domingo, 23 de abril de 2023

Cap. V – Un campo para sembrar vocaciones. Años 1965-1971 (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

Cap. V – Un campo para sembrar vocaciones. Años 1965-1971.


 Escenario: Aguilar de Campoo (Palencia – Castilla la Vieja (en la actualidad, Castilla y León) – España)

 

Aguilar de Campoo. Las Tuerces y el Cañón de la Horadada atestiguan la presencia del hombre desde hace unos 50.000 años.  En las peñas agujereadas anidaron las águilas, dominaron con su vuelo los cielos límpidos y dieron nombre a esta villa palentina que despide la meseta castellana y anuncia la montaña cántabra.

Vacceos, arévacos, cántabros, romanos, visigodos y pueblos bereberes pasaron por aquí y dejaron sus huellas y sus marcas. En 1255, el propio Alfonso X el Sabio, de paso por Aguilar de Campoo, la declara Villa Realenga. Los Reyes Católicos instituyen el marquesado de Aguilar de Campoo, uno de los primeros de España, para los Fernández Manrique. Y Carlos V, distingue al título con la dignidad de Grandeza de España, la más alta consideración nobiliaria europea, que permite a sus propietarios tutear al Rey, tratarle de primo y no destocarse en su presencia. El propio Emperador, de paso por la Villa, quiso visitar la tumba de Bernardo del Carpio, esforzado y leal caballero, vencedor en Roncesvalles. En los siglos siguientes, la historia de Aguilar de Campoo estará ligada a estos preclaros apellidos, Fernández Manrique, que acogieron en su casa al Emperador Carlos V, y que siguieron con lealtad a sus reyes por las Españas o a los que se encomendaron misiones delicadas en Roma. Por todo ello, sus sepulcros ocupan un lugar de honor en el presbiterio de la imponente colegiata gótica.

A Juan Martín, natural de Aguilar de Campoo, le cupo el honor de haber sido uno de los 236 marineros que participó en la expedición de Magallanes y Juan Sebastián Elcano que dio la primera vuelta al mundo. “Primus circumdedisti me”. Fuiste el primero que me diste la vuelta.

Villa recia e industriosa desde la Edad Media. Un importante barrio judío de callejuelas, mercaderes y prestamistas se vio diezmado con aquel desdichado edicto de 1492. La desamortización del siglo XIX acabó con una buena parte de la grandeza monumental del Monasterio de Santa María, de las Claras e incluso de la propia Colegiata.

En 1881, Eugenio Fontaneda empieza a hacer bizcochos, galletas y chocolates en el obrador de su pequeña panadería. Es el origen de una marca sin la cual no puede entenderse esta Villa. La galleta María, el producto estrella, estaría presente, varias décadas después, en todos los ultramarinos y tiendas de España y en muchos desayunos de los españoles.

El siglo XX es pródigo en acontecimientos: Nace un periódico local, El Águila. Nuevas congregaciones religiosas se asientan: Colegio San Gregorio, Colegio de la Compasión, Colegio San José.  En 1961 concluyen las obras del embalse bajo cuyas aguas quedaron anegadas Villanueva del Río, Frontada o Renedo de Zalina con sus casas, campanarios y cementerios. Solo la imagen querida de la  Virgen del Llano fue salvada a tiempo y entronizada en una nueva capilla.

La modernidad y el trabajo abundante llegarían Aguilar de la mano de la fábrica Fontaneda. A esta marca, se unirían también Galletas Gullón y Galletas Fontibre. Todas ellas convertirían a Aguilar de Campoo en uno de los pueblos más prósperos de España, y único por su característico olor a galletas recién horneadas.

Villa aureolada con un patrimonio artístico fuera de serie: Colegiata  de San Miguel, ermita de Santa Cecilia, castillo medieval, monasterios de Santa Mª la Real y convento de las Madres Claras, casas de los Marqueses de Aguilar, los Velarde, los Marco Gutiérrez, los Villalobo y los Siete Linajes, Puerta de Reinosa, Puerta de Torrejona, Puerta de Tobalina, Paseo Real y Cascajera… Y Villa con fama de inquietudes culturales, de rimbombantes juegos florales poéticos por las fiestas patronales de San Juan, de amantes y amigos del séptimo arte que llenan los cines Campoo y Amor con sus cineforums y con sus sesiones dobles …


En esta Villa de Aguilar de Campoo, al volante de un Fiat 1100, hizo su ingreso un 21 de octubre de 1965 un fraile italiano de 52 años. 

***    

 “Para que compréis caramelos a nuestros buonifigli…”

        Pocas semanas después de la muerte del cardenal Clemente Micara, Juan Vaccari abandona el Palacio de la Cancillería y vuelve a la que él siempre consideró su casa, Barza d’Ispra. Podríamos decir que en esos momentos se queda en ‘paro’. Casi por esas mismas fechas, el sacerdote guaneliano Carlos de Ambroggi aterrizaba en España con la idea de abrir un seminario y un centro para chicos con discapacidad. Después de algún intento fallido en Navarra, el lugar elegido para poner los cimientos de la primera casa guaneliana en España fue la villa palentina de Aguilar de Campoo, en Castilla.

El primer viernes de mayo de 1965, recogido en ejercicios espirituales en Barza d’Ispra y tal vez impresionado por la enfermedad, agonía y muerte del cardenal, Juan Vaccari redacta su Testamento espiritual definitivo. Con anterioridad, en su Diario, había dejado escritas algunas instrucciones respecto a sus bienes: mis libros para los hermanos legos de Barza; mi ropa para la casa San José de Roma; si queda algo de dinero, para los buonifigli. Incluso una vez escribe que “los juegos de cartas y de hacer bromas que se las den a algún seminarista para que alegre a los niños”. Su Testamento definitivo empieza así: “Me postro humillado y arrepentido a vuestros pies crucificados, o Jesús, mi Salvador”. Y el Testamento continúa con altas consideraciones espirituales de petición de perdón por las ofensas hechas, de agradecimiento por todas las gracias recibidas, de invocación de la misericordia de Dios y de María sobre su pobre persona. A continuación escribe un párrafo que tal vez suene desconcertante pero que cuadra perfectamente con su carácter y con su sencilla religiosidad: “Las cosas que me pertenecen se distribuyan a los queridos hermanos legos y, si aún quedase algo de dinero en mi posesión, que sean celebradas tres santas misas, y el resto se emplee en comprar caramelos a nuestros queridos buonifigli”. Desde hace más de dos décadas, cada 9 de octubre, se celebra el Día de los Caramelos en honor del hermano Juan. La sencillez de regalar un caramelo a otro es una imagen poética que define bien la existencia de Juan Vaccari: facilitar la vida a los demás, hacerla un poco más dulce. Familiares, religiosos, amigos, alumnos, seguidores y devotos del hermano Juan regalan caramelos a cuantos viven o trabajan cerca de ellos, porque nadie es tan rico que no se alegre al recibir un caramelo, ni nadie tan indigno que no lo merezca. Y, además, porque todos los seres humanos, por el hecho de serlo, somos increíblemente capaces y, a la vez, dramáticamente discapacitados. Todos podemos dar con alegría un simple caramelo, y todos podemos recibirlo con gozo.

Por todo esto que hemos comentado, el testamento de 1965 es conocido como el “Testamento de los Caramelos”

“He llevado conmigo la sotana que vestiré en España…”

     Y a Juan se le propuso ir a tierras españolas, en principio como cocinero de la pequeña comunidad asentada en Aguilar, hasta que llegaran las monjas, y también para lo que hiciera falta. Ni conocía el idioma ni la Historia de España ni la idiosincrasia de la gente, pero él de nuevo obedeció. Y después de los años de etiqueta y envaramiento romanos, después de tantas idas y venidas, Juan, al final de su vida, pudo revivir las inquietudes vocacionales y los anhelos apostólicos de su primera juventud.

Y él mismo fue ‘como un sacerdote’ en tierras de Castilla, empezando por el hábito. En España adoptó la sotana, que era también el hábito de los hermanos legos (y no sólo de los curas, como ocurría en Italia).

El 15 de octubre de 1965, festividad de Santa Teresa de Jesús, Juan Vaccari, al volante de un coche al que bautizó como ‘Josefina’ (en italiano coche, ‘macchina’, es femenino) por devoción a San José y tal vez en recuerdo del segundo nombre de su madre, abandonaba Italia para dirigirse a su nuevo destino. Justo seis años después, otro 15 de octubre, sus hermanos guanelianos y el más de centenar de alumnos, desconcertados y llorosos, despedían la funeraria que transportaba sus restos mortales a Italia.

En su primer viaje a España, hizo una parada en Lourdes para rezar delante de la Inmaculada y encomendar a ella la obra española. También aquí, y por primera vez en su vida, se vistió con la sotana, esa ropa talar a la que antes no había tenido derecho. La vestición de Juan Vaccari a los pies de la Virgen de Lourdes tiene un alto significado espiritual. Pocos días antes se había acercado a la tumba de Luis Guanella en Como: “He llevado conmigo la sotana que vestiré en España. Le he pedido que la bendiga y que me ayuda a no mancharla nunca ni siquiera con una culpa leve. Le he suplicado su bendición en la nueva misión que pronto empezaré”.

A la sombra del santuario de Lourdes anota: “Oh, Nuestra Señora Inmaculada de Lourdes, heme aquí, revísteme de tu maternal y perpetua protección. Haz que esta vestición traiga ventajas espirituales para mi alma y para cuantos encuentre”. Ahora, finalmente, parecía un cura de verdad. En una hoja de cuaderno, el hermano Juan había anotado los nombres de todas las ciudades que debía atravesar: “Primer viaje a España en coche. Itinerario: Como, Turín, Susa, Briançon, Gap, Nyons, Croisiere, Ste. Esprit (evitando Avignon), Nîmes, Montpellier, Béziers, Narbonne, Carcassonne, Villefranche, Carbonne, Ste. Gaudens, Tarbes, Lourdes, Pau, Bayonne, San Sebastian, Bilbao, Laredo, Solares, Puente Viesgo, Los Corrales de Buelna, Reinosa, Aguilar de Campoo. Deo gratias et Mariae.”

Durante dos años, y mientras se levantaba el Colegio San José en las inmediaciones de Peña Aguilón, la pequeña comunidad de religiosos y los primeros alumnos vivieron en un caserón bastante húmedo, al lado de uno de los ramales del río Pisuerga y a escasos metros de la Colegiata de Aguilar. Allí pasarían la primera Nochebuena, cantando los villancicos españoles recién aprendidos y adorando al Niño en la Misa del Gallo. Para una fecha tan importante, el hermano Juan había traído unos panettone de Italia que hicieron las delicias de los primeros seminaristas que por primera vez saboreaban un dulce navideño desconocido en las mesas españolas de aquella época.

Nada más llegar a España, el superior Carlos de Ambroggi se dio cuenta de que el hermano Juan podría ser la persona idónea para reclutar por los pueblos de las provincias limítrofes a los futuros seminaristas del Colegio San José. Este cargo siempre se había encomendado a un cura, y no a un hermano, pero a Juan Vaccari, por entonces, ya le nimbaba una sabiduría del corazón que funcionaba como un verdadero imán entre pequeños y mayores. 

“Después de recorrer varios pueblos, he encontrado algunos…”

          Y el buen hermano, que a todo dice ‘fiat’, que se haga la santa voluntad de Dios, se lanza por aquellas carreteras llenas de baches de una España pobretona y atrasada a buscar chicos para el seminario. Tierras de Palencia, Valladolid, Burgos, León, Vizcaya, Santander y Asturias. De escuela en escuela y de parroquia en parroquia, comiendo un bocadillo en el coche o a la sombra de un árbol, durmiendo en conventos de religiosos, en casas parroquiales e incluso en familias que le ofrecían una habitación, haciendo un montón de sacrificios y pasando penalidades de las que jamás se permitió una mínima queja…

 Así transcurre buena parte de sus días. Y así contagia su pasión creyente a muchos niños. Cumple con gran disciplina el método que él mismo se ha impuesto. Al inicio del curso escolar hace una primera ronda por los pueblos. Normalmente acude a la casa del párroco para presentarse, y éste le suele acompañar hasta la escuela. Los maestros de aquella época estaban acostumbrados a que los frailes pasasen para buscar candidatos, y no solían poner ninguna pega. Lo primero que llama la atención de los escolares es su fuerte acento extranjero. A duras penas logra tejer un discursillo en un castellano aceptable. Pero tiene un método infalible: la sinceridad que todos pueden leer en su rostro y en su actitud.

Delante de niños de ojos asombrados, hace juegos de cartas que les dejan boquiabiertos, se ríe con ellos, bromea, les pone en la cabeza su boina, les pide rezar juntos una avemaría, les entrega una estampa y una insignia del Fundador, Luis Guanella, les regala un caramelo y les dice que tiene un colegio grande y bonito que les está esperando, un seminario donde podrían estudiar, rezar, jugar al fútbol, hacer amigos y aprender a ser buenas personas. Él expresaba con los ojos, las manos y una sonrisa de niño lo que las palabras, en un español a trompicones, le negaban. Los niños ven en él a un fraile bueno y alegre, a un hombre que inspira confianza y protección. Pide que levanten la mano los que estarían dispuestos a ir a su colegio. Anota sus nombres y ese mismo día visita a las familias a ver lo que opinan. En los meses siguientes, escribirá una carta o una postal a los candidatos, les visitará de nuevo en el segundo y en el tercer trimestre, para conocerlos mejor y familiarizarse con ellos. Y al inicio del curso escolar les esperará en las escalinatas del Colegio Apostólico de San José, en Aguilar de Campoo. El hermano Juan, asimismo, hace de ecónomo del Colegio. Y también, cuando las hermanas guanelianas abren casa en Aguilar, se preocupará de buscar alumnas por los pueblos.

El 9 de febrero de 1968 anota: “Después de recorrer varios pueblos, he parado a comer en Carrión. He encontrado algunos. He sembrado. San José, bendícenos”. Y otro día: “Bendice, oh San José, al joven párroco de Villalón que tan cortésmente me alojó y me ofreció la cena”. Otro día escribe: “Otra vez en Sahagún, Becilla de Valderaduey, Mayorga… Hoy empiezo a hacer otra ronda. Ayer sólo pude sembrar. Espero que alguno de los chicos me escriba. Todo lo pongo en tus manos. Oh María, bendíceme”.

  

“El P. Carlos no volverá. En su lugar, el General ha puesto a Cantoni…”

         Eran los años que siguieron a la clausura del Concilio Vaticano II (8 de diciembre de 1965). Y la tensión entre lo nuevo y lo antiguo se vivía en cada esfera y en cada realidad eclesial. También en la comunidad religiosa del Colegio San José. ¿Anclarse y encastillarse eternamente como eterno es el evangelio, o renovarse y ventilarse con aire nuevo como nueva es la palabra de Dios? Unos querían correr veloces y soltar el lastre de una tradición polvorienta de siglos. Otros querían frenar en seco porque temían que la tormenta hiciera zozobrar la Barca de la Iglesia. Unos deseaban abrir de par en par las ventanas para respirar aire limpio. Otros querían cerrarlas a cal y canto para no agarrarse una pulmonía. 

En medio de la borrasca y en ese tira y afloja entre el ‘así se ha hecho siempre’ y el “así se puede hacer ahora’, el hermano Juan se sintió como ese jugador que cada equipo quiere consigo, porque es promesa de victoria. Ajeno a los cantos de sirena de unos y otros, se encontró entre dos fuegos cruzados. Y le tocó hacer de mediador entre ambos bandos, y poner bálsamo en algunas heridas. Era partidario del sacrificio personal, de la austeridad, del recogimiento monacal, pero entendía que estas cosas no se pueden imponer, solo testimoniar, y por eso siempre pensó que la vida comunitaria, sin afecto y ternura, era una dura penitencia. Y así se lo insinuaba con caridad y dulzura al superior de la casa, P. Carlos de Ambroggi, que representaba al ala conservadora. Al mismo tiempo que decía, con firmeza e idéntica caridad, al ala renovadora que ‘yo siempre obedeceré a mis superiores’.

En una ocasión, los frailes más jóvenes querían ir a la verbena en la plaza del pueblo, por la fiesta de San Juan. El superior, muy estricto, pensaba que aquello era totalmente improcedente para unos religiosos. El hermano Juan medió, humildemente y en secreto, ante el superior, haciéndole ver que era algo inocente que los frailes más jóvenes fuesen a escuchar a unos músicos. Pero no hubo forma. Para calmar los ánimos de los frailes enfurruñados por la prohibición, el hermano Juan fue a comprar unos helados y los repartió entre todos, para que la alegría volviese a sus caras enfadadas. En cierta ocasión P. José Cantoni, sacerdote guaneliano, resumió con mucho acierto la situación: “El P. Carlos y el Hno. Juan eran dos santos varones, pero les diferenciaba una cosa: el P. Carlos quería ‘imponer’ la santidad a los demás; el Hno. Juan se conformaba con irradiarla”. 

En esos años, el hermano Juan fue el pacificador entre unos y otros. Supo mantener un difícil equilibrio entre el Director, P. Carlos, y los jóvenes religiosos que reclamaban una relajación de la disciplina y un estilo de vida comunitaria más acorde con los tiempos. Hubo no poca tensión en esta primera casa española. Y si probablemente no saltaron chispas fue por la continua mediación del hermano Juan. En el verano de 1970, los religiosos jóvenes escriben una dura misiva al Superior General de la Congregación, quejándose del proceder del superior de la casa aguilarense e invitándole a tomar cartas en el asunto. La Casa Generalicia en Roma se alarmó. Finalmente, se pidió a P. Carlos que regresase a Italia y se nombró a un nuevo director en Aguilar. En septiembre de 1970, el hermano Juan escribe: “P. Carlos no volverá ya. En su lugar, el Superior General ha puesto al P. José Cantoni”. Juan tuvo que ser el puente que une las dos orillas, para no crispar más la situación. Pero siempre mantendría a lo largo del tiempo una relación afectuosa y respetuosa hacia el P. Carlos d’Ambroggi. Siempre que volvía a Italia le visitaba, y así el 28 de mayo de 1971 escribe: “He visitado al P. Carlos en la basílica de San José de Roma, y lo he encontrado muy bien y muy sereno (¡es un alma de Dios!)”

“Está bien sacar buenas notas, pero mejor es crecer en bondad…”

        Siguió al pie de la letra el lema del Fundador: “Rezar y sufrir”. Se levantaba a los amaneceres a orar de rodillas ante el Santísimo, y luego salía a cuidar el huerto y los frutales, para unirse a la comunidad en el momento de laudes. Sor Clelia y sor Antonina, las cocineras del Colegio, y  también los muy hacendosos y leales trabajadores, Teófilo y Angelita, conocían de sobra su prestarse voluntario para las tareas más humildes, como segar la hierba con el dalle, atropar patatas o echar el pienso a los chones. Todos ellos conocían estos desvelos: su vida de adoración nocturna y hasta la mortificación de su cuerpo, mediante cilicios (con permiso de su padre espiritual), Pero su mortificación era mucho más profunda: esa cuota de sufrimiento con la que, innegablemente, tiene que cargar quien decide hacer de la propia existencia un servicio abnegado y sacrificado por el hermano. Y un rezar que es el hilo con el que las creaturas se van enlazando más y más a su Creador.

Y sin embargo -y quizás es su rasgo más definitorio y también el que más impresionaba a cuantos le veían por primera vez- el hermano Juan ofrecía un semblante risueño y una alegría transparente, que transformaba en fiesta el solo hecho de estar a su lado. Su rostro se encendía, su mirada se iluminaba cuando, al final de cada día, dirigía un ‘sermoncito’ a sus seminaristas y les hablaba con pasión y con gozo de la dicha de querer a Jesús, a María y a José. El “pensamiento de las buenas noches” se convirtió en un rito que cada noche esperaban los alumnos, un pensamiento que les serenaba después de un día agotador de estudios y de juegos

Por sus seminaristas, el hermano Juan se hacía prestidigitador, les asombraba con sus juegos de magia, tocaba el trombón para alegrar las fiestas, jugaba al boxeo con los alumnos, o al soga-tira en las noches del buen tiempo, animaba a los contendientes de la cucaña, se reía como un bendito en el juego de la piñata o preparaba con gran fantasía una búsqueda del tesoro. Era su manera de hacer felices a los alumnos. Y lo hacía con creatividad e ilusión.

La Santa Eucaristía, la Virgen María,  San José y Luis Guanella constituían el corazón de su piedad y de su devoción. En sus escritos espirituales ha dejado constancia de que su vida era una oración permanente, repetida, casi monótona, de súplica y de acción de gracias. La conversación confiada entre un niño y su padre: nunca se cansan de decirse mutuamente que se quieren. Y en el caso del niño: no se cansa de pedir ayuda al padre para salir bien parado de todos los lances de la vida. Vivía de oración. Este es el lado místico del hermano Juan que nos descubrió su Diario.

Desde hacía tiempo su mundo interior giraba en torno al pensamiento de la muerte. Moría porque no moría. Sabía que todo el negocio de este mundo consiste en alcanzar el otro con las maletas cargadas de buenas obras. Pero lejos de un continuo lamentarse por los males del mundo y más lejos aún de un escapismo que huye de los problemas, el buen hermano Juan veía en todo una oportunidad de hacer el bien, de hacer méritos a los ojos de Dios y de facilitar la vida a los que le rodeaban; de ahí su acción benéfica y su alegría. El pensamiento de la muerte era un aguijón idóneo para ejercitarse en la bondad, multiplicar la entrega y contagiar la alegría. En un borrador de carta dirigida a los futuros seminaristas se encontró este hermoso texto:

“Mis queridos: vuestro esfuerzo os dará alegría a vosotros mismos, consuelo a vuestros superiores y a vuestros padres. Pienso que está muy bien sacar buenas notas, pero está mucho mejor empeñarse por mejorar moralmente, o sea, crecer en la bondad, en la obediencia, en la caridad y en todas las demás virtudes. Este ejercicio, no sólo consolará nuestro espíritu, sino que encontrará la aprobación de nuestros superiores y, sobre todo, la de Dios, que recompensará cada uno de nuestros esfuerzos, por pequeños que sean, con el premio eterno”  (abril 1970).  

“Ayuda y bendice a los bienhechores…”

      Este capítulo podría titularse “Los maratones del hermano Juan en busca de providencia”. Al hermano Juan difícilmente se le olvidaba o se le dejaba de querer cuando se le había conocido o tratado durante un tiempo. Por donde pasaba, iba tejiendo amistades, a las que cuidaba con una carta, una postal, una visita, un regalo, una estampa, una medalla piadosa. Y muchos de estos amigos se convirtieron en generosos bienhechores de la obra en España. Hacer frente a la construcción del colegio, al mobiliario, a los sueldos de los profesores, a la manutención y al mantenimiento del edificio con las mensualidades mínimas de los alumnos, normalmente de familias humildes campesinas, era pensar en lo imposible. La primera obra española debe mucho, muchísimo, a los numerosos bienhechores italianos del Hermano Juan: las propias casas guanelianas, pero también amigos que él hizo a lo largo de su vida, especialmente a su paso por el Palacio de la Cancillería, contribuyeron con gran generosidad.

Cuando los números en rojo empezaban a aparecer en las cuentas de Aguilar, los frailes decían siempre al superior: “Manda al hermano Juan a Italia, y ya verás cómo vuelve con mucha providencia”. Esto explica los numerosos viajes que Juan hizo a Italia por aquellos años. ¡Era el imán de la Providencia! Y Juan Vaccari iba cargado de obsequios españoles (botellas de brandy o turrones, muy apreciados en Italia), para regalar a sus bienhechores que le correspondían con largueza de propinas y donativos.  Escribe: “Por todos nuestros queridos bienhechores, rezo continuamente. Desde el Cielo haré mucho más por ellos”.

¡Cuántos baúles habrá traído de Italia por aquellos años! Ropas litúrgicas, ropa de hogar, vajilla, equipamiento deportivo para los niños, material escolar, juegos de mesa, filminas y dibujos, instrumentos musicales, vestidos para hacer teatro, dulces navideños, figuras para el nacimiento… de todo. En una ocasión, en la frontera hispano-francesa, los aduaneros querían hacerle pagar una suma descomunal por los baúles, y amenazaban con retenerlos en la frontera. Eran las vísperas de la navidad. Había recogido en Italia muchas cosas para los colegiales. El hermano Juan se puso triste hasta el punto de que se le saltaron las lágrimas. Finalmente, un guardia dijo a otro: “Déjale pasar. ¿No ves cómo está llorando?” Juan llegó a Aguilar con todo su cargamento de regalos y dulces para la Navidad.

          Pero el agradecimiento es la semilla de nueva Providencia. Y esto también lo sabía. El Hno. Juan fue un excelente cultivador de la Providencia, mediante la gratitud y la oración. Un texto resume bien su filosofía: “La Divina Providencia me está ayudando. Bendice, oh Señor, con tus mejores gracias a todos los queridos bienhechores. Por mi parte, rezaré y haré que recen. Además de ser un acto de gratitud por todo el bien que esta buena gente nos hace, es un deber mío y de la Congregación recompensar a los bienhechores con el único medio que tenemos: la oración. Una oración verdaderamente grata a sus ojos” (Diario, 14-2-71).

Cuando regresaba a Italia, realizaba auténticos maratones, por tren o por carretera, para visitar, agradecer, regalar algún detalle y, de paso, recoger providencia. “He salido de Sanguinetto, he llegado a Milán. Luego he viajado a Albizzate, a Varese y finalmente a Barza. Mañana me acercaré a Anzano del Parco y a Como” (enero 1969). Y también: “En Como hablé con el Superior General; luego, fui a Varese. Hice una breve visita a los de la fábrica Ignis. En Barza, me encontré con los cohemanos, y el ecónomo me dió una suma importante de liras. Bendice, Señor, a todos los bienhechores”.

            Pero un donativo para el Colegio San José que le entregaron en Roma le toca el corazón: “Bendice, Señor, a estos niños pequeños de la guardería de nuestra parroquia de San José. Me han conmovido verdaderamente el modo y la espontaneidad a la hora de darme sus ofrendas pequeñitas” (Diario, 19-2-71).

            Escribe: “Oh, Madre de la Divina Providencia, ayudad y bendecid a todos los queridos bienhechores que he encontrado. Me he quedado verdaderamente asombrado por la simpatía que todos muestran hacia la obra guaneliana en España”. Sus viajes a Italia eran una travesía de ciudad en ciudad, de casa guaneliana en casa guaneliana, de familia en familia. Hubo jornadas en las que estuvo en cuatro y cinco localidades. El hermano Juan suscitaba la simpatía, la admiración, las ganas de imitación. Delante de los italianos se comportaba como un misionero que vuelve de sus Áfricas y cuenta sus aventuras. Y tenía para contar muchas cosas: el Colegio crecía gracias a la Providencia, admiraba la fe todavía recia de las familias campesinas, la sencillez y la honradez de los muchachos, la acogida de los religiosos en sus casas (pasionistas, jesuitas, oblatos, maristas, combonianos, hijos de la Consolata, …). Antes de que Juan pidiese, ya le estaban dando. Su testimonio, su inmensa gratitud, su fe de niño estimulaban la generosidad: cardenales, monseñores, monjas y frailes guanelianos, laicos, confesores… “Gracias, Providencia, por todas las ayudas que de ti he recibido en este periodo. Y te pido que bendigas y ayudes a los queridos bienhechores”.

            España es un país insignificante en el mapamundi guaneliano: pocas casas, pocas vocaciones, pocos estudios de un cierto grosor sobre el carisma. Su única fortaleza, aún hoy en día, sigue siendo la figura del Hermano Juan. 

“San José está entre nosotros. Sé tú el guardián del Colegio…”

         La obra en España se iba consolidando. El 9 de octubre de 1967, los alumnos ocupan los amplios espacios de la nueva construcción, rodeada de campos de deporte y de incipientes arboledas, a la sombra de Peña Aguilón. El 2 de mayo de 1971, el hermano Juan está radiante. El obispo de Palencia y Don Olimpo Giampedraglia, Superior General, inauguran una preciosa estatua de San José, de mármol de carrara, esculpida en Italia y patrocinada por la familia Fontaneda, dueña de la fábrica de galletas del mismo nombre. Hay que recordar que el hermano Juan en un primer momento quiso colocar la estatua de San José en lo más alto de la Peña Aguilón, un roquedal –antiguo nido de águilas-, aunque al final se colocó junto a la fachada del colegio, como custodio y bienhechor del mismo. En una nota escrita por P. José Cantoni en el cronicón del Colegio se deja constancia de todo esto: “Una jornada tan deseada y soñada por el hermano Juan, promotor silencioso de todo ello”. Por su parte, en su Diario, Juan escribe: “San José ya está entre nosotros. Sé tú el guardián del Colegio. Ya sabes, mi querido Patrono, lo poco que valgo, y por eso confío plenamente en tu ayuda. Te pido que no falten ministros del altar y Siervos de la Caridad. Y también sé tú, oh San José, el ecónomo de la casa. En ti confío. Concédeme una buena muerte”.

Al inicio del nuevo curso, septiembre de 1971, ciento treinta internos llenan el Colegio. El Señor bendice día a día este semillero guaneliano. Aunque él empieza a darse cuenta de que “reclutar vocaciones se hace cada vez más difícil. ¿Falta de fe?”. 

“Que me encuentre con las maletas llenas de buenas obras…”

       La tarde del 9 de octubre de 1971, el hermano Juan regresa por carretera a su Colegio de Aguilar, después de una jornada de compras por Valladolid y Palencia, en compañía de sor Bettina. A la altura de la localidad de Osorno, en un cambio de rasante, choca frontalmente con un coche que ha realizado un adelantamiento imprudente. El impacto es brutal. Cuando los guardias se presentan en el lugar del accidente, el hermano Juan les pide que se preocupen de sor Bettina, literalmente aplastada por las cajas de alimentos. De esta manera, pudieron salvar la vida de esta monja guaneliana.

Una ambulancia traslada a los dos heridos a la capital. Ambos están en una situación crítica. El Hermano Juan, no obstante la gravedad de las heridas, permanece consciente. Pide un sacerdote para que le dé la comunión y le administre la unción de enfermos. Por su parte, el hermano Juan proporciona al capellán el teléfono para que avise del accidente a la comunidad aguilarense. Sabe que está llegando a la “estación Termini” de su recorrido, como solía decir. Junta sus manos y empieza a orar. Cuando su corazón deja de latir, su última avemaría queda interrumpida. El capellán del hospital, Juan Melero, asiste, impresionado y altamente edificado, a los momentos finales de una existencia de 58 años. Dejará de esos últimos instantes un significativo testimonio: “Una de las cosas más maravillosas de su agonía es que, a pesar de su extrema gravedad y, según opinión de los médicos, de sus intensos dolores, no se le oyó ni una sola lamentación ni queja, dando la impresión de una placidez extraordinaria y de una paz profunda”

La noticia inesperada de su muerte sacude y sobrecoge a tantísimos amigos y conocidos en Italia y en España. Una cascada de testimonios conmovedores llega en esos primeros días. Cuantos le conocieron tuvieron el convencimiento de que un hombre bueno se había cruzado en sus vidas.

Miremos, por un instante, la fotografía del hermano Juan en su féretro. Ahí está en las cuatro tablas de siete palmos en las que cabe cualquier ser humano nacido de mujer. Las manos enlazadas a un pequeño crucifijo y a las cuentas de un rosario. Llegado al tránsito de su existencia, conserva las heridas del tiempo, de la existencia y del accidente. Al igual que los cristos resucitados muestran las marcas de los clavos y la llaga del costado, también Juan Vaccari entra en el cielo con las marcas de las heridas, las que son visibles sobre su rostro, y las otras, las del alma, que permanecen veladas para los demás. Esta foto fúnebre expresa perfectamente todo eso. Juan ya ha atravesado el umbral de otra manera de vivir. Su deseo, mil veces expresado, lo ha cumplido con creces: “que me encuentre con las maletas llenas de buenas obras”.

 


En el silencio sepulcral del funeral, retumba: “Hoy ha muerto un santo…”

Al día siguiente del fatídico accidente de tráfico, los restos mortales del hermano Juan regresan a su querido colegio san José para ser velados. Su rostro refleja un tránsito sereno, no obstante las marcas de las heridas en el rostro. A la una de la madrugada, en el tren nocturno, llega P. Carlos de Ambroggi desde Italia. Hombre impertérrito que siempre ha tenido a gala el desapego, se arrodilla en la capilla ardiente, se desmorona y prorrumpe en desconsolado llanto, ante la mirada atónita de la comunidad religiosa por tan inaudita reacción. Poco después, P. Carlos entra en la habitación del hermano Juan. Recoge sus diarios, sus cartas y los abraza como un pequeño tesoro. A esa hora, sabe que no será capaz de pronunciar la homilía exequial que ha preparado durante el viaje. La emoción no le dejaría hablar. El estricto sacerdote da paso al amigo que llora a un amigo. Ni siquiera él sabía que lo amaba tanto. En los meses siguientes su único objetivo será recoger testimonios, escuchar relatos, leer escritos y cartas. Él fue el primero en darse cuenta de la ‘madera de santo’ que latía bajo la piel y los escritos del hermano Juan. Luego se convencerían muchos otros, pero él fue el primero. La segunda vida a la que estaba destinado el hermano Juan, ese vivir en muchos otros después de morir, se lo debemos en gran medida a P. Carlos.

El elogio fúnebre corresponderá, así, al párroco de Aguilar de Campoo, Don Ciriaco Pérez, amigo personal, que conocía el alma del hermano Juan como sólo un confesor puede conocerla, que lo había acompañado muchas veces en el seiscientos a los pueblos de alrededor en sus búsquedas vocacionales, presentándole párrocos y maestros, que había viajado con él a Italia para conocer en el país transalpino a los ‘italianos’, tal era el nombre con el que los aguilarenses llamaban a los frailes de don Guanella. Don Ciriaco, embargado por la emoción, las lágrimas pugnando por derramarse, proclama en la homilía: “Hoy ha muerto un santo”. Y este anuncio retumba como un “gloria” o un “aleluya” en el silencio sepulcral de un sábado santo. A nadie de los presentes extraña esta proclamación solemne. A las seis y diez de la tarde, del lunes, 11 de octubre de 1971, víspera de Nuestra Señora del Pilar, en la colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, comienza la ‘canonización’ de Juan Vaccari Magnani: el Hermano Juan.

Hubo un pequeño desconcierto en el organista, el coro y los mismos fieles. Para el final de la misa, para ese momento en que el féretro abandonase definitivamente el templo, estaba previsto cantar Hacia ti, morada santa. El órgano había lanzado ya los primeros acordes y los cantores ya tenían en su boca la primera sílaba, pero entonces, de nuevo, el párroco de Aguilar, se dirigió al ambón, y empujado por certeza que no le cabía en el pecho, empezó a cantar el canto del Resucitó. Un minuto antes este canto hubiera parecido inadecuado e impropio en un rito exequial; un minuto después parecía lo más lógico y lo más normal del mundo. El organista cambió de acordes y los cantores buscaron precipitadamente la página 87 del cancionero, donde estaba la letra del Resucitó. El pueblo llano, que ya nimbaba al hermano Juan con el título de ‘un fraile bueno’, arrancó a cantar entre sollozos.

Ya el féretro, portado a hombros por sus seminaristas, avanza solemne bajo las bóvedas góticas de la Colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, en el silencio de las lágrimas compactas de unos, y en el canto roto y lleno de fe de otros.

Resucitó, Resucitó, Resucitó,

Aleluya,

Aleluya, aleluya, aleluya

Resucitó

El cortejo fúnebre da la vuelta a la plaza porticada de la villa, en un homenaje improvisado de curas, seminaristas, religiosos y pueblo creyente, y hasta ahí llega el canto del ‘Resucitó’, que es como una pequeña certeza y, a la vez, un pequeño desafío:

La muerte, ¿dónde está la muerte?

¿Dónde está mi muerte?

¿Dónde su victoria?

¡Resucitó, resucitó, resucitó!

¡Aleluya!

  

Epílogo: “No te olvides de nosotros, hermano Juan…”

 En la tarde de la festividad de Santa Teresa de 1971, las clases de la tarde terminaron unos minutos antes en el Colegio San José. Los alumnos, habitualmente ruidosos, llevaban una semana hablando en susurro. Hasta en los patios, los juegos transcurrían como en sordina. Había una tregua escolar en peleas, tacos y gritos. Los alumnos recogieron esa tarde su trozo de pan y su pastilla de chocolate, con orden y concierto.

Poco después, se encaminaron, cabizbajos, hacia el asilo de ancianos. Conocían perfectamente el camino: cada domingo –lección magistral- iban a servir la sopa a los abuelos. Pero no era este el motivo. En el depósito de este asilo descansaban provisionalmente los restos mortales del hermano Juan Vaccari. La funeraria había llegado el día anterior desde Italia con el fin de repatriar su cuerpo sin vida. Es el momento de la despedida definitiva en tierras españolas.

Avemarías suceden a avemarías alrededor del furgón fúnebre. Rostros sombríos. Adioses bisbiseados, contención en los gestos del extremo saludo: apenas unos dedos que esbozan un adiós. Tal es la parquedad clerical y tal la parquedad castellana. Cuando el coche arranca, el educador Vicente Simion, apoya sus manos en los hombros del alumno que tiene delante, como para infundirle una fortaleza que él mismo no tiene, y también una jaculatoria no prevista, un ruego no acostumbrado: “Ruega por nosotros, hermano Juan. No te olvides de nosotros”.    











domingo, 16 de abril de 2023

Cap. IV – Penitencia en Palacio. Años 1950-1965. (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

 Cap. IV – Penitencia en Palacio (Años 1950-1965)


Cap. IV – Penitencia en Palacio (Años 1950-1965)

 Escenario: Roma (Lazio – Italia) 

A Roma, tal y como se cuenta en la Eneida, de Virgilio, llegó Eneas después de un largo periplo, con la melancolía en el alma por su llorada Troya. No podía faltar el mito, la leyenda, en el génesis de tan insigne ciudad. Rómulo y Remo la fundaron y desde entonces no paró de crecer en fama y en honor. Las legiones romanas llevaron su nombre y su gloria a todos los rincones del orbe conocido. Roma, la caput mundi, fue sinónimo de grandeza y fortuna, pero también de desgracia y ruina, porque una cosa era ser ciudadano romano y otra, muy distinta, esclavo de Roma.

Desde que el mundo es mundo, la moneda tiene dos caras. Roma, vorax hominum. Roma devora a los hombres. Siempre ha sido así. Pedro y un grupillo de galileos eran unos infelices pescadores, pero no tontos, como para no saber que era en Roma donde se cortaba el bacalao del mundo; era en Roma donde había que vender el ‘pez nuevo’. Porque lo que en Roma se conocía y triunfaba, terminaría por conocerse y triunfar en el mundo mundial. Y hasta allí se dirigieron Pedro y Pablo, para decir nones al Emperador, que representaba el poder, pero un poder pasado, y para anunciar el futuro que era Cristo. Era un ‘novum’ que los romanos poderosos menospreciaron. Lo pagarían caro. Amaneció un día en que la cruz aplastó al águila, y el INRI al SPQR. Roma se convirtió en eterna y su obispo en el máximo constructor de puentes entre el Dios Altísimo de los cielos y los pobres hombres de barro de aquí abajo. Pero también entre las orillas de quienes ya creían en el Galileo y quienes todavía no.

Pero hubo tiempos en que Roma fue la Gran Ramera de Babilonia, como así la vio y condenó Lutero. A Papas, cardenales y clérigos piadosos y honestos, sucedieron otros simoniacos y lujuriosos, más pendientes del poder y de la alcoba que del servicio y el evangelio. A lo largo de toda la Historia, algunos santos tuvieron que hacerse albañiles a lo divino para reparar la Iglesia de Jesucristo que estaba en ruinas, como ocurrió, en efecto, a Francisco de Asís.

Pero Roma es muchas Romas. Bajo los pavimentos marmóreos de sus fastuosas iglesias hay testimonios de un pasado esplendoroso de Césares y de Augustos. Napoleón quiso destruir Roma y, con ella, la Iglesia, pero el Papa de Roma, más listo, le contestó: “No hemos podido nosotros, so imbécil”. Los Estados Pontificios tuvieron que resignarse, de mal grado, al Reino de Italia de Saboyas y Garibaldis. Cada pérdida material para la Iglesia de Roma, era una ganancia para el espíritu. ¡Pero cuánta resistencia por parte de la curia romana!

Luego, por Roma se pasearían, como por su casa, los camisas negras, y ondearían impúdicas esvásticas en vetustos palacios, dejando una ciudad en ruinas y en hambre, como lo reflejaría el cine del neorrealismo italiano. Solo el Bella ciao, cantado a pleno pulmón en hosterías, campamentos, escuelas y reuniones familiares, aliviaba a los romanos de sus penurias y les convencía, autoengañándose tal vez, de que habían sido unos valientes partisanos. Aún correteaban por los barrios pobres de la Ciudad Eterna ragazzi con rodilleras remendadas que comían con ansia un panino. El milagro económico italiano llegaría en el ‘dopoguerra’, creando una ilusión de riqueza y progreso ilimitados. Empezaba a gestarse y a soñarse la dolce vita de la lambretta, los paparazzi y el martini.

A esta Roma con el Pastor angelicus asomado a la logia de San Pedro, y llena de cardenales en capa magna y pectorales de esmeraldas; a esta ciudad en blanco y negro, la de Roberto Rossellini en Roma, città aperta, y la de Vittorio de Sica en Ladrón de bicicletas; a esta Roma que se preparaba, triunfal y barroca quizás por última vez, para la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María…


En esta Roma, sancta et meretrix, en su estación ferroviaria de Termini, se apeó un 31 de octubre de 1950, un religioso guaneliano de 37 años.

***

“La Virgen así lo ha querido. Bendita sea la Virgen”

Los caminos del Señor son inescrutables. A finales de octubre de 1950, una llamada del Vicario General, P. Leonardo Mazzucchi, le pide que se presente en Roma, “porque allí estará tu nuevo lugar de trabajo”. El hermano Juan se alegra. Roma es Roma, al fin y al cabo. Allí está el Papa, allí está la Basílica de San Pedro, allí se celebrará el 1 de noviembre la proclamación del dogma de la Asunción. ¿Le mandarán a la cocina del asilo de ancianos? ¿Tal vez a cuidar a las personas con discapacidad?  ¿Quizás a que eche una mano en la sacristía de la parroquia de San José en el Trionfale? Toda Monteggia llora en la despedida. Y los humildes parroquianos sienten que les roban a ‘su párroco’. Él les consuela en el momento del adiós. Y les asegura que no les olvidará nunca. Lo cumplirá al pie de la letra. Esa amistad hecha de bondad y de fe no se romperá jamás. Decenas de cartas y decenas de visitas mantendrán viva la relación. En su Diario escribe: “Ayer mandé (a Monteggia) una imagen de la Virgen Milagrosa, así cuando haga más frío podrán, sin salir de casa, rezar el santo rosario delante de ella. El cardenal ha bendecido la imagen” (Roma, 1956).

A primera hora de la tarde del 31 de octubre de 1950 llega a la estación de ferrocarril Termini de la Ciudad Eterna. Apenas tuvo tiempo para vislumbrar la silueta incomparable de San Pedro, cuando el superior le anuncia que su nuevo destino estará en el Palacio de la Cancillería, como sirviente del cardenal Clemente Micara, vicario del Papa para la ciudad de Roma. La noticia le descoloca completamente. ¿Un premio o una carga? ¿Un honor o un peso? Juan sólo siente en ese momento la conciencia de la propia limitación y de la propia ignorancia.

En menos de 24 horas, Juan Vaccari ha pasado de la destartalada cocina de Barza a los imponentes salones del Palacio de la Cancillería, uno de los edificios renacentistas más espléndidos de Roma.

 Al día siguiente de su llegada a Roma, tiene lugar la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María, por parte del Papa Pío XII. El hermano Juan anhela, lleno de alborozo, unirse a los miles de fieles de todo el mundo en la Plaza de San Pedro. El cardenal, con toda la pompa y boato encima, abandona sus apartamentos para dirigirse al cortejo que lo llevará al Vaticano. Al pasar junto al recién llegado sirviente dice: “Mientras yo voy a San Pedro, usted quédese aquí limpiando mis aposentos”. Respondió: “Sí, Eminencia”.

Abrió las ventanas y empezó a limpiar las habitaciones privadas del cardenal. Y cuando las campanas de toda la ciudad empezaron a repicar por doquier, uniéndose a la proclamación del dogma, explotó en llanto. ¿Era esto lo que le esperaba en Roma? Mientras a dos pasos, en la Plaza de San Pedro, se desarrollaba la solemnísima celebración de la proclamación del último dogma de la Iglesia Católica, él estaba de ‘barrendero’. Sintió una tristeza infinita. Duró apenas unos minutos; después se rehízo y se avergonzó de sus extraviados pensamientos. Y se dijo a sí mismo: “La Virgen así lo ha querido; bendita sea la Virgen”. Y fue repitiendo la jaculatoria entre escobas, fregonas, trapos del polvo y plumeros. Desde ese momento, el hermano Juan hizo, de la perfecta obediencia y de la perfecta humildad, un dogma. Y vivirlo le procuró una gran libertad de espíritu y una serenidad grande de ánimo de por vida. 

 

“Vuelvo de nuevo donde la obediencia me ha puesto…”

El palacio de la Cancillería y sus estancias pomposas contrastaban demasiado con la austeridad y la pobreza de la cocina de Barza y con la sobriedad de esa estancia interior que el propio hermano Juan construía día a día en su alma. Se sentía un poco perdido en las protocolarias ceremonias y ante las muy ilustres personalidades que visitaban el Palacio. Y no parece descabellado que más de una vez tratase de Excelencia a una Eminencia y viceversa, o que confundiese a un diplomático de gala con un caballero de la Orden de Malta, o que equivocase el nombre de algunos ministros del partido de la Democracia Cristiana, muy asiduos por el Palacio. Y hasta el cardenal Clemente Micara, quizás más habituado a los modales aristocráticos que a la aristocracia del espíritu, encontró al hermano Juan un poco torpe y tosco para un puesto de tanto protocolo y refinamiento. Y apenas catorce meses después de su llegada, el cardenal prescindió de sus servicios. O por decirlo más llanamente, le despidió.

Juan Vaccari recogió sus cuatro cosas, se subió al tren y se presentó de nuevo en Barza d’Ispra, entre el regocijo de sus propios hermanos guanelianos y la alegría de los parroquianos de Monteggia, por el regreso de “su cura”. Inicia así un intervalo de casi tres años en que prosigue serenamente su vida en la comunidad religiosa de Barza y en el cuidado pastoral de los feligreses de Monteggia.

Es en este momento de su vida cuando inicia la escritura de un “Diario espiritual”. La primera página que conservamos lleva fecha de 20 de marzo de 1952. En ese día escribe: “Os pido, Jesús, que aumentéis en mí el espíritu de oración mediante la unión con Vos. Oh, María, ayúdame y sé la salvación de todos”. Esta será la tónica general de su Diario: una oración a todas horas. La escritura cada noche antes de acostarse será una forma de seguir rezando. Este Diario, que continuará escribiendo regularmente hasta unos pocos días antes de su muerte, es la principal fuente de información sobre su forma de vivir la fe y de rezar, al mismo tiempo que nos proporciona numerosos datos sobre su actividad diaria: personas que encuentra, lugares que visita, sentimientos, reflexiones, inspiraciones y jaculatorias. Jesús, María y José son los verdaderos protagonistas en esta ‘salmodia permanente’. También la muerte, o mejor dicho, el prepararse para la muerte, el vivir santamente para que la muerte, que él siempre intuyó que le llegaría siendo aún joven, le encontrase con las maletas llenas de buenas acciones y de santos propósitos.

            En 2013, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Juan Vaccari, y por un empeño insistente de algunos alumnos que él había buscado en los pueblos y llevado al Colegio de Aguilar de Campoo, el Diario espiritual fue publicado en español y en italiano.

Podemos imaginar su vida tranquila y serena en Barza, después de esta malaventura romana de poco más de un año. Pero misterios de la vida, por uno de esos juegos o ironías del destino o de la Providencia, el cardenal empezó a echarle de menos y volvió a reclamar su presencia en palacio. Y solicitó al Superior General de los Siervos de la Caridad que quería tener de nuevo cerca al fraile guaneliano. Y el buen Juan, que en todo veía la mano Dios, que a veces golpea y a veces acaricia, volvió a obedecer, no obstante la humillación vergonzante del despido. El 8 de diciembre de 1954 regresa a Roma y al palacio de la Cancillería.  “Vuelvo de nuevo al lugar de mi servicio, donde la obediencia me ha puesto. Laus Deo”

El cardenal, algo quisquilloso y altivo, bastante pagado de sí mismo y muy consciente de su status de príncipe de la Iglesia, puso a prueba a Juan Vaccari, como el fuego al oro en el crisol. Son los instrumentos de la Providencia para hacer excelentes a las personas buenas. En una ocasión, P. Alfonso Crippa, sacerdote guaneliano, me comentó: “El cardenal Clemente Micara ‘hizo santo’ al hermano Juan”.


“Ilumina al Santo Padre, y a todos los padres conciliares…” 

En aquellos años, pisaron las alfombras de la Cancillería obispos y cardenales de medio mundo, políticos poderosos, hombres de cultura influyentes, diplomáticos astutos, empresarios solventes, pero también personas o asociaciones carentes de recursos, en busca de ayuda o protección. Y el sirviente del cardenal supo relacionarse con todos ellos con esa elegancia sencilla que da el sentido común, con ese saber estar que otorga la discreción y con esa aristocracia de espíritu que es el resultado de la humildad y la bondad. El mismísimo Pablo VI visitó en tres ocasiones el Palacio de la Cancillería, y el buen hermano Juan se arrodilló ante él, suplicando una bendición para la Congregación: “¿Así que eres de Don Guanella? Te bendigo de corazón”.

Pero el cardenal Micara no fue insensible a esa presencia del hermano Juan, callada y eficaz como la lluvia silenciosa, en el propio Palacio y en medio de curiales y cortesanos, diplomáticos y políticos. Micara confesará al Superior General de los guanelianos: “He sido testigo de los milagros que este buen hermano hace en palacio. Gentes descreídas o de conductas borrascosas han vuelto a la Iglesia y a un comportamiento intachable, después de tratar con Juan”. Por cierto, a partir de un determinado momento, el cardenal empezó a llamarle Fra Giovanni (Fray Juan).

 Permaneció junto al cardenal en las duras y en las maduras. Le acompañó como una sombra discreta y solícita a todos los sitios: Asís, Loreto, Lourdes, Catania, Ingenbolh (Suiza), Holanda, y también a Bruselas (el cardenal había ejercido de nuncio en Bélgica) para una celebración de la Casa Real de ese país. Sin embargo, nada comparable a su presencia en tres acontecimientos eclesiales que cambiaron el rumbo de la Iglesia. Dados los impedimentos físicos del cardenal, el hermano Juan pudo estar presente, excepcionalmente, en los cónclaves de 1958 y 1963, de los que saldrían elegidos los Papas Juan XXIII y Pablo VI, respectivamente. Parece que, debido al cariño que el cardenal Micara profesaba al cardenal Montini, ejerció un gran papel en la elección de éste, al convencer a algunos cardenales conservadores que Montini era el Papa que el Concilio necesitaba. El hermano Juan acompañó al cardenal incluso al balcón de la fachada de San Pedro donde el Papa Pablo VI impartió su primera bendición apostólica a la ciudad y al mundo. Y junto al cardenal se pudo ver al hermano Juan en la solemne apertura del Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962, en ese inicio histórico de los trabajos que cambiarían el rostro de la Iglesia Católica: “Ilumina, Señor, al Santo Padre y a todos los padres conciliares”. El Papa Pablo VI le concedió, en diciembre de 1963, la cruz “Pro Ecclesia et Pontifice”, la más alta condecoración otorgada por la Santa Sede a un laico y que reconoce los servicios prestados a la Iglesia y al Papa.

 Coincidiendo con su periodo romano, Juan Vaccari pudo unirse a los miles de peregrinos que llegados de todos los rincones de Italia llenaron la basílica de San Pedro para asistir a la beatificación de Luis Guanella, el 25 de octubre de 1964. Una Beatificación ocurrida en pleno Concilio Vaticano II. En su diario escribe: “Oh, Beato Luis Guanella, orad por mí, por todos vuestros hijos e hijas, y asistid a vuestra queridísima Congregación. Ayudadme a ser santo”.

 

“Me ofrezco en lugar de nuestro párroco, ahora enfermo…”

             La enfermedad lo acompañó en algunos momentos de su vida. Ya desde joven, fue consciente de que no era un hombre con mucha fuerza y que no podía entregarse a las rudas tareas campesinas sin sentirse agotado. Como ya hemos visto. Juan pasó del pupitre a los fogones. Llevaba apenas un mes pelando patatas, en pleno invierno. Un día ya no se tuvo en pie. Fue llevado a la enfermería. Se había agarrado una buena pulmonía.

            Una hernia le produjo no pocos sufrimientos y tuvo que ser operada hasta en tres ocasiones. En una ocasión la operación se llevó a cabo en el hospital romano de los hijos de San Juan de Dios. En 1968, cuando ya vivía en España, tuvo que ingresar, por la misma razón, en el hospital Valduce de Como. El clima húmedo y caluroso de los veranos romanos no le benefició en absoluto. El hermano Juan tenía serias dificultades para conciliar el sueño y padeció fuertes y prolongados insomnios, hasta el punto de que un agotamiento nervioso se apoderó de él, en parte por ese insomnio crónico, en parte por la vida de tensión con la que se encontró en el ambiente palaciego. “Estoy hecho un cacharro. Me agobia el calor y a menudo no me entra sueño”. La vida al aire libre de Barza, la vida sencilla en medio de sus cohermanos le ayudaron a restablecerse de este episodio sin duda muy duro para él. Fuertes catarros o gripes se cebaban a menudo en sus debilitados bronquios.

            A finales de 1956, y una vez superada aquella fase de agotamiento psíquico, puede escribir: “Volviendo a pensar en aquel periodo en que se resintió mi sistema nervioso por culpa del calor y del insomnio, ahora comprendo bien que, debido a que ese malestar no se ve bien desde fuera (aunque no siempre es así), algunos no se lo creen. De todos modos no deseo a nadie un trastorno así porque, sin casi uno darse cuenta, el organismo entero se deprime y uno llega a olvidarse de todo. Hoy siento que he vuelto a nacer”.

            Relacionado con la enfermedad no podemos olvidar las ocasiones en las que el hermano Juan ofreció al Señor su vida, con tal de librar de la enfermedad y de la muerte a personas que él quería personalmente o a las que tenía en altísima estima.

            El cardenal Piazza fue objeto de este ofrecimiento: “Oh, María, Madre mía, implorad a vuestro Hijo que me lleve a mí en lugar del cardenal Piazza. Él puede hacer todavía muchísimo bien a la Iglesia, mientras que yo no hago más que acumular miseria sobre miseria”. También en el momento en que la enfermedad de Juan XXIII fue un rumor por doquier, el hermano Juan ofreció su vida para que el Papa Bueno continuase viviendo y proporcionando a la humanidad tanto bien. “Haz que gobierne aún más tiempo la cátedra del pescador de Galilea y, si os complace, oh, Jesús y María, me ofrezco por la salud del Papa y estoy dispuesto a todo tipo de sufrimientos, y a morir por él”.

            Solamente quien estima en poco su vida y quien estima en mucho la de los demás es capaz de hacer un ofrecimiento de la propia vida. No es un juego, no es un alarde de ‘buenismo”. Es algo muy serio. El Señor de la vida y de la muerte puede aceptar este ofrecimiento. Quien lo realiza es consciente de que, efectivamente, puede tener lugar ese trueque. Quien se ofrece conoce perfectamente la magnitud de su ofrecimiento.

El último ofrecimiento de su vida, se produce el 26 de octubre de 1970. El párroco de Aguilar y amigo personal, Don Ciriaco Pérez, es golpeado por una parálisis: “Jesús, José y María, si a vos os place, me ofrezco en lugar de nuestro párroco, Don Ciriaco, ahora enfermo. Todo esto para poder tener un ministro más de Dios, por las vocaciones y por el buen éxito de la obra que pronto va a empezar. Oh, Señor, no soy digno -lo sé- de merecer tanto, pero si es vuestra voluntad…”. 

“Tú sabes, Señor, lo que quiere hacerme el cardenal….”

             En este periodo romano, no podemos olvidarnos de una cuestión que permanece aún poco documentada o no suficientemente estudiada. En una carta al P. Ranelli, escribe el hermano Juan: “Hubo un tiempo en que insistentemente quise alcanzar la alta meta del sacerdocio, pero le confieso que, además de mi cortedad de ingenio, tenía un escaso conocimiento de la alta dignidad y responsabilidad que comporta el sacerdocio. Actualmente, comprendo con mayor claridad toda su grandeza y responsabilidad, por lo que me invade un sentimiento de humildad y me da miedo el hecho de desear tal meta. Si fuese voluntad de Dios, haré lo que esté en mi mano para ser lo menos indigno posible, el último ministro de Dios al servicio de los pobres de don Guanella”. Estas líneas son su comentario a la intención del cardenal Clemente Micara de ordenarlo sacerdote, mediante una dispensa excepcional, sin pasar por los estudios preceptivos.

            En octubre de 1959, cuando el hermano Juan se disponía a viajar hasta el santuario de Loreto, escribe: “Esta mañana, al despedirme del cardenal se me ha hecho un nudo en la garganta que me ha impedido hablar durante unos segundos. Oh, María, bendice y consuela a mi cardenal. Oh, Madre mía, tú sabes que (el cardenal) quisiera ordenarme sacerdote, pero yo reconozco mi gran miseria y, además, la inteligencia y la memoria son muy escasas, por lo que te dejo a ti, Mamá, que me guíes para saber qué tengo que hacer”.

            Pasan los años, y en otra ocasión, en el Diario del hermano Juan se menciona de nuevo esta proposición, concretamente en 1964. Parece que el confesor del cardenal, el P. Ranelli, que conocía bien el carácter y el alma del hermano Juan, insistía en ello: “El P. Ranelli me ha comentado que ha hablado con el cardenal para que me ordene sacerdote. El cardenal no tiene ninguna duda al respecto, pero antes debe hablar con el Papa”.

            La noticia de la posible ordenación del hermano Juan corre veloz también entre sus hermanos guanelianos. Se entienden así estas líneas de su Diario: “Si la propuesta de mi hermano Don Antonio Turri, párroco de San José (barrio del Trionfale-Roma), en el sentido de si me gustaría hacerme sacerdote, es un designio de la Bondad Infinita de Dios, estoy dispuesto, aunque me considero indignísimo. Si esto llegase a hacerse realidad, quiero ser apóstol de tu devoción, Oh, San José. Tú sabes quién soy y cómo soy, por lo tanto, encárgate tú, guíame, confío en ti”

            Aún no conocemos todos los elementos de este episodio. Tal vez esa petición para ordenarle sacerdote se perdió en alguno de los pasillos del Vaticano. Tal vez el cardenal, más preocupado por su salud, dejó de pensar en el asunto. Lo que es cierto es que la ordenación no llegó a producirse. En los designios de Dios, el hermano Juan debía seguir siendo hermano para siempre.

            Pero cuando el 17 de octubre de 1965, en el santuario de Lourdes, se vista por primera vez la sotana, tendrá presentes todas estas cosas: “Heme aquí, Virgen Inmaculada, revestido con la sotana que tantas veces mi cardenal quiso ponerme”.

            En unos Ejercicios de agosto de 1967, imaginando lo que el Señor le diría, anota en su Diario: “Vive en cada instante esa total consagración tuya a mi amor, y tu vida transcurrirá en unión conmigo y así también tú podrás celebrar todos los días de tu vida tu santa misa”

            Él, que nunca llegó a ser sacerdote, probablemente nos dio una hermosa definición de este santo ministerio: “Ser sacerdote: amarte y hacer que los demás te amen. Y poder celebrar misa”. 

Clemente Micara: “Juan, ayúdame a morir bien”

Juan Vaccari vivía en un palacio, pero su habitación era una celda monacal, debajo de una escalera, junto a los aposentos del cardenal. Y en el Palacio nunca se olvidó de los ‘buonifigli’ que vivían en la casa guaneliana de San José, y a los que visitaba con regularidad. Monseñores o personas que trabajaban o frecuentaban la Cancillería le regalaban calzado, ropa de vestir, ropa de hogar, dulces, comida, limosnas que él, a su vez, llevaba a los buonifigli.

Al cardenal le llegaron los primeros achaques y, después, una larga y penosa enfermedad. Con el paso del tiempo, disminuyeron en palacio las recepciones, las audiencias, las mundanidades sociales. Y las visitas de monseñores, políticos y diplomáticos fueron haciéndose más escasas. Lo que sí aumentó, con el sucederse de los días, fue el aprecio del cardenal por el hermano Juan. Su devoción, su entrega, su humildad conmovían a Mons. Micara y, en cierta forma, le invitaban a la conversión y a la imitación. Juan Vaccari ya no era solo el encargado de mantener limpios los aposentos privados del cardenal, era también el confidente, el compañero de rezos, el enfermero, el acompañante, el comensal, los oídos que escuchan y los labios que se despliegan cuando se solicita un consejo.

Y el hermano Juan dejaba caer, aquí y allá, como semillas en tierra de barbecho, algunas consideraciones espirituales que edificaban no poco al anciano purpurado. Recordó, con verdad humilde y caritativa, a este Príncipe de la Iglesia que nada del riquísimo palacio se llevaría al otro mundo cuando cerrase los ojos: ni la mitra cuajada de piedras preciosas ni el báculo de oro ni los cuadros ni los tapices ni siquiera los aplausos recibidos ni los parabienes, loas y alabanzas: “Nada de esto podrá llevarse, eminencia, el día que tenga que presentarse ante el Altísimo”. Otra vez, frente a los estuches que guardaban valiosas condecoraciones recibidas por el cardenal a lo largo de su dilatada carrera diplomática, Juan Vaccari, con libertad y espontaneidad, soltó: “¡Cuánto pan se podría comprar para los pobres con estos objetos tan costosos!”.

En Roma conoció de cerca el poder, los oropeles y los tejemanejes que lleva siempre aparejados el poder, las hipocresías y las trampas, la escasa religiosidad de no pocos curiales y el apego a vanidades y mundanidades de gentes de sotana. Y al mismo tiempo que la salud del cardenal se quebraba y la vejez hacía mella en su cuerpo, aumentaba la estima hacia ese pobre fraile al que cada vez necesitaba más cerca y más horas al día. Juan Vaccari se convirtió en su báculo, la sombra discreta en la que se apoyaba su eminencia, el único en quien ya confiaba. En repetidas veces le pidió: “Juan, ayúdame a morir bien”. Y así lo hizo, por amor y por caridad. Le ayudó a morir como un buen cristiano, lejos de ese mundanal ruido y de esa atmósfera cortesana en la que había transcurrido una buena parte de su vida.

Con él permaneció hasta la noche del 11 de marzo de 1965, en que su eminencia, vicario del Papa para la ciudad de Roma, volvió a la Casa del Padre. La asistencia al cardenal enfermo no fue una prueba pequeña: “En estos días he comprendido lo que quiere decir asistir a un enfermo”. El hermano Juan le lloró, cerró sus ojos y le amortajó piadosamente. El cardenal Micara le había hecho prometer que rezaría por él. Y Juan Vaccari lo cumplió a rajatabla, desde el día en que depositó sus restos mortales en la iglesia de Santa Maria sopra Minerva, junto al edificio del Panteón, en la Ciudad Eterna. Ese día anotó en su Diario: “Le he acompañado con la oración, con las lágrimas y con la confianza de volverlo a encontrar pronto en el paraíso. ¡Oh, mi cardenal, cuántas veces te dije que no te iba a olvidar en mis oraciones, y tú me aseguraste que desde el cielo me cuidarías!”.

Esa fidelidad absoluta de Juan al cardenal fue observada, y casi envidiada, por algún que otro monseñor del Vaticano. Así lo atestigua esta línea del cardenal Cento: “Qué bien tratan los guanelianos a su cardenal protector. Todos nosotros tendríamos necesidad de tener a nuestro lado a un hermano Juan”.








viernes, 14 de abril de 2023

El niño de Bateke: presidir para servir



Sábado, 25 de marzo. Mientras el tren avanza por la llanura que separa las ciudades de Valladolid y Palencia, entre campos de cereal que empiezan a verdear y casas apiñadas en torno a un campanario, bajo un sol de primavera, pienso en qué decir a los socios y amigos de Puentes a los que, dos horas después, encontraré reunidos en Asamblea.

Gracias. Han sido muchos los que desde 1998 han entregado su tiempo, sus capacidades, sus energías para alentar y difundir esta corriente solidaria que terminó por llamarse Puentes. Muchos también los que han confiado en esta pequeña Ongd y la han hecho depositaria de su generosidad. Siempre conmueve la entrega gratuita al servicio de la causa de los débiles.  

Fragilidad. Muy lejos del triunfalismo, últimamente hemos experimentado nuestra propia pobreza. La escasez de voluntarios para incorporarse a la Junta Directiva, el estancamiento en las inscripciones, la disminución de los asistentes a las reuniones nos han hecho tomar conciencia de nuestra fragilidad. Quisiéramos llegar a más, alcanzar a más, pero a cada momento descubrimos nuestros límites e incapacidades. Esto podría llevarnos al desánimo, pero también a la humildad. Cada crisis es una oportunidad. Y ya decía Víctor Herrero que “sólo por las rendijas de la fragilidad asoma la ternura”.

Causas. La pequeñez que experimentamos no sólo afecta a nuestra asociación, sino que es una sensación que compartimos con otras muchas asociaciones que trabajan en el campo de la cooperación internacional. En este momento hay otras muchas causas, todas ellas justas y dignas, que mueven los sentimientos y, con ellos, la dedicación y los bolsillos. La causa de la igualdad de la mujer, la causa del movimiento LGTBI+, la causa medioambiental y del cambio climático, la causa de los animales, la causa de “primero, nosotros; luego, ya veremos”, la causa de la sanidad pública o de la investigación médica en el propio territorio, la causa de la adaptación a las nuevas tecnologías o la causa de la inteligencia artificial...por señalar algunas de ellas. Y con esto quiero decir que la causa de la justicia y la pobreza en el mundo, que es el ámbito donde nos movemos, la causa de la cooperación con los países empobrecidos, más allá de nuestras fronteras, se ha enfriado y ha perdido brío. La causa de la solidaridad no cotiza a la alta.

Gigantes. En este momento, al igual que Don Quijote, estamos luchando contra “gigantes”. Hay muchos gigantes en la enorme Mancha de nuestra época desnortada y confusa: el gigante de una inhumanidad creciente que mira al otro con indiferencia, agostando la empatía y la simpatía hacia el prójimo, especialmente cuando intuimos que ese otro puede necesitar nuestra ayuda El gigante de una cultura egocéntrica que hipertrofia el yo, a costa del nosotros, y que nos hace creer que tenemos todos los derechos y ninguna de las obligaciones. Adela Cortina ya nos recordaba que la “aporofobia”, ese desprecio e indiferencia hacia los pobres retrataba nuestra época. El gigante del “tener” en oposición al “ser”, que calcula el beneficio de cada una de nuestras mínimas acciones y que convierte al espíritu de gratuidad y de voluntariado en cosas de “romanticones y de ilusos”. Los jóvenes difícilmente se sienten atraídos por los líderes espirituales o por los soñadores de utopías. Sus modelos de comportamiento son los influencers, youtubers, triunfadores digitales, que arrasan en las redes con millones de likes, en el fondo globos de colores hinchados de vanidad.

El desánimo de los pocos. No debería preocuparnos nuestra pequeñez ni nuestra fragilidad. Pero la verdad es que hay un desánimo creciente. El cansancio de la solidaridad, lo llaman. Y sin embargo, sabemos que no podemos descorazonarnos cuando comprobamos que las semillas de gratuidad caen en tierra baldía, condenadas a dar escaso fruto. No importa que seamos pocos. Lo grave sería caer en la tentación del abatimiento y del darnos por vencidos. Lo grave sería sucumbir a los cánticos, cada vez más estridentes y horrísonos, de una cultura de la banalidad y de un anestesiante bienestar personal. En medio de un mar color de vino, Ulises pide a los marineros que le aten al mástil del barco, para no dejarse seducir por los cantos de las sirenas. Tenía claro que su objetivo era Ítaca. Ítaca como representación de un hogar, una patria común sin fronteras, una red de puentes, una mesa de pan y vino en la que puedan sentarse todos los seres humanos. Sabernos poco y pocos puede añadir un plus de fortaleza y de vigor a nuestro espíritu.

Pequeños mundos. En Puentes no trabajamos por cosas abstractas y lejanas. Nuestra sencilla y humilde aportación no está destinada al País de la Utopía. Conocemos el nombre de los misioneros que día a día viven en un territorio concreto, llámese la aldea de Abor, en Ghana, o la aldea Nnebukwu en Nigeria, o el pueblo de Tepetzintan en México. Y conocemos, a pesar de los muchos kilómetros por medio, la realidad de los niños de la calle en Congo, la verdad desnuda de chicos y chicas con discapacidad de Nigeria, las condiciones precarias de los ancianitos en las barriadas míseras de México. No trabajamos, como hemos dicho en muchas ocasiones, para cambiar el Mundo, sino para cambiar el pequeño mundo de la niña que puede estudiar secundaria, la primera en toda su familia, de la adolescente madre acogida en la casa de Kinshasa, de David, con síndrome de Down, que trabaja con ahínco en el invernadero de plantas de café en Guatemala, de la viejecita Lupe que recibe un bolsón de comida y medicinas para seguir tirando allá en un bosque perdido de la Sierra Norte de Puebla.

Presidir es servir. Por esas curiosidades de la lengua, sabemos que “presidir” y “presidiario”, proceden de la misma raíz, prae (adelante) y sedere (sentarse). El presidente se sienta adelante en una reunión. El presidiario se sienta delante de sus barrotes, inmóvil con sus cadenas. Pero si sacamos punta a esta etimología, podríamos decir que quien preside debe sentirse ‘preso’, debe sentirse el último, el servidor de todos. Quien preside Puentes debe estar a disposición de los 400 miembros que forman la Ongd. Debe escuchar las peticiones de los misioneros que son los que mejor conocen la lucha contra la pobreza. Debe servir, en primer lugar y sobre todo, a los niños, a los ancianos, a las personas con discapacidad, que gritan contra la injusticia y reclaman nuestra ayuda. Ellos, por su situación de vulnerabilidad, por la realidad de injusticia en la que están inmersos, merecen que yo, que la Junta Directiva, que toda la Ongd Puentes trabaje, se desgaste y se desviva por ellos. Al fin y al cabo, presidir es servir. Presidir es sentirse prisionero de los anhelos por un mundo más justo que es el único grito, a veces callado y silencioso, de todos los pobres.

El imaginero. La poetisa chilena Gabriela Mistral, en uno de sus poemas más admirados “El imaginero” nos cuenta el diálogo entre un imaginero y la persona que entra en su taller para encargarle una imagen de Jesús el Galileo. El artista pregunta cómo le gustaría que le representase a Jesús. El comitente desea una imagen viva, de un Jesús sufriente, que ilumine a quien la mira, conmueva las conciencias y cambie los pensamientos. Pero el imaginero es consciente de su incapacidad para hacer esta imagen. Y con humildad le responde que ningún artista podrá hacerle ese Cristo que desea, y le invita a buscarlo en las calles, en los ancianos, en los hospitales, en los niños hambrientos, en las mujeres maltratadas. Y le anima a no buscar la imagen del Crucificado ni en museos ni en iglesias, porque esa imagen de Cristo de carne y hueso sólo la podrá encontrar entre los pobres.

El niño de Bateke. No se me olvidará mientras viva la imagen de aquellos niños de la llanura de Bateke. Los vi recorrer los tres kilómetros que separaban la escuela de su aldea. Era una tarde de tormenta y aguacero. Una de esas tardes en que los cielos parecen abrirse para una nueva edición del Diluvio Universal. Caminaban descalzos, con las clancletas de plástico en la mano para no perderlas en medio del barrizal. Y protegían en una bolsa de plástico la cartilla escolar, contra su pecho, bajo su camiseta agujereada de pobres. Pensé entonces, y pienso ahora, que estos niños se merecen estudiar. Mucho más que los niños de nuestros países ricos, que se quejan continuamente de todo, que faltan el respeto al profesor, que acosan al alumno débil, que tiran el bocadillo a la hora del recreo… Por ese niño de Bateke que camina eternamente hacia la escuela en medio de la lluvia atronadora, debo y debemos seguir trabajando.










lunes, 10 de abril de 2023

Cap. III – Dios anda entre los pucheros. Años 1934-1950. (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

 

Cap. III – Dios anda entre los pucheros. Años 1934-1950.


 Escenario: Barza d’Ispra (Ispra – Varese – Lombardía – Italia) 

            Barza d’Ispra, junto al lago Maggiore, en la provincia de Varese, región de Lombardía, fue siempre y apenas una pedanía de Ispra, un grupo de casas alrededor  del castillo y de los señores que en cada tiempo lo habitaron. Familias de campesinos que dependían, en tiempos de guerra y de paz, del castillo medieval (del que solo ha sobrevivido el torreón). Después, ya en tiempos más apacibles, los escasos habitantes trabajaban como criados u hortelanos de la Villa residencial en que fue transformada la fortaleza originaria. Nuevos pabellones fueron añadiéndose, siglo a siglo, hasta formar un rectángulo con su señorial patio central. 

Fue en el siglo XIX cuando el conjunto conoció la más profunda reforma. Fue llevada a cabo por Pietro Mongini, el famoso tenor italiano al que le cupo la gloria del interpretar el papel de Radamés en el histórico estreno mundial de Aida, de Verdi, en el Cairo en 1871, para celebrar la inauguración del Canal de Suez. Pocos años antes, en la cumbre de su carrera, había adquirido esta residencia, que adaptó al lujo imperante entre las familias de la aristocracia y de la alta burguesía de la Lombardía que, por aquellos años, andaban construyendo espléndidas villas en las orillas del lago Maggiore. El tenor llevó a cabo una amplia restructuración de la mansión de Barza, para ejercer en ella de anfitrión magnánimo ante la buena sociedad del Reino de Italia. El tenor podía ofrecer a sus invitados, además, unos cuidados jardines y un inmenso parque con árboles seculares y exóticos.

El ruido de los carruajes en el patio central, el bisbiseo de los vestidos largos de seda en las escaleras, las joyas deslumbrantes, la gran etiqueta, los músicos que amenizaban las veladas… todo ello formaba parte de un mundo que estaba llegando a su ocaso, tal y como luego lo pintarían, aunque en el otro extremo de Italia, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Luchino Visconti en El Gatopardo. Cuando el tenor murió, la Villa de Barza pasó a la viuda, que levantó una nueva capilla dedicada a San Quirico y Santa Julita. El huésped más ilustre de la época fue el rey Umberto I, como lo recuerda una lápida en uno de los muros. Se sucedieron otros propietarios hasta que el último de ellos, en 1934, vendió la Casa a la Congregación de Don Guanella.

La espléndida Villa de Barza se adaptó a las necesidades crecientes de un Instituto religioso en clara expansión. Y el histórico torreón medieval con su grandioso reloj siguió marcando las horas a los seminaristas que llenaban las aulas y el gran patio central del edificio. Fue Adamo Marchioni, el ‘mago del reloj’, el artífice de un reloj universal con 12 cuadrantes que da la hora de Greenwich, Buenos Aires, Nueva York, Jerusalén, San Francisco, Tokio, Manila y El Cairo, como indicando esa globalidad a la que la Congregación estaba llamada. Desde lo alto del torreón, seis campanas empezaron a dar el ángelus con la melodía del Ave María de Lourdes.

Generaciones de seminaristas, con su revuelo de sotanas, sus oraciones piadosas, sus breviarios, sus carreras por el parque, sus estudios en la biblioteca, sus sueños o sus fracasos, sucedieron a los anteriores habitantes de alta etiqueta y sueños de grandeza. La galantería, el humo de los bon vivant,  impecables en sus fracs con pajarita, o la mundanidad de un vals de Strauss fueron sustituidos por el silencio, la meditación, el estudio, la Missa de Angelis y el Adoro te devote. La Casa de Barza empezó a formar parte de la memoria colectiva de toda una Congregación. 



A Barza d’Ispra, un 8 de septiembre de 1934, llegó un joven novicio de 21 años.

***

“Todos sabíamos que eran albóndigas, pero…”

 En los primeros días de septiembre de 1934, un grupo de seminaristas hace el trayecto entre Fara Novarese y Barza d’Ispra. A ellos se unen otros estudiantes procedentes de varios puntos de Italia.,

Juan, como novicio, también debía trasladarse. Y entonces los superiores decidieron matar dos pájaros de un tiro: pidieron a Juan que se encargase de la cocina, provisionalmente, hasta que buscasen una solución. Aquí se quedaría durante 16 años: “Es verdad que fue un gran cambio: los ambientes, las personas, el trabajo. Y sin embargo, qué alegría y con qué pasión empecé a amar el trabajo y las personas, entre las que no me olvido de los viejecillos y de los buonifigli”

Desde septiembre de 1934 a octubre de 1950, la vida del hermano Juan transcurre en la cocina de la Casa Don Guanella, casa de noviciado, en la pedanía de Barza d’Ispra.

La Congregación acababa de adquirir una amplísima casa-palacio del siglo XVIII, que había sido construida en torno a un torreón de un antiguo castillo feudal. La abundante vegetación de árboles centenarios que surgían aquí y allá en un amplísimo terreno siempre verdeante creaba una atmósfera de religioso silencio, muy propicio para la formación de los futuros guanelianos. 

El 8 de septiembre de 1934, Juan Vaccari entra oficialmente en el noviciado. Él, que había anhelado ser sacerdote, tenía que buscar los alimentos y preparar la comida para los que se preparaban al sacerdocio. No ocupaba uno de los pupitres ni vestía la sotana soñada (reservada exclusivamente a los futuros sacerdotes) ni se movía entre sesudos tratados de filosofía y teología. Él, paradojas de la vida, era el sirviente de los futuros Siervos de la Caridad.

Horas y horas en la cocina. Rutina desangelada, burda cotidianidad, aplastante horario. Encender el fuego, pelar patatas, preparar los guisos, limpiar perolas, cortar las verduras, servir la comida, estirar la sopa, fregar, barrer, limpiar, escaldarse las manos, quemarse las pestañas… Día tras día, mes tras mes, en una época en que no se conocían ni los sábados ni los domingos. Era el primero en levantarse para preparar el desayuno y el último en acostarse, después de recoger la cocina tras la cena.

Trabajo escondido y agotador que le exigía indecibles sacrificios, pero también ingenio y creatividad, para llenar, en aquellos años de guerra y posguerra, de penuria y escasez, los muchos platos del seminario. Salía con la bicicleta a los campos y a los huertos de las aldeas cercanas en busca de coles, berzas, patatas, ajos, cebollas, zanahorias, alubias, harina. Y pedía alguna patata o alguna berza de regalo, porque los “seminaristas tienen hambre a todas horas”. Más de una vez, como hacían tantos italianos de la zona en aquellos años, se vio obligado a coger el tren y plantarse en la cercana Suiza, y comprar legumbres o mantequilla de estraperlo. Y en más de una ocasión, el revisor hizo la vista gorda, y una sugerencia: “tape mejor esa cesta, buen fraile, que se ven las alubias”.

Tenía que estirar y estirar los alimentos para que hubiera para todos. Un seminarista confesará: “Se hicieron famosas las albóndigas del hermano Juan. Todos sabíamos que eran albóndigas, pero nadie sabía de qué estaban hechas”. Y es que Juan no hacía las albóndigas con los ingredientes señalados en un recetario al uso, sino con lo que, en cada momento, había en la despensa.

El 12 de septiembre de 1939, pocos días después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el hermano Juan emite su profesión perpetua en los Siervos de la Caridad. Tres años antes había realizado la primera profesión religiosa. En su diario, recordará siempre estas fechas y renovará en su corazón los compromisos adquiridos. Así el 12 de septiembre de 1961 (bodas de plata de su primera profesión) escribe: “Heme aquí, oh Jesús. Heme aquí, oh María, para agradeceros todos los beneficios que me habéis concedido. Renuevo de todo corazón mi entrega total. Que este sea mi testamento: darme y dar, trabajar en la humildad y en el silencio. Procuraré, en lo que pueda, ayudar, levantar, dar, convencido de que la divina Providencia nunca fallará. Amar y honrar mi vocación, siempre supercontento de pertenecer a la querida Congregación de los Siervos de la Caridad. Y os pido ardientemente, Madre mía Purísima, que pueda vivir y morir en ella. Desde el paraíso me uniré de manera especial a San José para trabajar por las vocaciones”.

 

“Nuestro ‘párroco’ de Monteggia…”

 Su estatura moral fue muy pronto percibida por los jóvenes seminaristas. Su recogimiento en la capilla, su espíritu servicial a todas horas, su rostro risueño y bondadoso, su laboriosidad infatigable son un ejemplo y un testimonio. Y muy pronto también los sencillos parroquianos de la aldea de Monteggia descubren al hermano Juan. Acude hasta ellos para rezar el rosario, hacer una novena o el viacrucis, levantar una capillita junto al camino, para que no se olviden de Jesús o de María. “Nuestro párroco”, le llaman -y le llaman bien- porque Juan, un ‘sacerdote fallido’, se ha convertido en su pastor: escucha sus penas y sus alegrías, bendice sus casas, les consuela y les sostiene en su fe humilde de campesinos y de amas de casa. Sabe sus nombres y conoce sus necesidades. Un feligrés de Monteggia escribe: “Llegaba a nuestras casas, y en seguida nos metía en la oración, con una avemaría o un gloria. Se interesaba por la familia, por cómo era nuestra situación económica. En más de una ocasión se dirigió a las pequeñas fábricas o a los talleres de los pueblos cercanos, para que diesen trabajo a alguien que se había quedado en el paro”. Y otro parroquiano escribe: “Este hombre tenía algo, y ese algo nos impedía negarle lo que nos pedía, ya fuera una vida más recta, o unas patatas para sus seminaristas”.

Cuando en 1960 la pequeña aldea de Monteggia fue desmantelada para albergar las instalaciones del Euraton (Centro de investigación europea para la energía atómica), el hermano Juan involucró a toda la población para construir una capillita y depositar allí la imagen querida de la Patrona. Con toda la solemnidad posible y la concurrencia de todos los vecinos, se llevó a cabo la procesión de traslado de la estatua de María. 

También desde la lejanía de Roma, como un buen pastor, siguió cuidando el rebaño de Monteggia: “Hace unas semanas me puse en contacto epistolar con los buenos niños y niñas de Monteggia. Les he pedido si, por amor a la Virgen, serían capaces de rezar un poquito o hacer un pequeño sacrificio. Y, unánimes, me han contestado que sí. Deo gratias et Mariae”.

Existe una fotografía, borrosa y en blanco y negro, de aquella época de Barza: el hermano Juan tocando un instrumento musical, probablemente un helicón, junto a otros frailes guanelianos. Habían formado una especie de charanga que en los días de fiesta recorría pasillos y patios alegrando a los seminaristas. Nada en la fotografía nos asegura la calidad musical, pero explica bien ese rasgo distintivo de su carácter: la alegría. Y el deseo de que los demás estuvieran alegres. Muchos años después, llevará en un baúl a España esos mismos instrumentos para que los chicos del seminario los toquen y hagan fiesta.

“Gracias, por haber vuelto a mi querida Barza”.

En Barza d’Ispra aún sigue en pie el calvario que recorre el jardín de la Casa Guanella. Fue una idea suya, y muchas familias del lugar y de su pueblo natal lo costearon con sus limosnas, o contribuyeron con sus manos a levantar las capillitas que acogen las catorce estaciones del viacrucis.

Algunos años después, el hermano Juan se encontrará ya en Roma, pero no olvidará que la Virgen encaramada encima del torreón de Barza no tiene corona. En una ocasión, delante de un grupo de conocidos del Palacio de la Cancillería, manifestó en voz alta su deseo de comprar una corona para la Virgen. Poco después, marzo de 1957, pudo adquirirla por un importe de 40.000 liras, que gustosamente pagó un caballero que le había escuchado hablar con pasión de este deseo.

En el altar de la cocina de Barza, supo presentar a Dios cazuelas y sartenes con la misma veneración que, de haber sido sacerdote, habría alzado cálices y patenas.

La casa de Barza será siempre para el hermano Juan su “casa”. En los años en que la obediencia le puso en Roma, Juan Vaccari retornaría a menudo a Barza para hacer ejercicios espirituales, visitar a los cohermanos y a los feligreses de Monteggia, descansar y convalecer.

            Barza es el Nazaret del hermano Juan. De hecho siempre resulta complicado llenar de contenido este periodo de Barza. La vida escondida, la vida rutinaria, la vida reglada de Barza no admite acontecimientos, fechas destacadas. Desde la hora de levantarse hasta la hora de acostarse es idéntica en 1934, 1938, 1942 o 1949. Esta vida de trabajo, de rezos, de paseos por el parque, de breve recreación, de bromas o de pequeñas fiestas con motivo del cumpleaños del director… llenan el corazón de un religioso como el hermano Juan. En esta vida sencilla, Juan Vaccari descubre la formidable belleza de la vida comunitaria. Por ello, cuando, por razones de servicio y obediencia, trabaje fuera de un convento guaneliano, la añoranza de Barza crecerá como el caudal de un río en la estación de las lluvias.



En 1961, podrá escribir: “En Barza he encontrado un gran espíritu y muchos buenos ejemplos por parte de todos los cohermanos. He visto con mis propios ojos que la Divina Providencia asiste esta casa, corazón de la Congregación. Gracias sean dadas a Dios y a María”.

Muchos años después, podrá exclamar: “Cuántas veces he llegado a la conclusión que sólo el Señor sabía lo que mejor me convenía. He comprendido que el trabajo de la cocina puede ser fuente de muchísimos méritos, como así me dijo una vez el P. Agustín Borgonovo: “Tu altar son los fogones, y, las cazuelas, los cálices donde dentro está Jesús, la Divina Providencia”.

La nostalgia de Barza es la nostalgia por una vida sencilla, escondida, pobre, humilde y comunitaria. Siempre echó de menos ese ambiente de espiritualidad, de comunión con la naturaleza, de piedad sencilla, de trabajo agotador, de vida comunitaria guaneliana... Escribe así: “Una vez más, gracias, Madre mía, por haber regresado a mi casa”. Y también: “Bendice, Señor, esta casa y haz de ella una verdadera casa de Nazaret. ¡Pobre mundo! Necesita sacerdotes santos”.

         Y con verdadera melancolía, llega a anotar en su Diario: “Qué diferencia entre Roma y Barza, no sólo por la obediencia que siempre es igual en todos los sitios, sino sobre todo por el ruido. Oh, María, ayúdame para aprovechar bien, para mi espíritu y para mi cuerpo, estos días que voy a pasar aquí”. 















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