Lucien Freud
decía que cuando pintaba retratos perseguía que la pintura dijera más verdad
sobre el retratado que su presencia real. Lucien Freud, nieto preferido del
famoso psicoanalista austriaco, Sigmund Freud, tuvo que abandonar
Berlín a los 11 años, debido a la persecución desatada en Alemania contra los judíos. Se
trasladó a Reino Unido y allí se formó y alcanzó la gloria pictórica.
Hasta el mismo día de su muerte y más
allá, la fama de maldito persiguió al pintor. Sus excesos amorosos y ludópatas
ocuparon más líneas que la glosa sobre sus pinturas en las revistas de
arte. Vivió casi siempre solo, en su estudio-taller, aunque tuvo 14 hijos de
seis mujeres diferentes. El número de amantes nunca nadie lo ha podido contar,
y el de hijos no reconocidos, tampoco. En algunas ocasiones, compartió
intimidad con sus amigos artistas homosexuales. Vividor y empedernido jugador
de apuestas de caballos, con una energía desbordante, un alma de seductor, un
encanto irresistible, conversador fino, con un ácido sentido del humor, aunque incapaz
de disimular su enfado o su mala leche con los pelmas y los pedantes. Pintaba
siempre de pie; utilizaba la luz del día en sus cuadros, y sin embargo pintaba
casi siempre de noche sus desnudos. Fue sin duda un pintor excepcional del
siglo XX, el renovador del género del desnudo, uno de los poco pintores que
atraviesan fronteras y que pueden codearse con los consagrados artistas de
todos los museos. En un mundo del arte sometido a la dictadura de la
abstracción, él desafió las modas y apostó por el la figura humana.
Probablemente sus grandes retratos
desnudos son los que más le identifican con su firma, y los que suscitan más
atención en cualquier exposición. En este momento en el Museo Thyssen se
celebra una exposición (abierta hasta el 18 de junio). Las últimas salas de la
muestra madrileña están dedicadas precisamente a estos cuadros, con un título
sencillo pero acertado “Carne/flesh”.
Los cuerpos, despojados de la ropa,
son vistos en su indefensión, en su desamparo. La ropa, que normalmente sirve para
tapar los defectos del cuerpo, es también la que habla de la clase social, el
estatus económico, o la tribu laboral en la que se ejerce (bomberos, militares,
médicos). De ahí que la ropa, en muchas ocasiones, otorga una dignidad que no
se corresponde con el alma del retratado. Sus desnudos no son heroicos,
olímpicos, de cuerpos eróticos, piel sedosa, proporciones armónicas y posturas
elegantes. El pincel de Freud penetra en la carne para intentar descubrir la
verdad del retratado. Al igual que la cabeza o el corazón, la carne también
guarda memoria de los placeres pretéritos, los deseos desvergonzados, los
arrebatos de la libido, las humillaciones recibidas, las heridas del tiempo,
las caricias y las bofetadas, las enfermedades, los excesos del alcohol, las
drogas, el sexo o el insomnio.
Los desnudos de Freud son freudianos
(en el sentido psicoanalista del término). La carne, sometida a la inexorable
ley de la gravedad, retiene en su territorio los resacones, el asco y el gozo,
las comilonas, los medicamentos, el sudor acumulado, el trabajo aplastante o los
cuidados de la toilette. La obesidad morbosa que hace desaparecer el esqueleto
bajo capas de grasa, la carne que se pliega sobre sí misma en redondeces
bochornosas, los ganglios, las rojeces de la piel, las estrías, la celulitis,
las arrugas, las manchas de la piel, la sequedad y sus escamas, los pellejos
que cuelgan, todos los estragos de los años... A veces los cuerpos,
derrengados, adormilados, despatarrados sobre un sofá o un revoltijo de sábanas muestran todo eso. ¿La carne es triste, como decía el poeta? ¿El paso de los años siempre muestra la tragedia de la carne?.
Lucien Freud no buscó nunca modelos
‘modélicos’, hermosos o bien proporcionados, bellos, según lo que desde siempre
se entiende por belleza. En sus cuadros aparecen amigos y amigas, mujeres,
amantes, hijas y también personas que, por diversas razones, eran para él la
quintaesencia de lo retratable. “Pinto a mujeres heterosexuales porque me
gusta la naturaleza femenina, pero pinto homosexuales por la valentía de los
maricas”. Este fue el caso de Leigh Bowery o Sue Tilley, que pasaron
interminables horas en su cochambroso estudio de Londres y que se convirtieron
en verdaderas obsesiones para él. Los desnudos de Freud representan el dolor de la carne, la permanente inquietud que se abate sobre los humanos, el sueño que no es sinónimo del descanso reparador sino preanuncio de la muerte y de la putrefacción de la carne. Son los desnudos de la marginalidad.
Los animales nunca están desnudos.
Van siempre con sus ropajes de piel, lanas, plumas, escamas. Freud pinta
desnudos a hombres y a mujeres para “hacer caer las fachadas protectoras y
que el observador pueda verlos en su verdad y en su miseria”. Cuando la
ropa cae, aparece la persona. Más allá de la epidermis y de las capas de grasa,
Freud encontró el alma de un ser humano, muy parecido a cualquier animal, con
su necesidad de sueño, de cópula, de comida. Con su miedo y su instinto de
supervivencia. “Los desnudos de Freud -escribió un crítico- tienen algo de
animales desollados, reses en una cámara frigorífica”. Los desnudos de Freud
tienen algo de perturbador, de inquietante, algo de animal vulgar, que muestra,
sin pudor, sus piernas abiertas y su sexo, las marcas en la piel, una postura
chabacana, una mirada triste o sufriente, o una mirada sin mirada porque los
párpados en el sueño así lo exigen.
Freud pasaba horas, semanas, meses
girando y volviendo a girar alrededor del modelo desnudo, a veces apoyado en un
camastro desvencijado o directamente en el suelo, en un ambiente casi de
inmundicia, como lo era su estudio londinense, carente de poesía o de orden.
Era su manera de trabajar. Intentaba a todo trance demoler la fachada del
retratado, para que apareciese el verdadero hombre o mujer. Arrebataba
cualquier protección al modelo hasta lograr dar con el alma que vivía, en gozo
o en miseria, por debajo de las capas de la piel.
Y sin embargo, a pesar de la
vulgaridad, a pesar de las imperfecciones de estos cuerpos desnudos, percibimos
un erotismo animal, un deseo oscuro que tiene mucho que ver con la indecencia,
la marginalidad, la carne de un antro barato. Todo el mundo entiende el deseo
que provoca un adonis o una Venus, pero resulta menos comprensible el deseo de
cuerpos vencidos por la obesidad o por la vulgaridad. Y sin embargo ahí está.
También estos cuerpos han sido amados, han suscitado pasión y han proporcionado
éxtasis.
Veamos tres de sus cuadros más famosos en la exposición del Thyssen:
Título: Y el novio (The Lewis Collection).
En el estudio londinense del pintor
posa su modelo fetiche Leigh Bowery junto a la que poco después será su mujer,
Nicola Bateman. Una noche, en un
antro gay de mala fama, presentaron a Lucien a Leigh Bowery, un transformista
australiano afincado en Londres, que triunfaba en la noche gay, con la robustez
de su cuerpo y los maquillajes y vestidos extravagantes. Con la misma altivez y
seguridad de un lord o de un magnate, Bowery se dirigió a Freud para decirle que
quería que le retratase. Caminaron hasta su estudio y, antes de que el pintor
encendiese las luces del taller, Bowery ya se había quitado la ropa. Durante
los diez años siguientes, 10 cuadros dan buena cuenta de esta amistad y de esa
fascinante fascinación por este modelo de uno noventa metros y 120 kilos de
peso, rapado, excesivo, robusto, un verdadero armario de carne. Con Bowery,
Lucien Freud llegó a ser Lucien Freud. Nunca un modelo había catapultado a la
fama a un artista. Poco antes de pintar este retrato, Leigh Bowery se había prometido,
de ahí el título, aunque lo suyo fue un matrimonio de conveniencia, para
obtener la nacionalidad inglesa. En el cuadro aparecen los dos modelos
durmiendo. Todo el espacio de la estrecha cama lo ocupa Leigh, mientras su
escuálida prometida aparece arrinconada en un borde de la cama. Despatarrado, mostrando
sin pudor su sexo, Leigh duerme a pierna suelta. Los amantes comparten camastro
y sueño, pero no hay intimidad entre ellos, tampoco un gesto de ternura. Dos
seres vencidos y rendidos han caído por casualidad en el mismo colchón. A Leigh
le quedan poco meses de vida. El sida rindió su cuerpo robusto. Es el año 1994.
Título: “Durmiendo junto a la alfombra del león” (The Lewis Collection)
Durante cinco años Sue Tilley
compaginó su trabajo como inspectora de seguros en una oficina londinense con
su trabajo como modelo para un ya afamadísimo Lucien Freud. Llegaba al taller
del pintor, se desnudaba y durante horas fingía estar dormida o estar pensando
en las musarañas en un camastro o en un sofá. Muchas veces se quedaba verdaderamente
dormida o pensaba con los ojos cerrados en su trabajo del día siguiente o en la
cena de un rato después. Y se desquitaba, de paso, de tantos que la tildaban,
sin piedad, de gorda, o por decirlo algo más fino la “Big Sue”. Con 130 kilos
de peso, y todas sus redondeces, michelines, lorzas, pliegues de grasa y
obesidades, Sue podía finalmente vengarse de todas las modelos modélicas de 90-60-90.
En este cuadro, Sue deja caer su cuerpo voluminoso de escultura primitiva y tosca sobre
un desvencijado sillón. Ajena a la imagen que ofrece de sí misma, o tal vez orgullosa
de su robusta hechura, Sue sabe, a pesar de sus ojos cerrados, que para el gran
Freud ella es la quintaesencia de modelo. Podrá decirse que el cuadro es
vulgar, grotesco y sin embargo es más real de lo que imaginamos. Hay ‘Big Sues' por doquier. Vestidos amplios, abrigos largos y holgados, fulares y pañuelos
esconden carnes oprimidas por una ropa interior de tortura y la respiración
contenida. Y sin embargo estos cuerpos también han sido amados, deseados, han
abrazado y protegido con sus anchas hechuras. En un mundo de la delgadez y del
canon de belleza, estos cuerpos derrengados y sudorosos, lentos en su caminar, torpes
en sus movimientos supieron captar la atención y el respeto del gran retratista
londinense. Por debajo de lorzas y michelines, de tetas abundosas, nalgas
generosas, pies regordetes y muslos descomunales, Freud nos mostró la vida y el
sueño de una mujer cualquiera, una inspectora que acudía cada mañana a su
tedioso trabajo de papeles y calculadora.
Título: “El retrato del lebrel” (Colección particular)
En la exposición está el último
cuadro de Lucien Freud. El artista lo dejó inacabado. En el cuadro vemos a su
asistente, David Dawson, también pintor y fotógrafo. El hombre que le ayudó en
el taller los últimos años de la vida del artista y al que dejó su taller, las
huellas de toda una vida de más de 90 años, fue su última musa y su último
modelo. Cada mañana el asistente se desnudaba y posaba junto a Eli, el perro
del artista. Un lebrel pacífico que pasaba buena parte del día dormido o
amodorrado junto al modelo. David Dawson, ni hermoso ni feo, un hombre vulgar y
corriente encima de una sábana, una mirada algo alelada y un rostro que delata
el cansancio de las largas horas de posado. El 3 de julio de 2011, Lucien Freud
se levantó como todos los días. Su asistente le fotografió mientras el pintor
se ataba los cordones. Luego, de pie, como pintaba siempre, empezó a mezclar
los óleos, cada vez más espesos y grumosos, y a dar las primeras pinceladas,
que serían las últimas. Un hombre y un perro comparten una intimidad, a veces
menos silenciosa y más amistosa que la de dos seres humanos.
¿Intuyó el pintor que su fin estaba
cerca? ¿Fue asaltado por un dolor súbito? ¿Pensó simplemente que ya no tenía
sentido seguir observando esa escena y trasladando al lienzo lo que sus ojos
aprehendían? Soltó el pincel, posó la paleta: “Ya nada tiene sentido. Nada
más. Hasta aquí”. Las últimas pinceladas las dio en la oreja derecha del
lebrel. Así quedó inconcluso el último cuadro de Lucien Freud. David Dawson se
vistió y Eli se despertó de su modorra y se estiró por el taller. Para todos,
la sesión definitivamente había acabado.
El taller entró en un silencio
monacal. Lucien Freud acababa de morir. Los tubos de óleo se fueron secando
poco a poco. Una sábana cubrió el lienzo inacabado. El pintor de los
inquietantes y turbadores desnudos había entrado en una posteridad vestida de
grandes exposiciones y sumas astronómicas en las casas de subastas.
Lucían sabía lo inquietante que puede llegar a ser la piel.
ResponderEliminarGracias por esta estupenda información sobre un artista que no deja indiferente a nadie.
ESM
Muchas gracias, ESM, por tus comentarios.
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