domingo, 16 de mayo de 2021

La alegría de los borriquillos

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

10.- La alegría de los borriquillos.

Ponerse al servicio del otro con palangana y toalla.

“Quien camina con Dios, viaja alegre” (L.G.)

 


“Dios nos libre de los santos encapotados”. Y con esta expresión llena de humor de Teresa de Jesús, nos adentramos en el terreno de la alegría. Las imágenes que la Historia y la Iglesia nos han transmitido de los santos son de una gravedad y de una seriedad que poco invitan a la imitación.

A don Guanella, escasamente fotogénico, tampoco le han favorecido mucho las fotografías. Tendía a entornar un poco los ojos; si a eso añadimos la seriedad de la sotana negra, el rostro adusto, la gravedad en la pose, podríamos tener la sensación de que era un “santo encapotado”. Carlo Lapucci se dedicó a recopilar anécdotas de su vida, muchas de las cuales nos hacen sonreír suavemente. Repasando fotografías en blanco y negro, solo he visto una en la que se muestra contento y espontáneo. Fue tomada en su viaje a Tierra Santa. Se había dejado crecer la barba, y en la foto se le ve feliz rodeado de un grupo de muchachos árabes.

“Borriquillos” llamaba Luis Guanella a sus religiosos. Y lo hacía con gracia y humor. Los quería serviciales, humildes, cansados después de un día de duro trabajo, y agradecidos y contentos. El borriquillo es el animal de carga, que trabaja y trabaja, que llega a la cuadra deslomado, tras una larga jornada en el campo o atado a la noria. Es a ese trabajo insignificante pero utilísimo, a veces mal correspondido, a ese cansancio diario, a esa servicialidad sin peros, a esa humildad, a la que apuntaba Luis Guanella cuando llamaba ‘borriquillos’ a sus frailes.

Por una idea equivocada, asociamos la santidad a una seriedad de funeral. Y sin embargo, los santos, a pesar de la austeridad, los sacrificios y la disciplina interior, han conocido, como ninguno, la verdadera alegría. Y estos por dos motivos: Uno: por su libertad de espíritu conseguida con su desapego de las cosas, con su independencia de las personas y con su autodominio. Y dos: han comprendido que Jesús ha traído una buena noticia, un novum, un tesoro. Su contento y su alegría interior vienen de este descubrimiento. La alegría siempre es compatible con la cruz.

Jesús es invitado a unas bodas. Es una celebración jubilosa. Pero falta el vino. Unos novios poco previsores o unos invitados con afición a empinar el codo han provocado que el vino se agote. Jesús sabe que para saciar la sed, basta el agua; en cambio, para saciar el corazón, el agua no basta. Jesús con este milagro, nada espiritual, nada místico, viene a decirnos que Él está en medio de nosotros como aquel que multiplica las alegrías de los hombres. El milagro más ‘mundano’ de los milagros da inicio a la vida pública de Jesús. El mundo, como bellamente ha dicho Merleau-Ponty, es el cuerpo ensanchado del hombre. Jesús bendice la alegría de cada ser humano y del mundo. Si uno cierra los ojos y escucha ‘Jesús, alegría de los hombres’, de Johann Sebastian Bach, llega a percibir a qué alegría me estoy refiriendo.

Tomás Moro, que había conocido directamente el más alto poder y que le tocó vivir en un momento de gran tensión en Inglaterra, no se olvidaba de rezar cada día pidiendo al Señor un poco de humor:

Dame, Señor, el sentido del humor.

Concédeme la gracia de comprender las bromas,

para que conozca en la vida un poco de alegría y

pueda comunicársela a los demás.

 

Pero este mundo nos llama a engaño. Y todos notamos que la alegría se vende, normalmente cara, y que la alegría procede de algo externo. Una alegría que se puede comprar en el supermercado del alcohol, la comida gourmet, la bebida gran reserva, la música estridente, los viajes a las antípodas, el sexo de barra libre… En fin, una alegría organizada, programada y pagada.

Y sin embargo, sabemos que la alegría, la profunda y la duradera, la llevamos dentro, como un rescoldo que solo necesita ser reavivado. Por eso, la alegría no está reñida con la austeridad. Es más, la verdadera alegría brota de las cosas sencillas, de las cosas ordinarias; brota, sobre todo, de la libertad interior y del espíritu de servicio. Y, además, para un creyente –y lo sabemos desde el momento del nacimiento de Jesús- procede de una buena noticia. Es la alegría de quien sabe que no le “faltará el vino” en su existencia. Es la alegría de quien tiene la certeza de que en la barca hay un buen timonel que nos asegura un buen trayecto, no obstante el oleaje y la tormenta.

La alegría procede también de nuestra propia conciencia de lo poco que somos. Reírse de uno mismo, reírse de nuestras pretensiones grandilocuentes. Y ser capaces de mirar y admirar  en la vida tantos gestos de bondad, de verdad y de belleza. Mostrarse agradecidos, vivir enraizados en la gratitud, es un pasaporte para la alegría.

            Cuando verdaderamente tenemos sed, solo un vaso de agua nos la puede saciar. Cuando verdaderamente tenemos hambre, solo un trozo de paz es necesario. Solo cuando hemos trabajado todo el día como borriquillos, un saco de paja puede ser el mejor colchón. En el momento de mayor angustia, un abrazo logra arrancarnos todo nuestro dolor.

Después de haber catado todos los vinos y paladeado todos los platos. Después haber leído todos los libros, como decía Mallarmé. Después de haber perdido la cuenta del número de  amantes de unos veranos que creíamos que iban a ser para siempre. Después de habernos bañado en todos los mares, visto todas las ciudades y bailado en todas las fiestas…. Y después de haber vuelto de  todas estas experiencias más aburridos y más insatisfechos… ahora es el momento de volver a la insipidez del pan y de la leche, al atardecer gratuito, a los cuatro amigos que ya no nos deslumbran, pero que son los únicos que nos dicen la verdad, ese regalo impagable que sólo te dan tus padres y cuatro amigos a lo largo de una existencia de más de 80 años.

            Cuando don Guanella llegó de párroco a Pianello Lario le había precedido ya la mala fama de cura exaltado. La pequeña comunidad de monjas que ayudaba a huérfanas y ancianos estaba sobre aviso: “Ojito con este pájaro”, se decían. Pero un día sor Marcellina Bosatta tuvo que ir a llevarle un recado. Llegó justo en el momento en que Don Guanella estaba comiendo una ensalada. Cuando sor Marcellina regresó a su casa, reflexionó: “un cura que come una ensalada sin aliñar con los dedos, no puede ser un tipo peligroso”.

Y es verdad que el lujo de una casa o de una mesa nos puede deslumbrar, pero sólo la austeridad (¡la pobreza!) nos ilumina. En el fondo admiramos a esas personas que, no por necesidad, sino por opción personal, prefieren la sencillez de las costumbres, la moderación, la sobriedad y la austeridad.

Cuando Teresa de Jesús fue a visitar a la duquesa de Alba en su palacio, la monja que la acompañaba le comentó si se había fijado en la cantidad de muebles, lámparas, alfombras, vajillas, tapices, relojes, cuadros que tenía la duquesa. Teresa, con esa contundencia castellana de mujer sabia y recia, le contestó: “las necesitará”. Y en este “las necesitará” es donde se encuentra la clave de nuestra personalidad. Si cualquier día, para estar medianamente felices, necesitamos acumular cosas y amontonar experiencias… es que en realidad somos muy pobres.  Ahí nos jugamos todo en nuestra vida. Una efímera felicidad seguida de episodios de desdicha. O una serena existencia, apacible, sin sobresaltos, y sin altibajos. No es más pobre el que menos tiene, sino el que menos necesita.

Hay alegría en ese Luis Guanella al que sor Marcelina descubre un día comiendo cuatro hojas de lechuga con los dedos. Y también cuando dice al ama de cura del anterior párroco, don Coppini, en Pianello Lario: “con un poco de polenta y un trozo de queso, tengo bastante”. O cuando con una viga de madera tirada en la escombrera se hizo un pupitre y un taburete que le sirvieron de escritorio durante 7 años, y donde redactaría un montón de folletos para formar a sus sencillos feligreses. Hay alegría el día en que invita a un cochero que juraba como un carretero a una sopa en su casa. Hay alegría cuando, desde Tierra Santa, escribe: “ayer el burro en el que viajaba dio una coz y me tiró al suelo. No me hice nada. Se ve que el burro que iba encima era más burro aún”. Hay humor cuando le comenta al Papa: “La señora no sé cuántos me ha dado 10.000 liras para la nueva parroquia. Imagino que el Papa no va a ser menos que esa señora”. Hay alegría cuando, tras declararse un pequeño incendio en una sala, pide a un chico disminuido que vaya a por agua. A este no se le ocurre otra cosa que ir a la cocina y coger la primera garrafa que vio. Era vino. Cuando Luis Guanella se dio cuenta, le dijo: “El fuego ya está apagado; anda, baja a por unos vasos a la cocina y vamos a un beber un trago que nos ha entrado sed”.

Cada vez que la melancolía me invade, intento que en mi corazón resuene el consejo de Sancho Panza a Alonso Quijano: “Señor mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo”. Don Quijote de la Mancha, entre otras muchísimas cosas, es un canto a la alegría, a la risa y al buen humor, sin los cuales el alma humana se agosta y seca. Ya en su prólogo, Miguel de Cervantes declara que su intención, al escribir esta historia es que “el melancólico se mueva a risa, el  risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.

La auténtica alegría tiene que ver con el espíritu de servicialidad, con el deseo de facilitar un poco la vida al otro. Jesús la resumió en un gesto: el lavatorio de los pies. Quien se pone al servicio de los demás, para hacer al semejante la vida más llevadera conocerá una alegría íntima que nunca paladearán los poderosos y los egocéntricos. Por eso, Luis Guanella quiso que sus seguidores se llamasen ‘siervos de la caridad’. “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”, leemos en Mateo, 20.

La política de la palangana y la toalla es el gesto que rompe en su propio núcleo la lógica del mundo y sus opresoras estructuras. Quien, de forma voluntaria, se arrodilla para lavar los pies al más necesitado de los seres humanos, hace saltar en mil añicos los cimientos de este mundo. Del encuentro entre el cuerpo que se dobla para lavar los pies y el cuerpo que, sentado, recibe el agua y siente la mano que lo limpia, nace todo encuentro humano. El cuerpo es, así, “el mediador de todo encuentro” (Gabriel Marcel). “Sin el cuerpo el hombre no puede tan siquiera expresar una oración”, decía Hildegarda von Bingen. El lavatorio de los pies es siempre una oración. El otro Padrenuestro que nos enseñó Jesús de Nazaret.

 


 

Próximo domingo: Cap. 11. ¡Adiós, Val Calanca!

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