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viernes, 5 de mayo de 2023

Cap. VII - Los ocho pilares de la sabiduría (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

 


CAP. VII – LOS OCHO PILARES DE LA SABIDURÍA

(Rasgos destacados de la espiritualidad vaccariana)

                No creo excederme si digo que hay tantas espiritualidades como personas han habitado y habitan esta Tierra. Espiritual, tal vez, se contrapone a material, mundano, increyente. Cuando, en el ámbito católico, hablamos de que una persona es espiritual, básicamente, nos referimos a personas cuya vida está centrada en Dios y en los valores evangélicos: Oración, silencio, vida interior, caridad, testimonio, coherencia…

Bien es verdad que a cada creyente le marcan algunas páginas del evangelio y, por lo tanto, en su relación con Dios subraya unos aspectos por encima de otros. Hay un denominador común a todos los buscadores de Dios o a todos los sedientos de Absoluto, pero cada individuo, que es el fruto de una época, unas lecturas, unos afectos, unas relaciones, unas circunstancias y hasta un cuerpo y un sexo, vive las cosas del espíritu de manera diferente. Es una cuestión de acentos y matices. Un senegalés no es un danés. Un europeo del siglo XVI no es un europeo del siglo XXI. Un hombre no es una mujer. Un cristiano chino que vive su fe en un ambiente de persecución no es un cristiano italiano que vive su fe en un ambiente de tolerancia y respeto. Así hablamos de espiritualidad franciscana, ignaciana, benedictina o teresiana. Espiritualidad de Charles de Foucault o de Teresa de Calcuta o de Luis Guanella. Esto vale también para el Hermano Juan. El Hermano Juan es, al mismo tiempo, un hijo de su tiempo y un hijo de la eternidad.

Por otra parte cada lector y cada época, al releer la vida, en este caso la del hermano Juan, encontrará acentos y matices que los anteriores lectores no fueron capaces de descubrir. P. Carlos, P. Andrés, P. Danilo o P. Bruno nos han descubierto facetas del hermano Juan distintas.

La figura de Juan Vaccari apenas ha empezado a estudiarse, y creo, honestamente, que aún faltan muchos documentos y muchos lectores sutiles, para aproximarse y definir la espiritualidad vaccariana. Aún a riesgo de equivocarme, voy a intentar trazar algunos rasgos de su espiritualidad, lo que he llamado los ocho pilares de la sabiduría espiritual de Juan Vaccari. 

1.- Conciencia de peregrino hacia la patria celestial.

            El 10 de octubre de 1966, escribe: “Que tus ojos, oh Madre, estén siempre fijos sobre tu hijo, y no dejes de mirarme, mientras sea peregrino en este valle de pruebas, de tentaciones y miserias”.

Peregrino es aquel que camina por los campos, per agros (por los campos del mundo y por los de su propio interior). El peregrino abandona su casa (toma la decisión de hacerse religioso), se pone en camino (acepta por obediencia vivir donde se le ordena) y tiene una meta (alcanzar la santidad, llegar a la Jerusalén celeste). La peregrinación nos hace sabios. El camino nos otorga lucidez. Quien ha hecho el Camino de Santiago sabe que en una mochila lleva toda su vida: su casa, su manutención, su lectura, su aseo, su vestido, su alimento… La existencia humana como exilio o destierro. La existencia humana como una peregrinación hacia la tierra prometida. El ser humano concebido como homo viator, hombre en camino hacia una meta, es un tema frecuente en la espiritualidad cristiana. Teresa de Jesús había escrito que “la vida era una mala noche en una mala posada”. Y esta es una imagen potente porque Teresa, andariega por los caminos de Castilla y Andalucía, conocía  bien las incomodidades de pasar una noche en una mala posada.

La misma Salve Regina, una de las oraciones más excelsas del cristianismo, probablemente surgida en el entorno de los peregrinos a Compostela, subraya una manera de ser cristiano en el mundo: “Desterrados hijos de Eva” y “En este valle de lágrimas”.

El Concilio Vaticano II y las teologías contemporáneas han puesto el acento más en la nostalgia de cielo, la misericordia y paternidad de Dios, la buena noticia del evangelio. Pero no creo equivocarme si digo que, en la devoción popular de los años que coinciden con la existencia del hermano Juan, la Cruz ocupaba mucho espacio. El cristiano normal y corriente, que se movía en los límites de una piedad popular, se identificaba más con el Viernes Santo que con el Sábado de Gloria.

La espiritualidad del peregrino o del desterrado está muy marcada en el hermano Juan por un pensamiento vital constantemente dirigido a la muerte. Pensar en la muerte es ponernos ante un espejo bien doloroso, pero también de una lucidez incontestable. La realidad de la muerte baja los humos al más soberbio. Los viejos filósofos han creído con frecuencia que toda la filosofía surge del hecho cierto de que el hombre tiene que morir. Única certeza en un ancho páramo de dudas e incertidumbres. La muerte nos hace filósofos. De hecho, un tanatorio o un cementerio se prestan para altas filosofías, finas observaciones sobre el alma humana y contundentes conclusiones. Si muere un rey o un mandatario decimos: ¿De qué le ha servido su poder? Si muere un rico: “No ha podido llevarse ni su dinero ni sus bienes”. Y así sucesivamente.

La muerte, para una cierta forma de entender el cristianismo, era un mal necesario, tal vez doloroso, para ver a Dios cara a cara. La muerte como puerta de acceso para llegar al Paraíso. Otra vez Teresa nos recuerda “Muero porque no muero”.

Ya Don Guanella había dicho a sus seguidores que “Lo que consuela mucho a los cristianos en la hora de la muerte es el tesoro de las buenas obras realizadas en el pasado”. Juan tuvo una conciencia clara de que la vida es efímera, de que todo pasa in ictu oculi, en una abrir y cerrar de ojos, por decirlo con expresión barroca. La alegría de esta existencia, sus logros, sus placeres, sus éxitos y sus glorias, no pueden empañar lo verdaderamente importante: en medio de la noche, el esposo llama a la puerta. Pero no sabemos la hora. Y esta incertidumbre nos obliga a permanecer vigilantes. No es sólo el miedo a la muerte, sino la conciencia de que debemos llegar a ella con las maletas listas y cargadas de acciones honrosas: “En el nombre del Señor voy acercándome a la estación «Termini». San José, que me encuentre con las maletas llenas de buenas obras”.

Como en esas pinturas de vanitas, el hermano Juan tenía encima del escritorio una calavera de yeso, como un recordatorio o como la campana que recuerda al creyente “sic transit gloria mundi”. Todo pasa. Todo es mudable. Hay que tener las maletas listas, pues no sabemos en qué momento el Señor nos pedirá que dejemos el andén de esta existencia y nos subamos al tren donde hemos de ser juzgados con misericordia, por supuesto, pero también con justicia.

Cuando el corazón humano mira la muerte cara a cara, una lucidez se apodera de él y le inspira una conducta moral. Anota Juan: “No te apegues a criaturas o cosas. Piensa que todo se queda aquí, y no podrás llevarte nada más que el bien o el mal que hayas hecho”

No podemos separar su visión de la muerte de ese deseo de paraíso y de cielo que anida en el Hermano Juan: “Ayúdadme a desear el paraíso y aborrecer todo aquello que sabe a tierra”.

El deseo de paraíso y el pensamiento de la muerte se van haciendo más evidentes en los últimos años de su existencia, como si intuyese la cercanía del final: “Heme aquí, Señor, aproximándome cada vez más a la última estación para el cielo. La tierra es como un puente. Uno no permanece mucho tiempo en el puente. El puente une una orilla con la otra de la parte opuesta, así es la tierra.  Oh Virgen Santísima, oh San José, ayudadme para que mi peregrinación sea digna de tocar la otra orilla del cielo”. 

2.- Temblor y temor ante el pecado.

“Confieso que no era nada dócil; me gustaba jugar, no me gustaba someterme a la obediencia, tendía a ser vanidoso, a no seguir los caminos de la gracia. En pocas palabras, me dejaba llevar por las seducciones de la naturaleza corrompida”, anota  Juan Vaccari al recordar su juventud.

Alguien ha escrito que una de las grandes aportaciones del cristianismo a la cultura de occidente es el ‘examen de conciencia’. Porque sólo quien conoce sus flaquezas y debilidades, puede esforzarse para corregirlas, superarse como persona y mejorar su vida y la vida de los demás. Uno de los males de nuestro siglo radica precisamente en esa interiorización del “yo no me arrepiento de nada”. Sin examen, no hay cambio, y por lo tanto no hay progreso moral. Un hombre y una sociedad sin conciencia del mal, del error y la culpa, no pueden progresar humanamente. El atasco moral en que nos encontramos tiene que ver con esta falta de examen de conciencia

El hermano Juan siente un temblor y un temor ante la sola idea de pecar. Lo repite machaconamente en su diario: “Prefiero morir antes que tener la desgracia de ofenderte, Señor”. Quien teme y tiembla ante el pecado es consciente de que las tentaciones existen y son reales, que el Mal, en mayúsculas, existe. Y que la carne siempre será débil. Solamente la vanidad, el engreímiento, una autoestima por las nubes nos dan la sensación de que controlamos todo en la vida. El hermano Juan, en cambio: “San José, tú sabes que me siento, interna y externamente, rodeado de tentaciones... Enciende en mi alma un grandísimo amor para Jesús y la Virgen Santísima: un amor igual al tuyo”

Faltaba menos de un mes para morir, cuando escribe, como un resumen de su vida: “Alabado sea Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Perdón os pido por todos mis pecados, negligencias, faltas de correspondencia e infidelidades y, acaso, malos ejemplos que he dado en estos 35 años de vida consagrada. Imploro, Dios de misericordia, tu perdón y la ayuda de tu gracia, para los días de vida que aún me concedáis” (12 septiembre 1971).

Y sin embargo, nunca hay la mínima queja contra alguien ni la mínima tentación de juzgar a alguien. Suele suceder en la vida: los que más odian al pecado, más clemencia y misericordia suelen manifestar hacia los pecadores. Era un hombre sencillo, pero no ciego, y por lo tanto tuvo que conocer, especialmente en el Palacio de la Cancillería, a hombres de vida disipada, monseñores corruptos, eclesiásticos inmorales, como ocurre siempre en los salones del poder, donde los tejemanejes y las componendas están a la orden del día, y donde tras fastuosas fachadas, se esconden cubículos hediondos… Pero él iba a lo suyo. Rezaba por los pecadores, y se olvidaba de chismorreos y cotilleos. A veces, leyendo entre líneas, podemos captar la dureza de algunos momentos de su cotidiana convivencia con el cardenal, que debía ser algo algo quisquilloso y exigente, y no muy dado a la indulgencia con los errores ajenos. Escribe en más de una ocasión: “¡qué diferencia entre Barza y Roma”. Y en estas pocas palabras deja entrever dificultades, sinsabores, humillaciones .

 Si recapacitamos un poco, entenderemos fácilmente que el Señor prueba a los justos para hacerlos perfectos, y aquilata a los buenos para hacerlos óptimos. Todos sufrimos tentaciones. Constante y diariamente. La tentación forma parte de los deseos humanos que reclaman su parte en el festín. Temblar ante la tentación, rogar para no caer, agradecer por haberla superado forma parte del ADN de las almas nobles. El hermano Juan fue consciente del asedio continuo de las tentaciones. Si leemos atentamente, podemos intuir que las tentaciones de la carne le atormentaron e hicieron sufrir. “Terribles tentaciones”, las llama él. Creo que su súplica de “custodiar los ojos” está en relación directa con estas tentaciones: “Deseo la muerte un millón de veces, antes que volver a pecar” “Ingrato mundo, hermoso cielo”. “¿Cuándo me veré libre de este cuerpo de muerte y podré verte eternamente en el cielo? “La tiranía de la carne, de las pasiones y de las tentaciones es terrible a veces”. “Antes que ofenderte, llévame contigo, incluso ahora mismo”. “Oh, María Inmaculada, líbrame de toda culpa contra la pureza. Antes morir que dejar de ser fiel”. “Ayúdame a practicar y observar la castidad de la forma más perfecta, sobre todo con la custodia de los ojos”.

Juan es un hombre sensible al pecado, tanto que cuando hace memoria de sus culpas, se echa a llorar como un niño sorprendido en falta. ¡Ese don de lágrimas de que hablan los maestros del espíritu. Escribe en febrero de 1966: “Esta mañana, mientras meditaba sobre la muerte, el Señor me ha concedido llorar y detestar con verdadero dolor mis pecados. Y sin embargo, he hallado un gran consuelo en este lacerante dolor. Podría parecer una paradoja, pero es la pura verdad”.

“Después de varios recorridos (por los pueblos de Castilla), heme aquí, Señor Jesús, esperando el cielo. Ayúdame a superar las tentaciones y a hacer un poco de bien”. Y no es una pequeña advertencia: sólo cuando superamos las tentaciones, podemos hacer un poco bien.

Bien mirado, el pecado no es tanto una ofensa a Dios cuanto una disminución grande de nuestra libertad personal. Cuando decimos que Dios vino a quitar los pecados del mundo, estamos diciendo que Dios vino a hacernos hombres y mujeres libres. El sinónimo de pecado es esclavitud. Los santos, en el fondo, han sido los hombres y mujeres más libres, precisamente por esa libertad de los hijos de Dios. Sólo ellos han dicho y han hecho lo que han querido. Simone Weil escribio, con razón, que “sólo se es libre para elegir el bien, porque cuando elegimos el mal, ya hemos dejado de ser libres”

“Ayúdame en este recorrido. Que viva siempre en la presencia de Dios y esa presencia pueda transmitirla a los demás” (marzo 1971). 

3.- Un yo pequeño a fuerza de humildad. 

            “Sentirme poca cosa inundará de alegría mi ánimo, incluso cuando alrededor haya tempestad”, son palabras del hermano Juan. Solo las personas humildes pueden ser verdaderamente grandes. Un yo hinchado va dejando, como el caracol, un rastro de baba asquerosa.

En su juventud, los sonoros fracasos escolares fueron para él una lección magistral que moldeó en buena medida su arquitectura espiritual. Había también un punto de vanagloria en su deseo de ser sacerdote (protagonismo social, respeto hacia la institución sacerdotal, preeminencia de los sacerdotes en el ambiente clerical de la época). El hermano Juan aprende de todo esto. Toma conciencia de su pequeñez. En el fondo, él soñó con copones y cálices, custodias y patenas y la realidad le devolvió pucheros y cazuelas, marmitas y sartenes. ¡Qué aprendizaje para un joven de 20 años! Escribe: “Debo, oh María, ser consciente de mi nada y a la vez saber que Dios lo es todo”.

 

“Me conozco y sé que no puedo nada; conozco a Dios y sé que con Él todo lo puedo”, escribe en su Diario. Quizás una de las cosas que más llama la atención del hermano Juan es  el poco espacio que ocupa su yo. Y esto está íntimamente relacionado con su profunda  humildad.

Durante su estancia en el Palacio de la Cancillería tuvo razones sobradas para vanagloriarse. Como acompañante del cardenal Micara, asistió a dos cónclaves, a la apertura del Concilio en 1962, realizó varios viajes al extranjero, algo que para cualquier “fraile de segunda” de su época era francamente impensable, se codeó con personalidades políticas, culturales y eclesiásticas de ese momento, conoció a Juan XXIII y a Pablo VI … pero el hermano Juan no se jactó nunca delante de los demás. Estos acontecimientos que darían para llenar un libro en la memoria de cualquier carrierista vaticano, ocupan apenas media línea en sus escritos. Escribe: “nunca debo sentir la necesidad de ser estimado de los hombres, sino procurar la estima de Dios: esta es suficiente, esta debe prevalecer”.

El deseo de humildad se convierte en un estribillo, bastante machacón, de sus diarios: “Oh, San José, hazme humilde, humilde, humilde”. Y también: “Haz, oh María, que todo lo que hay en mí sirva para ser más humilde. Quiero que todo (el alimento, el vestido, el alojamiento, etc.) sea signo de humildad, incluso el sonido de mi voz y hasta la más leve sonrisa”.

Todos los que le conocieron destacan su sencillez a la hora de vivir y de tratar a las personas, para no parecer más de lo que era; al contrario, bastante menos. En muchas de las fotografías que han llegado a nosotros, se ve al hermano Juan al fondo de un grupo, o en un rincón, de tal forma que a veces sólo se ve una parte de su cuerpo. Él era alguien que no quería ‘salir en la foto’.

“Jesús, hazme humilde y enséñame a confiar, a obrar y a vivir en Ti y por Ti.  Motivos para ver que no soy nada no me faltan. Sólo pido que pueda vivir contigo en todos los momentos de mi vida. Vivir en tu presencia, ya sea en mi cuarto, en la calle, ya sea cuando estoy solo o en el patio, ya sea peregrinando en busca de vocaciones o conversando con cualquiera” (26 de noviembre de 1970). Y también: “Cuanto más profundas están las raíces, más derecho crece el árbol. Cuanto más me humille, más se parecerá mi alma a la santidad de la Virgen”.

Algo que llama la atención y que yo creo que está relacionado con esta súplica de humildad es la petición frecuente de “custodiar los ojos”. Es como si el hermano Juan creyese que los ojos necesitan filtros, necesitan guardas y custodios para que tantas insinuaciones al pecado, tantas invitaciones al mal no lleguen al corazón. Los ojos son puertas de acceso por donde entra el fuego que incendia y socarra el corazón: “Ayúdame, oh Madre, a hacerme santo y a mortificar los ojos, cueste lo que cueste”. Y asimismo: “Ayúdame, Madre mía, a mortificar y a custodiar los ojos”  (1 enero 1961).

Y concluye: “Ya sabes, Juan, por experiencia, cuán débil eres y qué poco vales contra estos enemigos insidiosos”. 

4.- Caridad en pequeños detalles

            Un buen día, Aldo Recco se presentó en el despacho del Director del Colegio San José,  P. Carlos, para decirle que su colchón estaba en tan mal estado que no podía descansar porque se le clavaba el somier. Juan estaba también presente en el despacho. P. Carlos invitó al joven clérigo a vivir su situación con espíritu de penitencia y sacrificio. Unas horas después, sigilosamente, el hermano Juan cambió su colchón por el del joven seminarista.

            La caridad, lema y fundamento de la Congregación de los Siervos de la Caridad, fue vivida por el hermano Juan en los mínimos detalles y en las circunstancias más variopintas. Pequeñas caridades, pequeños heroísmos, vividos, la mayoría de las veces, sin que nadie los notase o los viese.

Por gracia de Dios y por intercesión de la Virgen Santísima, pertenezco a la familia religiosa de los Siervos de la Caridad. Que esta virtud de amar a Dios y al prójimo penetre hasta el fondo de mi alma y aleje cualquier antipatía y egoísmo, que perdone enseguida y haga todo lo posible para que mi vida entera sea una alabanza a la caridad”.

No hay carta donde no haga mención de una forma u otra a la caridad, donde no invite a vivirla. Cuando habla de su madre, la presenta, entre otros rasgos, como un modelo de caridad. En la escuela de una familia numerosa y profundamente cristiana, como lo fue la suya, es donde experimenta la caridad y sus sinónimos. Su hermano Marcelo cuenta: “Cuando éramos pequeños teníamos que cuidar de los animales y, durante los meses de invierno, sólo disponíamos de un par de guantes para los dos. Juan me los dejaba a mi en las horas más frías y, cuando el aire ya se había calentado, se los ponía el”.

La caridad se convierte en otra de sus peticiones constantes. El Hermano Juan sabe que lo que más necesitan la Iglesia, la congregación, el mundo es la caridad. Esta es su oración el 11 de octubre de 1962, fecha de  la solemne apertura del Concilio Vaticano II: “Oh Espíritu divino, ilumina al Santo Padre y a todos los padres Conciliares; haz que de esta prestigiosa y electa asamblea surja un nuevo Pentecostés capaz de avivar los ánimos de todos los hombres. Más amor, un amor que encienda en todos una fe viva y una caridad ardiente”. Y en el mismo tono, con motivo del Capítulo General de los guanelianos, reza:  Ayuda y bendice a mis superiores reunidos en Capítulo y que, mediante tu maternal asistencia, aumente en mí y en mi querida Congregación la caridad”...Que el mundo, y yo en primer lugar, comprenda de verdad que lo que conviene y une los unos a los otros es la caridad. San Juan, que comprenda tu lección: amaos los unos a los otros”.

Una caridad que se convierte en un autentico ejercicio diario, hasta transformarse en testamento: Que éste sea mi testamento: darme y dar...”.  Está convencido de que el camino hacia la santidad pasa necesariamente por la puerta de la caridad: “Oh Jesús, María y José, ayudadme a ser santo en el ejercicio de la caridad”.

No se cansa de pedir a familiares, hermanos, amigos y bienhechores que vivan la caridad, aunque cueste, porque atrae la misericordia y la providencia de Dios y trae la felicidad: “¿Quieres hacer un poco de bien, también a ti mismo?... Pues bien,  practica la caridad, porque la caridad llama a la caridad … ¿Que cuesta una renuncia, una privación?, ¡pues claro! Pero ahí está la promesa de Jesús que nos anima: “Ni siquiera un vaso de agua dado en mi nombre, se quedará sin recompensa”. ¿Queréis estar siempre contentos? Practicad siempre la caridad. Es mejor hacer el bien a nuestros hermanos que recibirlo (carta a los hermanos coadjutores).  Así exhorta a su hermano Antonio: “Cuando venga a vuestra casa algun fraile o algun pobre, dale siempre algo, porque la caridad atrae la divina Providencia y la divina misericordia”.

Es muy significativo el testimonio del cardenal Ferdinando Antonelli, secretario de la Congregación para la Causa de los Santos: "Conocí al Hermano Juan en los años ‘50, cuando prestaba sus servicios al cardenal Micara  [...] Tenía, realmente, el verdadero espíritu de caridad del padre Guanella, una caridad activa, que no se transmite con palabras, sino con la propia vida".

       Una caridad ‘diaria’ en todo y con todos. Había caridad cuando los chicos traviesos de Aguilar iban a robar unas manzanas. El hermano Juan estaba cerca en el huerto, pero prefería mirar a otra parte, para que no se sintieran sorprendidos en falta. Luego era Teófilo, el hortelano, el que intervenía tajante, y mascullaba para sus adentros: “Si fuera por el hermano Juan, se dejaría robar todo el huerto”. Había caridad cuando el educador Miguel Nigro levantó la ‘condena’, por intercesión del hermano Juan. Había castigado a su curso sin ver una importante final de fútbol. Como último recurso, los chicos castigados acudieron a pedir el amparo del hermano Juan. Este, a quien no le interesaba lo más mínimo el balompié, fue a pedirle que levantara el arresto, porque los chicos iban a pasar un mal rato. Nigro se rindió: “Porque me lo ha pedido el hermano Juan, sino vosotros os quedabais sin partido como yo me llamo Miguel”.

Una mañana en Génova, el barco a punto de zarpar, Juan se encuentra despidiendo a su primo, Danilo Vaccari, que parte como misionero para Argentina. A Danilo se le escapa: “siento no tener un reloj para esta larga travesía”. Juan no se lo piensa dos veces: se quita el reloj de su muñeca y se lo entrega. Años después Danilo escribirá: “Ahora un reloj puede parecer algo sin importancia, pero en aquellos años, significaba mucho”. 

5.- Un Fiat y tantos Magnificat

Si hay un momento crucial en su vida es aquel en el que pronunció su “allora rimango” (entonces, me quedo). Salvando las distancias, Juan Vaccari traduce en ese instante el Fiat de María en Nazaret. Después del Fiat, llega la Visitación, o lo que es lo mismo, el hacerse útil a su prima Isabel. Después del “allora rimango”, llega el servicio a la comunidad de Fara Novarese, en una acción humilde y concreta: pelar patatas. Con humor apunta Juan: “Pasé en menos de una hora de estudiante a pinche de cocina”. En italiano, concretamente, dice: “Da studente a sguattero” (galopillo, el que hace los menesteres más humildes en la cocina).

El Magnificat es la proclamación solemne de la grandeza del Señor y de una lógica nueva en el mundo. Juan, recordando aquel fiat de su vida, escribe: “Desde ese instante desaparecieron todas las aprensiones, los temores, y empecé a sentirme otra persona. Todo mi ser se inundó de una alegría y de un gozo que no es posible describir”. La vida en sí del hermano Juan fue un magnificat. El señor había escogido no a los sabios guanelianos que eran profesores en Barza o Chiavenna, ni a los superiores que desde Como gobernaban la Congregación, sino a un simple pinche de cocina para hacer brillar la caridad en medio de los Siervos de la Caridad y en medio de la Iglesia.

Todos los que le conocieron destacan su alegría. Y podemos asegurar que esa alegría nació precisamente de su decisión de aquel momento. La alegría nació del Fiat (Allora rimango). Antes de este episodio, Juan es un joven permanentemente insatisfecho, inquieto, agitado, frustrado. Experimenta el fracaso de los estudios. Los juegos y diversiones que comparte con los amigos no le llenan. Le pesan su propia timidez, sus pocas fuerzas físicas para los trabajos del campo, su torpeza a la hora de hablar. Después del “Allora rimango”, la vida del hermano Juan se convierte en un Magnificat.

Alegría evangélica. La alegría debería ser una virtud, al igual que lo son la prudencia, justicia, templanza y fortaleza. Resulta extraño que una religión que se inicia con una petición a los pastores “Alegraos. Os ha nacido un Salvador”, y que termina con un grito de gozo: “¡Verdaderamente, ha resucitado!”, haya tenido siempre a la alegría como sospechosa. Pascal decía que la enfermedad era el humus del cristianismo y tiene razón, pero la alegría debería ser la respuesta al sabernos hijos de un Dios, padrazo tierno, madre amorosa, hermano cariñoso. Las caras largas, aburridas, los ojos entornados, el aspecto adusto, hasta una cierta tristeza en el semblante, parecían más acordes con la devoción y con la santidad que la alegría, el buen humor, la sonrisa, la risa, el abrazo…

El hermano Juan fue un hombre profundamente alegre y lo que es más importante quería que los demás también lo fueran. El fraile que se asomaba a la ventana de su habitación para tirar caramelos a los alumnos que hacían deporte en el patio, era la pura imagen de la alegría. De vez en cuando, como una travesura infantil, arrojaba un vaso de agua ante el regocijo de toda la muchachada. Había alegría en aquella foto en la que vemos al hermano Juan tocando un instrumento musical, probablemente un helicón. ¿Por qué? Simplemente para alegrar y restar gravedad a la seriedad de los seminaristas que vivían en el recinto conventual de Barza. Un pequeño intervalo musical en medio de largas horas de estudio, clases en latín, liturgias solemnes y trabajo duro en aquella posguerra de penuria y sacrificio. Juan Vaccari, que ejercía de cocinero en Barza, también quiso hacer de músico, payaso, juglar, cómico, prestidigitador. Tocar y hacer fiesta, aunque sólo sea para arrancar una sonrisa, una risa, unas palmadas, el bamboleo del cuerpo, unos pitos. Y sobre todo, mantener encendida la llama de la alegría en esos tiempos oscuros.

Su alegría, su palabra sencilla, su sonrisa luminosa, su sentido del humor hacían de él una persona de agradable compañía. El cardenal Micara así hablaba de él al superior general de los Siervos de la Caridad: Palabras que brotaban limpias como el agua del manantial… palabras sencillas, acompañadas con una sonrisa luminosa".

Alegría para vivir y superar las arduas luchas de la vida, alegría para testimoniar a Jesús y para ser “imán” que atrae vocaciones. “Mi vocación es una llamada a la alegría, y las vocaciones las encontraré no sólo con la ayuda de Dios sino también si yo vivo el gozo que me da mi vocación”.

Unida a esta alegría encontramos en el Hermano Juan un gran sentido del humor, especialmente en la correspondencia que mantuvo con sus familiares y amigos, y donde podía expresarse en el dialecto véneto de la tierra que le vio nacer: “Querida mamá y “amigos de la cerveza”. Sé que me esperáis. El menda llegará a Nogara el lunes por la tarde a las 5 y algo. Espero tan sólo que las ruedas del tren no se desinflen o se salgan de los raíles...” Otra ocurrencia: “Durante estos días Pedro ha estado de matanza y ha hecho sartas de chorizos tan largas como desde Roma a Sanguiné...” 

Cuando Pablo VI, el 19 de diciembre de 1963, le otorga la condecoración “Pro Ecclesia et Pontefice”, no le da apenas importancia. Estamos hablando de la más alta condecoración vaticana para un laico, no inferior a los nombramientos de las órdenes de caballería (Malta, Santiago, Jerusalén, San Lázaro...) que tanto adornaban las ceremonias pontificias, y que significaban un inmenso honor y prestigio para los galardonados... Pero él prefiere tomárselo a broma y escribe a su familia: “En estos días me han regalado un caballo sin patas ni cola ni cabeza... ¿Adivinais de qué se trata? Me han hecho caballero. Cuando llegue el circo al pueblo, me veréis saltar y dar volteretas, aunque no a lomos de un caballo, sino alrededor de un plato de arroz de los que prepara mamá, un arroz con barbos que es más sabroso, ¿entendido?... Bueno, en serio, que sepais que el cardenal me ha nombrado caballero (sin caballo)”.

Dos semanas más tarde escribe: “Os agradezco sinceramente vuestra felicitación por mi nombramiento como caballero. ¿Qué quereis que os diga? Hay que aceptar todo lo que nos dan lo hombres... con tal de que no sean palos”.

            El cardenal francés André Julien frecuentaba el Palacio de la Cancillería y muy pronto ambos se profesaron mutuo afecto: “Hermano Juan, vive alegre”. Recuerdo que esta expresión me la repetía el santo cardenal André Julien cuando me confesaba con él: “Vamos, vamos, alegría. Sursum corda. Para vivir y superar las luchas más arduas, además de rezar, acostúmbrate a estar alegre, ten espíritu de iniciativa y sé caritativo”. 

6.- Vivir de fe con oración de súplica y alabanza a todas horas

Enamórame, Señor, de la oración” escribe en numerosas ocasiones. Escribir es también respirar en la presencia de Dios. El Hermano Juan está tan convencido de la necesidad de oración que esta se convierte en una petición constante, dirigida sobre todo a María: “Oh Madre, haz que ame la oración: es más, que me fermente en la oración”.

El cardenal Sergio Guerri ofrece su testimonio: Además de una profunda convicción religiosa que se reflejaba en sus palabras, siempre aprecié en él un gran espíritu de oración y unión con Dios". El padre Mario Bellarini que lo conoció durante su noviciado en Barza afirmó que “su contacto continuo con Dios era tan evidente que se notaba en su modo de actuar, de hablar; siempre sonriente, irradiaba lo que llevaba dentro”.

En sus cartas no deja nunca de invitar a la oración. En 1965 escribe a su amigo Marco Ramponi: “Zambullámonos en la oración, un medio seguro para progresar en la santidad y para realizar un gran apostolado”.

Una oración, la suya, de tonalidad claramente guaneliana, nacida de una visión de Dios como Padre: filial, afectiva, del corazón, confiada, sencilla, eucarística, mística.

El Hermano Juan es plenamente consciente de que sin oración no es posible amar ni a Dios ni a los demás y que ella es el primer apostolado: “Necesito rezar. Si no rezo es porque no amo. Si amo a Dios necesariamente le rezo, le pido, le pregunto, le deseo. Oh María, imprime en mi corazón y en mi alma este ardiente deseo de amar la oración, de practicarla, de difundirla. Mi apostolado estará en proporción a mi capacidad de orar. No cabe duda de que en la oración eucarística, en la devoción a la Virgen, encontraré el imán que me lleve más cerca de Dios y de los demás”.

Una oración que se transforma a menudo en petición de perdón y reconocimiento de la propia debilidad y pobreza; otras veces, la plegaria es grito de ayuda ante las pruebas y tentaciones y, casi siempre, acción de gracias: “Agradecer a Dios y al prójimo; sentir la necesidad y acostumbrarme a dar gracias. Deo gratias, Deo gratias, por todo y en todo momento, tanto en las alegrías como en la pruebas”. Un estribillo en latín “Deo gratias et Mariae” abre o cierra sus escritos de cada día.

La oración de súplica manifiesta la propia conciencia de la pequeñez, de la poquedad, de la descalcez, de la pobreza e indigencia, de la ineptitud. El niño necesita todo del padre y de la madre. La oración de alabanza es el asombro, el estupor, la maravilla, la conciencia de la infinita bondad y grandeza del Creador y Redentor. Para un niño el padre y la madre tienen superpoderes. La oración de Juan Vaccari se balancea entre estas dos certezas: se sabe pequeño, y suplica; se sabe amado, y alaba.

 “Vivir de fe” es uno de los deseos que aparece con frecuencia en su Diario espiritual.  Vivir de fe es vivir de Dios, y en todo caso es expresión que surge de un corazón enamorado: “Vivir de Dios: que éste sea en cada momento el anhelo de mi existencia” llega a escribir durante los ejercicios espirituales del verano de 1970, justo un año antes de su muerte.

Él sabe que quien vive en Dios y de Dios llega a conocer el secreto de la verdadera felicidad: “¡Oh María, mi mamá, mi confianza! Mantenme unido a ti, con la oración, con un vivir solo de fe, con la unión a Dios en cada momento del día y de la noche. ¡Pobre mundo! ¡Cómo se agita y se afana buscando la felicidad, mientras que la verdadera y única felicidad está en poseer el amor de Dios!”

Sus modelos de fe por excelencia son la Virgen María y San José. A ellos se dirige con estas palabras: “Que la fe, oh María, oh San José, sea la llama que vivifique toda mi vida. Que vivir de fe sea mi continua preocupación; sea la brújula que dirija hacia Dios todas mis acciones interiores y exteriores; sea como un imán poderoso que atrae a todos. Oh Jesús, que sea un imán que valore y extienda este espíritu de fe”.

            Santificarte para santificar. Sí, lo primero es una consecuencia de lo segundo; es un contagio sobrenatural… es, aunque tú no te des cuenta, hacer apostolado; otros recogerán. Ten siempre clara esta idea: mi santificación a cualquier precio”. 

7.- Abandono y docilidad a la voluntad de Otro

Lo más difícil es pedir de corazón que se haga la voluntad de Dios, porque el corazón, la mente y el cuerpo piden y exigen que se haga la propia voluntad. Juan Vaccari escribe: “Oh María, oh San José, oh beato Fundador, hacedme un enamorado de la voluntad de Dios” (18 de junio de 1971).

Probablemente, muy pocos hombres han expresado tan bellamente lo que significa aceptar la voluntad de Dios como lo hizo Charles de Foucaud. No sabemos si Juan conocía la Oración del Abandono. Cuando se la recita con total consciencia, el alma tiembla y el cuerpo tiembla también: “Haz de mí lo que quieras Lo que hagas de mí te lo agradezco. Estoy dispuesto a todo. Lo acepto todo con tal que tu voluntad se haga en mí”.

Tal vez no tan poéticamente, pero la vida del hermano Juan transcurre por estos caminos de abandono y de entrega total: “Soy todo tuyo. Ya no me pertenezco”. La boca y la lengua nunca pueden pronunciar esto. Solo la gracia puede pronunciar ciertas palabras (y esta es una idea en la que insiste mucho Simone Weil). La seguridad, la certeza, de que venga lo que venga, tristeza, angustia, pesadumbre, alegría, llanto, risa, gozo, placer, dolor… todo es lo mismo y todo importa poco. Porque, en el fondo, todo es un regalo grande y hermoso de quien sabemos que quiere nuestro bien, nuestra dicha y nuestra libertad… a veces por caminos que nuestra corta inteligencia o nuestra carne indómita no comprende inmediatamente.

Desde aquel “entonces, me quedo”, pronunciado a la edad de 20 años, su vida es un repetir “fiat semper”, que se haga siempre tu voluntad. Una cadencia de lluvia invernal que marca el ritmo de la sinfonía existencial del hermano Juan, especialmente en las obediencias costosas  de los superiores (regreso a Palacio…), la enfermedad (hernias, insomnios, agotamiento nervioso, neumonía…), las muertes de sus padres y hermanos, el abandono del sacerdocio de algún querido compañero de noviciado, las incomprensiones, las tentaciones… En cada momento, en cada circunstancia, Juan pronuncia “Fiat Semper”.  

“Madre, imprime en mi mente esta máxima “Fiat Semper” y que sea para mí como una idea fija, para que siempre y en todo actúe, hable y piense bajo esta dulcísima influencia”. Y se compromete a no lamentarse nunca. Y así fue: no salió de su boca nunca una queja.

Su gran obsesión es hacer en cada instante la voluntad de Dios: “Mi tarea en cada momento es hacer la santa voluntad de Dios. No hay alegría más grande ni seguridad más sólida”.

Todo lo vivió desde esa “confianza, fe y abandono” que nace de su experiencia guaneliana de Dios como Padre: “Dios es nuestro Padre y como tal desea la santificación y la salvación de todos nosotros, sus hijos. Ningún padre tiene un hijo para que sufra o peor aún para que muera. Menos aún Dios. Nuestro Padre celestial no puede crear un alma para mandarla después al infierno” (a los familiares de Sanguinetto con motivo de la muerte de su hermana Pace). 

Y si Dios es Padre no puede dejar de preocuparse y proveer a sus hijos. De ahí la confianza plena en seguir la voluntad de Dios y su Providencia: “Querido Antonio, si quieres una norma del santo evangelio, esta es: no os preocupéis –dice Jesús- por lo que vais a comer o beber ni lo que vais a vestir.. El Padre celestial que os ha creado sabe que necesitáis estas cosas... Por lo tanto, tened fe en la Divina Providencia...”.

El Hermano Juan tiene claro que hacer la voluntad de Dios ha sido el camino seguido por sus cuatro grandes amores, Jesús, María, José y Luis; el camino más breve y fácil para santificarse: “Hacer la voluntad de Dios. Oh Jesús, que la cumpla siempre hasta el día de mi muerte. Contemplo este camino, tu camino, el camino de la Santísima Virgen, tu madre… Fiat. Contemplo el camino de San José: no hablar sino obrar enseguida. Contemplo el camino de los santos y veo que todos llegaron a la cumbre por hacer y cumplir la santísima voluntad de Dios. Oh María, ayúdame a seguir esta línea vertical, la que más le gusta a Dios, y la línea más breve y fácil para llegar a santificarme”.  En su corazón anidaba el deseo de ser santo, de santificarse a toda costa, algo que repite hasta la saciedad: “Ayúdame a ser santo”. Así escribe a su cohermano Federico: “Procuremos hacernos santos, cueste lo que cueste; si no, estamos perdiendo el tiempo”.

Si le preguntáramos al hermano Juan cómo discernir la voluntad de Dios, cómo ser dóciles a ella, cómo poder decir cada día “fiat”, nos respondería: “Seré como un metal en el fuego; mientras el metal está en el fuego o, cuando se lo aparta, pero conserva aún todas las cualidades del fuego, el herrero hace de él lo que quiere y no encuentra ninguna resistencia a su trabajo. Pero si se enfría, le resultará difícil trabajarlo. Así sucederá con mi alma. Si estoy, si vivo, si veo con espíritu de fe, seré como un metal incandescente y no me opondré nunca ni a la santa voluntad de Dios ni tampoco a la de mis superiores”.

En uno de sus últimos viajes a Italia, ofreció una charla a una comunidad de hermanas guanelianas en la que llegó a afirmar: “Pienso y estoy convencido de que no hay alegría más pura y excelsa que esta: ahora estoy donde Dios me quiere, hago lo que él quiere. Aquí radica la plenitud de la alegría: hacer la voluntad de Dios, aferrar mi voluntad y sumergirla en la voluntad divina, de manera que se funda con la de Dios”. 

8.- Un sacerdocio común en todo tiempo y lugar

Años 30’ del pasado siglo. Los seminarios están llenos y los superiores se permiten hacer un descernimiento por el ‘coeficiente de inteligencia’. Hoy diríamos que se podían permitir el lujo de hacer un casting entre tantos candidatos. Luego, hemos visto, que ha habido manga ancha, coladero, y que era fácil entrar, sin saber latín o griego. Benedicto XVI con humor dijo en una ocasión que una de las razones para creer que la Iglesia era una institución divina es que había sobrevivido a las tonterías y disparates que habían dicho los curas en sus homilías. ¿Hubiera sido un buen sacerdote el hermano Juan? La pregunta no tiene sentido, por el simple hecho de que el hermano Juan lo ‘fue’. El hermano Juan fue un sacerdote allí donde estuvo.

Todo bautizado comparte el sacerdocio de Jesús. Esto significa que todos estamos llamados a hacer que Dios esté presente en el mundo. Nuestra manera de vivir puede facilitar o dificultar el acceso o la cercanía a Dios. Llamamos a esto el 'sacerdocio común' del pueblo de Dios, para diferenciarlo del sacerdocio ministerial o jerárquico.

Fue el concilio Vaticano II el que puso sobre la mesa el tema de un sacerdocio común. Aparentemente, el Hermano Juan fue un sacerdote fallido, pero sin embargo, él ejerció, de hecho, un sacerdocio allí donde la vida lo colocó. Fue sacerdote en medio de pucheros y cazuelas en Barza. Lo fue en medio de diplomáticos y monseñores en el Palacio de la Cancillería. Y lo fue aún más en medio de los seminaristas del Colegio de Aguilar de Campoo.

La congregación de los Siervos de la Caridad ha tenido pocos hermanos, y sin embargo un buen grupo de ellos ha destacado y destaca hoy en día por su ejemplaridad en la misión.

El hermano Juan fue un evangelizador nato, misión más bien adscrita a los sacerdotes. Hizo presente a Jesús allí donde estaba. Anunció con sus sencillas palabras, con su convencimiento total y con sus buenas obras a Jesús. Pero en dos lugares, podemos decir que el hermano Juan fue verdaderamente sacerdote.

En la aldea de Monteggia (cerca de la casa de Barza). Con sabiduría popular, los feligreses de esa pedanía le llamaban “nuestro párroco”. A él confesaban sus cuitas y sus problemas. En él confiaban  a la hora de consolar a los enfermos o enseñar la catequesis a los niños. Con él compartían los rezos y las devociones.

En Aguilar de Campoo. Cuando el hermano Juan llega a España, ya viene nimbado por su vida virtuosa. Muy pronto le encargan la búsqueda de niños por los pueblos, una tarea que hasta ese momento no había ejercido ningún hermano lego. A él le encomiendan el “pensamiento de las buenas noches”, para infundir en todos los seminaristas, al final de un día de estudio y juegos, el amor a Jesús, a María y a José. También por el hecho de llevar sotana en España, su apariencia física no se distinguía en nada de la de los curas. De hecho en los pueblos y en los lugares donde no le conocían le llamaban padre. Y muchos años después, la gente habla de él, indistintamente, como P. Juan o Hno. Juan.

Antes de que se hablase del sacerdocio común y mucho antes de que se hablase de una iglesia sinodal, donde los bautizados comparten compromisos y responsabilidades, el hermano Juan ya era un católico sinodal.

Hay un episodio todavía no muy estudiado. El propio Juan escribe que el cardenal Clemente Micara le había comunicado que era su intención pedir autorización para ordenar como sacerdote al hermano Juan, sin tener que realizar los estudios de teología. Juan dice sentirse indigno de ser sacerdote, se sabe poca cosa, un hombre limitado, pero creo que la idea, en el fondo, no le disgustaba. ¿Qué sucedió? ¿Se olvidó el cardenal del asunto, más preocupado por su propio deterioro físico y por la marcha del Concilio? ¿Lo consultó con otros monseñores y le enfriaron los ánimos? ¿Habló de nuevo con el Hno. Juan y éste volvió a insistir en su indignidad? A medida que aparezcan nuevos documentos, se podrá arrojar luz sobre este episodio.

En enero de 1969 escribe desde Como, después de dar vueltas en la cabeza a una duda: “Me encontré con el Superior General y le comenté lo que me pasaba. En distintas ocasiones, sobre todo con los enfermos, me invitaban a que les diese una bendición… ¿Puedo? ¿O por ser sólo hermano no me está permitido…? Y el superior: “como acto de piedad lo puedes hacer”. Jesús, María y José, me entrego a vos y os confío a todos aquellos que me pidan que los bendiga”

Independientemente de que los demás, por su testimonio, su pasión evangelizadora, su bondad innata, lo percibiesen como un cura bueno y un padre para todos, Juan Vaccari, quizá por uno de esos juegos de la Providencia, estaba destinado a ser un hermano y a vivir su fraternidad en medio de todos. Un hermano para siempre. Esta es la razón del título de este ensayo.

Su idea del sacerdocio era simple y a la vez total “Amarte, Señor, y hacer que te amen”. Y podemos decir que lo cumplió a la perfección. 

Epílogo: Juan Vaccari, una presencia evangelizadora

            Por resumir su espiritualidad, podríamos decir que el hermano Juan tuvo plena conciencia de que en esta tierra, él era un hombre de paso y que su anhelo era llegar a la verdadera patria. De ahí su temor ante el pecado y a alejarse de Dios. Pronunció un día su fiat y nunca se desdijo de él. Y desde entonces su vida consistió en no olvidar su pequeñez y cantar la grandeza de Dios. Supo que para mantenerse en el camino recto necesitaba la humildad porque sólo ésta le llevaría a hacer la voluntad de Dios. Un hombre que vivió de fe, y una fe que fue sostenida por el combustible continuo de la oración. Supo que estaba en el mundo para hacer que todos amasen a Jesús y que la alegría es siempre un gran testimonio. Sin saberlo, él actuó siempre como un sacerdote que se empeña en amar y hacer amar a Jesús. Su presencia era una presencia evangelizadora.

            Y para acabar esta segunda parte, anoto este texto, escrito en abril de 1971, cuando faltan escasos meses para su muerte: “¿Cuándo llegará mi última hora? ¿Cómo llegará? ¿Cómo será mi muerte? ¿Adónde será? Oh, San José, ayúdame desde ahora, para que sea digno de morir en los brazos de Jesús, de la Virgen y en los tuyos. Que al final de mi vida, pueda decir como tú, como la Virgen, como San José y los demás santos, estas hermosas palabras: Consumatus est. Por lo menos me he esforzado en hacer todo lo que la obediencia me ha ordenado. Pensando en esa última hora de mi vida, que pueda decir, confiando en vuestra divina misericordia, que todo está cumplido, para gloria de Dios, bien de las almas e incremento de la congregación”.







jueves, 27 de abril de 2023

Cap. VI - Un cuarteto para la sinfonía de una vida (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

                                              SEGUNDA PARTE

DEVOCIONES Y ESPIRITUALIDAD DEL HERMANO JUAN

 


Nota inicial: El Diario y los otros escritos           

De la primera lectura del Diario y la Autobiografía, sólo recuerdo un cierto sentimiento de decepción. Juan Vaccari había vivido en Roma en un momento clave de la Historia del Mundo y de la Iglesia, desde un observatorio absolutamente privilegiado, como era el Palacio de la Cancillería, al lado del cardenal Clemente Micara. Y sin embargo, los grandes acontecimientos apenas ocupan una línea en su atención. Este hombre que había sido ‘cofundador’ de la obra guaneliana en España. Este hombre que había tenido acceso a altísimas personalidades y también a sombrías confidencias... no había dejado apenas rastro en sus escritos. Ni una crónica grandilocuente, ni deslumbrantes reflexiones, ni chismes rastreros.

El error estaba en mí: esperaba una vida novelesca y cinematográfica, y me encontré con la historia de un enamorado de su Padre y de su Madre, un cristiano cabal que mira con exigencia sus propias faltas y con ternura  las faltas ajenas.

A medida que fui releyendo sus escritos, me di cuenta de que, si bien es cierto que el Diario del hermano Juan no es un diario apasionante, para consumir como un best-seller literario, es verdad que refleja muy bien su alma, las notas dominantes de su carácter.

Juan Vaccari va a lo esencial, no se pierde en dimes y diretes, no busca la floritura literaria, o la crónica afilada de una época. Para eso están novelistas y periodistas. Va directo al grano: la salvación del alma, mediante la revisión continua, la conversión y el perfeccionamiento interior.

Por eso, podríamos resumir los escritos del hermano Juan en pocas palabras: la oración a todas horas. Una súplica continua, reiterada, como las súplicas de los niños, que no se cansan nunca de pedir a su padre un caramelo o un balón. Y una alabanza a todas horas a Jesús, María y José. Éste es el hermano Juan. No escribe, no redacta. Él simplemente reza. Laudes, la eucaristía, el rosario o el Diario son la misma cosa. No hay distinción entre el Juan que, arrodillado, se extasía ante el sagrario, y el Juan que, con el flexo encendido y el cuerpo agotado, escribe cada noche en su cuaderno. 

El 20 de marzo de 1952, en la estación ferroviaria de Ostiglia (provincia de Varese) mientras esperaba el tren, Juan Vaccari emborrona la primera página de un cuaderno-diario. Las últimas anotaciones las hace en Aguilar de Campoo el 28 de septiembre de 1971, once días antes de su muerte. El Diario constituye una fuente importante para el conocimiento de la vida y la espiritualidad del hermano Juan.

Pero además, contamos con otros escritos suyos.

La ‘Autobiografía’. Así llamada y escrita entre 1963 y 1967, probablemente por imperativo de su confesor o de su padre espiritual. Son apenas diez folios, y casi la totalidad de ellos se refiere a la crónica de los primeros 20 años de su vida.

Las ‘Cartas’. La mayoría de cartas que ha llegado hasta nosotros están dirigidas a sus familiares (especialmente a su hermano Antonio, con el que vivía su madre). En ellas se refleja el Juan más humano, más alegre y más expansivo, especialmente cuando escribe en el dialecto de su infancia.

Las ‘Reflexiones’. En casi todos los casos se trata de escritos-borradores, guiones empleados para sus charlas, sus palabras a los hermanos legos de Barza, sus célebres ‘pensamientos de las buenas noches’, dirigidos a los niños de Aguilar de Campoo. Reflejan su espiritualidad sencilla, pero concreta.

            Al inicio de su autobiografía escribe este párrafo que resume bien el porqué último de su escritura: “Cuando, de tarde en tarde, releo algunos pensamientos concernientes a mi vida –inestimable don de Dios- me parece que me ayudan a reflexionar, meditar, y a tomar decisiones correctas. Y sobre todo, me hacen pensar cuán bueno y cuán misericordioso ha sido el Señor conmigo, por soportarme hasta este momento, no obstante todas mis imnumerables miserias, pecados e infidelidades”.

Esta Segunda Parte, dedicada a la espiritualidad del Hermano Juan la he dividido en dos partes: Devociones y Características de su espiritualidad.

 

CAP. VI – UN CUARTETO PARA LA SINFONÍA DE UNA VIDA

 (Las cuatro devociones del hermano Juan)

Cuando se intenta explicar al hermano Juan, ya es un clásico hablar de las cuatro devociones que marcaron su vida. Lo sabemos por los testimonios de las personas que convivieron con él, por sus catequesis a los niños del colegio San José, y por sus escritos varios. Si desplegamos su Diario y damos al buscador de google, nos encontramos con algunos resultados claros: La voz ‘María’ aparece 515 veces. La voz ‘Madre’ (palabra con la que habitualmente se dirige a la Virgen, nos da otro medio millar, aunque habría que descontar las veces en las que utiliza la voz “madre”, para referirse a su progenitora, Carmela). Si sumamos las voces ‘Jesús’, ‘Señor’, ‘Cristo’ y ‘Eucaristía’, obtenemos un resultado de 732 veces. El término ‘José’ aparece 564 veces. ‘Luis’, ‘Guanella’ y ‘Fundador’ suman 190 ocasiones.

 

1.- Jesús Eucaristía: presencia que enciende el corazón

Una típica y tópica plegaria del hermano Juan podría ser la que escribe el 17 de abril de 1966:  Oh San José, oh mi beato fundador, enamoradme de Jesús Eucaristía”. Jesús en la Eucaristía es una presencia que llena todo el ser. Y es también una presencia que anima el corazón con su calor y lo ilumina con su luz.

En la Autobiografia, al evocar su primera comunión, comenta: “Áquel fue mi primer encuentro con Jesús. La vida de mi alma iba adquiriendo su fisionomía.”.  Cuando escribe estas palabras está en plena madurez y comprende que su alma ha sido modelada por la Eucaristía hasta convertirse, en palabras de su biógrafo, el P. Carlos De Ambroggi, “en el componente fundamental de su espiritualidad“.

Aquel “bellísimo encuentro”, como llama al día que se acercó por primera vez al “banquete eucarístico”, no se borrará jamás de su  memoria. Cada 17 de abril, lo conmemora con alegría y agradecimiento: “Mañana, 17 de abril de 1961, se cumplen 40 años de mi primera comunión junto a mi hermano Marcelo. ¡Cuántas gracias desde aquel bellísimo encuentro, oh Jesús mío! ¡Cuántos favores, cuántas inspiraciones, pero también cuántas miserias! Que no deje nunca de agradecer tu infinita bondad, oh Jesús mío”.

Para Juan hay una total y perfecta identificación entre Jesús y la Eucaristía. Jesús no está en la Eucaristía, Jesús es Eucaristía.  Y desde allí, desde ese misterio, sostiene su vida, la potencia, la ilumina, la dulcifica.

Está convencido de que la Eucaristía es el mejor ‘invento’ que Jesús podía realizar para quedarse entre nosotros: “Jesús, después de inventar su morada en mi interior, la Eucaristía, invención que sólo la sabiduría, la omnipotencia y el amor infinito de Dios podían concebir, entregó su cuerpo a los verdugos”. Solo después de entregarse a los que había amado hasta el fin, se entrega en manos de sus enemigos. Antes de ser un crucificado, Jesús ya es Eucaristía.

Durante los ejercicios espirituales de 1967, expresa en forma de diálogo sus pensamientos acerca de la misa:

- «No soy sacerdote y por eso no puedo celebrar la santa misa».

- «Es verdad, pero puedes unirte al celebrante todas las veces que me ofrece al Padre eterno… Vive en cada instante esa total consagración tuya a mi amor, y tu vida transcurrirá en unión conmigo y así también tú podrás celebrar todos los días de tu vida tu santa misa».

Con esta actitud participa en todas las misas que puede, y las vive con intensidad, especialmente durante sus peregrinaciones a los santuarios marianos de Comuna, Loreto, Lourdes, Fátima... etc. “Hoy escuché dos misas... esta mañana ayudé en dos misas..”

¡Y cuántas horas ante el Sagrario! En los recreos durante su etapa de seminario en Fara Novarese, en la capilla de Barza entre puchero y puchero, en la capilla privada del Palacio romano durante las largas noches de asistencia al cardenal enfermo, y en el colegio de Aguilar, donde una hermana guaneliana atestigua haber sorprendido al Hermano Juan más de una vez a las cinco de la mañana, arrodillado en la grada del altar, inmóvil con los brazos abiertos!

Ante la Eucaristía descubrimos sus momentos más intensos de oración contemplativa: “En el silencio más absoluto... porque necesito escuchar tu voz, tus llamadas, tus enseñanzas, ver con tus ojos y amarte con tu corazón”.

El Hermano Juan comprende que la Eucaristía es el resumen de la vida de Jesús y que en ella encontrará la fuente donde saciar su sed:  Jesús, haz que penetre cada día más en tu amor, tu humildad, tu caridad, tu obediencia, tu dedicación; virtudes que se juntan en tu vida eucarística”. Y también: “Oh, Corazón Santísimo de Jesús, enamórame de la Eucaristía, y que pase en tu compañía todo el tiempo que pueda” (5-8-66).

Un texto escrito durante sus últimos Ejercicios espirituales en el verano de 1970 podría resumir su “cristología”: “La fuerza del amor. Actuar con amor, aceptar con amor, hablar con amor, ver bajo la luz del amor. Jesús me amó, y me amó con amor infinito, a pesar de mis infinitas miserias e infidelidades. Me amó, o sea, fui objeto de sus pensamientos; su corazón latió por mí, su sangre se derramó por mí. Bajó del cielo, peregrinó, sufrió, habló, murió, resucitó, se dio como comida en la Eucaristía por mí. Y todo esto porque me ama.  ¡La fuerza del amor!”

En una ocasión, después de recibir la comunión, escribe que el “silencio ante la Eucaristía lo enamora”. En otro momento, abril de 1971, pone en boca de Jesús las palabras: “Tengo sed de tu amor”. Jesús tiene sed del amor de Juan. Poesía y mística unidas. Y nos recuerda aquella frase de Teresa de Ávila. “Si tú eres Teresa de Jesús, yo soy Jesús de Teresa”

Al finalizar unos ejercicios en Nanclares, en la Casa de los Hermanos de la Instrucción Cristiana, anota: “Ha sido la primera vez en mi vida que he tenido la gran suerte de recibir la santa comunión bajo las dos especies. Oh, Jesús, que tu cuerpo y tu sangre me hagan en seguida santo” (1967).

 

2.- María: madre que cuida y protege 

En las bodas de Canán, María dice: “haced lo que él os diga”. María señala a Jesús, María lleva a Jesús. María conduce a Jesús. El hermano Juan ha ido a Jesús de la mano de María. Pero la devoción del Hermano Juan no es mariolatría, algo que sucede a menudo en las gentes que han separado a María de Jesús, y la han convertido en poco menos que un ‘dios’. En la romería de la Virgen del Rocío, en Andalucía, se ha escuchado muchas veces “aquí no hay más Dios que la Virgen”. Y en México, un niño, a la pregunta de su catequista “¿Quién es Dios?”, contestó cándidamente:  “Dios es la Virgen de Guadalupe”, lo que, probablemente, afirmarían sin ruborizarse muchos mejicanos. No es así para el hermano Juan: María es intercesora privilegiada ante Jesús: ayuda, puente, protección, compañía, caricia, consejo, inspiración...

El Hno. Juan así lo certifica: “Oh María, Madre mía, después de a Dios, todo te lo debo a ti”. María es su ideal, su inseparable compañera de viaje, su mamá celestial: Oh María, que en todo y para todo actúe, hable y piense como vos. Vos sois mi ideal, mi pensamiento dominante”. El P. Carlos, su primer biógrafo, ya lo dejó claro: “Sin la devoción a la Virgen, sería imposible comprender la espiritualidad del Hermano Juan”.

Como he recordado más arriba, “María” y “Madre” son las dos voces más repetidas en su Diario. Se podría incluso escribir su biografía siguiendo los pasos de su relación con María. Desde el Avemaría que mamá Carmela le enseñaba mientras preparaba la polenta en su tierna infancia, hasta las innumerables visitas a santuarios marianos, pasando por ese desgranar continuo de rosarios, jaculatorias y oraciones a María. En los momentos más importantes de su vida está presente María. Así, recordando la fecha de su primera comunión, escribe: “que me disponga a recibiros como lo hizo la Virgen…”; y cuando trae a la memoria su adolescencia: “la medicina más potente para salir victorioso de las tentaciones es la devoción a la Virgen María”. Y durante toda su vida: “Oh María, enamoradme de vos y con  eso me basta”.

Cuenta su hermano Pedro, también guaneliano, que Juan organizaba peregrinaciones al Santuario de la Virgen de la Comuna (Ostiglia), en bicicleta o enganchando el caballo a un carro donde subían unos cuantos jóvenes del pueblo. A la Virgen de la Comuna se encomienda para que le ilumine en su vocación y le muestre el camino antes de que concluya el año santo de 1933.  Y así sucede.

Al entrar en la Congregación de los Siervos de la Caridad, descubre a María como Madre de la Divina Providencia. Todas las peregrinaciones y visitas a los distintos santuarios, Comuna, Loreto, Lourdes o Fátima, son para él jalones que marcan con un plus de devoción su existencia.  

Un enamorado no puede por menos que hablar de quien se ha enamorado o mejor de quien le ha enamorado. ¡Cuánto se afanó por dar a conocer, amar y honrar a la Virgen María! Los seminaristas de Aguilar recuerdan que el Hermano Juan les hablaba de la Virgen, con la emoción y la naturalidad con la que uno habla de su madre terrenal.

Sus numerosas cartas siempre comienzan con «Ave María» y son una continua invitación a confiar en ella y a vivir la devoción filial. En una carta del 1948, dirigida a los hermanos coadjutores, les invita a “marianizar” toda la jornada. En otra que lleva por título “Dejarse guiar por la Virgen”, presenta la necesidad que todos tenemos de un guía en nuestro camino. Y propone como guía segura a María, que Jesús nos dejó como madre en la cruz. “La Virgen nos ha proporcionado un alimento celestial: Jesús Eucaristía; y, como Madre celestial, nos facilita cada día la meta radiante que debemos alcanzar, o sea, nuestra santificación”. En otra carta posterior dirige a los frailes legos estas palabras: “Animados por una devoción filial hacia la Madre celestial, entreguémonos con entusiasmo a la tarea de darla a conocer y a amar por todos, con todas las formas de apostolado práctico y familiar que sean útiles“.

Y a esa tarea dedica sus mejores energías creativas: envía libritos sobre la Virgen, regala estatuillas de la Inmaculada, de la Virgen de Fátima y de Lourdes a parientes, hermanos de religión, amigos y bienhechores. En sus años de Barza, promueve la iniciativa de erigir una capilla a la Inmaculada en la aldea de Monteggia. Elabora un concurso mariano de preguntas, inspirado en un famoso programa italiano de televisión de la época “Lascia o raddoppia” que envía a familiares y amigos de Monteggia. Sus visitas a Lourdes, hasta ocho, son momentos de alta intensidad espiritual, de coloquios íntimos, de súplicas ardientes por las necesidades de tantos conocidos.

Muchas personas se unieron a él en lo que Juan denominaba ‘cita mariana’, es decir, el rezo de tres Avemarías antes de acostarse, para pedir los unos por los otros. Una oración que en su años en Roma recitaba de rodillas sobre un bastón que, más tarde, regaló a un amigo de Roma, Alfredo, encareciéndole a no divulgar el secreto de esta pequeña disciplina.

Pocos meses antes de su muerte escribe esta oración mariana: “Gobierna, oh madre mía María, y reina sobre mi alma, mi corazón, mis sentidos, mis facultades, mis deseos y sobre todo mi ser. Que sea instrumento dócil en tus manos. Pido amarte y hacer que te amen y que amen a Jesús, a San José, a la santa Iglesia, de la cual eres la reina, y a la congregación, para la que eres Madre de la Divina Providencia”.

            Y una última reflexión sobre la Virgen, probablemente un borrador de una catequesis: “María está a tu lado en todos los momentos de tu vida: en las alegrías y en las pruebas, sean las que sean, allá donde te encuentres, solo o en compañía. Que esto te consuele y te anime, porque nunca estás solo. Un hijo, aunque huya de la mirada de su madre, nunca huirá de su amor ni de su corazón ni de su pensamiento”

            Hay una frase que el hermano Juan repite a menudo y que indicaría su abandono y su misticismo: “Soy todo tuyo, ya no me pertenezco”. Siempre, excepto en dos ocasiones, esta oración va dirigida a María. Juan fue un hombre de María. Juan de María, podríamos llamarle, y no nos equivocaríamos.  

 

3.- San José: docilidad a los planes de Dios 

La vida de San José tiene no pocos paralelismos con su propia vida. Por caminos no soñados transcurrió la vida de San José y también la del hermano Juan. La obediencia y la humildad adornan al esposo de María y también a Vaccari. San José, un hombre del silencio, de conciencia, justo, recto, un hombre que aceptó los planes de Dios diferentes a los suyos, un hombre que permaneció al lado de María y Jesús en el camino amargo del exilio… fue para Juan Vaccari el modelo a imitar y hacer imitar. A imagen de José, Juan permaneció donde Dios le pedía. San José no fue ‘padre’, pero ejerció una paternidad diaria sobre Jesús. Juan Vaccari no fue ‘padre’ (sacerdote), pero ejerció toda su vida una paternidad pastoral y caritativa. Este fue su horizonte. El silencio bondadoso de San José fue el espejo donde se miró. Por ello, aquella tarde en que se descubrió la hermosa estatua de San José en el Colegio de Aguilar, en medio de encendidos discursos, bendiciones y banderines al viento, fue una de las más felices de su vida. Misión cumplida, podría haber escrito en su Diario. En la oración de completas de aquella noche del 2 de mayo de 1971 pudo rezar con verdadera confianza filial: “Nunc dimittis”. “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y así fue, en cierta forma. Faltaban menos de seis meses para “irse en paz”.

San José es otro de sus grandes amores.  Escribe en sus apuntes: “Oh San José… aumenta en mí una fe viva hacia la Eucaristía y un amor filial a la Virgen santísima”. Jesús, sed mi luz. Oh María, sed mi esperanza. Oh San José, sed mi refugio”.

El Hermano Juan que tanto amaba a la Virgen, comprendió muy bien, como Santa Teresa de Ávila, que el mejor camino para llegar a la Virgen era el culto a San José. Veía en San José el modelo perfecto del religioso: “Oh San José, que viva mi fe, una fe convencida como la has vivido tú, como la has practicado tú... Haz que viva una vida similar a la tuya, sobretodo en la humildad... ayúdame a ser santo en el ejercicio dela caridad... Querido San José, que santifique siempre mi trabajo bajo tu mirada y la mirada de Jesús y María”.

Un modelo de santidad al alcance de todos como escribe en la carta “San José, hombre de buena voluntad”, enviada a los hermanos legos guanelianos: Observemos la vida de San José. No ha hecho cosas extraordinarias, pero ha hecho las cosas ordinarias de modo extraordinario. Aquí está encerrada toda su santidad. Hermano, tú que por vocación estás llamado a la santidad, intenta traducir en la práctica el mensaje que nos sugiere San José: Oh Siervo de la caridad, ¿quieres ser santo? Ten siempre tanta buena voluntad”.

¿Qué pedía el hermano Juan a san José?

Un poco de todo. Por un lado, cosas elevadas y espirituales: la santidad, la fe, la cercanía a Jesús y a María, el amor por la humildad, el silencio. Pero también cosas más prácticas. Cuando le encomiendan en España la economía del Colegio de Aguilar, le pide a San José que sea él el ecónomo, porque no se siente preparado para una tarea tan complicada como la de llevar las cuentas del colegio. Le pide, asimismo, que sea guardián del colegio.

Y le pide algo también muy peregrino, que casi nos hace sonreír: “Échame una mano con el español, porque me cuesta y lo necesito”. Así que Juan, sin saberlo, convierte a San José en Patrón de las Escuelas de Idiomas y de los traductores. Y casi tiene su lógica. San José tuvo que hacer frente a un idioma extranjero cuando huyó de Belén. ¿Cómo se las arreglaría san José para entender y hacerse entender en Egipto con sus jeroglíficos y su enrevesado idioma?.

Y a San José se encomienda cuando arranca el coche y empieza sus largas jornadas por carreteras mal parcheadas, que se volvían intransitables en mañanas de hielo y nieve. En una ocasión estuvo a punto de precipitarse al vacío: “Muchas gracias, San José, por habernos protegido de un peligro grande en la excursión que hicimos hace una semana por la zona de Asturias. Conmigo estaban el padre José Cantoni y los hermanos Pedro Tomasetti y Juan Bernasconi. De noche, a una velocidad de unos 70 kilómetros por hora, en una recta, vimos que de repente la carretera se cortaba. El P. José exclamó “¡dónde vamos!”. Yo pisé el freno todo lo que pude. El coche derrapó, pero se detuvo al borde del precipicio”.

 

Pero su petición más insistente eran las vocaciones a la vida religiosa y al sacerdocio, especialmente durante el período trascurrido en España: Oh querido santo, multiplicad y santificad a los seminaristas presentes y a los que vendrán a vivir en vuestra casa”. No podía llevar otro nombre el primer seminario en España que el de San José. Buscar y rezar por las vocaciones fue una misión constante durante toda su vida y más alla´: “Cuando llegue al paraíso intentaré ayudaros (San José) en este apostolado: suscitar muchas y buenas vocaciones”.

¡Cuánto trabajó para vivir y difundir la devoción a San José!: “Hablaré a todos siempre de tu protección y de tu poder”.

Iba repartiendo estampas a los que encontraba y regalando cuadros de San José para que los colgasen en sus habitaciones. También la cocina del Colegio San José de Aguilar estaba bajo la mirada del santo, excepto en una ocasión, precisamente el día de su fiesta, 19 de marzo. Bajó a la cocina y vio el cuadro de San José dado la vuelta contra la pared. La ocurrencia había sido de la hermana cocinera, sor Clelia, enfadada porque se le había quemado la tarta que había preparado con todo cariño para los invitados. Cuentan que el Hermano Juan se ofendió mucho y que, casi con lágrimas en los ojos, le dijo que aquello no estaba bien; dio la vuelta al cuadro y le sugirió que hiciera otra tarta y que ya vería lo rica que le saldría.

No podemos terminar este apartado sin mencionar otra de las tareas importantes confiadas a San José: la salvación de los agonizantes. A tal fin, San Luis Guanella había fundado la Asociación de la Pía Unión del Tránsito de San José a la que el Hermano Juan se había inscrito al comienzo de su vida religiosa. Durante su estancia en Roma, acudía con frecuencia a su templo titular, en el barrio del Trionfale, para ofrecer oraciones y sacrificios por la salvación de aquellos que se encontraban a las puertas de la muerte. Manifestó gran alegría cuando supo que la Pía Unión había arraigado en España y que, aunque diezmada durante los turbulentos años treinta del siglo XX, volvía a florecer poco a poco. Soñaba ya con una sede nacional en Madrid, para la cual trabajó ilusionadamente, aunque sus ojos no vieron ese momento, ya que la sede fue abierta pocos años después de su muerte.

También para él mismo pedía una buena muerte: “Oh mi querido patrón San José, ayúdame a prepararme en cada instante a una buena muerte... Haz que cada día me desprenda más de las cosas y de los afectos terrenales para desear unicamente el paraíso”.

En una línea del Diario está escrito esto: “Contemplo el camino de San Jose: no hablar sino obrar”

 

4.- Luis Guanella: modelo de servicio y caridad

 

Cuando en 1933, Juan Vaccari entra en los Siervos de la Caridad, Luis Guanella hacía tan solo 18 años que había muerto. Su memoria aún estaba fresca. Cohermanos y asistidos en las casas mantenían vivos sus gestos y sus palabras. Y cada uno tenía su pequeño ‘evangelio’ del Fundador y Padre. Su sucesor, Don Mazzucchi, se había lanzado a una inmensa tarea de recopilación y síntesis de la biografía. En este ambiente guaneliano de ‘ya no, pero aún todavía’, vive el Hermano Juan.

La devoción y el amor a Don Guanella fueron creciendo de año en año, desde ese 20 de octubre de 1933 en que por primera vez puso los pies en la casa guaneliana de Fara Novarese. No fue un estudioso del Fundador, ni se acercó a él con espíritu científico para escudriñar sus escritos y aprehender los rasgos esenciales de su espiritualidad. El fue un simple trabajador en la viña guaneliana, un imitador, un hijo fiel que siguió, a pocos pasos de distancia, al Fundador. Por eso en su testamento, pudo decir: “Quisiera morir en la Fe Católica, Apostólica y Romana, como hijo de mi Santo Fundador, el Siervo de Dios Luis Guanella”.

Es más, emplea un adjetivo un poco sorprendente para referise a su  pertenencia a los Siervos de la Caridad: “Amar y honrar mi vocación. Me siento supercontento de pertenecer a la querida Congregación de los Siervos de la Caridad”.

Casi siempre que reza a Luis Guanella es para pedirle que haga de él un buen siervo de la caridad. La unión de estos dos palabras, servicio y caridad, dicen mucho del hermano Juan. Su vida fue servir y amar.

En los años en que estuvo al servicio del cardenal Micara, en cuanto tenía un minuto dejaba el Palacio de la Cancillería y marchaba raudo a una de las casas guanelianas de Roma, especialmente en medio de los buenos hijos y de los ancianos de Via Aurelia Antica, pero también a la basílica de San José del Trionfale.

La distancia aumentaba la melancolía por el hogar guaneliano: “Dentro de unos días, volveré a mi casa de Barza”. En sus años de ‘exilio romano’ (y no es una figura retórica. El hermano Juan fue un migrante, un exiliado, un refugiado en el Palacio de la Cancillería en Roma), nunca se olvidó de que su verdadera patria era ‘Casa Guanella’: “Por fin, podré vivir, por algún tiempo, la vida de comunidad y tendré la posibilidad de estar cerca de los superiores, los hermanos guanelianos y los bienhechores”. Y también, al abandonar la casa guaneliana de Barza, después de unos días de vacaciones y regresar a sus ocupaciones junto al cardenal, escribe: “He de reconocer, que este periodo junto a los cohermanos me ha dado mucha fuerza. Un gracias a ti, Madre mía Celeste, por otorgarme esta gracia. Te pido que bendigas y consueles a mis superiores por haberme concedido este favor”. 

La Casa Madre de Como, donde está la tumba de Luis Guanella, es un oasis, un remanso, el lugar donde los hijos pueden sentir más de cerca la presencia del padre que vigila su sueño y alienta sus trabajos. Allí, junto a su cuerpo, se siente la culpa por el mal y el anhelo por el bien:  “Me he acercado hasta la capilla donde se encuentran los restos mortales del Venerable Fundador. Y allí, en soledad, me he quedado durante mucho tiempo rezando y llorando. Sí, oh Don Luis, he llorado de emoción, de arrepentimiento y de súplica. Oh, Don Luis, verdaderamente santo, tu conoces mi fragilidad y mis miserias. Ayúdame a ser un siervo de la caridad cada vez más digno de ti” (Diario, 3-10-64). 

Las jaculatorias a Luis Guanella se suceden en su diario. “Oh, Don Luis Guanella, mi Venerable Padre, acuérdate de mi y bendice toda toda tu gran obra y suscita santas vocaciones”. Y se agolpan las súplicas: “Oh Luis, santo, haz que, en todos nosotros, tus hijos, penetre el espíritu de genuina caridad, de sumisión, de obediencia, de pobreza, de sacrificio, de pureza y de entrega absoluta de nuestras voluntades a la de Dios. Oh Don Luis, asiste, asiste a la Congregación, tuya  y nuestra; aleja de ella el espíritu de rebelión y llénanos del fervor por el sacrificio y por la santidad” (Diario 3-10-64).

Con alegría vive los días previos a la ceremonia de Beatificación que tuvo lugar en Roma el 24 de octubre de 1964: “Aquí estoy, Madre mía, para daros las gracias por formar parte de la querida Congregación de vuestro devotísimo hijo luis Guanella, que dentro de unos días será beatificado”. “De hoy en una semana, en la fiesta de Cristo Rey, tendrá lugar la Beatificación, en San Pedro, del gran Apóstol de la Caridad, Don Luis Guanella”.

Inseparable de su devoción a Luis Guanella es el amor a la Congregación. Reiterada, casi monótona, suplica al Señor para que asista y para que bendiga a sus superiores. Esta petición resulta, cuando menos, llamativa en una momento en que el principio de autoridad empezaba a contestarse y a resquebrajarse: “Oh, Madre mía, bendice a mis queridos superiores”. “Ha sido elegido como Superior General Don Armando Budino. Oh, María, ayúdale, ilumínale y consuélale en la ardua empresa que le han encomendado” (Diario 15-8-64).

           En los años romanos, en razón de su cercanía al vicario del Papa para la diócesis de Roma, cardenal Clemente Micara, tuvo ocasión de saludar a Juan XXIII y a Pablo VI. Y siempre les pidió lo mismo: “Una bendición para la Obra Don Guanella”.

Cada ocasión para dar a conocer la figura del Fundador es buena y debe ser aprovechada. Así, con alegría anota en su Diario que, al finalizar los Ejercicios Espirituales en Nanclares ha podido hablar a todos los participantes sobre Don Guanella: “Ayer, he dado a conocer a nuestro Beato, para lo cual he hablado de algunos rasgos de su espíritu”. 

Y siempre una oración constante en sus labios, anotada decenas de veces en su Diario y en sus cartas: “Hazme un digno siervo de la caridad, humilde, paciente, caritativo y obediente”.













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