Cap. V – Un campo para sembrar vocaciones. Años 1965-1971.
Aguilar de
Campoo. Las Tuerces y el Cañón de la
Horadada atestiguan la presencia del hombre desde hace unos 50.000 años. En las peñas agujereadas anidaron las
águilas, dominaron con su vuelo los cielos límpidos y dieron nombre a esta
villa palentina que despide la meseta castellana y anuncia la montaña cántabra.
Vacceos, arévacos, cántabros, romanos,
visigodos y pueblos bereberes pasaron por aquí y dejaron sus huellas y sus
marcas. En 1255, el propio Alfonso X el Sabio, de paso por Aguilar de Campoo,
la declara Villa Realenga. Los Reyes Católicos instituyen el marquesado de
Aguilar de Campoo, uno de los primeros de España, para los Fernández Manrique.
Y Carlos V, distingue al título con la dignidad de Grandeza de España, la más
alta consideración nobiliaria europea, que permite a sus propietarios tutear al
Rey, tratarle de primo y no destocarse en su presencia. El propio Emperador, de
paso por la Villa, quiso visitar la tumba de Bernardo del Carpio, esforzado y
leal caballero, vencedor en Roncesvalles. En los siglos siguientes, la historia
de Aguilar de Campoo estará ligada a estos preclaros apellidos, Fernández
Manrique, que acogieron en su casa al Emperador Carlos V, y que siguieron con
lealtad a sus reyes por las Españas o a los que se encomendaron misiones
delicadas en Roma. Por todo ello, sus sepulcros ocupan un lugar de honor en el
presbiterio de la imponente colegiata gótica.
A Juan Martín, natural de Aguilar de Campoo,
le cupo el honor de haber sido uno de los 236 marineros que participó en la
expedición de Magallanes y Juan Sebastián Elcano que dio la primera vuelta al
mundo. “Primus circumdedisti me”.
Fuiste el primero que me diste la vuelta.
Villa recia e industriosa desde la Edad Media.
Un importante barrio judío de callejuelas, mercaderes y prestamistas se vio
diezmado con aquel desdichado edicto de 1492. La desamortización del siglo XIX
acabó con una buena parte de la grandeza monumental del Monasterio de Santa
María, de las Claras e incluso de la propia Colegiata.
En 1881, Eugenio Fontaneda empieza a hacer bizcochos,
galletas y chocolates en el obrador de su pequeña panadería. Es el origen de
una marca sin la cual no puede entenderse esta Villa. La galleta María, el
producto estrella, estaría presente, varias décadas después, en todos los
ultramarinos y tiendas de España y en muchos desayunos de los españoles.
El siglo XX es pródigo en acontecimientos:
Nace un periódico local, El Águila. Nuevas congregaciones religiosas se
asientan: Colegio San Gregorio, Colegio de la Compasión, Colegio San José. En 1961 concluyen las obras del embalse bajo
cuyas aguas quedaron anegadas Villanueva del Río, Frontada o Renedo de Zalina
con sus casas, campanarios y cementerios. Solo la imagen querida de la Virgen del Llano fue salvada a tiempo y
entronizada en una nueva capilla.
La modernidad y el trabajo abundante llegarían
Aguilar de la mano de la fábrica Fontaneda. A esta marca, se unirían también
Galletas Gullón y Galletas Fontibre. Todas ellas convertirían a Aguilar de
Campoo en uno de los pueblos más prósperos de España, y único por su
característico olor a galletas recién horneadas.
Villa aureolada con un patrimonio artístico
fuera de serie: Colegiata de San Miguel,
ermita de Santa Cecilia, castillo medieval, monasterios de Santa Mª la Real y convento
de las Madres Claras, casas de los Marqueses de Aguilar, los Velarde, los Marco
Gutiérrez, los Villalobo y los Siete Linajes, Puerta de Reinosa, Puerta de Torrejona,
Puerta de Tobalina, Paseo Real y Cascajera… Y Villa con fama de inquietudes
culturales, de rimbombantes juegos florales poéticos por las fiestas patronales
de San Juan, de amantes y amigos del séptimo arte que llenan los cines Campoo y
Amor con sus cineforums y con sus sesiones dobles …
En esta
Villa de Aguilar de Campoo, al volante de un Fiat 1100, hizo su ingreso un 21
de octubre de 1965 un fraile italiano de 52 años.
***
El primer viernes de mayo
de 1965, recogido en ejercicios espirituales en Barza d’Ispra y tal vez
impresionado por la enfermedad, agonía y muerte del cardenal, Juan Vaccari
redacta su Testamento espiritual definitivo.
Con anterioridad, en su Diario, había dejado escritas algunas instrucciones
respecto a sus bienes: mis libros para los hermanos legos de Barza; mi ropa
para la casa San José de Roma; si queda algo de dinero, para los buonifigli.
Incluso una vez escribe que “los juegos
de cartas y de hacer bromas que se las den a algún seminarista para que alegre
a los niños”. Su Testamento definitivo empieza así: “Me postro humillado y arrepentido a vuestros pies crucificados, o
Jesús, mi Salvador”. Y el Testamento continúa con altas consideraciones
espirituales de petición de perdón por las ofensas hechas, de agradecimiento
por todas las gracias recibidas, de invocación de la misericordia de Dios y de
María sobre su pobre persona. A continuación escribe un párrafo que tal vez
suene desconcertante pero que cuadra perfectamente con su carácter y con su
sencilla religiosidad: “Las cosas que me
pertenecen se distribuyan a los queridos hermanos legos y, si aún quedase algo
de dinero en mi posesión, que sean celebradas tres santas misas, y el resto se
emplee en comprar caramelos a nuestros queridos buonifigli”. Desde hace más
de dos décadas, cada 9 de octubre, se celebra el Día de los Caramelos en honor del hermano Juan. La sencillez de
regalar un caramelo a otro es una imagen poética que define bien la existencia
de Juan Vaccari: facilitar la vida a los demás, hacerla un poco más
dulce. Familiares, religiosos, amigos, alumnos, seguidores y devotos del
hermano Juan regalan caramelos a cuantos viven o trabajan cerca de ellos,
porque nadie es tan rico que no se alegre al recibir un caramelo, ni nadie tan
indigno que no lo merezca. Y, además, porque todos los seres humanos, por el
hecho de serlo, somos increíblemente capaces y, a la vez, dramáticamente
discapacitados. Todos podemos dar con alegría un simple caramelo, y todos
podemos recibirlo con gozo.
Por todo esto que hemos comentado, el testamento de 1965 es conocido como el “Testamento de los Caramelos”
“He llevado conmigo la sotana que vestiré en España…”
Y él mismo fue ‘como un sacerdote’ en tierras de Castilla, empezando por el
hábito. En España adoptó la sotana, que era también el hábito de los hermanos
legos (y no sólo de los curas, como ocurría en Italia).
El 15 de octubre de 1965, festividad de
Santa Teresa de Jesús, Juan Vaccari, al volante de un coche al que bautizó como
‘Josefina’ (en italiano coche, ‘macchina’,
es femenino) por devoción a San José y tal vez en recuerdo del segundo nombre
de su madre, abandonaba Italia para dirigirse a su nuevo destino. Justo seis
años después, otro 15 de octubre, sus hermanos guanelianos y el más de centenar
de alumnos, desconcertados y llorosos, despedían la funeraria que transportaba
sus restos mortales a Italia.
En su primer viaje a España, hizo una
parada en Lourdes para rezar delante de la Inmaculada y encomendar a ella la
obra española. También aquí, y por primera vez en su vida, se vistió con la
sotana, esa ropa talar a la que antes no había tenido derecho. La vestición de
Juan Vaccari a los pies de la Virgen de Lourdes tiene un alto significado
espiritual. Pocos días antes se había acercado a la tumba de Luis Guanella en
Como: “He llevado conmigo la sotana que vestiré en España. Le he pedido que
la bendiga y que me ayuda a no mancharla nunca ni siquiera con una culpa leve.
Le he suplicado su bendición en la nueva misión que pronto empezaré”.
A la sombra del santuario de Lourdes
anota: “Oh, Nuestra Señora Inmaculada de
Lourdes, heme aquí, revísteme de tu maternal y perpetua protección. Haz que
esta vestición traiga ventajas espirituales para mi alma y para cuantos
encuentre”. Ahora, finalmente, parecía un cura de verdad. En una hoja de
cuaderno, el hermano Juan había anotado los nombres de todas las ciudades que
debía atravesar: “Primer viaje a España
en coche. Itinerario: Como, Turín, Susa, Briançon, Gap, Nyons, Croisiere, Ste.
Esprit (evitando Avignon), Nîmes, Montpellier, Béziers, Narbonne, Carcassonne,
Villefranche, Carbonne, Ste. Gaudens, Tarbes, Lourdes, Pau, Bayonne, San
Sebastian, Bilbao, Laredo, Solares, Puente Viesgo, Los Corrales de Buelna,
Reinosa, Aguilar de Campoo. Deo gratias et Mariae.”
Durante dos años, y mientras se levantaba el Colegio San José en las inmediaciones de Peña Aguilón, la pequeña comunidad de religiosos y los primeros alumnos vivieron en un caserón bastante húmedo, al lado de uno de los ramales del río Pisuerga y a escasos metros de la Colegiata de Aguilar. Allí pasarían la primera Nochebuena, cantando los villancicos españoles recién aprendidos y adorando al Niño en la Misa del Gallo. Para una fecha tan importante, el hermano Juan había traído unos panettone de Italia que hicieron las delicias de los primeros seminaristas que por primera vez saboreaban un dulce navideño desconocido en las mesas españolas de aquella época.
Nada más llegar a España, el superior Carlos de Ambroggi se dio cuenta de que el hermano Juan podría ser la persona idónea para reclutar por los pueblos de las provincias limítrofes a los futuros seminaristas del Colegio San José. Este cargo siempre se había encomendado a un cura, y no a un hermano, pero a Juan Vaccari, por entonces, ya le nimbaba una sabiduría del corazón que funcionaba como un verdadero imán entre pequeños y mayores.
“Después de recorrer varios pueblos, he encontrado
algunos…”
Así
transcurre buena parte de sus días. Y así contagia su pasión creyente a muchos
niños. Cumple con gran disciplina el método que él mismo se ha impuesto. Al
inicio del curso escolar hace una primera ronda por los pueblos. Normalmente
acude a la casa del párroco para presentarse, y éste le suele acompañar hasta
la escuela. Los maestros de aquella época estaban acostumbrados a que los
frailes pasasen para buscar candidatos, y no solían poner ninguna pega. Lo
primero que llama la atención de los escolares es su fuerte acento extranjero. A
duras penas logra tejer un discursillo en un castellano aceptable. Pero tiene
un método infalible: la sinceridad que todos pueden leer en su rostro y en su
actitud.
Delante de niños de ojos asombrados, hace
juegos de cartas que les dejan boquiabiertos, se ríe con ellos, bromea, les
pone en la cabeza su boina, les pide rezar juntos una avemaría, les entrega una
estampa y una insignia del Fundador, Luis Guanella, les regala un caramelo y
les dice que tiene un colegio grande y bonito que les está esperando, un
seminario donde podrían estudiar, rezar, jugar al fútbol, hacer amigos y
aprender a ser buenas personas. Él expresaba con los ojos, las manos y una
sonrisa de niño lo que las palabras, en un español a trompicones, le negaban.
Los niños ven en él a un fraile bueno y alegre, a un hombre que inspira
confianza y protección. Pide que levanten la mano los que estarían dispuestos a
ir a su colegio. Anota sus nombres y ese mismo día visita a las familias a ver
lo que opinan. En los meses siguientes, escribirá una carta o una postal a los
candidatos, les visitará de nuevo en el segundo y en el tercer trimestre, para
conocerlos mejor y familiarizarse con ellos. Y al inicio del curso escolar les
esperará en las escalinatas del Colegio Apostólico de San José, en Aguilar de
Campoo. El hermano Juan, asimismo, hace de ecónomo del Colegio. Y también,
cuando las hermanas guanelianas abren casa en Aguilar, se preocupará de buscar
alumnas por los pueblos.
El 9 de febrero de 1968 anota: “Después de recorrer varios pueblos, he
parado a comer en Carrión. He encontrado algunos. He sembrado. San José,
bendícenos”. Y otro día: “Bendice, oh
San José, al joven párroco de Villalón que tan cortésmente me alojó y me
ofreció la cena”. Otro día escribe: “Otra
vez en Sahagún, Becilla de Valderaduey, Mayorga… Hoy empiezo a hacer otra ronda.
Ayer sólo pude sembrar. Espero que alguno de los chicos me escriba. Todo lo
pongo en tus manos. Oh María, bendíceme”.
“El P. Carlos no volverá. En su lugar, el General ha
puesto a Cantoni…”
En medio de la borrasca y en ese tira y
afloja entre el ‘así se ha hecho siempre’ y el “así se puede hacer ahora’,
el hermano Juan se sintió como ese jugador que cada equipo quiere consigo,
porque es promesa de victoria. Ajeno a los cantos de sirena de unos y otros, se
encontró entre dos fuegos cruzados. Y le tocó hacer de mediador entre ambos
bandos, y poner bálsamo en algunas heridas. Era partidario del sacrificio
personal, de la austeridad, del recogimiento monacal, pero entendía que estas
cosas no se pueden imponer, solo testimoniar, y por eso siempre pensó que la
vida comunitaria, sin afecto y ternura, era una dura penitencia. Y así se lo
insinuaba con caridad y dulzura al superior de la casa, P. Carlos de Ambroggi,
que representaba al ala conservadora. Al mismo tiempo que decía, con firmeza e
idéntica caridad, al ala renovadora que ‘yo
siempre obedeceré a mis superiores’.
En una ocasión, los frailes más jóvenes
querían ir a la verbena en la plaza del pueblo, por la fiesta de San Juan. El
superior, muy estricto, pensaba que aquello era totalmente improcedente para
unos religiosos. El hermano Juan medió, humildemente y en secreto, ante el
superior, haciéndole ver que era algo inocente que los frailes más jóvenes
fuesen a escuchar a unos músicos. Pero no hubo forma. Para calmar los ánimos de
los frailes enfurruñados por la prohibición, el hermano Juan fue a comprar unos
helados y los repartió entre todos, para que la alegría volviese a sus caras
enfadadas. En cierta ocasión P. José Cantoni, sacerdote guaneliano, resumió con
mucho acierto la situación: “El P. Carlos
y el Hno. Juan eran dos santos varones, pero les diferenciaba una cosa: el P.
Carlos quería ‘imponer’ la santidad a los demás; el Hno. Juan se conformaba con
irradiarla”.
En esos años, el hermano Juan fue el pacificador entre unos y otros. Supo mantener un difícil equilibrio entre el Director, P. Carlos, y los jóvenes religiosos que reclamaban una relajación de la disciplina y un estilo de vida comunitaria más acorde con los tiempos. Hubo no poca tensión en esta primera casa española. Y si probablemente no saltaron chispas fue por la continua mediación del hermano Juan. En el verano de 1970, los religiosos jóvenes escriben una dura misiva al Superior General de la Congregación, quejándose del proceder del superior de la casa aguilarense e invitándole a tomar cartas en el asunto. La Casa Generalicia en Roma se alarmó. Finalmente, se pidió a P. Carlos que regresase a Italia y se nombró a un nuevo director en Aguilar. En septiembre de 1970, el hermano Juan escribe: “P. Carlos no volverá ya. En su lugar, el Superior General ha puesto al P. José Cantoni”. Juan tuvo que ser el puente que une las dos orillas, para no crispar más la situación. Pero siempre mantendría a lo largo del tiempo una relación afectuosa y respetuosa hacia el P. Carlos d’Ambroggi. Siempre que volvía a Italia le visitaba, y así el 28 de mayo de 1971 escribe: “He visitado al P. Carlos en la basílica de San José de Roma, y lo he encontrado muy bien y muy sereno (¡es un alma de Dios!)”
“Está bien sacar buenas notas, pero mejor es crecer en bondad…”
Y sin embargo -y quizás es su rasgo más
definitorio y también el que más impresionaba a cuantos le veían por primera
vez- el hermano Juan ofrecía un semblante risueño y una alegría transparente,
que transformaba en fiesta el solo hecho de estar a su lado. Su rostro se
encendía, su mirada se iluminaba cuando, al final de cada día, dirigía un
‘sermoncito’ a sus seminaristas y les hablaba con pasión y con gozo de la dicha
de querer a Jesús, a María y a José. El “pensamiento
de las buenas noches” se convirtió en un rito que cada noche esperaban los
alumnos, un pensamiento que les serenaba después de un día agotador de estudios
y de juegos
Por sus seminaristas, el hermano Juan se
hacía prestidigitador, les asombraba con sus juegos de magia, tocaba el trombón
para alegrar las fiestas, jugaba al boxeo con los alumnos, o al soga-tira en
las noches del buen tiempo, animaba a los contendientes de la cucaña, se reía
como un bendito en el juego de la piñata o preparaba con gran fantasía una
búsqueda del tesoro. Era su manera de hacer felices a los alumnos. Y lo hacía
con creatividad e ilusión.
La Santa Eucaristía, la Virgen María, San José y Luis Guanella constituían el
corazón de su piedad y de su devoción. En sus escritos espirituales ha dejado
constancia de que su vida era una oración permanente, repetida, casi monótona,
de súplica y de acción de gracias. La conversación confiada entre un niño y su
padre: nunca se cansan de decirse mutuamente que se quieren. Y en el caso del
niño: no se cansa de pedir ayuda al padre para salir bien parado de todos los
lances de la vida. Vivía de oración. Este es el lado místico del hermano Juan
que nos descubrió su Diario.
Desde hacía tiempo su mundo interior
giraba en torno al pensamiento de la muerte. Moría porque no moría. Sabía que
todo el negocio de este mundo consiste en alcanzar el otro con las maletas
cargadas de buenas obras. Pero lejos de un continuo lamentarse por los males
del mundo y más lejos aún de un escapismo que huye de los problemas, el buen
hermano Juan veía en todo una oportunidad de hacer el bien, de hacer méritos a
los ojos de Dios y de facilitar la vida a los que le rodeaban; de ahí su acción
benéfica y su alegría. El pensamiento de la muerte era un aguijón idóneo para
ejercitarse en la bondad, multiplicar la entrega y contagiar la alegría. En un
borrador de carta dirigida a los futuros seminaristas se encontró este hermoso
texto:
“Mis
queridos: vuestro esfuerzo os dará alegría a vosotros mismos, consuelo a
vuestros superiores y a vuestros padres. Pienso que está muy bien sacar buenas
notas, pero está mucho mejor empeñarse por mejorar moralmente, o sea, crecer en
la bondad, en la obediencia, en la caridad y en todas las demás virtudes. Este
ejercicio, no sólo consolará nuestro espíritu, sino que encontrará la
aprobación de nuestros superiores y, sobre todo, la de Dios, que recompensará
cada uno de nuestros esfuerzos, por pequeños que sean, con el premio
eterno” (abril 1970).
“Ayuda y bendice a los bienhechores…”
Cuando los números en rojo empezaban a
aparecer en las cuentas de Aguilar, los frailes decían siempre al superior: “Manda al hermano Juan a Italia, y ya verás
cómo vuelve con mucha providencia”. Esto explica los numerosos viajes que
Juan hizo a Italia por aquellos años. ¡Era el imán de la Providencia! Y Juan
Vaccari iba cargado de obsequios españoles (botellas de brandy o turrones, muy
apreciados en Italia), para regalar a sus bienhechores que le correspondían con
largueza de propinas y donativos.
Escribe: “Por todos nuestros
queridos bienhechores, rezo continuamente. Desde el Cielo haré mucho más por
ellos”.
¡Cuántos baúles habrá traído de Italia por
aquellos años! Ropas litúrgicas, ropa de hogar, vajilla, equipamiento deportivo
para los niños, material escolar, juegos de mesa, filminas y dibujos, instrumentos
musicales, vestidos para hacer teatro, dulces navideños, figuras para el
nacimiento… de todo. En una ocasión, en la frontera hispano-francesa, los
aduaneros querían hacerle pagar una suma descomunal por los baúles, y amenazaban
con retenerlos en la frontera. Eran las vísperas de la navidad. Había recogido
en Italia muchas cosas para los colegiales. El hermano Juan se puso triste hasta
el punto de que se le saltaron las lágrimas. Finalmente, un guardia dijo a
otro: “Déjale pasar. ¿No ves cómo está llorando?” Juan llegó a Aguilar
con todo su cargamento de regalos y dulces para la Navidad.
Cuando
regresaba a Italia, realizaba auténticos maratones, por tren o por carretera,
para visitar, agradecer, regalar algún detalle y, de paso, recoger providencia.
“He salido de Sanguinetto, he llegado a
Milán. Luego he viajado a Albizzate, a Varese y finalmente a Barza. Mañana me
acercaré a Anzano del Parco y a Como” (enero 1969). Y también: “En Como
hablé con el Superior General; luego, fui a Varese. Hice una breve visita a los
de la fábrica Ignis. En Barza, me encontré con los cohemanos, y el ecónomo me
dió una suma importante de liras. Bendice, Señor, a todos los bienhechores”.
Pero un donativo para el Colegio San José que le
entregaron en Roma le toca el corazón: “Bendice,
Señor, a estos niños pequeños
de la guardería de nuestra parroquia de San José. Me han conmovido
verdaderamente el modo y la espontaneidad a la hora de darme
sus ofrendas pequeñitas” (Diario, 19-2-71).
Escribe:
“Oh, Madre de la Divina Providencia,
ayudad y bendecid a todos los queridos bienhechores que he encontrado. Me he
quedado verdaderamente asombrado por la simpatía que todos muestran hacia la
obra guaneliana en España”. Sus viajes a Italia eran una travesía de ciudad
en ciudad, de casa guaneliana en casa guaneliana, de familia en familia. Hubo
jornadas en las que estuvo en cuatro y cinco localidades. El hermano Juan
suscitaba la simpatía, la admiración, las ganas de imitación. Delante de los
italianos se comportaba como un misionero que vuelve de sus Áfricas y cuenta sus
aventuras. Y tenía para contar muchas cosas: el Colegio crecía gracias a la
Providencia, admiraba la fe todavía recia de las familias campesinas, la
sencillez y la honradez de los muchachos, la acogida de los religiosos en sus
casas (pasionistas, jesuitas, oblatos, maristas, combonianos, hijos de la Consolata,
…). Antes de que Juan pidiese, ya le estaban dando. Su testimonio, su inmensa
gratitud, su fe de niño estimulaban la generosidad: cardenales, monseñores, monjas
y frailes guanelianos, laicos, confesores… “Gracias,
Providencia, por todas las ayudas que de ti he recibido en este periodo. Y te
pido que bendigas y ayudes a los queridos bienhechores”.
España es un país insignificante en el mapamundi guaneliano: pocas casas, pocas vocaciones, pocos estudios de un cierto grosor sobre el carisma. Su única fortaleza, aún hoy en día, sigue siendo la figura del Hermano Juan.
“San José está entre nosotros. Sé tú el guardián del
Colegio…”
Al inicio del nuevo curso, septiembre de 1971, ciento treinta internos llenan el Colegio. El Señor bendice día a día este semillero guaneliano. Aunque él empieza a darse cuenta de que “reclutar vocaciones se hace cada vez más difícil. ¿Falta de fe?”.
“Que me encuentre con las maletas
llenas de buenas obras…”
Una ambulancia traslada a los dos heridos
a la capital. Ambos están en una situación crítica. El Hermano Juan, no
obstante la gravedad de las heridas, permanece consciente. Pide un sacerdote para
que le dé la comunión y le administre la unción de enfermos. Por su parte, el
hermano Juan proporciona al capellán el teléfono para que avise del accidente a
la comunidad aguilarense. Sabe que está llegando a la “estación Termini” de su recorrido, como solía decir. Junta sus
manos y empieza a orar. Cuando su corazón deja de latir, su última avemaría
queda interrumpida. El capellán del hospital, Juan Melero, asiste, impresionado
y altamente edificado, a los momentos finales de una existencia de 58 años. Dejará
de esos últimos instantes un significativo testimonio: “Una de las cosas más
maravillosas de su agonía es que, a pesar de su extrema gravedad y, según
opinión de los médicos, de sus intensos dolores, no se le oyó ni una sola
lamentación ni queja, dando la impresión de una placidez extraordinaria y de
una paz profunda”
La noticia inesperada de su muerte sacude
y sobrecoge a tantísimos amigos y conocidos en Italia y en España. Una cascada
de testimonios conmovedores llega en esos primeros días. Cuantos le conocieron
tuvieron el convencimiento de que un hombre bueno se había cruzado en sus
vidas.
Miremos, por un
instante, la fotografía del hermano Juan en su féretro. Ahí está en las cuatro
tablas de siete palmos en las que cabe cualquier ser humano nacido de mujer.
Las manos enlazadas a un pequeño crucifijo y a las cuentas de un rosario.
Llegado al tránsito de su existencia, conserva las heridas del tiempo, de la
existencia y del accidente. Al igual que los cristos resucitados muestran las
marcas de los clavos y la llaga del costado, también Juan Vaccari entra en el
cielo con las marcas de las heridas, las que son visibles sobre su rostro, y
las otras, las del alma, que permanecen veladas para los demás. Esta foto
fúnebre expresa perfectamente todo eso. Juan ya ha atravesado el umbral de
otra manera de vivir. Su deseo, mil veces expresado, lo ha cumplido con creces:
“que me encuentre con las maletas llenas de buenas obras”.
En el silencio sepulcral
del funeral, retumba: “Hoy ha muerto un
santo…”
Al día siguiente del
fatídico accidente de tráfico, los restos mortales del hermano Juan regresan a
su querido colegio san José para ser velados. Su rostro refleja un tránsito
sereno, no obstante las marcas de las heridas en el rostro. A la una de la
madrugada, en el tren nocturno, llega P. Carlos de Ambroggi desde Italia. Hombre impertérrito que
siempre ha tenido a gala el desapego, se arrodilla en la capilla ardiente, se
desmorona y prorrumpe en desconsolado llanto, ante la mirada atónita de la
comunidad religiosa por tan inaudita reacción. Poco después, P. Carlos entra en
la habitación del hermano Juan. Recoge sus diarios, sus cartas y los abraza
como un pequeño tesoro. A esa hora, sabe que no será capaz de pronunciar la
homilía exequial que ha preparado durante el viaje. La emoción no le dejaría
hablar. El estricto sacerdote da paso al amigo que llora a un amigo. Ni
siquiera él sabía que lo amaba tanto. En los meses siguientes su único objetivo
será recoger testimonios, escuchar relatos, leer escritos y cartas. Él fue el
primero en darse cuenta de la ‘madera de santo’ que latía bajo la piel y los
escritos del hermano Juan. Luego se convencerían muchos otros, pero él fue el
primero. La segunda vida a la que estaba destinado el hermano Juan, ese vivir
en muchos otros después de morir, se lo debemos en gran medida a P. Carlos.
El elogio fúnebre
corresponderá, así, al párroco de Aguilar de Campoo, Don Ciriaco Pérez, amigo personal, que conocía el alma del hermano
Juan como sólo un confesor puede
conocerla, que lo había acompañado muchas veces en el seiscientos a los pueblos
de alrededor en sus búsquedas vocacionales, presentándole párrocos y maestros,
que había viajado con él a Italia para conocer en el país transalpino a los
‘italianos’, tal era el nombre con el que los aguilarenses llamaban a los frailes
de don Guanella. Don Ciriaco, embargado por la emoción, las lágrimas pugnando
por derramarse, proclama en la homilía: “Hoy ha muerto un
santo”. Y este anuncio retumba como un “gloria” o un “aleluya” en el
silencio sepulcral de un sábado santo. A nadie de los presentes extraña esta
proclamación solemne. A las seis y diez de la tarde, del lunes, 11 de octubre de
1971, víspera de Nuestra Señora del Pilar, en la colegiata de San Miguel de
Aguilar de Campoo, comienza la ‘canonización’ de Juan Vaccari Magnani: el Hermano Juan.
Hubo un pequeño desconcierto en el organista, el coro
y los mismos fieles. Para el final de la misa, para ese momento en que el féretro
abandonase definitivamente el templo, estaba previsto cantar Hacia ti,
morada santa. El órgano había lanzado ya los primeros acordes y los
cantores ya tenían en su boca la primera sílaba, pero entonces, de nuevo, el
párroco de Aguilar, se dirigió al ambón, y empujado por certeza que no le cabía
en el pecho, empezó a cantar el canto del Resucitó. Un minuto antes este
canto hubiera parecido inadecuado e impropio en un rito exequial; un minuto
después parecía lo más lógico y lo más normal del mundo. El organista cambió de
acordes y los cantores buscaron precipitadamente la página 87 del cancionero,
donde estaba la letra del Resucitó. El pueblo llano, que ya nimbaba al
hermano Juan con el título de ‘un fraile bueno’, arrancó a cantar entre
sollozos.
Ya el féretro, portado a hombros por sus seminaristas,
avanza solemne bajo las bóvedas góticas de la Colegiata de San Miguel de
Aguilar de Campoo, en el silencio de las lágrimas compactas de unos, y en el
canto roto y lleno de fe de otros.
Resucitó, Resucitó,
Resucitó,
Aleluya,
Aleluya, aleluya, aleluya
Resucitó
El cortejo fúnebre da la vuelta a la plaza porticada
de la villa, en un homenaje improvisado de curas, seminaristas, religiosos y
pueblo creyente, y hasta ahí llega el canto del ‘Resucitó’, que es como
una pequeña certeza y, a la vez, un pequeño desafío:
La muerte, ¿dónde está la
muerte?
¿Dónde está mi muerte?
¿Dónde su victoria?
¡Resucitó, resucitó,
resucitó!
¡Aleluya!
Epílogo: “No te olvides de nosotros, hermano Juan…”
Poco después, se encaminaron, cabizbajos, hacia el
asilo de ancianos. Conocían perfectamente el camino: cada domingo –lección
magistral- iban a servir la sopa a los abuelos. Pero no era este el motivo. En
el depósito de este asilo descansaban provisionalmente los restos mortales del
hermano Juan Vaccari. La funeraria había llegado el día anterior desde Italia con
el fin de repatriar su cuerpo sin vida. Es el momento de la despedida definitiva
en tierras españolas.
Avemarías suceden a avemarías alrededor del furgón
fúnebre. Rostros sombríos. Adioses bisbiseados, contención en los gestos del
extremo saludo: apenas unos dedos que esbozan un adiós. Tal es la parquedad
clerical y tal la parquedad castellana. Cuando el coche arranca, el educador
Vicente Simion, apoya sus manos en los hombros del alumno que tiene delante,
como para infundirle una fortaleza que él mismo no tiene, y también una jaculatoria
no prevista, un ruego no acostumbrado: “Ruega
por nosotros, hermano Juan. No te olvides de nosotros”.
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