jueves, 23 de agosto de 2018

20.- El niño más triste del mundo





          Bonjour, tristesse. Buenos días, tristeza. Acaba de cruzar el portón del Point d'eau, el espacio abierto las 24 horas del día para una primera acogida a los niños de la calle. 
          Un niño de la calle. Es la primera vez que entra en el patio. Ninguno de los monitores ni de los chicos lo conoce. No dice nada, no habla. Tiene las ropas sucias y hechas jirones. Chancletas desparejadas, una de las cuales pierde a cada paso porque está rota. La cara hinchada. Pequeñas heridas en las manos y en los pies. Nada pide. Tambaleante, se agarra a la pared, a una puerta o una barra de hierro en el centro del patio. Parece en estado de fuerte conmoción. No sé si mudo o enmudecido. 
        Quizás hace poco tiempo que está en la calle. ¿Qué le ha sucedido en las horas transcurridas entre el abandono o la expulsión del hogar y su ingreso, abatido, en este Centro? ¿Qué han visto sus ojos? ¿Qué ha padecido su cuerpecillo? ¿Quién le ha golpeado? ¿De qué garras ha tenido que escapar para salvar la vida? ¿Qué ha comido, qué ha bebido? ¿Han abusado de él y aún no es capaz de reaccionar ante un dolor más fuerte que todo su ser? 
            El educador me explica que, de vez en cuando, llegan niños como éste, en estado de shock. Cargan sobre sus frágiles espaldas pesos más grandes que su pequeño cuerpo. Hay que esperar sin intimidarles con preguntas e interrogaciones. No hay que atosigarles ni siquiera con una acogida calurosa. El monitor no le pierde de vista, pero le deja ahí, en su silencio granítico. Sólo después de un buen rato se dirige a él, en francés y en lingala: "si necesitas algo para comer o quieres beber agua, sólo tiene que pedirlo". Pero él nada contesta. Le repite el mensaje por señas. Y antes de retirarse de su lado, aún le pregunta: "¿Estás enfermo, estás herido?" Ausente, perdido; la mirada, desenfocada; el cuerpo, vencido. Ni asiente ni niega. 
        Desde un ángulo, al lado del educador, contemplo esta escena. Disparo mi cámara a esta escena: la imagen viva de la tristeza y de la devastación, de la desolación y de la desdicha. Ahí está. Su sola presencia es una interrogación y un misterio. Pequeña estatua de carne dolorida, incapaz de gritar su sufrimiento o de poner nombre a la violencia sufrida. ¿Quién es, cómo se llama, de dónde viene, viven sus padres? ¿No tiene a nadie en el mundo, en esta maldita ciudad de millones de habitantes?
            Volveré al día siguiente al Point d'eau, antes de emprender viaje para la llanura de Bateke. Lo busco con la mirada. Y lo encuentro. Ahí está. Mismas ropas. Mismo silencio. Pero ahora está sentado sobre la arena del patio al lado de otros niños. Cerca de ellos, pero no demasiado junto. Cuando el educador dice: "Todos los que quieran hacerse una foto, que se acerquen", se arma un poco de algarabía y jolgorio, como cada vez que se desea hacer una foto. Es la costumbre. El pequeño también acude. ¿Tal vez el primer paso para una sanación? Tal vez. Yo me alejo; él vuelve a sentarse al lado de los demás. La tristeza es aún sobre su rostro la más terrible vestidura
        Nunca supe nada más de su de su historia. Pero cada vez que miro esta fotografía, un escalofrío me fustiga la espalda. La tristeza es la verdadera pobreza. Un niño que sonríe no es pobre del todo, o al menos no es desdichado. Un niño triste es una pregunta que no se cierra nunca. Un niño triste es siempre una blasfemia.
            

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.







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