SEGUNDA PARTE
DEVOCIONES Y ESPIRITUALIDAD DEL
HERMANO JUAN
Nota inicial: El Diario y los otros escritos
De
la primera lectura del Diario y la Autobiografía, sólo recuerdo un cierto
sentimiento de decepción. Juan Vaccari había vivido en Roma en un momento clave
de la Historia del Mundo y de la Iglesia, desde un observatorio absolutamente privilegiado,
como era el Palacio de la Cancillería, al lado del cardenal Clemente Micara. Y
sin embargo, los grandes acontecimientos apenas ocupan una línea en su atención.
Este hombre que había sido ‘cofundador’ de la obra guaneliana en España. Este
hombre que había tenido acceso a altísimas personalidades y también a sombrías
confidencias... no había dejado apenas rastro en sus escritos. Ni una crónica
grandilocuente, ni deslumbrantes reflexiones, ni chismes rastreros.
El
error estaba en mí: esperaba una vida novelesca y cinematográfica, y me
encontré con la historia de un enamorado de su Padre y de su Madre, un
cristiano cabal que mira con exigencia sus propias faltas y con ternura las faltas ajenas.
A
medida que fui releyendo sus escritos, me di cuenta de que, si bien es cierto
que el Diario del hermano Juan no es un diario apasionante, para consumir como
un best-seller literario, es verdad que refleja muy bien su alma, las notas
dominantes de su carácter.
Juan
Vaccari va a lo esencial, no se pierde en dimes y diretes, no busca la
floritura literaria, o la crónica afilada de una época. Para eso están
novelistas y periodistas. Va directo al grano: la salvación del alma, mediante
la revisión continua, la conversión y el perfeccionamiento interior.
Por
eso, podríamos resumir los escritos del hermano Juan en pocas palabras: la
oración a todas horas. Una súplica continua, reiterada, como las súplicas de
los niños, que no se cansan nunca de pedir a su padre un caramelo o un balón. Y
una alabanza a todas horas a Jesús, María y José. Éste es el hermano Juan. No
escribe, no redacta. Él simplemente reza. Laudes, la eucaristía, el rosario o
el Diario son la misma cosa. No hay distinción entre el Juan que, arrodillado,
se extasía ante el sagrario, y el Juan que, con el flexo encendido y el cuerpo
agotado, escribe cada noche en su cuaderno.
El
20 de marzo de 1952, en la estación ferroviaria de Ostiglia (provincia de
Varese) mientras esperaba el tren, Juan Vaccari emborrona la primera página de
un cuaderno-diario. Las últimas anotaciones las hace en Aguilar de Campoo el 28
de septiembre de 1971, once días antes de su muerte. El Diario constituye una fuente
importante para el conocimiento de la vida y la espiritualidad del hermano
Juan.
Pero
además, contamos con otros escritos suyos.
La
‘Autobiografía’. Así llamada y escrita entre 1963 y 1967, probablemente
por imperativo de su confesor o de su padre espiritual. Son apenas diez folios,
y casi la totalidad de ellos se refiere a la crónica de los primeros 20 años de
su vida.
Las
‘Cartas’. La mayoría de cartas que ha llegado hasta nosotros están
dirigidas a sus familiares (especialmente a su hermano Antonio, con el que
vivía su madre). En ellas se refleja el Juan más humano, más alegre y más
expansivo, especialmente cuando escribe en el dialecto de su infancia.
Las
‘Reflexiones’. En casi todos los casos se trata de escritos-borradores,
guiones empleados para sus charlas, sus palabras a los hermanos legos de Barza,
sus célebres ‘pensamientos de las buenas noches’, dirigidos a los niños
de Aguilar de Campoo. Reflejan su espiritualidad sencilla, pero concreta.
Al inicio de su autobiografía escribe este párrafo que
resume bien el porqué último de su escritura: “Cuando, de tarde en tarde, releo algunos pensamientos concernientes a
mi vida –inestimable don de Dios- me parece que me ayudan a reflexionar,
meditar, y a tomar decisiones correctas. Y sobre todo, me hacen pensar cuán
bueno y cuán misericordioso ha sido el Señor conmigo, por soportarme hasta este
momento, no obstante todas mis imnumerables miserias, pecados e infidelidades”.
Esta Segunda Parte, dedicada a la espiritualidad del Hermano Juan la he dividido en dos partes: Devociones y Características de su espiritualidad.
CAP. VI – UN CUARTETO PARA LA SINFONÍA DE UNA
VIDA
(Las cuatro devociones del hermano Juan)
Cuando se intenta explicar al hermano
Juan, ya es un clásico hablar de las cuatro devociones que marcaron su vida. Lo
sabemos por los testimonios de las personas que convivieron con él, por sus
catequesis a los niños del colegio San José, y por sus escritos varios. Si
desplegamos su Diario y damos al buscador de google, nos encontramos con
algunos resultados claros: La voz ‘María’ aparece 515 veces. La voz ‘Madre’
(palabra con la que habitualmente se dirige a la Virgen, nos da otro medio
millar, aunque habría que descontar las veces en las que utiliza la voz
“madre”, para referirse a su progenitora, Carmela). Si sumamos las voces
‘Jesús’, ‘Señor’, ‘Cristo’ y ‘Eucaristía’, obtenemos un resultado de 732 veces.
El término ‘José’ aparece 564 veces. ‘Luis’, ‘Guanella’ y ‘Fundador’ suman 190
ocasiones.
1.- Jesús
Eucaristía: presencia que enciende el corazón
Una típica y
tópica plegaria del hermano Juan podría ser la que escribe el 17 de abril de
1966: “Oh San José, oh mi beato fundador, enamoradme de Jesús Eucaristía”.
Jesús en la Eucaristía es una presencia que llena todo el ser. Y es también una
presencia que anima el corazón con su calor y lo ilumina con su luz.
En la
Autobiografia, al evocar su primera comunión, comenta: “Áquel fue mi
primer encuentro con Jesús. La vida de mi alma iba adquiriendo su fisionomía.”. Cuando
escribe estas palabras está en plena madurez y comprende que su alma ha sido
modelada por la Eucaristía hasta convertirse, en palabras de su biógrafo, el P.
Carlos De Ambroggi, “en el componente
fundamental de su espiritualidad“.
Aquel “bellísimo
encuentro”, como llama al día que se acercó por primera vez al “banquete eucarístico”, no se borrará
jamás de su memoria. Cada 17 de abril,
lo conmemora con alegría y agradecimiento: “Mañana,
17 de abril de 1961, se cumplen 40 años de mi primera comunión junto a mi hermano Marcelo.
¡Cuántas gracias desde aquel bellísimo encuentro, oh Jesús mío! ¡Cuántos
favores, cuántas inspiraciones, pero también cuántas miserias! Que no deje
nunca de agradecer tu infinita bondad, oh Jesús mío”.
Para Juan hay una total y perfecta identificación entre Jesús y la
Eucaristía. Jesús no está en la Eucaristía, Jesús es Eucaristía. Y desde allí, desde ese misterio, sostiene su
vida, la potencia, la ilumina, la dulcifica.
Está convencido de
que la Eucaristía es el mejor ‘invento’ que Jesús podía realizar para quedarse
entre nosotros: “Jesús, después de inventar su morada
en mi interior, la Eucaristía, invención que sólo la sabiduría, la omnipotencia
y el amor infinito de Dios podían concebir,
entregó su cuerpo a los verdugos”. Solo después de entregarse a los que
había amado hasta el fin, se entrega en manos de sus enemigos. Antes de ser un
crucificado, Jesús ya es Eucaristía.
Durante los ejercicios
espirituales de 1967, expresa en forma de diálogo sus pensamientos acerca de la
misa:
- «No soy sacerdote y por eso no puedo celebrar la santa misa».
- «Es verdad,
pero puedes unirte al celebrante todas las veces que me ofrece al Padre eterno…
Vive en cada instante esa total consagración tuya a mi amor, y tu vida
transcurrirá en unión conmigo y así también tú podrás celebrar todos los días
de tu vida tu santa misa».
Con esta actitud
participa en todas las misas que puede, y las vive con intensidad,
especialmente durante sus peregrinaciones a los santuarios marianos de Comuna, Loreto,
Lourdes, Fátima... etc. “Hoy escuché dos
misas... esta mañana ayudé en dos misas..”
¡Y cuántas horas ante el Sagrario! En
los recreos durante su etapa de seminario en Fara Novarese, en la capilla de
Barza entre puchero y puchero, en la capilla privada del Palacio romano durante
las largas noches de asistencia al cardenal enfermo, y en el colegio de
Aguilar, donde una hermana guaneliana atestigua haber sorprendido al Hermano
Juan más de una vez a las cinco de la mañana, arrodillado en la grada del
altar, inmóvil con los brazos abiertos!
Ante la
Eucaristía descubrimos sus momentos más intensos de oración contemplativa: “En el silencio más absoluto... porque
necesito escuchar tu voz, tus llamadas, tus enseñanzas, ver con tus ojos y
amarte con tu corazón”.
El Hermano Juan comprende que la
Eucaristía es el resumen de la vida de Jesús y que en ella encontrará la fuente
donde saciar su sed: “Jesús, haz que penetre cada día más en tu
amor, tu humildad, tu caridad, tu obediencia, tu dedicación; virtudes que se
juntan en tu vida eucarística”. Y también: “Oh, Corazón Santísimo de Jesús, enamórame de la Eucaristía, y que pase
en tu compañía todo el tiempo que pueda” (5-8-66).
Un texto escrito durante sus últimos Ejercicios
espirituales en el verano de 1970 podría resumir su “cristología”: “La fuerza del amor. Actuar con amor, aceptar con amor,
hablar con amor, ver bajo la luz del amor. Jesús me amó, y me amó con amor
infinito, a pesar de mis infinitas miserias e infidelidades. Me amó, o sea, fui
objeto de sus pensamientos; su corazón latió por mí, su sangre se derramó por
mí. Bajó del cielo, peregrinó, sufrió, habló, murió, resucitó, se dio como
comida en la Eucaristía por mí. Y todo esto porque me ama. ¡La fuerza del amor!”
En una ocasión, después de recibir la
comunión, escribe que el “silencio ante la Eucaristía lo enamora”. En
otro momento, abril de 1971, pone en boca de Jesús las palabras: “Tengo sed de tu amor”. Jesús tiene sed
del amor de Juan. Poesía y mística unidas. Y nos recuerda aquella frase de
Teresa de Ávila. “Si tú eres Teresa de Jesús, yo soy Jesús de Teresa”
Al finalizar unos ejercicios en
Nanclares, en la Casa de los Hermanos de la Instrucción Cristiana, anota: “Ha sido la primera vez en mi vida que he
tenido la gran suerte de recibir la santa comunión bajo las dos especies. Oh,
Jesús, que tu cuerpo y tu sangre me hagan en seguida santo” (1967).
2.- María: madre que cuida y protege
En
las bodas de Canán, María dice: “haced lo que él os diga”. María señala a
Jesús, María lleva a Jesús. María conduce a Jesús. El hermano Juan ha ido a
Jesús de la mano de María. Pero la devoción del Hermano Juan no es mariolatría,
algo que sucede a menudo en las gentes que han separado a María de Jesús, y la
han convertido en poco menos que un ‘dios’. En la romería de la Virgen del
Rocío, en Andalucía, se ha escuchado muchas veces “aquí no hay más Dios
que la Virgen”. Y en México, un niño, a la pregunta de su catequista “¿Quién es Dios?”, contestó cándidamente: “Dios es la Virgen de Guadalupe”, lo que,
probablemente, afirmarían sin ruborizarse muchos mejicanos. No es así para el
hermano Juan: María es intercesora privilegiada ante Jesús: ayuda, puente,
protección, compañía, caricia, consejo, inspiración...
El Hno. Juan así lo certifica: “Oh María, Madre mía, después de a Dios, todo
te lo debo a ti”. María es su ideal, su inseparable compañera de viaje, su
mamá celestial: “Oh María, que en todo y para todo actúe,
hable y piense como vos. Vos sois mi ideal, mi
pensamiento dominante”. El P. Carlos, su primer biógrafo, ya lo dejó
claro: “Sin la devoción a la Virgen, sería imposible comprender la
espiritualidad del Hermano Juan”.
Como he recordado más
arriba, “María” y “Madre” son las dos voces más repetidas en su Diario. Se
podría incluso escribir su biografía siguiendo los pasos de su relación con
María. Desde el Avemaría que mamá Carmela le enseñaba mientras preparaba la
polenta en su tierna infancia, hasta las innumerables visitas a santuarios
marianos, pasando por ese desgranar continuo de rosarios, jaculatorias y
oraciones a María. En los momentos más importantes de su vida está presente
María. Así, recordando la fecha de su primera comunión, escribe: “que me disponga a recibiros como lo hizo la
Virgen…”; y cuando trae a la memoria su adolescencia: “la medicina más potente para salir victorioso de las tentaciones es la
devoción a la Virgen María”. Y durante toda su vida: “Oh María, enamoradme de vos y con
eso me basta”.
Cuenta su hermano Pedro, también
guaneliano, que Juan organizaba peregrinaciones al Santuario de la Virgen de la
Comuna (Ostiglia), en bicicleta o enganchando el caballo a un carro donde
subían unos cuantos jóvenes del pueblo. A la Virgen de la Comuna se encomienda para
que le ilumine en su vocación y le muestre el camino antes de que concluya el
año santo de 1933. Y así sucede.
Al entrar en la
Congregación de los Siervos de la Caridad, descubre a María como Madre de la
Divina Providencia. Todas las peregrinaciones y visitas a los distintos
santuarios, Comuna, Loreto, Lourdes o Fátima, son para él jalones que marcan
con un plus de devoción su existencia.
Un enamorado no puede por
menos que hablar de quien se ha enamorado o mejor de quien le ha enamorado. ¡Cuánto
se afanó por dar a conocer, amar y honrar a la Virgen María! Los seminaristas
de Aguilar recuerdan que el Hermano Juan les hablaba de la Virgen, con la
emoción y la naturalidad con la que uno habla de su madre terrenal.
Sus numerosas cartas
siempre comienzan con «Ave María»
y son una continua invitación a confiar en ella y a vivir la devoción filial.
En una carta del 1948, dirigida a los hermanos coadjutores, les invita a “marianizar” toda la jornada. En otra que
lleva por título “Dejarse guiar por la
Virgen”, presenta la necesidad que todos tenemos de un guía en nuestro
camino. Y propone como guía segura a María, que Jesús nos dejó como madre en la
cruz. “La Virgen nos ha proporcionado un
alimento celestial: Jesús Eucaristía; y, como Madre celestial, nos facilita
cada día la meta radiante que debemos alcanzar, o sea, nuestra santificación”.
En otra carta posterior dirige a los frailes legos estas palabras: “Animados por una devoción filial hacia la
Madre celestial, entreguémonos con entusiasmo a la tarea de darla a conocer y a
amar por todos, con todas las formas de apostolado práctico y familiar que sean
útiles“.
Y a esa tarea dedica sus
mejores energías creativas: envía libritos sobre la Virgen, regala estatuillas
de la Inmaculada, de la Virgen de Fátima y de Lourdes a parientes, hermanos de
religión, amigos y bienhechores. En sus años de Barza, promueve la iniciativa
de erigir una capilla a la Inmaculada en la aldea de Monteggia. Elabora un
concurso mariano de preguntas, inspirado en un famoso programa italiano de
televisión de la época “Lascia o raddoppia” que envía a familiares y
amigos de Monteggia. Sus visitas a Lourdes, hasta ocho, son momentos de alta
intensidad espiritual, de coloquios íntimos, de súplicas ardientes por las
necesidades de tantos conocidos.
Muchas personas se
unieron a él en lo que Juan denominaba ‘cita mariana’, es decir, el rezo
de tres Avemarías antes de acostarse, para pedir los unos por los otros. Una oración
que en su años en Roma recitaba de rodillas sobre un bastón que, más tarde,
regaló a un amigo de Roma, Alfredo, encareciéndole a no divulgar el secreto de
esta pequeña disciplina.
Pocos meses antes de su
muerte escribe esta oración mariana: “Gobierna,
oh madre mía María, y reina sobre mi alma, mi corazón, mis sentidos, mis
facultades, mis deseos y sobre todo mi ser. Que sea instrumento dócil en tus
manos. Pido amarte y hacer que te amen y que amen a Jesús, a San José, a la
santa Iglesia, de la cual eres la reina, y a la congregación, para la que eres
Madre de la Divina Providencia”.
Y una última reflexión
sobre la Virgen, probablemente un borrador de una catequesis: “María está a tu
lado en todos los momentos de tu vida: en las alegrías y en las pruebas, sean
las que sean, allá donde te encuentres, solo o en compañía. Que esto te
consuele y te anime, porque nunca estás solo. Un hijo, aunque huya de la mirada
de su madre, nunca huirá de su amor ni de su corazón ni de su pensamiento”
Hay una frase que el hermano Juan repite
a menudo y que indicaría su abandono y su misticismo: “Soy todo tuyo, ya no me pertenezco”. Siempre, excepto en dos
ocasiones, esta oración va dirigida a María. Juan fue un hombre de María. Juan
de María, podríamos llamarle, y no nos equivocaríamos.
3.- San José: docilidad a los planes de Dios
La vida de San José tiene no pocos paralelismos con su propia vida. Por
caminos no soñados transcurrió la vida de San José y también la del
hermano Juan. La obediencia y la humildad adornan al esposo de María y también
a Vaccari. San José, un hombre del silencio, de conciencia, justo, recto, un
hombre que aceptó los planes de Dios diferentes a los suyos, un hombre que
permaneció al lado de María y Jesús en el camino amargo del exilio… fue para
Juan Vaccari el modelo a imitar y hacer imitar. A imagen de José, Juan
permaneció donde Dios le pedía. San José no fue ‘padre’, pero ejerció una
paternidad diaria sobre Jesús. Juan Vaccari no fue ‘padre’ (sacerdote), pero
ejerció toda su vida una paternidad pastoral y caritativa. Este fue su
horizonte. El silencio bondadoso de San José fue el espejo donde se miró. Por
ello, aquella tarde en que se descubrió la hermosa estatua de San José en el
Colegio de Aguilar, en medio de encendidos discursos, bendiciones y banderines
al viento, fue una de las más felices de su vida. Misión cumplida, podría haber
escrito en su Diario. En la oración de completas de aquella noche del 2 de mayo
de 1971 pudo rezar con verdadera confianza filial: “Nunc dimittis”. “Ahora,
Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y así
fue, en cierta forma. Faltaban menos de seis meses para “irse en paz”.
San José es otro
de sus grandes amores. Escribe en sus
apuntes: “Oh San José… aumenta en mí una fe viva hacia la
Eucaristía y un amor filial a la Virgen santísima”. “Jesús, sed mi luz. Oh María, sed mi esperanza. Oh San José, sed mi
refugio”.
El
Hermano Juan que tanto amaba a la Virgen, comprendió muy bien, como Santa
Teresa de Ávila, que el mejor camino para llegar a la Virgen era el culto a San
José. Veía en San José el modelo perfecto del religioso: “Oh San José, que viva mi fe, una fe convencida como la has vivido tú,
como la has practicado tú... Haz que viva una vida similar a la tuya, sobretodo
en la humildad... ayúdame a ser santo en el ejercicio dela caridad... Querido
San José, que santifique siempre mi trabajo bajo tu mirada y la mirada de Jesús
y María”.
Un modelo de
santidad al alcance de todos como escribe en la carta “San
José, hombre de buena voluntad”, enviada a los hermanos legos
guanelianos: “Observemos la vida de San José. No ha hecho cosas extraordinarias, pero
ha hecho las cosas ordinarias de modo extraordinario. Aquí está encerrada toda
su santidad. Hermano, tú que por vocación estás llamado a la santidad, intenta
traducir en la práctica el mensaje que nos sugiere San José: Oh Siervo de la
caridad, ¿quieres ser santo? Ten siempre tanta buena voluntad”.
¿Qué
pedía el hermano Juan a san José?
Un
poco de todo. Por un lado, cosas elevadas y espirituales: la santidad, la fe,
la cercanía a Jesús y a María, el amor por la humildad, el silencio. Pero
también cosas más prácticas. Cuando le encomiendan en España la economía del
Colegio de Aguilar, le pide a San José que sea él el ecónomo, porque no se
siente preparado para una tarea tan complicada como la de llevar las cuentas
del colegio. Le pide, asimismo, que sea guardián del colegio.
Y
le pide algo también muy peregrino, que casi nos hace sonreír: “Échame una
mano con el español, porque me cuesta y lo necesito”. Así que Juan, sin
saberlo, convierte a San José en Patrón de las Escuelas de Idiomas y de los
traductores. Y casi tiene su lógica. San José tuvo que hacer frente a un idioma
extranjero cuando huyó de Belén. ¿Cómo se las arreglaría san José para entender
y hacerse entender en Egipto con sus jeroglíficos y su enrevesado idioma?.
Y a San José se encomienda cuando arranca el coche y empieza sus largas
jornadas por carreteras mal parcheadas, que se volvían intransitables en
mañanas de hielo y nieve. En una ocasión estuvo a punto de precipitarse al
vacío: “Muchas gracias, San José, por habernos
protegido de un peligro grande en la excursión que hicimos hace una semana por
la zona de Asturias. Conmigo estaban el padre José Cantoni y los hermanos Pedro
Tomasetti y Juan Bernasconi. De noche, a una velocidad de unos 70 kilómetros
por hora, en una recta, vimos que de repente la carretera se cortaba. El P.
José exclamó “¡dónde vamos!”. Yo pisé el freno todo lo que pude. El coche
derrapó, pero se detuvo al borde del precipicio”.
Pero
su petición más insistente eran las vocaciones a la vida religiosa y al
sacerdocio, especialmente durante el período trascurrido en España: “Oh querido santo,
multiplicad y santificad a los seminaristas presentes y a los que vendrán a
vivir en vuestra casa”. No podía llevar otro nombre el primer seminario en España que el de San
José. Buscar y rezar por las vocaciones fue una misión
constante durante toda su vida y más alla´: “Cuando llegue al
paraíso intentaré ayudaros (San José) en este apostolado: suscitar muchas y
buenas vocaciones”.
¡Cuánto trabajó para vivir y difundir
la devoción a San José!: “Hablaré a todos
siempre de tu protección y de tu poder”.
Iba repartiendo estampas a los que
encontraba y regalando cuadros de San José para que los colgasen en sus habitaciones.
También la cocina del Colegio San José de Aguilar estaba bajo la mirada del
santo, excepto en una ocasión, precisamente el día de su fiesta, 19 de marzo. Bajó
a la cocina y vio el cuadro de San José dado la vuelta contra la pared. La
ocurrencia había sido de la hermana cocinera, sor Clelia, enfadada porque se le
había quemado la tarta que había preparado con todo cariño para los invitados.
Cuentan que el Hermano Juan se ofendió mucho y que, casi con lágrimas en los
ojos, le dijo que aquello no estaba bien; dio la vuelta al cuadro y le sugirió
que hiciera otra tarta y que ya vería lo rica que le saldría.
No podemos terminar este apartado sin
mencionar otra de las tareas importantes confiadas a San José: la salvación de
los agonizantes. A tal fin, San Luis Guanella había fundado la Asociación de la
Pía Unión del Tránsito de San José a la que el Hermano Juan se había inscrito
al comienzo de su vida religiosa. Durante su estancia en Roma, acudía con
frecuencia a su templo titular, en el barrio del Trionfale, para ofrecer
oraciones y sacrificios por la salvación de aquellos que se encontraban a las
puertas de la muerte. Manifestó gran alegría cuando supo que la Pía Unión había
arraigado en España y que, aunque diezmada durante los turbulentos años treinta
del siglo XX, volvía a florecer poco a poco. Soñaba ya con una sede nacional en
Madrid, para la cual trabajó ilusionadamente, aunque sus ojos no vieron ese
momento, ya que la sede fue abierta pocos años después de su muerte.
También para él mismo pedía una buena
muerte: “Oh mi querido
patrón San José, ayúdame a prepararme en cada instante a una buena muerte...
Haz que cada día me desprenda más de las cosas y de los afectos terrenales para
desear unicamente el paraíso”.
En una línea del Diario está escrito esto: “Contemplo el camino de San
Jose: no hablar sino obrar”
4.- Luis Guanella: modelo de servicio y
caridad
Cuando en 1933, Juan Vaccari entra
en los Siervos de la Caridad, Luis Guanella hacía tan solo 18 años que había
muerto. Su memoria aún estaba fresca. Cohermanos y asistidos en las casas mantenían
vivos sus gestos y sus palabras. Y cada uno tenía su pequeño ‘evangelio’ del
Fundador y Padre. Su sucesor, Don Mazzucchi, se había lanzado a una inmensa
tarea de recopilación y síntesis de la biografía. En este ambiente guaneliano de
‘ya no, pero aún todavía’, vive el Hermano Juan.
La devoción y el amor a Don Guanella
fueron creciendo de año en año, desde ese 20 de octubre de 1933 en que por
primera vez puso los pies en la casa guaneliana de Fara Novarese. No fue un
estudioso del Fundador, ni se acercó a él con espíritu científico para
escudriñar sus escritos y aprehender los rasgos esenciales de su
espiritualidad. El fue un simple trabajador en la viña guaneliana, un imitador,
un hijo fiel que siguió, a pocos pasos de distancia, al Fundador. Por eso en su
testamento, pudo decir: “Quisiera morir
en la Fe Católica, Apostólica y Romana, como hijo de mi Santo Fundador, el
Siervo de Dios Luis Guanella”.
Es más, emplea un adjetivo un poco sorprendente para
referise a su pertenencia a los Siervos
de la Caridad: “Amar y honrar mi vocación. Me siento supercontento de
pertenecer a la querida Congregación de los Siervos de la Caridad”.
Casi siempre que reza a Luis Guanella es para pedirle
que haga de él un buen siervo de la caridad. La unión de estos dos palabras, servicio
y caridad, dicen mucho del hermano Juan. Su vida fue servir y amar.
En los años en que estuvo al servicio del cardenal
Micara, en cuanto tenía un minuto dejaba el Palacio de la Cancillería y
marchaba raudo a una de las casas guanelianas de Roma, especialmente en medio
de los buenos hijos y de los ancianos de Via Aurelia Antica, pero también a la
basílica de San José del Trionfale.
La distancia aumentaba la melancolía por el hogar guaneliano: “Dentro de unos días, volveré a mi casa de Barza”. En sus años de ‘exilio romano’ (y no es una figura retórica. El hermano Juan fue un migrante, un exiliado, un refugiado en el Palacio de la Cancillería en Roma), nunca se olvidó de que su verdadera patria era ‘Casa Guanella’: “Por fin, podré vivir, por algún tiempo, la vida de comunidad y tendré la posibilidad de estar cerca de los superiores, los hermanos guanelianos y los bienhechores”. Y también, al abandonar la casa guaneliana de Barza, después de unos días de vacaciones y regresar a sus ocupaciones junto al cardenal, escribe: “He de reconocer, que este periodo junto a los cohermanos me ha dado mucha fuerza. Un gracias a ti, Madre mía Celeste, por otorgarme esta gracia. Te pido que bendigas y consueles a mis superiores por haberme concedido este favor”.
La Casa Madre de Como, donde está la tumba de Luis Guanella, es un oasis, un remanso, el lugar donde los hijos pueden sentir más de cerca la presencia del padre que vigila su sueño y alienta sus trabajos. Allí, junto a su cuerpo, se siente la culpa por el mal y el anhelo por el bien: “Me he acercado hasta la capilla donde se encuentran los restos mortales del Venerable Fundador. Y allí, en soledad, me he quedado durante mucho tiempo rezando y llorando. Sí, oh Don Luis, he llorado de emoción, de arrepentimiento y de súplica. Oh, Don Luis, verdaderamente santo, tu conoces mi fragilidad y mis miserias. Ayúdame a ser un siervo de la caridad cada vez más digno de ti” (Diario, 3-10-64).
Las jaculatorias a Luis Guanella se suceden en su
diario. “Oh, Don Luis Guanella, mi
Venerable Padre, acuérdate de mi y bendice toda toda tu gran obra y suscita
santas vocaciones”. Y se agolpan las súplicas: “Oh Luis, santo, haz que, en todos nosotros, tus hijos, penetre el
espíritu de genuina caridad, de sumisión, de obediencia, de pobreza, de sacrificio,
de pureza y de entrega absoluta de nuestras voluntades a la de Dios. Oh Don
Luis, asiste, asiste a la Congregación, tuya
y nuestra; aleja de ella el espíritu de rebelión y llénanos del fervor
por el sacrificio y por la santidad” (Diario 3-10-64).
Con alegría vive los días previos a
la ceremonia de Beatificación que tuvo lugar en Roma el 24 de octubre de 1964: “Aquí estoy, Madre mía, para daros las
gracias por formar parte de la querida Congregación de vuestro devotísimo hijo
luis Guanella, que dentro de unos días será beatificado”. “De hoy en una
semana, en la fiesta de Cristo Rey, tendrá lugar la Beatificación, en San Pedro,
del gran Apóstol de la Caridad, Don Luis Guanella”.
Inseparable de su devoción a Luis Guanella es el amor
a la Congregación. Reiterada, casi monótona, suplica al Señor para que asista y
para que bendiga a sus superiores. Esta petición resulta, cuando menos,
llamativa en una momento en que el principio de autoridad empezaba a contestarse
y a resquebrajarse: “Oh, Madre mía, bendice
a mis queridos superiores”. “Ha sido elegido como Superior General Don Armando
Budino. Oh, María, ayúdale, ilumínale y consuélale en la ardua empresa que le
han encomendado” (Diario 15-8-64).
Cada ocasión para dar a conocer la figura del Fundador es buena y debe ser aprovechada. Así, con alegría anota en su Diario que, al finalizar los Ejercicios Espirituales en Nanclares ha podido hablar a todos los participantes sobre Don Guanella: “Ayer, he dado a conocer a nuestro Beato, para lo cual he hablado de algunos rasgos de su espíritu”.
Y siempre una oración constante en sus labios, anotada
decenas de veces en su Diario y en sus cartas: “Hazme un digno siervo de la caridad, humilde, paciente, caritativo y
obediente”.
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