Me enteré de
la conferencia sólo una hora antes de que diese comienzo. Me entró un whatsapp
escueto: “Montes habla de los Beatos esta
tarde en los Filipinos”.
Pero
llegué a tiempo. No es exageración afirmar que Luis Ángel Montes posee un saber
enciclopédico, pero sin pedantería ni cátedra dogmática que valga. Este ‘renacentista’
palentino al que he escuchado con idéntico placer cuando habla de las Elegías
de Duino, de Rilke, de la oración de los Salmos, de la música y la botánica en
la vida de Hildegarda von Bingen, o del pintor del retablo mayor de la catedral
de Palencia, Juan de Flandes… es también un amante ‘perdido y rendido’ de los
libros a los que en el mundo entero se da el nombre de “Beatos”.
El
ponente dividió su conferencia en dos partes. La primera de ellas tuvo lugar en
el Auditorium del Colegio de los
Agustinos, de Valladolid (vulgo ‘Filipinos’) y consistió en una introducción histórica
y estética a los Beatos. La segunda parte fue una visita guiada por el Claustro
donde están expuestos los facsímiles (bellísimamente editados en España) de los
Beatos, una magnífica colección del propio conferenciante. Esta exposición
permanecerá abierta hasta el 1 de junio.
Ante
un público poco numeroso, pero muy receptivo, el ponente explicó la importancia
artística de estos libros y su valor para el conocimiento. En el año 786 el
monje Beato de Liébana, e un apartado rincón de la geografía cántabra, escribió
un comentario a uno de los libros más enigmáticos, poéticos y sugerentes del
Nuevo Testamento: el Apocalipsis de San Juan. El comentario tuvo un éxito sin
precedentes. Desde finales del siglo IX y hasta el XIII, los scriptoria de los
monasterios lo copiaron y los iluminaron con miniaturas de una rara belleza que
compartía con la pintura mozárabe, románica o protogótica un mismo gusto y un canon
común: colores planos, contrastes cromáticos, figuras trazadas con líneas
gruesas oscuras, intensa expresividad, proporciones simbólicas y jerárquicas. Y
todo ello con resultados espectaculares que aún hoy, un milenio después, causan el estupor y el asombro de
quien puede abrir una de sus páginas.
Para Umberto
Eco eran los “libros más bellos del mundo”. Hasta el momento tenemos constancia
de 24 Beatos repartidos por algunas de las Bibliotecas o Museos más importantes
del mundo (París, Nueva York, Londres, Madrid, El Escorial, el Burgo de Osma,
Gerona, Berlín, Ginebra o la Universidad de Valladolid). En casi todas esas
Bibliotecas, los Beatos constituyen el tesoro número uno de las mismas.
No son pocos
los historiadores de arte que opinan que la principal aportación de España a la
historia de la pintura universal son las miniaturas contenidas en los Beatos,
por encima de Velázquez, El Greco, Zurbarán o Picasso.
En un momento
histórico, en torno al año Mil de la era cristiana, monjes, obispos, pensadores,
escritores, artistas, labriegos o artesanos vivieron con intensidad y con
pasión, también con dolor y esperanza, las preguntas más esenciales del ser
humano: qué somos y hacia donde nos encaminamos. El Libro del Apocalipsis –y
los muchos comentarios sobre el texto de san Juan- venía a dar respuesta, si
bien velada, a estos interrogantes angustiosos. Cristo, Señor del Mundo y de la
Historia, iluminaba con su triunfo sobre la muerte y el mal la pobre vida de
tantos cristianos, sabios o analfabetos. La sangre del Cordero podía lavar
todos los pecados pero también prevalecer sobre todas las injusticias y las
amenazas contra la vida y la fe (muy reales en España por el dominio musulmán
en tantos territorios).
Las
incomparables imágenes -por ejemplo las del Beato de Valcabado (Palacio de
Santa Cruz, Valladolid)- que podemos admirar en la exposición de facsímiles dan
cuenta de esa promesa apocalíptica de victoria sobre el Mal y sobre la Muerte.
La Belleza, y en estos libros hay mucha, es siempre una imagen poética y
legible de la Redención. Los Beatos aquí contemplados zambullen al espectador
en una cierta beatitud, a la vez que nos transportan a un pasado medieval con
sus oscuridades e injusticias pero también con sus luminarias, como lo prueban
estos bellos códices miniados.
Esta es una
exposición totalmente recomendable y única que nos permite admirar con nuestros
propios ojos “las más prodigiosas
creaciones iconográficas de toda la historia del arte occidental”, en
palabras del autor de El nombre de la
rosa. De la conferencia y de la visita a la exposición uno sale con más
‘hambre’, con deseos de saber más de este capítulo de la historia del arte,
pero también de la historia del cristianismo. También estos tiempos que vivimos
hoy son apocalípticos. ¿Conseguiremos transformarlos en belleza duradera, en
libros de esperanza? Todo un desafío.
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