LA OPCIÓN GUANELIANA
11. ¡Adiós, Val Calanca!
Estupor ante la naturaleza
y la necesidad de decrecer para una economía sostenible.
“No es extraño que, ante estos paisajes grandiosos, enmudezcamos; no es
extraño que hasta los más bellos monumentos creados por el hombre, parezcan
pequeños” (L.G.)
Envejecemos el día en que se apaga el estupor y la maravilla en nuestra mirada. Envejecemos el día que nos crecen las cataratas en el alma y perdemos la capacidad de sorprendernos ante la belleza de la naturaleza o la bondad de los hombres.
Pocos meses antes de morir, Luis
Guanella visita Val Calanca, en la llamada Suiza italiana, donde años atrás
había fundado una comunidad. El cura que lo acompaña, al pasar delante de la
iglesia, hace ademán de entrar para rezar ante el Santísimo, pero Luis Guanella
le coge del brazo: “Permanezcamos aquí
fuera; sentémonos en este banco y contemplemos el valle”. Al volver a casa,
aún extasiado por la belleza del paisaje, dio rienda suelta a su vena poética y
a su estupor delante de la creación:
“Adiós, Val Calanca. Me has permitido admirar la garganta por donde
transcurre el río que te da nombre. Me has hecho ver la riqueza de tus bosques,
la poesía de tus verdes prados en pendiente, y has puesto delante de mí los
feraces pastos de tus montes. He gustado el taciturno silencio de este estío y
he podido admirar esa majestad de Dios que se manifesta in montibus, su bondad,
su admirable Providencia. Ante la grandeza de tu valle, el peregrino se siente
como perdido”.
“Adiós, Val Calanca, te saludo con anhelo de volverte a ver. Quisiera
seguir admirando la variedad de tus riquezas minerales, vegetales y animales.
Quisiera saludar uno a uno a tus privilegiados moradores, y, si me lo permites,
invitar a todos a sumar virtud a virtud”.
Si hay algún problema actual sobre el
que la mayoría de la humanidad está de acuerdo es la crisis del cambio climático.
En las últimas décadas hemos ido comprobando el deterioro de los ecosistemas y
de los océanos. La capa de ozono y la contaminación provocan o agravan muchas
enfermedades. Los polos se derriten y aumenta el nivel del mar. A pertinaces sequías,
suceden grandes tormentas que arrasan con todo en pocas horas. Hay tornados
donde no los había habido nunca. Y hay lluvias escasas donde siempre había diluviado.
Los inviernos se acortan y los veranos se alargan. Las selvas disminuyen de día
en día y la desertización de amplias zonas es ya una realidad a las puertas de
nuestro asfalto y de nuestras ciudades. El crecimiento económico sin límites y la
explotación abusiva de los recursos naturales solo pueden llevarnos a un
colapso planetario. Un consumismo irresponsable y una pésima distribución de
los bienes nos conducen hacia nuevas injusticias y nuevos sufrimientos.
Don Guanella era un montañés, nacido
y crecido en medio de una naturaleza áspera, auténtica y bella. De pequeño
subía con su guadaña a segar la hierba de los prados que luego bajaba hasta el
henil en su cuévano. Unos surcos de maíz o de patatas, la recogida de hierbas
aromáticas para hacer infusiones medicinales o para elaborar aguardiente, el
pequeño huerto de coles y berzas que ayudaba a pasar el invierno, cuatro
gallinas, una colmena, un cerdo. La agricultura de subsistencia formaba parte
de la vida y ocupaba a todos los miembros de la familia. Vivir era subsistir.
La naturaleza no era solo una estampa hermosa sino también la madre nutricia
que procuraba comida para hombres y bestias. Todo se aprovechaba y
reaprovechaba.
Fraciscio. Las montañas, las nieves
perpetuas, los enhiestos abetos, los arroyos juguetones, las luminarias en el
firmamento que titilaban en las noches heladas, los prados por doquier, las
estrellas alpinas en la montaña que admiraban a pequeños y grandes, el torrente
Rabbiosa, del que don Guanella decía, disculpándose, haber heredado su
impetuosidad, nos hablan de una vida en contacto con la madre naturaleza que,
al igual que la Historia, es maestra de vida. No es la ecología de postureo y
escaparate que el ‘buenismo’ nos intenta colar. Es el verdadero respeto a una
naturaleza que tiene sus propios tiempos y sus propios ritmos. Una naturaleza
que se comporta como madre cuando es respetaba, y como madrastra cuando es
atacada insensatamente.
Ese espíritu rural que respeta la
naturaleza y a la vez le pide frutos abundantes, aunque sin agotarla, ha sido
una constante a lo largo de la historia de las congregaciones fundadas por Don
Guanella. En Aguilar de Campoo, en Roma o en Abor-Ghana, el cultivo de la
tierra y el cuidado de animales eran realidades siempre presentes. El huerto,
los árboles frutales, el gallinero o los cerdos eran, además de un recurso
importante para la economía doméstica, una apuesta por la sencillez de vida,
por el contacto con la tierra que implicaba tanto a religiosos, cuidadores,
educadores, chicos con discapacidad, alumnos…
La opción guaneliana para vivir el
cristianismo en este siglo XXI no puede olvidar sus raíces rurales, su contacto
con la naturaleza, que no es la del turista que mira, sino la del agricultor
sensible y comprometido, que sabe que, en el respeto y el amor a la madre
tierra, se cifra el plato sobre la mesa del mañana.
En su encíclica Caritas
in veritate, Benedicto XVI
afirmaba: “La naturaleza, especialmente en nuestra época,
está tan integrada en la dinámica social y cultural que prácticamente ya no
constituye una variable independiente. La desertización y el empobrecimiento
productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento de
sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y
cultural de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. El
acaparamiento de los recursos, especialmente del agua, puede provocar graves
conflictos entre las poblaciones afectadas. Un acuerdo pacífico sobre el uso de
los recursos puede salvaguardar la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar
de las sociedades interesadas”.
Se tiene la sensación de que las
campañas a favor de la ecología y la sostenibilidad son una manera de maquillar
realidades bien distintas y actividades bastante inconfesables. Al mismo tiempo
que celebramos el día sin coche, los gobiernos dan ayudas para comprar coches
nuevos. Al mismo tiempo que plantamos cuatro árboles a la puerta de un colegio,
se deforestan miles de hectáreas en zonas protegidas; al mismo tiempo que se
suprimen las bolsas de plástico en los supermercados, salimos de ellos con
decenas de envases y envoltorios; al mismo tiempo que hablamos de reciclar y reutilizar,
enviamos decenas de barcos a un país empobrecido con toda nuestra basura
tecnológica; al mismo tiempo que dejamos ropa usada a la puerta de Cáritas,
salimos de otra tienda con dos bolsones de ropa recién comprada.
La pandemia ha servido para darnos
cuenta de que un modelo económico que se base en el consumo enloquecido es
inviable. Para que los países más empobrecidos puedan progresar un poco, es
preciso que los países ricos decidan ‘decrecer’. Cambiar estilos de vida
individuales y colectivos, más cercanos a la austeridad y a la sobriedad, está
plenamente en consonancia con el respeto a la creación y con esa certeza de que
los recursos de la Tierra son finitos. Decrecer es uno de los verbos que
tendremos que aprender a conjugar en el futuro más inmediato, si no queremos
que este mundo se desmorone.
¿Qué hacer si sabemos que los
recursos de la tierra son finitos y la ambición para explotar esos recursos es infinita?
Todo un desafío que atañe a las políticas nacionales e internacionales de los
países más ricos del mundo, pero que incumbe también al comportamiento y a la
actitud ante el consumo de cada individuo. No se trata de decrecer por
decrecer. No se trata de frenar por frenar. Es preciso decrecer en los países
ricos para que los países empobrecidos puedan, como acto de justicia,
incorporarse al tren del progreso sostenible. Decrecer para que las
generaciones venideras no tengan que pagar los platos rotos de este fiestón irresponsable
de “nuestra generación del quiero todo y
lo quiero ahora”.
Francisco en
su encíclica Laudato si escribe: “¿Es realista esperar que quien se obsesiona
por el máximo beneficio se detenga a pensar en los efectos ambientales que
dejará a las próximas generaciones? Siempre habrá gente que acuse de pretender
detener irracionalmente el progreso y el desarrollo humano. Pero tenemos que
convencernos de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo
puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo”.
El pasmo de Luis Guanella ante la
naturaleza es grande, pero hay algo que aún le maravilla más: “El hombre es la obra por excelencia de Dios
aquí en la tierra. El hombre es el himno más bello que se pueda cantar al
Creador”. Tampoco esto puede
ser olvidado en un momento en que diversas corrientes de pensamiento –muy
amplificadas por los media- quieren hacer, de la naturaleza y de los animales,
un absoluto, rebajando así al ser humano de ese ‘plus’ que le otorga el
pensamiento cristiano, y del que debe seguir gozando. El ser humano es “más que algo; es alguien”.
Próximo domingo: Cap. 12. El Papa como Patria. El mundo como Patria
No hay comentarios:
Publicar un comentario