Mi amigo peregrino C. de Y. vino hace unos días a
verme al pueblo. Por la mañana salimos al campo. Recorrimos los 8 kilómetros
que, a la vera del río Duero, separan Quintanilla del monasterio cisterciense
de Santa María de Valbuena. De regreso a casa, C. de Y. comprobó que las suelas
de sus botas peregrinas prácticamente estaban desechas. El caucho tiene un
tiempo de vida, me comentó. Había llegado el momento de tirarlas a la basura.
Conocí a C. de Y. a principios de junio de 2000, en
Roncesvalles, cuando ambos nos disponíamos a recorrer el Camino de Santiago.
Fue un flechazo de amistad a primera vista. Juntos atravesaríamos montañas y
valles, cruzaríamos puentes, visitaríamos catedrales y museos, sudaríamos la
gota gorda, compartiríamos la comida y el café. Y lo que es más importante
charlaríamos de lo humano y de lo divino durante los 26 días que duró nuestra
peregrinación. Cuando llegó el momento de decirle adiós en Santiago de
Compostela, después de que el incienso del botafumeiro perfumase nuestros
cuerpos cansados y nuestras almas limpias, busqué unas palabras para
agradecerle su compañía, el hermoso regalo de su compañía, pero sólo fui capaz
de decirle esto: Gracias por ser mi bordón de ánimo.
Nos despedimos con un abrazo que rondaba las
lágrimas. Pero yo sabía –los dos sabíamos- que la amistad no iba a ser flor de
un día, sino árbol plantado junto a la acequia que da frutos y promete sombra
por luengos años. Y así fue. Una larga amistad nos une. Amistad de conversaciones
y de visitas, de confidencias y de risas, de desahogos del alma y de borbotones
de carcajadas.
Siempre es una fiesta encontrarme con C. de Y. La
alegría, el buen humor, la chispa luminosa en el hablar siempre me han parecido
regalos del cielo. La alegría embellece el rostro, pero aún embellece más el
alma. Y C. de Y. la tiene. Pero la suya no es la alegría huera del chistoso, ni
la alegría espesa de quien ha se ha pegado un par de tragos. Es la suya la
alegría de quien encuentra una fuente fresca en un día de sed y de quien halla
un trozo de pan sobre la mesa en una jornada de hambre. Es la alegría también
de quien quiere y se empeña por seguir perteneciendo a la tribu de Jesús de
Nazaret, portador de una Buena Noticia. Y también esta fe compartida, con
alegría y sencillez, es una de las cosas que más me unen a C. de Y. Rezar
juntos un avemaría mientras caminamos o recibir un whatsapp de buenas noches
implorando sobre mí la bendición de lo Alto, no tiene precio. Aun cuando, a
veces, me habla de cosas serias, de alguna pena gorda, de un mal momento, C. de
Y. conserva una suave alegría, una serena sonrisa: la esperanza de quien cree
que nunca se puede dar nada por perdido del todo. Las cenizas siempre esconden
un rescoldo que descubrimos a la mañana siguiente en el hogar.
En 2017
decidí volver al Camino. Esto es lo que apunté al final de la etapa que de
Roncesvalles me llevó hasta Larrasoaña: “Pero mi primer pensamiento nada más
salir del albergue a la intemperie ha sido para C. de Y. Lo he buscado con la
mirada. He recorrido el espacio que tenía ante mí, pero ahí no estaba C. de Y.,
mi leal compañero del Camino de 2000, ese peregrino cuya mano estreché en esa
primera mañana de Camino y que me acompañaría con dulce, chispeante y alegre
compañía hasta Santiago. Buscaba a C. de Y. o, por lo menos, a otro C. de Y. Pero
mi corazón, ya desde los primeros pasos dados en Saint Jean Pied de Port, sabía
que en este Camino ya no habría otro Carlos. Yo no era el mismo de hace 17 años
y el Camino no era, ni mucho menos, el mismo del año 2000. En esos primeros
minutos de la mañana, a la luz incierta del alba, por este bosque incierto de
Navarra, mis labios intentaban hacer síntesis y resumen de estos sentimientos
de orfandad que yo estaba experimentando. Y lo lograron, aunque no sé si lo
acertaron: “Ya no quedan C. de Y. en el Camino”. Era, sin duda, una conclusión
temeraria, exagerada quizás, pero el corazón tiene razones que la razón no
conoce”
C. de Y. pasó dos días soleados del último
septiembre conmigo. Poco después de volver a su casa y a su familia, me envío
una foto: Las botas inservibles de su peregrinación las había colocado sobre
una piedra del patio de su casa. Y las había llenado de flores. Las botas
florecidas de mi amigo peregrino son una imagen y una metáfora. Hay personas en
nuestra vida que nos roban el aire y nos agostan el ánimo. Pero existen
personas también en cuya presencia nos sentimos florecer. Su compañía nos da
aire fresco, descarga el fardo de nuestro corazón, transforma nuestra pena en
risa y, sobre todo, nos mejora. Hay compañías que agostan nuestro ánimo, como
el calor agosta la hierbecilla en verano. Hay compañías que hacen brotar y
florecer el jardín de nuestra existencia. Para mí, esas botas florecidas son
una imagen certera de mi amigo peregrino.
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