso, los chicos castigados acudieron a pedir el amparo del hermano Juan.
Este, a quien no le interesaba lo más mínimo el balompié, fue a pedirle que
levantara el arresto, porque los chicos iban a pasar un mal rato. Nigro se
rindió: “Porque me lo ha pedido el
hermano Juan, sino vosotros os quedabais sin partido como yo me llamo Miguel”.
Una mañana en Génova, el barco a
punto de zarpar, Juan se encuentra despidiendo a su primo, Danilo Vaccari, que
parte como misionero para Argentina. A Danilo se le escapa: “siento no tener
un reloj para esta larga travesía”. Juan no se lo piensa dos veces: se
quita el reloj de su muñeca y se lo entrega. Años después Danilo escribirá: “Ahora un reloj puede parecer algo sin
importancia, pero en aquellos años, significaba mucho”.
5.- Un Fiat y tantos Magnificat
Si hay un momento crucial
en su vida es aquel en el que pronunció su “allora rimango” (entonces,
me quedo). Salvando las distancias, Juan Vaccari traduce en ese instante el
Fiat de María en Nazaret. Después del Fiat, llega la Visitación, o lo que es lo
mismo, el hacerse útil a su prima Isabel. Después del “allora rimango”, llega el
servicio a la comunidad de Fara Novarese, en una acción humilde y concreta:
pelar patatas. Con humor apunta Juan: “Pasé
en menos de una hora de estudiante a pinche de cocina”. En italiano, concretamente,
dice: “Da studente a sguattero” (galopillo, el que hace los menesteres más
humildes en la cocina).
El Magnificat es la
proclamación solemne de la grandeza del Señor y de una lógica nueva en el
mundo. Juan, recordando aquel fiat de su vida, escribe: “Desde ese instante desaparecieron todas las
aprensiones, los temores, y empecé a sentirme otra persona. Todo mi ser se
inundó de una alegría y de un gozo que no es posible describir”. La vida
en sí del hermano Juan fue un magnificat. El señor había escogido no a los
sabios guanelianos que eran profesores en Barza o Chiavenna, ni a los
superiores que desde Como gobernaban la Congregación, sino a un simple pinche
de cocina para hacer brillar la caridad en medio de los Siervos de la Caridad y
en medio de la Iglesia.
Todos los que le
conocieron destacan su alegría. Y podemos asegurar que esa alegría nació
precisamente de su decisión de aquel momento. La alegría nació del Fiat (Allora
rimango). Antes de este episodio, Juan es un joven permanentemente insatisfecho,
inquieto, agitado, frustrado. Experimenta el fracaso de los estudios. Los
juegos y diversiones que comparte con los amigos no le llenan. Le pesan su propia
timidez, sus pocas fuerzas físicas para los trabajos del campo, su torpeza a la
hora de hablar. Después del “Allora rimango”, la vida del hermano Juan se
convierte en un Magnificat.
Alegría evangélica. La alegría
debería ser una virtud, al igual que lo son la prudencia, justicia, templanza y
fortaleza. Resulta extraño que una religión que se inicia con una petición a
los pastores “Alegraos. Os ha nacido un
Salvador”, y que termina con un grito de gozo: “¡Verdaderamente, ha
resucitado!”, haya tenido siempre a la alegría como sospechosa. Pascal decía
que la enfermedad era el humus del cristianismo y tiene razón, pero la alegría
debería ser la respuesta al sabernos hijos de un Dios, padrazo tierno, madre amorosa,
hermano cariñoso. Las caras largas, aburridas, los ojos entornados, el aspecto
adusto, hasta una cierta tristeza en el semblante, parecían más acordes con la
devoción y con la santidad que la alegría, el buen humor, la sonrisa, la risa,
el abrazo…
El hermano Juan fue un hombre
profundamente alegre y lo que es más importante quería que los demás también lo
fueran. El fraile que se asomaba a la ventana de su habitación para tirar
caramelos a los alumnos que hacían deporte en el patio, era la pura imagen de
la alegría. De vez en cuando, como una travesura infantil, arrojaba un vaso de
agua ante el regocijo de toda la muchachada. Había alegría en aquella foto en
la que vemos al hermano Juan tocando un instrumento musical, probablemente un
helicón. ¿Por qué? Simplemente para alegrar y restar
gravedad a la seriedad de los seminaristas que vivían en el recinto conventual
de Barza. Un pequeño intervalo musical en medio de largas horas de estudio,
clases en latín, liturgias solemnes y trabajo duro en aquella posguerra de
penuria y sacrificio. Juan Vaccari, que ejercía de cocinero en Barza, también
quiso hacer de músico, payaso, juglar, cómico, prestidigitador. Tocar y hacer
fiesta, aunque sólo sea para arrancar una sonrisa, una risa, unas palmadas, el
bamboleo del cuerpo, unos pitos. Y sobre todo, mantener encendida la llama de
la alegría en esos tiempos oscuros.
Su alegría, su palabra sencilla, su sonrisa
luminosa, su sentido del humor hacían de él una persona de agradable compañía.
El cardenal Micara así hablaba de él al superior general de los Siervos de la
Caridad: “Palabras
que brotaban limpias como el agua del manantial… palabras sencillas, acompañadas
con una sonrisa luminosa".
Alegría para
vivir y superar las arduas luchas de la vida, alegría para testimoniar a Jesús
y para ser “imán” que atrae vocaciones. “Mi vocación es una
llamada a la alegría, y las vocaciones las encontraré no sólo con la ayuda de
Dios sino también si yo vivo el gozo que me da mi vocación”.
Unida a esta alegría encontramos en
el Hermano Juan un gran sentido del humor, especialmente en la correspondencia
que mantuvo con sus familiares y amigos, y donde podía expresarse en el
dialecto véneto de la tierra que le vio nacer: “Querida mamá y “amigos de la cerveza”. Sé que me esperáis. El menda llegará a Nogara
el lunes por la tarde a las 5 y algo. Espero tan sólo que las ruedas del tren
no se desinflen o se salgan de los raíles...” Otra ocurrencia: “Durante
estos días Pedro ha estado de matanza y ha hecho sartas de chorizos tan largas
como desde Roma a Sanguiné...”
Cuando Pablo VI, el 19 de diciembre de 1963, le otorga la
condecoración “Pro Ecclesia et Pontefice”, no le da apenas importancia. Estamos
hablando de la más alta condecoración vaticana para un laico, no inferior a los
nombramientos de las órdenes de caballería (Malta, Santiago, Jerusalén, San Lázaro...)
que tanto adornaban las ceremonias pontificias, y que significaban un inmenso
honor y prestigio para los galardonados... Pero él prefiere tomárselo a broma y
escribe a su familia: “En estos días me
han regalado un caballo sin patas ni cola ni cabeza... ¿Adivinais de qué se
trata? Me han hecho caballero. Cuando llegue el circo al pueblo, me veréis saltar
y dar volteretas, aunque no a lomos de un caballo, sino alrededor de un plato
de arroz de los que prepara mamá, un arroz con barbos que es más sabroso, ¿entendido?...
Bueno, en serio, que sepais que el cardenal me ha nombrado caballero (sin
caballo)”.
Dos semanas más tarde escribe: “Os agradezco
sinceramente vuestra felicitación por mi nombramiento como caballero. ¿Qué
quereis que os diga? Hay que aceptar todo lo que nos dan lo hombres... con tal
de que no sean palos”.
El cardenal francés André Julien frecuentaba el Palacio de la Cancillería y muy pronto ambos se profesaron mutuo afecto: “Hermano Juan, vive alegre”. Recuerdo que esta expresión me la repetía el santo cardenal André Julien cuando me confesaba con él: “Vamos, vamos, alegría. Sursum corda. Para vivir y superar las luchas más arduas, además de rezar, acostúmbrate a estar alegre, ten espíritu de iniciativa y sé caritativo”.
6.- Vivir de fe con
oración de súplica y alabanza a todas horas
“Enamórame, Señor, de la oración”
escribe en numerosas ocasiones. Escribir es también respirar en la presencia de
Dios. El Hermano Juan está tan convencido de la necesidad de oración que esta
se convierte en una petición constante, dirigida sobre todo a María: “Oh Madre, haz que ame la oración: es más,
que me fermente en la oración”.
El cardenal Sergio Guerri ofrece su testimonio: “Además de una profunda convicción
religiosa que se reflejaba en sus palabras, siempre aprecié en él un gran
espíritu de oración y unión con Dios". El padre Mario Bellarini que lo
conoció durante su noviciado en Barza afirmó que “su contacto continuo con Dios era tan evidente que se notaba en su modo
de actuar, de hablar; siempre sonriente, irradiaba lo que llevaba dentro”.
En sus cartas no deja nunca de invitar a la oración. En 1965 escribe a su
amigo Marco Ramponi: “Zambullámonos en la
oración, un medio seguro para progresar en la santidad y para realizar un gran
apostolado”.
Una oración, la suya, de
tonalidad claramente guaneliana, nacida de una visión de Dios como Padre:
filial, afectiva, del corazón, confiada, sencilla, eucarística, mística.
El Hermano Juan es
plenamente consciente de que sin oración no es posible amar ni a Dios ni a los
demás y que ella es el primer apostolado: “Necesito
rezar. Si no rezo es porque no amo. Si amo a Dios necesariamente le rezo, le
pido, le pregunto, le deseo. Oh María, imprime en mi corazón y en mi alma este
ardiente deseo de amar la oración, de practicarla, de difundirla. Mi apostolado
estará en proporción a mi capacidad de orar. No cabe duda de que en la oración
eucarística, en la devoción a la Virgen, encontraré el imán que me lleve más
cerca de Dios y de los demás”.
Una oración que se
transforma a menudo en petición de perdón y reconocimiento de la propia
debilidad y pobreza; otras veces, la plegaria es grito de ayuda ante las
pruebas y tentaciones y, casi siempre, acción de gracias: “Agradecer a Dios y al prójimo; sentir la
necesidad y acostumbrarme a dar gracias. Deo gratias, Deo gratias, por todo y en
todo momento, tanto en las alegrías como en la pruebas”. Un estribillo en
latín “Deo gratias et Mariae” abre o
cierra sus escritos de cada día.
La oración de súplica manifiesta la
propia conciencia de la pequeñez, de la poquedad, de la descalcez, de la
pobreza e indigencia, de la ineptitud. El niño necesita todo del padre y de la
madre. La oración de alabanza es el asombro, el estupor, la maravilla, la
conciencia de la infinita bondad y grandeza del Creador y Redentor. Para un
niño el padre y la madre tienen superpoderes. La oración de Juan Vaccari se
balancea entre estas dos certezas: se sabe pequeño, y suplica; se sabe amado, y
alaba.
“Vivir de fe” es uno de los deseos que
aparece con frecuencia en su Diario espiritual.
Vivir de fe es vivir de Dios, y en todo caso es expresión que surge de
un corazón enamorado: “Vivir de Dios: que
éste sea en cada momento el anhelo de mi existencia” llega a escribir durante
los ejercicios espirituales del verano de 1970, justo un año antes de su
muerte.
Él sabe que quien vive en Dios y de
Dios llega a conocer el secreto de la verdadera felicidad: “¡Oh María, mi mamá, mi confianza! Mantenme unido a ti, con la oración,
con un vivir solo de fe, con la unión a Dios en cada momento del día y de la
noche. ¡Pobre mundo! ¡Cómo se agita y se afana buscando la felicidad, mientras
que la verdadera y única felicidad está en poseer el amor de Dios!”
Sus modelos de fe por excelencia son
la Virgen María y San José. A ellos se dirige con estas palabras: “Que la fe, oh María, oh San José, sea la
llama que vivifique toda mi vida. Que vivir de fe sea mi continua preocupación;
sea la brújula que dirija hacia Dios todas mis acciones interiores y
exteriores; sea como un imán poderoso que atrae a todos. Oh Jesús, que sea un
imán que valore y extienda este espíritu de fe”.
“Santificarte para santificar. Sí, lo primero
es una consecuencia de lo segundo; es un contagio sobrenatural… es, aunque tú
no te des cuenta, hacer apostolado; otros recogerán. Ten siempre clara esta
idea: mi santificación a cualquier precio”.
7.- Abandono y
docilidad a la voluntad de Otro
Lo más difícil es pedir de corazón
que se haga la voluntad de Dios, porque el corazón, la mente y el cuerpo piden
y exigen que se haga la propia voluntad. Juan Vaccari escribe: “Oh María, oh
San José, oh beato Fundador, hacedme un enamorado de la voluntad de Dios”
(18 de junio de 1971).
Probablemente, muy pocos hombres han
expresado tan bellamente lo que significa aceptar la voluntad de Dios como lo
hizo Charles de Foucaud. No sabemos si Juan conocía la Oración del Abandono. Cuando se la recita con total consciencia, el
alma tiembla y el cuerpo tiembla también: “Haz
de mí lo que quieras Lo que hagas de mí te lo agradezco. Estoy dispuesto a
todo. Lo acepto todo con tal que tu voluntad se haga en mí”.
Tal vez no tan poéticamente, pero la
vida del hermano Juan transcurre por estos caminos de abandono y de entrega
total: “Soy todo tuyo. Ya no me
pertenezco”. La boca y la lengua nunca pueden pronunciar esto. Solo la
gracia puede pronunciar ciertas palabras (y esta es una idea en la que insiste
mucho Simone Weil). La seguridad, la certeza, de que venga lo que venga,
tristeza, angustia, pesadumbre, alegría, llanto, risa, gozo, placer, dolor…
todo es lo mismo y todo importa poco. Porque, en el fondo, todo es un regalo
grande y hermoso de quien sabemos que quiere nuestro bien, nuestra dicha y
nuestra libertad… a veces por caminos que nuestra corta inteligencia o nuestra
carne indómita no comprende inmediatamente.
Desde aquel “entonces, me quedo”,
pronunciado a la edad de 20 años, su vida es un repetir “fiat semper”, que se
haga siempre tu voluntad. Una cadencia de lluvia invernal que marca el ritmo de
la sinfonía existencial del hermano Juan, especialmente en las obediencias
costosas de los superiores (regreso a
Palacio…), la enfermedad (hernias, insomnios, agotamiento nervioso, neumonía…),
las muertes de sus padres y hermanos, el abandono del sacerdocio de algún
querido compañero de noviciado, las incomprensiones, las tentaciones… En cada
momento, en cada circunstancia, Juan pronuncia “Fiat Semper”.
“Madre, imprime en mi mente esta máxima “Fiat Semper” y que sea para mí
como una idea fija, para que siempre y en todo actúe, hable y piense bajo esta
dulcísima influencia”. Y se compromete a no lamentarse nunca. Y así fue: no salió de su boca
nunca una queja.
Su gran obsesión es hacer en cada
instante la voluntad de Dios: “Mi tarea
en cada momento es hacer la santa voluntad de Dios. No hay alegría más grande
ni seguridad más sólida”.
Todo lo vivió desde esa “confianza,
fe y abandono” que nace de su experiencia guaneliana de Dios como Padre: “Dios es nuestro Padre y como tal desea la
santificación y la salvación de todos nosotros, sus hijos. Ningún padre tiene
un hijo para que sufra o peor aún para que muera. Menos aún Dios. Nuestro Padre
celestial no puede crear un alma para mandarla después al infierno” (a los
familiares de Sanguinetto con motivo de la muerte de su hermana Pace).
Y si Dios es Padre no puede dejar de
preocuparse y proveer a sus hijos. De ahí la confianza plena en seguir la
voluntad de Dios y su Providencia: “Querido Antonio, si quieres una norma
del santo evangelio, esta es: no os preocupéis –dice Jesús- por lo que vais a
comer o beber ni lo que vais a vestir.. El Padre celestial que os ha creado
sabe que necesitáis estas cosas... Por lo tanto, tened fe en la Divina
Providencia...”.
El Hermano Juan tiene claro que hacer
la voluntad de Dios ha sido el camino seguido por sus cuatro grandes amores,
Jesús, María, José y Luis; el camino más breve y fácil para santificarse: “Hacer la voluntad de Dios. Oh Jesús, que la
cumpla siempre hasta el día de mi muerte. Contemplo este camino, tu camino, el
camino de la Santísima Virgen, tu madre… Fiat. Contemplo el camino de San José:
no hablar sino obrar enseguida. Contemplo el camino de los santos y veo que
todos llegaron a la cumbre por hacer y cumplir la santísima voluntad de Dios.
Oh María, ayúdame a seguir esta línea vertical, la que más le gusta a Dios, y
la línea más breve y fácil para llegar a santificarme”. En su corazón anidaba el deseo de ser
santo, de santificarse a toda costa, algo que repite hasta la saciedad:
“Ayúdame a ser santo”. Así escribe a su cohermano Federico: “Procuremos hacernos santos, cueste lo que
cueste; si no, estamos perdiendo el tiempo”.
Si le preguntáramos al hermano Juan
cómo discernir la voluntad de Dios, cómo ser dóciles a ella, cómo poder decir
cada día “fiat”, nos respondería: “Seré como un metal en el fuego; mientras
el metal está en el fuego o, cuando se lo aparta, pero conserva aún todas las cualidades
del fuego, el herrero hace de él lo que quiere y no encuentra ninguna resistencia
a su trabajo. Pero si se enfría, le resultará difícil trabajarlo. Así sucederá
con mi alma. Si estoy, si vivo, si veo con espíritu de fe, seré como un metal incandescente
y no me opondré nunca ni a la santa voluntad de Dios ni tampoco a la de mis
superiores”.
En uno de sus últimos viajes a
Italia, ofreció una charla a una comunidad de hermanas guanelianas en la que
llegó a afirmar: “Pienso y estoy
convencido de que no hay alegría más pura y excelsa que esta: ahora estoy donde
Dios me quiere, hago lo que él quiere. Aquí radica la plenitud de la alegría:
hacer la voluntad de Dios, aferrar mi voluntad y sumergirla en la voluntad
divina, de manera que se funda con la de Dios”.
8.- Un sacerdocio común en todo tiempo y
lugar
Años 30’ del pasado siglo. Los
seminarios están llenos y los superiores se permiten hacer un descernimiento
por el ‘coeficiente de inteligencia’. Hoy diríamos que se podían permitir el
lujo de hacer un casting entre tantos candidatos. Luego, hemos visto,
que ha habido manga ancha, coladero, y que era fácil entrar, sin saber latín o
griego. Benedicto XVI con humor dijo en una ocasión que una de las razones para
creer que la Iglesia era una institución divina es que había sobrevivido a las
tonterías y disparates que habían dicho los curas en sus homilías. ¿Hubiera
sido un buen sacerdote el hermano Juan? La pregunta no tiene sentido, por el
simple hecho de que el hermano Juan lo ‘fue’. El hermano Juan fue un sacerdote
allí donde estuvo.
Todo bautizado comparte el sacerdocio de Jesús. Esto significa que todos estamos
llamados a hacer que Dios esté presente en el mundo. Nuestra manera de vivir
puede facilitar o dificultar el acceso o la cercanía a Dios. Llamamos a esto el
'sacerdocio común' del pueblo de Dios, para diferenciarlo del sacerdocio
ministerial o jerárquico.
Fue el concilio Vaticano II el que
puso sobre la mesa el tema de un sacerdocio común. Aparentemente, el Hermano
Juan fue un sacerdote fallido, pero sin embargo, él ejerció, de hecho, un
sacerdocio allí donde la vida lo colocó. Fue sacerdote en medio de pucheros y
cazuelas en Barza. Lo fue en medio de diplomáticos y monseñores en el Palacio
de la Cancillería. Y lo fue aún más en medio de los seminaristas del Colegio de
Aguilar de Campoo.
La congregación de los Siervos de la
Caridad ha tenido pocos hermanos, y sin embargo un buen grupo de ellos ha
destacado y destaca hoy en día por su ejemplaridad en la misión.
El hermano Juan fue un evangelizador
nato, misión más bien adscrita a los sacerdotes. Hizo presente a Jesús allí
donde estaba. Anunció con sus sencillas palabras, con su convencimiento total y
con sus buenas obras a Jesús. Pero en dos lugares, podemos decir que el hermano
Juan fue verdaderamente sacerdote.
En la aldea de Monteggia (cerca de la
casa de Barza). Con sabiduría popular, los feligreses de esa pedanía le
llamaban “nuestro párroco”. A él confesaban sus cuitas y sus problemas. En él
confiaban a la hora de consolar a los
enfermos o enseñar la catequesis a los niños. Con él compartían los rezos y las
devociones.
En Aguilar de Campoo. Cuando el
hermano Juan llega a España, ya viene nimbado por su vida virtuosa. Muy pronto
le encargan la búsqueda de niños por los pueblos, una tarea que hasta ese
momento no había ejercido ningún hermano lego. A él le encomiendan el “pensamiento
de las buenas noches”, para infundir en todos los seminaristas, al final de
un día de estudio y juegos, el amor a Jesús, a María y a José. También por el
hecho de llevar sotana en España, su apariencia física no se distinguía en nada
de la de los curas. De hecho en los pueblos y en los lugares donde no le
conocían le llamaban padre. Y muchos años después, la gente habla de él,
indistintamente, como P. Juan o Hno. Juan.
Antes de que se hablase del
sacerdocio común y mucho antes de que se hablase de una iglesia sinodal, donde
los bautizados comparten compromisos y responsabilidades, el hermano Juan ya
era un católico sinodal.
Hay un episodio todavía no muy
estudiado. El propio Juan escribe que el cardenal Clemente Micara le había
comunicado que era su intención pedir autorización para ordenar como sacerdote
al hermano Juan, sin tener que realizar los estudios de teología. Juan dice
sentirse indigno de ser sacerdote, se sabe poca cosa, un hombre limitado, pero
creo que la idea, en el fondo, no le disgustaba. ¿Qué sucedió? ¿Se olvidó el
cardenal del asunto, más preocupado por su propio deterioro físico y por la
marcha del Concilio? ¿Lo consultó con otros monseñores y le enfriaron los
ánimos? ¿Habló de nuevo con el Hno. Juan y éste volvió a insistir en su
indignidad? A medida que aparezcan nuevos documentos, se podrá arrojar luz
sobre este episodio.
En enero de 1969 escribe desde Como,
después de dar vueltas en la cabeza a una duda: “Me encontré con el Superior General y le comenté lo que me pasaba. En
distintas ocasiones, sobre todo con los enfermos, me invitaban a que les diese
una bendición… ¿Puedo? ¿O por ser sólo hermano no me está permitido…? Y el
superior: “como acto de piedad lo puedes hacer”. Jesús, María y José, me
entrego a vos y os confío a todos aquellos que me pidan que los bendiga”
Independientemente de que los demás,
por su testimonio, su pasión evangelizadora, su bondad innata, lo percibiesen
como un cura bueno y un padre para todos, Juan Vaccari, quizá por uno de esos
juegos de la Providencia, estaba destinado a ser un hermano y a vivir su
fraternidad en medio de todos. Un hermano para siempre. Esta es la razón del
título de este ensayo.
Su idea del sacerdocio era simple y a la vez total “Amarte, Señor, y hacer que te amen”. Y podemos decir que lo cumplió a la perfección.
Epílogo: Juan Vaccari,
una presencia evangelizadora
Por resumir
su espiritualidad, podríamos decir que el hermano Juan tuvo plena conciencia de
que en esta tierra, él era un hombre de paso y que su anhelo era llegar a la
verdadera patria. De ahí su temor ante el pecado y a alejarse de Dios.
Pronunció un día su fiat y nunca se
desdijo de él. Y desde entonces su vida consistió en no olvidar su pequeñez y
cantar la grandeza de Dios. Supo que para mantenerse en el camino recto
necesitaba la humildad porque sólo ésta le llevaría a hacer la voluntad de
Dios. Un hombre que vivió de fe, y una fe que fue sostenida por el combustible
continuo de la oración. Supo que estaba en el mundo para hacer que todos amasen
a Jesús y que la alegría es siempre un gran testimonio. Sin saberlo, él actuó
siempre como un sacerdote que se empeña en amar y hacer amar a Jesús. Su
presencia era una presencia evangelizadora.
Y para
acabar esta segunda parte, anoto este texto, escrito en abril de 1971, cuando faltan escasos meses para su muerte: “¿Cuándo llegará mi última hora? ¿Cómo llegará? ¿Cómo será mi muerte?
¿Adónde será? Oh, San José, ayúdame desde ahora, para que sea digno de morir en
los brazos de Jesús, de la Virgen y en los tuyos. Que al final de mi vida,
pueda decir como tú, como la Virgen, como San José y los demás santos, estas
hermosas palabras: Consumatus est. Por lo menos me he esforzado en hacer todo
lo que la obediencia me ha ordenado. Pensando en esa última hora de mi vida,
que pueda decir, confiando en vuestra divina misericordia, que todo está
cumplido, para gloria de Dios, bien de las almas e incremento de la
congregación”.
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