lunes, 22 de mayo de 2023

Lucien Freud: debajo de la piel y de la carne


Lucien Freud decía que cuando pintaba retratos perseguía que la pintura dijera más verdad sobre el retratado que su presencia real. Lucien Freud, nieto preferido del famoso psicoanalista austriaco, Sigmund Freud, tuvo que abandonar Berlín a los 11 años, debido a la persecución desatada en Alemania contra los judíos. Se trasladó a Reino Unido y allí se formó y alcanzó la gloria pictórica. 

Hasta el mismo día de su muerte y más allá, la fama de maldito persiguió al pintor. Sus excesos amorosos y ludópatas ocuparon más líneas que la glosa sobre sus pinturas en las revistas de arte. Vivió casi siempre solo, en su estudio-taller, aunque tuvo 14 hijos de seis mujeres diferentes. El número de amantes nunca nadie lo ha podido contar, y el de hijos no reconocidos, tampoco. En algunas ocasiones, compartió intimidad con sus amigos artistas homosexuales. Vividor y empedernido jugador de apuestas de caballos, con una energía desbordante, un alma de seductor, un encanto irresistible, conversador fino, con un ácido sentido del humor, aunque incapaz de disimular su enfado o su mala leche con los pelmas y los pedantes. Pintaba siempre de pie; utilizaba la luz del día en sus cuadros, y sin embargo pintaba casi siempre de noche sus desnudos. Fue sin duda un pintor excepcional del siglo XX, el renovador del género del desnudo, uno de los poco pintores que atraviesan fronteras y que pueden codearse con los consagrados artistas de todos los museos. En un mundo del arte sometido a la dictadura de la abstracción, él desafió las modas y apostó por el la figura humana.

Probablemente sus grandes retratos desnudos son los que más le identifican con su firma, y los que suscitan más atención en cualquier exposición. En este momento en el Museo Thyssen se celebra una exposición (abierta hasta el 18 de junio). Las últimas salas de la muestra madrileña están dedicadas precisamente a estos cuadros, con un título sencillo pero acertado “Carne/flesh”.

Los cuerpos, despojados de la ropa, son vistos en su indefensión, en su desamparo. La ropa, que normalmente sirve para tapar los defectos del cuerpo, es también la que habla de la clase social, el estatus económico, o la tribu laboral en la que se ejerce (bomberos, militares, médicos). De ahí que la ropa, en muchas ocasiones, otorga una dignidad que no se corresponde con el alma del retratado. Sus desnudos no son heroicos, olímpicos, de cuerpos eróticos, piel sedosa, proporciones armónicas y posturas elegantes. El pincel de Freud penetra en la carne para intentar descubrir la verdad del retratado. Al igual que la cabeza o el corazón, la carne también guarda memoria de los placeres pretéritos, los deseos desvergonzados, los arrebatos de la libido, las humillaciones recibidas, las heridas del tiempo, las caricias y las bofetadas, las enfermedades, los excesos del alcohol, las drogas, el sexo o el insomnio.

Los desnudos de Freud son freudianos (en el sentido psicoanalista del término). La carne, sometida a la inexorable ley de la gravedad, retiene en su territorio los resacones, el asco y el gozo, las comilonas, los medicamentos, el sudor acumulado, el trabajo aplastante o los cuidados de la toilette. La obesidad morbosa que hace desaparecer el esqueleto bajo capas de grasa, la carne que se pliega sobre sí misma en redondeces bochornosas, los ganglios, las rojeces de la piel, las estrías, la celulitis, las arrugas, las manchas de la piel, la sequedad y sus escamas, los pellejos que cuelgan, todos los estragos de los años... A veces los cuerpos, derrengados, adormilados, despatarrados sobre un sofá o un revoltijo de sábanas muestran todo eso. ¿La carne es triste, como decía el poeta? ¿El paso de los años siempre muestra la tragedia de la carne?.

Lucien Freud no buscó nunca modelos ‘modélicos’, hermosos o bien proporcionados, bellos, según lo que desde siempre se entiende por belleza. En sus cuadros aparecen amigos y amigas, mujeres, amantes, hijas y también personas que, por diversas razones, eran para él la quintaesencia de lo retratable. “Pinto a mujeres heterosexuales porque me gusta la naturaleza femenina, pero pinto homosexuales por la valentía de los maricas”. Este fue el caso de Leigh Bowery o Sue Tilley, que pasaron interminables horas en su cochambroso estudio de Londres y que se convirtieron en verdaderas obsesiones para él. Los desnudos de Freud representan el dolor de la carne, la permanente inquietud que se abate sobre los humanos, el sueño que no es sinónimo del descanso reparador sino preanuncio de la muerte y de la putrefacción de la carne. Son los desnudos de la marginalidad.

Los animales nunca están desnudos. Van siempre con sus ropajes de piel, lanas, plumas, escamas. Freud pinta desnudos a hombres y a mujeres para “hacer caer las fachadas protectoras y que el observador pueda verlos en su verdad y en su miseria”. Cuando la ropa cae, aparece la persona. Más allá de la epidermis y de las capas de grasa, Freud encontró el alma de un ser humano, muy parecido a cualquier animal, con su necesidad de sueño, de cópula, de comida. Con su miedo y su instinto de supervivencia. “Los desnudos de Freud -escribió un crítico- tienen algo de animales desollados, reses en una cámara frigorífica”. Los desnudos de Freud tienen algo de perturbador, de inquietante, algo de animal vulgar, que muestra, sin pudor, sus piernas abiertas y su sexo, las marcas en la piel, una postura chabacana, una mirada triste o sufriente, o una mirada sin mirada porque los párpados en el sueño así lo exigen. 

Freud pasaba horas, semanas, meses girando y volviendo a girar alrededor del modelo desnudo, a veces apoyado en un camastro desvencijado o directamente en el suelo, en un ambiente casi de inmundicia, como lo era su estudio londinense, carente de poesía o de orden. Era su manera de trabajar. Intentaba a todo trance demoler la fachada del retratado, para que apareciese el verdadero hombre o mujer. Arrebataba cualquier protección al modelo hasta lograr dar con el alma que vivía, en gozo o en miseria, por debajo de las capas de la piel.

Y sin embargo, a pesar de la vulgaridad, a pesar de las imperfecciones de estos cuerpos desnudos, percibimos un erotismo animal, un deseo oscuro que tiene mucho que ver con la indecencia, la marginalidad, la carne de un antro barato. Todo el mundo entiende el deseo que provoca un adonis o una Venus, pero resulta menos comprensible el deseo de cuerpos vencidos por la obesidad o por la vulgaridad. Y sin embargo ahí está. También estos cuerpos han sido amados, han suscitado pasión y han proporcionado éxtasis.

            Veamos tres de sus cuadros más famosos en la exposición del Thyssen:

Título: Y el novio (The Lewis Collection).

En el estudio londinense del pintor posa su modelo fetiche Leigh Bowery junto a la que poco después será su mujer, Nicola Bateman. Una noche, en un antro gay de mala fama, presentaron a Lucien a Leigh Bowery, un transformista australiano afincado en Londres, que triunfaba en la noche gay, con la robustez de su cuerpo y los maquillajes y vestidos extravagantes. Con la misma altivez y seguridad de un lord o de un magnate, Bowery se dirigió a Freud para decirle que quería que le retratase. Caminaron hasta su estudio y, antes de que el pintor encendiese las luces del taller, Bowery ya se había quitado la ropa. Durante los diez años siguientes, 10 cuadros dan buena cuenta de esta amistad y de esa fascinante fascinación por este modelo de uno noventa metros y 120 kilos de peso, rapado, excesivo, robusto, un verdadero armario de carne. Con Bowery, Lucien Freud llegó a ser Lucien Freud. Nunca un modelo había catapultado a la fama a un artista. Poco antes de pintar este retrato, Leigh Bowery se había prometido, de ahí el título, aunque lo suyo fue un matrimonio de conveniencia, para obtener la nacionalidad inglesa. En el cuadro aparecen los dos modelos durmiendo. Todo el espacio de la estrecha cama lo ocupa Leigh, mientras su escuálida prometida aparece arrinconada en un borde de la cama. Despatarrado, mostrando sin pudor su sexo, Leigh duerme a pierna suelta. Los amantes comparten camastro y sueño, pero no hay intimidad entre ellos, tampoco un gesto de ternura. Dos seres vencidos y rendidos han caído por casualidad en el mismo colchón. A Leigh le quedan poco meses de vida. El sida rindió su cuerpo robusto. Es el año 1994.

  

Título: “Durmiendo junto a la alfombra del león” (The Lewis Collection)

Durante cinco años Sue Tilley compaginó su trabajo como inspectora de seguros en una oficina londinense con su trabajo como modelo para un ya afamadísimo Lucien Freud. Llegaba al taller del pintor, se desnudaba y durante horas fingía estar dormida o estar pensando en las musarañas en un camastro o en un sofá. Muchas veces se quedaba verdaderamente dormida o pensaba con los ojos cerrados en su trabajo del día siguiente o en la cena de un rato después. Y se desquitaba, de paso, de tantos que la tildaban, sin piedad, de gorda, o por decirlo algo más fino la “Big Sue”. Con 130 kilos de peso, y todas sus redondeces, michelines, lorzas, pliegues de grasa y obesidades, Sue podía finalmente vengarse de todas las modelos modélicas de 90-60-90. En este cuadro, Sue deja caer su cuerpo voluminoso de escultura primitiva y tosca sobre un desvencijado sillón. Ajena a la imagen que ofrece de sí misma, o tal vez orgullosa de su robusta hechura, Sue sabe, a pesar de sus ojos cerrados, que para el gran Freud ella es la quintaesencia de modelo. Podrá decirse que el cuadro es vulgar, grotesco y sin embargo es más real de lo que imaginamos. Hay ‘Big Sues' por doquier. Vestidos amplios, abrigos largos y holgados, fulares y pañuelos esconden carnes oprimidas por una ropa interior de tortura y la respiración contenida. Y sin embargo estos cuerpos también han sido amados, deseados, han abrazado y protegido con sus anchas hechuras. En un mundo de la delgadez y del canon de belleza, estos cuerpos derrengados y sudorosos, lentos en su caminar, torpes en sus movimientos supieron captar la atención y el respeto del gran retratista londinense. Por debajo de lorzas y michelines, de tetas abundosas, nalgas generosas, pies regordetes y muslos descomunales, Freud nos mostró la vida y el sueño de una mujer cualquiera, una inspectora que acudía cada mañana a su tedioso trabajo de papeles y calculadora.

 

Título: “El retrato del lebrel” (Colección particular)

En la exposición está el último cuadro de Lucien Freud. El artista lo dejó inacabado. En el cuadro vemos a su asistente, David Dawson, también pintor y fotógrafo. El hombre que le ayudó en el taller los últimos años de la vida del artista y al que dejó su taller, las huellas de toda una vida de más de 90 años, fue su última musa y su último modelo. Cada mañana el asistente se desnudaba y posaba junto a Eli, el perro del artista. Un lebrel pacífico que pasaba buena parte del día dormido o amodorrado junto al modelo. David Dawson, ni hermoso ni feo, un hombre vulgar y corriente encima de una sábana, una mirada algo alelada y un rostro que delata el cansancio de las largas horas de posado. El 3 de julio de 2011, Lucien Freud se levantó como todos los días. Su asistente le fotografió mientras el pintor se ataba los cordones. Luego, de pie, como pintaba siempre, empezó a mezclar los óleos, cada vez más espesos y grumosos, y a dar las primeras pinceladas, que serían las últimas. Un hombre y un perro comparten una intimidad, a veces menos silenciosa y más amistosa que la de dos seres humanos.

¿Intuyó el pintor que su fin estaba cerca? ¿Fue asaltado por un dolor súbito? ¿Pensó simplemente que ya no tenía sentido seguir observando esa escena y trasladando al lienzo lo que sus ojos aprehendían? Soltó el pincel, posó la paleta: “Ya nada tiene sentido. Nada más. Hasta aquí”. Las últimas pinceladas las dio en la oreja derecha del lebrel. Así quedó inconcluso el último cuadro de Lucien Freud. David Dawson se vistió y Eli se despertó de su modorra y se estiró por el taller. Para todos, la sesión definitivamente había acabado.  

El taller entró en un silencio monacal. Lucien Freud acababa de morir. Los tubos de óleo se fueron secando poco a poco. Una sábana cubrió el lienzo inacabado. El pintor de los inquietantes y turbadores desnudos había entrado en una posteridad vestida de grandes exposiciones y sumas astronómicas en las casas de subastas.











2 comentarios:

  1. Lucían sabía lo inquietante que puede llegar a ser la piel.
    Gracias por esta estupenda información sobre un artista que no deja indiferente a nadie.
    ESM

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