Cap. IV – Penitencia en Palacio (Años 1950-1965)
Cap. IV – Penitencia en Palacio (Años 1950-1965)
A Roma, tal y como se cuenta en la Eneida, de
Virgilio, llegó Eneas después de un largo periplo, con la melancolía en el alma
por su llorada Troya. No podía faltar el mito, la leyenda, en el génesis de tan
insigne ciudad. Rómulo y Remo la fundaron y desde entonces no paró de crecer en
fama y en honor. Las legiones romanas llevaron su nombre y su gloria a todos
los rincones del orbe conocido. Roma, la caput
mundi, fue sinónimo de grandeza y fortuna, pero también de desgracia y
ruina, porque una cosa era ser ciudadano romano y otra, muy distinta, esclavo
de Roma.
Desde que el mundo es mundo, la moneda tiene
dos caras. Roma, vorax hominum. Roma
devora a los hombres. Siempre ha sido así. Pedro y un grupillo de galileos eran
unos infelices pescadores, pero no tontos, como para no saber que era en Roma
donde se cortaba el bacalao del mundo; era en Roma donde había que vender el
‘pez nuevo’. Porque lo que en Roma se conocía y triunfaba, terminaría por
conocerse y triunfar en el mundo mundial. Y hasta allí se dirigieron Pedro y
Pablo, para decir nones al Emperador, que representaba el poder, pero un poder
pasado, y para anunciar el futuro que era Cristo. Era un ‘novum’ que los romanos poderosos menospreciaron. Lo pagarían caro.
Amaneció un día en que la cruz aplastó al águila, y el INRI al SPQR. Roma se
convirtió en eterna y su obispo en el máximo constructor de puentes entre el
Dios Altísimo de los cielos y los pobres hombres de barro de aquí abajo. Pero
también entre las orillas de quienes ya creían en el Galileo y quienes todavía
no.
Pero hubo tiempos en que Roma fue la Gran
Ramera de Babilonia, como así la vio y condenó Lutero. A Papas, cardenales y
clérigos piadosos y honestos, sucedieron otros simoniacos y lujuriosos, más
pendientes del poder y de la alcoba que del servicio y el evangelio. A lo largo
de toda la Historia, algunos santos tuvieron que hacerse albañiles a lo divino
para reparar la Iglesia de Jesucristo que estaba en ruinas, como ocurrió, en
efecto, a Francisco de Asís.
Pero Roma es muchas Romas. Bajo los pavimentos
marmóreos de sus fastuosas iglesias hay testimonios de un pasado esplendoroso
de Césares y de Augustos. Napoleón quiso destruir Roma y, con ella, la Iglesia,
pero el Papa de Roma, más listo, le contestó:
“No hemos podido nosotros, so imbécil”. Los Estados Pontificios tuvieron
que resignarse, de mal grado, al Reino de Italia de Saboyas y Garibaldis. Cada
pérdida material para la Iglesia de Roma, era una ganancia para el espíritu.
¡Pero cuánta resistencia por parte de la curia romana!
Luego, por Roma se pasearían, como por su
casa, los camisas negras, y ondearían impúdicas esvásticas en vetustos
palacios, dejando una ciudad en ruinas y en hambre, como lo reflejaría el cine
del neorrealismo italiano. Solo el Bella
ciao, cantado a pleno pulmón en hosterías, campamentos, escuelas y
reuniones familiares, aliviaba a los romanos de sus penurias y les convencía,
autoengañándose tal vez, de que habían sido unos valientes partisanos. Aún
correteaban por los barrios pobres de la Ciudad Eterna ragazzi con rodilleras remendadas que comían con ansia un panino. El milagro económico italiano
llegaría en el ‘dopoguerra’, creando una ilusión de riqueza y progreso
ilimitados. Empezaba a gestarse y a soñarse la dolce vita de la lambretta, los paparazzi
y el martini.
A esta Roma con el Pastor angelicus asomado a la logia de San Pedro, y llena de cardenales en capa magna y pectorales de esmeraldas; a esta ciudad en blanco y negro, la de Roberto Rossellini en Roma, città aperta, y la de Vittorio de Sica en Ladrón de bicicletas; a esta Roma que se preparaba, triunfal y barroca quizás por última vez, para la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María…
En esta
Roma, sancta et meretrix, en su
estación ferroviaria de Termini, se apeó un 31 de octubre de 1950, un religioso
guaneliano de 37 años.
***
“La Virgen así lo ha querido. Bendita sea la Virgen”
Los caminos del Señor son inescrutables. A
finales de octubre de 1950, una llamada del Vicario General, P. Leonardo
Mazzucchi, le pide que se presente en Roma, “porque
allí estará tu nuevo lugar de trabajo”. El hermano Juan se alegra. Roma es
Roma, al fin y al cabo. Allí está el Papa, allí está la Basílica de San Pedro,
allí se celebrará el 1 de noviembre la proclamación del dogma de la Asunción.
¿Le mandarán a la cocina del asilo de ancianos? ¿Tal vez a cuidar a las
personas con discapacidad? ¿Quizás a que
eche una mano en la sacristía de la parroquia de San José en el Trionfale? Toda
Monteggia llora en la despedida. Y los humildes parroquianos sienten que les
roban a ‘su párroco’. Él les consuela en el momento del adiós. Y les
asegura que no les olvidará nunca. Lo cumplirá al pie de la letra. Esa amistad
hecha de bondad y de fe no se romperá jamás. Decenas de cartas y decenas de
visitas mantendrán viva la relación. En su Diario escribe: “Ayer mandé (a Monteggia) una imagen de la Virgen Milagrosa, así cuando
haga más frío podrán, sin salir de casa, rezar el santo rosario delante de
ella. El cardenal ha bendecido la imagen” (Roma, 1956).
A primera hora de la tarde del 31 de
octubre de 1950 llega a la estación de ferrocarril Termini de la Ciudad Eterna.
Apenas tuvo tiempo para vislumbrar la silueta incomparable de San Pedro, cuando
el superior le anuncia que su nuevo destino estará en el Palacio de la
Cancillería, como sirviente del cardenal Clemente Micara, vicario del Papa para
la ciudad de Roma. La noticia le descoloca completamente. ¿Un premio o una
carga? ¿Un honor o un peso? Juan sólo siente en ese momento la conciencia de la
propia limitación y de la propia ignorancia.
En menos de 24 horas, Juan Vaccari ha
pasado de la destartalada cocina de Barza a los imponentes salones del Palacio
de la Cancillería, uno de los edificios renacentistas más espléndidos de Roma.
Al
día siguiente de su llegada a Roma, tiene lugar la proclamación del dogma de la
Asunción de la Virgen María, por parte del Papa Pío XII. El hermano Juan
anhela, lleno de alborozo, unirse a los miles de fieles de todo el mundo en la
Plaza de San Pedro. El cardenal, con toda la pompa y boato encima, abandona sus
apartamentos para dirigirse al cortejo que lo llevará al Vaticano. Al pasar
junto al recién llegado sirviente dice: “Mientras
yo voy a San Pedro, usted quédese aquí limpiando mis aposentos”. Respondió:
“Sí, Eminencia”.
Abrió las ventanas y empezó a limpiar las habitaciones privadas del cardenal. Y cuando las campanas de toda la ciudad empezaron a repicar por doquier, uniéndose a la proclamación del dogma, explotó en llanto. ¿Era esto lo que le esperaba en Roma? Mientras a dos pasos, en la Plaza de San Pedro, se desarrollaba la solemnísima celebración de la proclamación del último dogma de la Iglesia Católica, él estaba de ‘barrendero’. Sintió una tristeza infinita. Duró apenas unos minutos; después se rehízo y se avergonzó de sus extraviados pensamientos. Y se dijo a sí mismo: “La Virgen así lo ha querido; bendita sea la Virgen”. Y fue repitiendo la jaculatoria entre escobas, fregonas, trapos del polvo y plumeros. Desde ese momento, el hermano Juan hizo, de la perfecta obediencia y de la perfecta humildad, un dogma. Y vivirlo le procuró una gran libertad de espíritu y una serenidad grande de ánimo de por vida.
“Vuelvo de nuevo donde la obediencia me ha puesto…”
El palacio de la Cancillería y sus estancias pomposas contrastaban demasiado con la austeridad y la pobreza de la cocina de Barza y con la sobriedad de esa estancia interior que el propio hermano Juan construía día a día en su alma. Se sentía un poco perdido en las protocolarias ceremonias y ante las muy ilustres personalidades que visitaban el Palacio. Y no parece descabellado que más de una vez tratase de Excelencia a una Eminencia y viceversa, o que confundiese a un diplomático de gala con un caballero de la Orden de Malta, o que equivocase el nombre de algunos ministros del partido de la Democracia Cristiana, muy asiduos por el Palacio. Y hasta el cardenal Clemente Micara, quizás más habituado a los modales aristocráticos que a la aristocracia del espíritu, encontró al hermano Juan un poco torpe y tosco para un puesto de tanto protocolo y refinamiento. Y apenas catorce meses después de su llegada, el cardenal prescindió de sus servicios. O por decirlo más llanamente, le despidió.
Juan Vaccari recogió sus cuatro cosas, se
subió al tren y se presentó de nuevo en Barza d’Ispra, entre el regocijo de sus
propios hermanos guanelianos y la alegría de los parroquianos de Monteggia, por
el regreso de “su cura”. Inicia así un intervalo de casi tres años en que prosigue
serenamente su vida en la comunidad religiosa de Barza y en el cuidado pastoral
de los feligreses de Monteggia.
Es en este momento de su vida cuando
inicia la escritura de un “Diario espiritual”. La primera página que
conservamos lleva fecha de 20 de marzo de 1952. En ese día escribe: “Os pido, Jesús, que aumentéis en mí el
espíritu de oración mediante la unión con Vos. Oh, María, ayúdame y sé la
salvación de todos”. Esta será la tónica general de su Diario: una oración
a todas horas. La escritura cada noche antes de acostarse será una forma de
seguir rezando. Este Diario, que continuará escribiendo regularmente hasta unos
pocos días antes de su muerte, es la principal fuente de información sobre su forma
de vivir la fe y de rezar, al mismo tiempo que nos proporciona numerosos datos
sobre su actividad diaria: personas que encuentra, lugares que visita,
sentimientos, reflexiones, inspiraciones y jaculatorias. Jesús, María y José
son los verdaderos protagonistas en esta ‘salmodia permanente’. También la
muerte, o mejor dicho, el prepararse para la muerte, el vivir santamente para
que la muerte, que él siempre intuyó que le llegaría siendo aún joven, le
encontrase con las maletas llenas de buenas acciones y de santos propósitos.
En
2013, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Juan Vaccari, y por un
empeño insistente de algunos alumnos que él había buscado en los pueblos y
llevado al Colegio de Aguilar de Campoo, el Diario
espiritual fue publicado en español y en italiano.
Podemos imaginar su vida tranquila y
serena en Barza, después de esta malaventura romana de poco más de un año. Pero
misterios de la vida, por uno de esos juegos o ironías del destino o de la
Providencia, el cardenal empezó a echarle de menos y volvió a reclamar su
presencia en palacio. Y solicitó al Superior General de los Siervos de la
Caridad que quería tener de nuevo cerca al fraile guaneliano. Y el buen Juan,
que en todo veía la mano Dios, que a veces golpea y a veces acaricia, volvió a
obedecer, no obstante la humillación vergonzante del despido. El 8 de diciembre
de 1954 regresa a Roma y al palacio de la Cancillería. “Vuelvo
de nuevo al lugar de mi servicio, donde la obediencia me ha puesto. Laus Deo”
El cardenal, algo quisquilloso y altivo, bastante pagado de sí mismo y muy consciente de su status de príncipe de la Iglesia, puso a prueba a Juan Vaccari, como el fuego al oro en el crisol. Son los instrumentos de la Providencia para hacer excelentes a las personas buenas. En una ocasión, P. Alfonso Crippa, sacerdote guaneliano, me comentó: “El cardenal Clemente Micara ‘hizo santo’ al hermano Juan”.
“Ilumina al Santo Padre, y a todos los padres conciliares…”
En aquellos años, pisaron las alfombras de
la Cancillería obispos y cardenales de medio mundo, políticos poderosos,
hombres de cultura influyentes, diplomáticos astutos, empresarios solventes, pero
también personas o asociaciones carentes de recursos, en busca de ayuda o
protección. Y el sirviente del cardenal supo relacionarse con todos ellos con
esa elegancia sencilla que da el sentido común, con ese saber estar que otorga
la discreción y con esa aristocracia de espíritu que es el resultado de la
humildad y la bondad. El mismísimo Pablo VI visitó en tres ocasiones el Palacio
de la Cancillería, y el buen hermano Juan se arrodilló ante él, suplicando una
bendición para la Congregación: “¿Así que
eres de Don Guanella? Te bendigo de corazón”.
Pero el cardenal Micara no fue insensible
a esa presencia del hermano Juan, callada y eficaz como la lluvia silenciosa,
en el propio Palacio y en medio de curiales y cortesanos, diplomáticos y
políticos. Micara confesará al Superior General de los guanelianos: “He sido testigo de los milagros que este
buen hermano hace en palacio. Gentes descreídas o de conductas borrascosas han
vuelto a la Iglesia y a un comportamiento intachable, después de tratar con
Juan”. Por cierto, a partir de un determinado momento, el cardenal empezó a
llamarle Fra Giovanni (Fray Juan).
Permaneció junto al cardenal en las duras y en
las maduras. Le acompañó como una sombra discreta y solícita a todos los
sitios: Asís, Loreto, Lourdes, Catania, Ingenbolh (Suiza), Holanda, y también a
Bruselas (el cardenal había ejercido de nuncio en Bélgica) para una celebración
de la Casa Real de ese país. Sin embargo, nada comparable a su presencia en
tres acontecimientos eclesiales que cambiaron el rumbo de la Iglesia. Dados los
impedimentos físicos del cardenal, el hermano Juan pudo estar presente, excepcionalmente,
en los cónclaves de 1958 y 1963, de los que saldrían elegidos los Papas Juan
XXIII y Pablo VI, respectivamente. Parece que, debido al cariño que el cardenal
Micara profesaba al cardenal Montini, ejerció un gran papel en la elección de
éste, al convencer a algunos cardenales conservadores que Montini era el Papa
que el Concilio necesitaba. El hermano Juan acompañó al cardenal incluso al
balcón de la fachada de San Pedro donde el Papa Pablo VI impartió su primera
bendición apostólica a la ciudad y al mundo. Y junto al cardenal se pudo ver al
hermano Juan en la solemne apertura del Concilio Vaticano II el 11 de octubre de
1962, en ese inicio histórico de los trabajos que cambiarían el rostro de la
Iglesia Católica: “Ilumina, Señor, al
Santo Padre y a todos los padres conciliares”. El Papa Pablo VI le
concedió, en diciembre de 1963, la cruz “Pro
Ecclesia et Pontifice”, la más alta condecoración otorgada por la Santa
Sede a un laico y que reconoce los servicios prestados a la Iglesia y al Papa.
“Me ofrezco en lugar de nuestro párroco, ahora enfermo…”
Una
hernia le produjo no pocos sufrimientos y tuvo que ser operada hasta en tres
ocasiones. En una ocasión la operación se llevó a cabo en el hospital romano de
los hijos de San Juan de Dios. En 1968, cuando ya vivía en España, tuvo que
ingresar, por la misma razón, en el hospital Valduce de Como. El clima húmedo y
caluroso de los veranos romanos no le benefició en absoluto. El hermano Juan
tenía serias dificultades para conciliar el sueño y padeció fuertes y
prolongados insomnios, hasta el punto de que un agotamiento nervioso se apoderó
de él, en parte por ese insomnio crónico, en parte por la vida de tensión con
la que se encontró en el ambiente palaciego. “Estoy hecho un cacharro. Me agobia el calor y a menudo no me entra
sueño”. La vida al aire libre de Barza, la vida sencilla en medio de sus
cohermanos le ayudaron a restablecerse de este episodio sin duda muy duro para
él. Fuertes catarros o gripes se cebaban a menudo en sus debilitados bronquios.
A
finales de 1956, y una vez superada aquella fase de agotamiento psíquico, puede
escribir: “Volviendo a pensar en aquel periodo
en que se resintió mi sistema nervioso por culpa del calor y del insomnio,
ahora comprendo bien que, debido a que ese malestar no se ve bien desde fuera
(aunque no siempre es así), algunos no se lo creen. De todos modos no deseo a
nadie un trastorno así porque, sin casi uno darse cuenta, el organismo entero
se deprime y uno llega a olvidarse de todo. Hoy siento que he vuelto a nacer”.
Relacionado
con la enfermedad no podemos olvidar las ocasiones en las que el hermano Juan
ofreció al Señor su vida, con tal de librar de la enfermedad y de la muerte a
personas que él quería personalmente o a las que tenía en altísima estima.
El
cardenal Piazza fue objeto de este ofrecimiento: “Oh, María, Madre mía, implorad a vuestro Hijo que me lleve a mí en
lugar del cardenal Piazza. Él puede hacer todavía muchísimo bien a la Iglesia,
mientras que yo no hago más que acumular miseria sobre miseria”. También en
el momento en que la enfermedad de Juan XXIII fue un rumor por doquier, el
hermano Juan ofreció su vida para que el Papa Bueno continuase viviendo y
proporcionando a la humanidad tanto bien. “Haz
que gobierne aún más tiempo la cátedra del pescador de Galilea y, si os
complace, oh, Jesús y María, me ofrezco por la salud del Papa y estoy dispuesto
a todo tipo de sufrimientos, y a morir por él”.
Solamente
quien estima en poco su vida y quien estima en mucho la de los demás es capaz
de hacer un ofrecimiento de la propia vida. No es un juego, no es un alarde de
‘buenismo”. Es algo muy serio. El Señor de la vida y de la muerte puede aceptar
este ofrecimiento. Quien lo realiza es consciente de que, efectivamente, puede
tener lugar ese trueque. Quien se ofrece conoce perfectamente la magnitud de su
ofrecimiento.
El último ofrecimiento de su vida, se produce el 26 de octubre de 1970. El párroco de Aguilar y amigo personal, Don Ciriaco Pérez, es golpeado por una parálisis: “Jesús, José y María, si a vos os place, me ofrezco en lugar de nuestro párroco, Don Ciriaco, ahora enfermo. Todo esto para poder tener un ministro más de Dios, por las vocaciones y por el buen éxito de la obra que pronto va a empezar. Oh, Señor, no soy digno -lo sé- de merecer tanto, pero si es vuestra voluntad…”.
“Tú sabes, Señor, lo que quiere hacerme el cardenal….”
En
octubre de 1959, cuando el hermano Juan se disponía a viajar hasta el santuario
de Loreto, escribe: “Esta mañana, al
despedirme del cardenal se me ha hecho un nudo en la garganta que me ha
impedido hablar durante unos segundos. Oh, María, bendice y consuela a mi
cardenal. Oh, Madre mía, tú sabes que (el cardenal) quisiera ordenarme
sacerdote, pero yo reconozco mi gran miseria y, además, la inteligencia y la
memoria son muy escasas, por lo que te dejo a ti, Mamá, que me guíes para saber
qué tengo que hacer”.
Pasan
los años, y en otra ocasión, en el Diario del hermano Juan se menciona de nuevo
esta proposición, concretamente en 1964. Parece que el confesor del cardenal,
el P. Ranelli, que conocía bien el carácter y el alma del hermano Juan, insistía
en ello: “El P. Ranelli me ha comentado
que ha hablado con el cardenal para que me ordene sacerdote. El cardenal no
tiene ninguna duda al respecto, pero antes debe hablar con el Papa”.
La
noticia de la posible ordenación del hermano Juan corre veloz también entre sus
hermanos guanelianos. Se entienden así estas líneas de su Diario: “Si la propuesta de mi hermano Don Antonio
Turri, párroco de San José (barrio del Trionfale-Roma), en el sentido de si me
gustaría hacerme sacerdote, es un designio de la Bondad Infinita de Dios, estoy
dispuesto, aunque me considero indignísimo. Si esto llegase a hacerse realidad,
quiero ser apóstol de tu devoción, Oh, San José. Tú sabes quién soy y cómo soy,
por lo tanto, encárgate tú, guíame, confío en ti”
Aún
no conocemos todos los elementos de este episodio. Tal vez esa petición para
ordenarle sacerdote se perdió en alguno de los pasillos del Vaticano. Tal vez
el cardenal, más preocupado por su salud, dejó de pensar en el asunto. Lo que
es cierto es que la ordenación no llegó a producirse. En los designios de Dios,
el hermano Juan debía seguir siendo hermano para siempre.
Pero
cuando el 17 de octubre de 1965, en el santuario de Lourdes, se vista por
primera vez la sotana, tendrá presentes todas estas cosas: “Heme aquí, Virgen Inmaculada, revestido con la sotana que tantas veces
mi cardenal quiso ponerme”.
En unos
Ejercicios de agosto de 1967, imaginando lo que el Señor le diría, anota en su
Diario: “Vive en cada instante esa total
consagración tuya a mi amor, y tu vida transcurrirá en unión conmigo y así
también tú podrás celebrar todos los días de tu vida tu santa misa”
Él, que nunca llegó a ser sacerdote, probablemente nos dio una hermosa definición de este santo ministerio: “Ser sacerdote: amarte y hacer que los demás te amen. Y poder celebrar misa”.
Clemente Micara: “Juan, ayúdame a morir bien”
Juan Vaccari vivía en un
palacio, pero su habitación era una celda monacal, debajo de una escalera,
junto a los aposentos del cardenal. Y en el Palacio nunca se olvidó de los ‘buonifigli’ que vivían en la casa
guaneliana de San José, y a los que visitaba con regularidad. Monseñores o
personas que trabajaban o frecuentaban la Cancillería le regalaban calzado,
ropa de vestir, ropa de hogar, dulces, comida, limosnas que él, a su vez,
llevaba a los buonifigli.
Al cardenal le llegaron
los primeros achaques y, después, una larga y penosa enfermedad. Con el paso
del tiempo, disminuyeron en palacio las recepciones, las audiencias, las
mundanidades sociales. Y las visitas de monseñores, políticos y diplomáticos
fueron haciéndose más escasas. Lo que sí aumentó, con el sucederse de los días,
fue el aprecio del cardenal por el hermano Juan. Su devoción, su entrega, su
humildad conmovían a Mons. Micara y, en cierta forma, le invitaban a la
conversión y a la imitación. Juan Vaccari ya no era solo el encargado de
mantener limpios los aposentos privados del cardenal, era también el
confidente, el compañero de rezos, el enfermero, el acompañante, el comensal,
los oídos que escuchan y los labios que se despliegan cuando se solicita un
consejo.
Y el hermano Juan dejaba
caer, aquí y allá, como semillas en tierra de barbecho, algunas consideraciones
espirituales que edificaban no poco al anciano purpurado. Recordó, con verdad humilde
y caritativa, a este Príncipe de la Iglesia que nada del riquísimo palacio se
llevaría al otro mundo cuando cerrase los ojos: ni la mitra cuajada de piedras
preciosas ni el báculo de oro ni los cuadros ni los tapices ni siquiera los
aplausos recibidos ni los parabienes, loas y alabanzas: “Nada de esto podrá llevarse, eminencia, el día que tenga que
presentarse ante el Altísimo”. Otra vez, frente a los estuches que
guardaban valiosas condecoraciones recibidas por el cardenal a lo largo de su dilatada
carrera diplomática, Juan Vaccari, con libertad y espontaneidad, soltó: “¡Cuánto pan se podría comprar para los
pobres con estos objetos tan costosos!”.
En Roma conoció de cerca el poder, los
oropeles y los tejemanejes que lleva siempre aparejados el poder, las
hipocresías y las trampas, la escasa religiosidad de no pocos curiales y el
apego a vanidades y mundanidades de gentes de sotana. Y al mismo tiempo que la
salud del cardenal se quebraba y la vejez hacía mella en su cuerpo, aumentaba
la estima hacia ese pobre fraile al que cada vez necesitaba más cerca y más
horas al día. Juan Vaccari se convirtió en su báculo, la sombra discreta en la
que se apoyaba su eminencia, el único en quien ya confiaba. En repetidas veces
le pidió: “Juan, ayúdame a morir bien”. Y así lo hizo, por amor y
por caridad. Le ayudó a morir como un buen cristiano, lejos de ese mundanal
ruido y de esa atmósfera cortesana en la que había transcurrido una buena parte
de su vida.
Con él permaneció hasta la noche del 11 de
marzo de 1965, en que su eminencia, vicario del Papa para la ciudad de Roma,
volvió a la Casa del Padre. La asistencia al cardenal enfermo no fue una prueba
pequeña: “En estos días he comprendido lo que quiere decir asistir a un enfermo”.
El hermano Juan le lloró, cerró sus ojos y le amortajó piadosamente. El
cardenal Micara le había hecho prometer que rezaría por él. Y Juan Vaccari lo
cumplió a rajatabla, desde el día en que depositó sus restos mortales en la
iglesia de Santa Maria sopra Minerva, junto al edificio del Panteón, en la
Ciudad Eterna. Ese día anotó en su Diario: “Le
he acompañado con la oración, con las lágrimas y con la confianza de volverlo a
encontrar pronto en el paraíso. ¡Oh, mi cardenal, cuántas veces te dije que no
te iba a olvidar en mis oraciones, y tú me aseguraste que desde el cielo me
cuidarías!”.
Esa fidelidad
absoluta de Juan al cardenal fue observada, y casi envidiada, por algún que otro
monseñor del Vaticano. Así lo atestigua esta línea del cardenal Cento: “Qué bien tratan los guanelianos a su cardenal
protector. Todos nosotros tendríamos necesidad de tener a nuestro lado a un
hermano Juan”.
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