¿Quién tuvo la ironía o el sarcasmo
de bautizar así a un barrio? Nada tiene de rica vega, ni de umbrosa y
herbosa y feraz vega. Y menos aún
ningún parecido con la ciudad norteamericana del juego, el dinero y el lujo.
Todo es pobre, quizás mísero, en este apartado barrio marginal de Amozoc. El salmista no escribiría nunca de este lugar: "Las roderas de tus carros rezuman abundancia"
Casas fabricadas con desechos de
maderas, latones, pizarras, plásticos y ladrillos, los sobrantes de algún derribo.
Perros famélicos y tristes y cansados. Jóvenes enganchados al aguarrás. Niñas analfabetas
que se quedan cada mañana al cuidado de su hermano, apenas dos años menor que
ellas, mientras su madre va a hacer la limpieza a alguna casa principal o a
vender algo al mercadillo de Amozoc.
Era los días previos a San Andrés
patrón del barrio. Y como su santo patrón, también ellos eran seres aspados por
las carencias y por las desdichas. Al caer la tarde, subí andando con el P.
Alfonso Martínez. Un cerro pelado. Apenas un par de árboles, sedientos. Ni un arbusto. Ni una brizna de
hierba. A través de la alambrada que cierra un patio, dos niños me miran con
sus ojos abiertos e incrédulos de par en par. A su lado, un perrazo ladra con
un ladrido lastimero y poco convincente.
En nuestro camino, nos cruzamos con dos mujeres que
acarrean leña, un haz de leña más pesado que su propio peso. Vienen de lejos. Desgreñadas. Un polvo blanco cubre su rostro. El sudor forma senderos desde la frente hasta la barbilla. “Todos los días, padrecito, tenemos que
salir a buscar leña, y cada día más lejos. No nos queda otra, si queremos hacer tortillas”. Poco después, nos topamos con
dos niños, dos hermanos. Rostros quemados por el sol inmisericorde y el viento cortante de la sierra. Rostros ásperos como el suelo que pisan y el aire que respiran. Un poco mayor ella, quizás sobre los doce años. Y una mirada dura y seca, desconfiada. ¿Y cómo no va a
desconfiar de dos hombres güeros perdidos en este secarral? El niño, en cambio,
aún no tiene edad para desconfiar. Y nos mira casi con alegría, aunque responde
un poco tímido a las preguntas de Alfonso. La niña cuida de su hermano. Los
padres trabajan fuera de casa todo el santo día. Ella pocas veces tiene tiempo para ir a la escuela.
Cuando saco mi cámara de fotos, el niño en seguida se yergue como queriendo
ofrecer toda su dignidad para aparecer en el retrato, pero la niña se da media
vuelta y apremia a su hermano a no detenerse. No hay foto conjunta. Luego, Alfonso me dirá: “Son niños desnutridos. Sólo hay que fijarse
en sus dientes. No van a la escuela. Serán carne de cañón. ¡Se podría hacer
tanto por ellos!”. Le veo apesadumbrado. Por mucho que él recorra estos
parajes desolados y haya visto esta misma escena cinco mil veces, no se acaba
de acostumbrar a estos destinos inciertos, a estos futuros imperfectos. Por poner un ejemplo, en las Vegas el agua potable todavía no estaba asegurado para todos. Y gracias a la insistencia de curas y monjas, se acercaban camiones cisternas, cuando con mucha frecuencia la fuente comunal dejaba de funcionar.
En un
pequeño terreno llano, a espaldas de la iglesia del barrio, puede que a espaldas del mundo, han improvisado algo parecido a un campo de fútbol. Unos jóvenes desahogan
su rabia o su furia dando patadas a un balón de plástico. Otros jóvenes intentan piruetas acrobáticas imposibles con sus bicicletas escacharradas, material de chatarrería.
Observo que uno de ellos tiene una botellita y un trozo de algodón. Es la droga
de los pobres, de los últimos. Hasta en las adicciones, hay clases. Una pequeña botella de aguarrás. De vez en cuando empapa el
algodón en el líquido y se lo lleva a la nariz. Es su manera de colocarse. Jóvenes en la flor de la vida. Tal vez sería mejor decir en la flor de la muerte. Tienen alrededor de 17 años y ya están colgados. Un buen número de ellos terminará mal, con el cerebro
destrozado y la vida destrozada. La suya y la de su familia. En los días siguientes me encontraría con muchos
de estos jóvenes colgados. Cuando pasamos cerca de ellos, nos miran desafiantes, con desconfianza y prevención, como gritándonos qué se os ha perdido a vosotros por estos
andurriales de miseria.
Cuando volví esa noche a casa, con los ojos llenos de rostros bronceados por la pobreza, y de historias me acordé del título de una novela del escritor italiano Carlo Levi: "Cristo se paró en Éboli". En los años 30 del siglo XX, el escritor había sido desterrado por sus ideas políticas a un pueblo perdido del sur de Italia, donde nada del progreso ni del bienestar habían llegado todavía. Tuvo la sensación de que Cristo -y con él el mensaje de justicia, igualdad y fraternidad- no habían llegado allí. Cristo se había parado en Éboli, que era el pueblo más próximo al lugar donde él había sufrido el destierro. También yo tuve la sensación de que Cristo se había parado un poco antes, y no había entrado en las Vegas. Muchos niños no iban a la escuela. Muchos jóvenes no tenían esperanza. En muchas casas no había el pan necesario. Los niños sufrían desnutrición. Las niñas crecían en la desconfianza ante cualquier hombre adulto. Y sin embargo, un pequeño grupo de personas -yo las conocí- se esforzaba para que la fraternidad de Cristo iluminase también esa tierra áspera de Las Vegas, y a los que la habitaban.
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Amozoc-Las Vegas - México, 2010.
Habéis optado por el acercamiento a los mas pobres, pudiendo estar en otros sitios, eso os hace grandes.
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