La novela de Abdelaziz Báraka Sakin tiene como telón de fondo la guerra de
Sudán, una de las guerras olvidadas en este Occidente nuestro, donde sólo
cuentan Ucrania y Gaza, porque además de ser “guerras” están cargadas de
ideología política.
Es muy orientativo este párrafo: “El poder central había
buscado y conseguido que la guerra en Darfur tuviese la apariencia de un
conflicto entre dos colectivos, los árabes y los “azules”, o sea, los negros”.
Pero todo es mucho más mezquino y complejo: el intento de vaciar un inmenso
territorio de sus propietarios legítimos.
La región de Darfur, al oeste del Sudán, ha sido el escenario de
esta interminable guerra. Se dice que al menos cuatrocientas mil personas han
muerto y más de tres millones y medio de personas han tenido que dejar sus hogares.
Las temibles milicias yanyauids fueron apoyadas desde el principio por
las fuerzas gubernamentales, lo que permitió a sus soldados las mayores
atrocidades, al mismo tiempo que el Gobierno sudanés les aseguraba la impunidad. Tal
vez porque Sudán es un país desconocido, al principio cuesta entrar en ese
laberinto de geografías, grupos revolucionarios, apoyos extranjeros, etnias y
tribus. Sobre los temidos yanyauids leemos en la novela: “Los yanyauids no
son una tribu ni una raza. La persona nace buena y luego elige convertirse en
ser humano o en yanyauid”.
La novela se sitúa en este escenario bélico, y por tanto la
narración se ve impregnada del paisaje típico de una guerra: la crueldad, las
violaciones, la venganza, las aldeas calcinadas, los prisioneros. Y los
campamentos de refugiados, donde “cada vez que encendían los motores de los
aviones al atardecer o por la mañana temprano y los oían los niños de
campamento, se orinaban encima”. Y la inoperancia de los cascos azules, "esos gandules de la ONU". Pero no es un reportaje periodístico para
el morbo o la indignación. La novela tiene personajes bien construidos, como
Abderramán, Ibrahín, Jarifía o Shikiri, en los que se mezcla la violencia y el
deseo carnal, la heroicidad y la villanía, la traición y la astucia, la
ambición personal y la compasión, la brutalidad y el humor, y una buena dosis
de aventura. Y también de locura y de desequilibrio mental, ese abismo al que
van a parar los seres a los que el sufrimiento les hizo añicos, como es el caso
la de la mujer que deambula, demente, con la mirada perdida, en busca de unos
hijos que ya nadie le puede devolver.
Tal vez solo en un clima así, de violencia generalizada, puedan
surgir, aquí y allá, charlatanes y mesías que anuncian tiempos nuevos, tierras
prometidas a solo unas leguas de distancia, y un poco de esperanza, sin la cual no hay
mañana ni futuro. Uno de estos profetas es el mesías de Darfur, en el punto de
mira de los yanyauids y del ejército, pero en cuya órbita giran también los
desesperados, los pobres y los que creen en la utopía: “Os garantizo la vida
eterna, pero no os puedo evitar la muerte ahora”
El Mesías de Darfur, así como los familiares y amigos que lo
rodean, se inspiran directamente en los evangelios: Aisa, Máriam, Yúsuf, Yahia,
Máriam de Magdala, etc. En un territorio en el que la yihad islámica se ha
convertido en realidad cotidiana, el autor de la novela ha querido dar a este
Mesías todas las características de paz, de amor y perdón del Jesús cristiano.
En medio de la noche larguísima que vive el pueblo sudanés, Abdelaziz parece
decirnos que solamente un mensaje de profunda humanidad podría llevar un poco
de paz y de perdón sobre esta tierra empapada en sangre. Y tal vez sea este el
sentido del Cortejo presidido por el Mesías de Darfur, con que termina la
novela, y las cosas que suceden a su paso:
“Cuando pasaba junto a las aldeas quemadas, las casas se
levantaban de sus cenizas, los pozos se purificaban de ponzoña, crecían los
árboles derribados, los utensilios hechos añicos hallaban compostura y quedaban
como nuevos. Las bestias, las aves, las liebres, los lobos, las escuelas, los
parques, las mezquitas, las calles, las cuadrillas, todo volvía a ser como fue.
Los masacrados resurgían de sus tumbas, los que no habían recibido supultura se
sacudían el polvo y los hierbajos y se levantaban. Por mucho que pesaran las
cruces, se sentían volar, planear muy alto por el cielo, que era como el seno
de una madre descomunal, infinita, que los abrazaba y sonreía”.
La novela de El Mesías de Darfur nos habla de una situación de
guerra enquistada que llegó a dividir el país en dos estados, y que ha causado
una de las crisis humanitarias más trágicas de los últimos años. Las tentativas
de entendimiento han chocado una y otra vez contra un muro de cemento
impenetrable. Pero el autor, apuesta por la esperanza, algo que nunca se ha extinguido en el desolado caos de Sudán: “La máquina de la muerte está
dispuesta para quien la pone en marcha. No temáis a los mensajeros de las tinieblas,
porque marchan hacia sus propias tumbas”.
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Dos estados: Sudán y Sudán del Sur. Una región en conflicto: Darfur
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