LA OPCIÓN GUANELIANA
10.- La alegría de los
borriquillos.
Ponerse al servicio del
otro con palangana y toalla.
“Quien camina con Dios, viaja alegre”
(L.G.)
“Dios nos libre de los santos encapotados”. Y con esta expresión llena de humor
de Teresa de Jesús, nos adentramos
en el terreno de la alegría. Las imágenes que la Historia y la Iglesia nos han
transmitido de los santos son de una gravedad y de una seriedad que poco
invitan a la imitación.
A don Guanella, escasamente
fotogénico, tampoco le han favorecido mucho las fotografías. Tendía a entornar
un poco los ojos; si a eso añadimos la seriedad de la sotana negra, el rostro
adusto, la gravedad en la pose, podríamos tener la sensación de que era un “santo
encapotado”. Carlo Lapucci se dedicó
a recopilar anécdotas de su vida, muchas de las cuales nos hacen sonreír
suavemente. Repasando fotografías en blanco y negro, solo he visto una en la
que se muestra contento y espontáneo. Fue tomada en su viaje a Tierra Santa. Se
había dejado crecer la barba, y en la foto se le ve feliz rodeado de un grupo
de muchachos árabes.
“Borriquillos” llamaba Luis Guanella
a sus religiosos. Y lo hacía con gracia y humor. Los quería serviciales,
humildes, cansados después de un día de duro trabajo, y agradecidos y contentos.
El borriquillo es el animal de carga, que trabaja y trabaja, que llega a la
cuadra deslomado, tras una larga jornada en el campo o atado a la noria. Es a
ese trabajo insignificante pero utilísimo, a veces mal correspondido, a ese
cansancio diario, a esa servicialidad sin peros, a esa humildad, a la que
apuntaba Luis Guanella cuando llamaba ‘borriquillos’ a sus frailes.
Por una idea equivocada, asociamos la
santidad a una seriedad de funeral. Y sin embargo, los santos, a pesar de la austeridad,
los sacrificios y la disciplina interior, han conocido, como ninguno, la
verdadera alegría. Y estos por dos motivos: Uno: por su libertad de espíritu
conseguida con su desapego de las cosas, con su independencia de las personas y
con su autodominio. Y dos: han comprendido que Jesús ha traído una buena
noticia, un novum, un tesoro. Su
contento y su alegría interior vienen de este descubrimiento. La alegría
siempre es compatible con la cruz.
Jesús es invitado a unas bodas. Es
una celebración jubilosa. Pero falta el vino. Unos novios poco previsores o
unos invitados con afición a empinar el codo han provocado que el vino se
agote. Jesús sabe que para saciar la sed, basta el agua; en cambio, para saciar
el corazón, el agua no basta. Jesús con este milagro, nada espiritual, nada
místico, viene a decirnos que Él está en medio de nosotros como aquel que
multiplica las alegrías de los hombres. El milagro más ‘mundano’ de los
milagros da inicio a la vida pública de Jesús. El mundo, como bellamente ha
dicho Merleau-Ponty, es el cuerpo ensanchado del hombre. Jesús bendice la
alegría de cada ser humano y del mundo. Si uno cierra los ojos y escucha
‘Jesús, alegría de los hombres’, de Johann
Sebastian Bach, llega a percibir a qué alegría me estoy refiriendo.
Tomás Moro,
que había conocido directamente el más alto poder y que le tocó vivir en un
momento de gran tensión en Inglaterra, no se olvidaba de rezar cada día
pidiendo al Señor un poco de humor:
Dame, Señor, el sentido del
humor.
Concédeme la gracia de
comprender las bromas,
para que conozca en la vida un
poco de alegría y
pueda comunicársela a los
demás.
Pero este mundo nos llama a engaño. Y
todos notamos que la alegría se vende, normalmente cara, y que la alegría
procede de algo externo. Una alegría que se puede comprar en el supermercado del
alcohol, la comida gourmet, la bebida gran reserva, la música estridente, los
viajes a las antípodas, el sexo de barra libre… En fin, una alegría organizada,
programada y pagada.
Y sin embargo, sabemos que la
alegría, la profunda y la duradera, la llevamos dentro, como un rescoldo que
solo necesita ser reavivado. Por eso, la alegría no está reñida con la
austeridad. Es más, la verdadera alegría brota de las cosas sencillas, de las
cosas ordinarias; brota, sobre todo, de la libertad interior y del espíritu de
servicio. Y, además, para un creyente –y lo sabemos desde el momento del
nacimiento de Jesús- procede de una buena noticia. Es la alegría de quien sabe
que no le “faltará el vino” en su existencia. Es la alegría de quien tiene la
certeza de que en la barca hay un buen timonel que nos asegura un buen trayecto,
no obstante el oleaje y la tormenta.
La alegría procede también de nuestra
propia conciencia de lo poco que somos. Reírse de uno mismo, reírse de nuestras
pretensiones grandilocuentes. Y ser capaces de mirar y admirar en la vida tantos gestos de bondad, de verdad y
de belleza. Mostrarse agradecidos, vivir enraizados en la gratitud, es un
pasaporte para la alegría.
Cuando
verdaderamente tenemos sed, solo un vaso de agua nos la puede saciar. Cuando
verdaderamente tenemos hambre, solo un trozo de paz es necesario. Solo cuando
hemos trabajado todo el día como borriquillos, un saco de paja puede ser el
mejor colchón. En el momento de mayor angustia, un abrazo logra arrancarnos todo
nuestro dolor.
Después de haber catado todos los
vinos y paladeado todos los platos. Después haber leído todos los libros, como
decía Mallarmé. Después de haber perdido la cuenta del número de amantes de unos veranos que creíamos que iban
a ser para siempre. Después de habernos bañado en todos los mares, visto todas
las ciudades y bailado en todas las fiestas…. Y después de haber vuelto de todas estas experiencias más aburridos y más insatisfechos…
ahora es el momento de volver a la insipidez del pan y de la leche, al
atardecer gratuito, a los cuatro amigos que ya no nos deslumbran, pero que son
los únicos que nos dicen la verdad, ese regalo impagable que sólo te dan tus
padres y cuatro amigos a lo largo de una existencia de más de 80 años.
Cuando don
Guanella llegó de párroco a Pianello Lario le había precedido ya la mala fama
de cura exaltado. La pequeña comunidad de monjas que ayudaba a huérfanas y
ancianos estaba sobre aviso: “Ojito con este pájaro”, se decían. Pero un día
sor Marcellina Bosatta tuvo que ir a
llevarle un recado. Llegó justo en el momento en que Don Guanella estaba
comiendo una ensalada. Cuando sor Marcellina regresó a su casa, reflexionó: “un cura que come una ensalada sin aliñar
con los dedos, no puede ser un tipo peligroso”.
Y es verdad que el lujo de una casa o
de una mesa nos puede deslumbrar, pero sólo la austeridad (¡la pobreza!) nos
ilumina. En el fondo admiramos a esas personas que, no por necesidad, sino por
opción personal, prefieren la sencillez de las costumbres, la moderación, la
sobriedad y la austeridad.
Cuando Teresa de Jesús fue a visitar
a la duquesa de Alba en su palacio, la monja que la acompañaba le comentó si se
había fijado en la cantidad de muebles, lámparas, alfombras, vajillas, tapices,
relojes, cuadros que tenía la duquesa. Teresa, con esa contundencia castellana de
mujer sabia y recia, le contestó: “las
necesitará”. Y en este “las necesitará” es donde se encuentra la clave de
nuestra personalidad. Si cualquier día, para estar medianamente felices, necesitamos
acumular cosas y amontonar experiencias… es que en realidad somos muy pobres. Ahí nos jugamos todo en nuestra vida. Una
efímera felicidad seguida de episodios de desdicha. O una serena existencia,
apacible, sin sobresaltos, y sin altibajos. No es más pobre el que menos tiene,
sino el que menos necesita.
Hay alegría en ese Luis Guanella al que sor Marcelina
descubre un día comiendo cuatro hojas de lechuga con los dedos. Y también
cuando dice al ama de cura del anterior párroco, don Coppini, en Pianello
Lario: “con un poco de polenta y un trozo
de queso, tengo bastante”. O cuando con una viga de madera tirada en la
escombrera se hizo un pupitre y un taburete que le sirvieron de escritorio
durante 7 años, y donde redactaría un montón de folletos para formar a sus
sencillos feligreses. Hay alegría el día en que invita a un cochero que juraba
como un carretero a una sopa en su casa. Hay alegría cuando, desde Tierra
Santa, escribe: “ayer el burro en el que
viajaba dio una coz y me tiró al suelo. No me hice nada. Se ve que el burro que
iba encima era más burro aún”. Hay humor cuando le comenta al Papa: “La señora no sé cuántos me ha dado 10.000
liras para la nueva parroquia. Imagino que el Papa no va a ser menos que esa señora”.
Hay alegría cuando, tras declararse un pequeño incendio en una sala, pide a un
chico disminuido que vaya a por agua. A este no se le ocurre otra cosa que ir a
la cocina y coger la primera garrafa que vio. Era vino. Cuando Luis Guanella se
dio cuenta, le dijo: “El fuego ya está
apagado; anda, baja a por unos vasos a la cocina y vamos a un beber un trago
que nos ha entrado sed”.
Cada vez que la melancolía me invade,
intento que en mi corazón resuene el consejo de Sancho Panza a Alonso Quijano:
“Señor
mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo”.
Don Quijote de la Mancha, entre otras muchísimas cosas, es un canto a la
alegría, a la risa y al buen humor, sin los cuales el alma humana se agosta y
seca. Ya en su prólogo, Miguel de Cervantes declara que su intención, al
escribir esta historia es que “el melancólico se mueva a risa, el risueño
la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención,
el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.
La auténtica alegría tiene que ver con
el espíritu de servicialidad, con el deseo de facilitar un poco la vida al
otro. Jesús la resumió en un gesto: el lavatorio de los pies. Quien se pone al
servicio de los demás, para hacer al semejante la vida más llevadera conocerá
una alegría íntima que nunca paladearán los poderosos y los egocéntricos. Por
eso, Luis Guanella quiso que sus seguidores se llamasen ‘siervos de la
caridad’. “El que quiera ser grande entre
vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros,
que sea vuestro esclavo”, leemos en Mateo, 20.
La política de la palangana y la
toalla es el gesto que rompe en su propio núcleo la lógica del mundo y sus
opresoras estructuras. Quien, de forma voluntaria, se arrodilla para lavar los
pies al más necesitado de los seres humanos, hace saltar en mil añicos los
cimientos de este mundo. Del encuentro entre el cuerpo que se dobla para lavar
los pies y el cuerpo que, sentado, recibe el agua y siente la mano que lo
limpia, nace todo encuentro humano. El cuerpo es, así, “el mediador de todo
encuentro” (Gabriel Marcel). “Sin el cuerpo el hombre no puede tan siquiera
expresar una oración”, decía Hildegarda von Bingen. El lavatorio de los pies es
siempre una oración. El otro Padrenuestro que nos enseñó Jesús de Nazaret.
Próximo domingo: Cap. 11. ¡Adiós, Val Calanca!
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