domingo, 23 de abril de 2023

Cap. V – Un campo para sembrar vocaciones. Años 1965-1971 (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

Cap. V – Un campo para sembrar vocaciones. Años 1965-1971.


 Escenario: Aguilar de Campoo (Palencia – Castilla la Vieja (en la actualidad, Castilla y León) – España)

 

Aguilar de Campoo. Las Tuerces y el Cañón de la Horadada atestiguan la presencia del hombre desde hace unos 50.000 años.  En las peñas agujereadas anidaron las águilas, dominaron con su vuelo los cielos límpidos y dieron nombre a esta villa palentina que despide la meseta castellana y anuncia la montaña cántabra.

Vacceos, arévacos, cántabros, romanos, visigodos y pueblos bereberes pasaron por aquí y dejaron sus huellas y sus marcas. En 1255, el propio Alfonso X el Sabio, de paso por Aguilar de Campoo, la declara Villa Realenga. Los Reyes Católicos instituyen el marquesado de Aguilar de Campoo, uno de los primeros de España, para los Fernández Manrique. Y Carlos V, distingue al título con la dignidad de Grandeza de España, la más alta consideración nobiliaria europea, que permite a sus propietarios tutear al Rey, tratarle de primo y no destocarse en su presencia. El propio Emperador, de paso por la Villa, quiso visitar la tumba de Bernardo del Carpio, esforzado y leal caballero, vencedor en Roncesvalles. En los siglos siguientes, la historia de Aguilar de Campoo estará ligada a estos preclaros apellidos, Fernández Manrique, que acogieron en su casa al Emperador Carlos V, y que siguieron con lealtad a sus reyes por las Españas o a los que se encomendaron misiones delicadas en Roma. Por todo ello, sus sepulcros ocupan un lugar de honor en el presbiterio de la imponente colegiata gótica.

A Juan Martín, natural de Aguilar de Campoo, le cupo el honor de haber sido uno de los 236 marineros que participó en la expedición de Magallanes y Juan Sebastián Elcano que dio la primera vuelta al mundo. “Primus circumdedisti me”. Fuiste el primero que me diste la vuelta.

Villa recia e industriosa desde la Edad Media. Un importante barrio judío de callejuelas, mercaderes y prestamistas se vio diezmado con aquel desdichado edicto de 1492. La desamortización del siglo XIX acabó con una buena parte de la grandeza monumental del Monasterio de Santa María, de las Claras e incluso de la propia Colegiata.

En 1881, Eugenio Fontaneda empieza a hacer bizcochos, galletas y chocolates en el obrador de su pequeña panadería. Es el origen de una marca sin la cual no puede entenderse esta Villa. La galleta María, el producto estrella, estaría presente, varias décadas después, en todos los ultramarinos y tiendas de España y en muchos desayunos de los españoles.

El siglo XX es pródigo en acontecimientos: Nace un periódico local, El Águila. Nuevas congregaciones religiosas se asientan: Colegio San Gregorio, Colegio de la Compasión, Colegio San José.  En 1961 concluyen las obras del embalse bajo cuyas aguas quedaron anegadas Villanueva del Río, Frontada o Renedo de Zalina con sus casas, campanarios y cementerios. Solo la imagen querida de la  Virgen del Llano fue salvada a tiempo y entronizada en una nueva capilla.

La modernidad y el trabajo abundante llegarían Aguilar de la mano de la fábrica Fontaneda. A esta marca, se unirían también Galletas Gullón y Galletas Fontibre. Todas ellas convertirían a Aguilar de Campoo en uno de los pueblos más prósperos de España, y único por su característico olor a galletas recién horneadas.

Villa aureolada con un patrimonio artístico fuera de serie: Colegiata  de San Miguel, ermita de Santa Cecilia, castillo medieval, monasterios de Santa Mª la Real y convento de las Madres Claras, casas de los Marqueses de Aguilar, los Velarde, los Marco Gutiérrez, los Villalobo y los Siete Linajes, Puerta de Reinosa, Puerta de Torrejona, Puerta de Tobalina, Paseo Real y Cascajera… Y Villa con fama de inquietudes culturales, de rimbombantes juegos florales poéticos por las fiestas patronales de San Juan, de amantes y amigos del séptimo arte que llenan los cines Campoo y Amor con sus cineforums y con sus sesiones dobles …


En esta Villa de Aguilar de Campoo, al volante de un Fiat 1100, hizo su ingreso un 21 de octubre de 1965 un fraile italiano de 52 años. 

***    

 “Para que compréis caramelos a nuestros buonifigli…”

        Pocas semanas después de la muerte del cardenal Clemente Micara, Juan Vaccari abandona el Palacio de la Cancillería y vuelve a la que él siempre consideró su casa, Barza d’Ispra. Podríamos decir que en esos momentos se queda en ‘paro’. Casi por esas mismas fechas, el sacerdote guaneliano Carlos de Ambroggi aterrizaba en España con la idea de abrir un seminario y un centro para chicos con discapacidad. Después de algún intento fallido en Navarra, el lugar elegido para poner los cimientos de la primera casa guaneliana en España fue la villa palentina de Aguilar de Campoo, en Castilla.

El primer viernes de mayo de 1965, recogido en ejercicios espirituales en Barza d’Ispra y tal vez impresionado por la enfermedad, agonía y muerte del cardenal, Juan Vaccari redacta su Testamento espiritual definitivo. Con anterioridad, en su Diario, había dejado escritas algunas instrucciones respecto a sus bienes: mis libros para los hermanos legos de Barza; mi ropa para la casa San José de Roma; si queda algo de dinero, para los buonifigli. Incluso una vez escribe que “los juegos de cartas y de hacer bromas que se las den a algún seminarista para que alegre a los niños”. Su Testamento definitivo empieza así: “Me postro humillado y arrepentido a vuestros pies crucificados, o Jesús, mi Salvador”. Y el Testamento continúa con altas consideraciones espirituales de petición de perdón por las ofensas hechas, de agradecimiento por todas las gracias recibidas, de invocación de la misericordia de Dios y de María sobre su pobre persona. A continuación escribe un párrafo que tal vez suene desconcertante pero que cuadra perfectamente con su carácter y con su sencilla religiosidad: “Las cosas que me pertenecen se distribuyan a los queridos hermanos legos y, si aún quedase algo de dinero en mi posesión, que sean celebradas tres santas misas, y el resto se emplee en comprar caramelos a nuestros queridos buonifigli”. Desde hace más de dos décadas, cada 9 de octubre, se celebra el Día de los Caramelos en honor del hermano Juan. La sencillez de regalar un caramelo a otro es una imagen poética que define bien la existencia de Juan Vaccari: facilitar la vida a los demás, hacerla un poco más dulce. Familiares, religiosos, amigos, alumnos, seguidores y devotos del hermano Juan regalan caramelos a cuantos viven o trabajan cerca de ellos, porque nadie es tan rico que no se alegre al recibir un caramelo, ni nadie tan indigno que no lo merezca. Y, además, porque todos los seres humanos, por el hecho de serlo, somos increíblemente capaces y, a la vez, dramáticamente discapacitados. Todos podemos dar con alegría un simple caramelo, y todos podemos recibirlo con gozo.

Por todo esto que hemos comentado, el testamento de 1965 es conocido como el “Testamento de los Caramelos”

“He llevado conmigo la sotana que vestiré en España…”

     Y a Juan se le propuso ir a tierras españolas, en principio como cocinero de la pequeña comunidad asentada en Aguilar, hasta que llegaran las monjas, y también para lo que hiciera falta. Ni conocía el idioma ni la Historia de España ni la idiosincrasia de la gente, pero él de nuevo obedeció. Y después de los años de etiqueta y envaramiento romanos, después de tantas idas y venidas, Juan, al final de su vida, pudo revivir las inquietudes vocacionales y los anhelos apostólicos de su primera juventud.

Y él mismo fue ‘como un sacerdote’ en tierras de Castilla, empezando por el hábito. En España adoptó la sotana, que era también el hábito de los hermanos legos (y no sólo de los curas, como ocurría en Italia).

El 15 de octubre de 1965, festividad de Santa Teresa de Jesús, Juan Vaccari, al volante de un coche al que bautizó como ‘Josefina’ (en italiano coche, ‘macchina’, es femenino) por devoción a San José y tal vez en recuerdo del segundo nombre de su madre, abandonaba Italia para dirigirse a su nuevo destino. Justo seis años después, otro 15 de octubre, sus hermanos guanelianos y el más de centenar de alumnos, desconcertados y llorosos, despedían la funeraria que transportaba sus restos mortales a Italia.

En su primer viaje a España, hizo una parada en Lourdes para rezar delante de la Inmaculada y encomendar a ella la obra española. También aquí, y por primera vez en su vida, se vistió con la sotana, esa ropa talar a la que antes no había tenido derecho. La vestición de Juan Vaccari a los pies de la Virgen de Lourdes tiene un alto significado espiritual. Pocos días antes se había acercado a la tumba de Luis Guanella en Como: “He llevado conmigo la sotana que vestiré en España. Le he pedido que la bendiga y que me ayuda a no mancharla nunca ni siquiera con una culpa leve. Le he suplicado su bendición en la nueva misión que pronto empezaré”.

A la sombra del santuario de Lourdes anota: “Oh, Nuestra Señora Inmaculada de Lourdes, heme aquí, revísteme de tu maternal y perpetua protección. Haz que esta vestición traiga ventajas espirituales para mi alma y para cuantos encuentre”. Ahora, finalmente, parecía un cura de verdad. En una hoja de cuaderno, el hermano Juan había anotado los nombres de todas las ciudades que debía atravesar: “Primer viaje a España en coche. Itinerario: Como, Turín, Susa, Briançon, Gap, Nyons, Croisiere, Ste. Esprit (evitando Avignon), Nîmes, Montpellier, Béziers, Narbonne, Carcassonne, Villefranche, Carbonne, Ste. Gaudens, Tarbes, Lourdes, Pau, Bayonne, San Sebastian, Bilbao, Laredo, Solares, Puente Viesgo, Los Corrales de Buelna, Reinosa, Aguilar de Campoo. Deo gratias et Mariae.”

Durante dos años, y mientras se levantaba el Colegio San José en las inmediaciones de Peña Aguilón, la pequeña comunidad de religiosos y los primeros alumnos vivieron en un caserón bastante húmedo, al lado de uno de los ramales del río Pisuerga y a escasos metros de la Colegiata de Aguilar. Allí pasarían la primera Nochebuena, cantando los villancicos españoles recién aprendidos y adorando al Niño en la Misa del Gallo. Para una fecha tan importante, el hermano Juan había traído unos panettone de Italia que hicieron las delicias de los primeros seminaristas que por primera vez saboreaban un dulce navideño desconocido en las mesas españolas de aquella época.

Nada más llegar a España, el superior Carlos de Ambroggi se dio cuenta de que el hermano Juan podría ser la persona idónea para reclutar por los pueblos de las provincias limítrofes a los futuros seminaristas del Colegio San José. Este cargo siempre se había encomendado a un cura, y no a un hermano, pero a Juan Vaccari, por entonces, ya le nimbaba una sabiduría del corazón que funcionaba como un verdadero imán entre pequeños y mayores. 

“Después de recorrer varios pueblos, he encontrado algunos…”

          Y el buen hermano, que a todo dice ‘fiat’, que se haga la santa voluntad de Dios, se lanza por aquellas carreteras llenas de baches de una España pobretona y atrasada a buscar chicos para el seminario. Tierras de Palencia, Valladolid, Burgos, León, Vizcaya, Santander y Asturias. De escuela en escuela y de parroquia en parroquia, comiendo un bocadillo en el coche o a la sombra de un árbol, durmiendo en conventos de religiosos, en casas parroquiales e incluso en familias que le ofrecían una habitación, haciendo un montón de sacrificios y pasando penalidades de las que jamás se permitió una mínima queja…

 Así transcurre buena parte de sus días. Y así contagia su pasión creyente a muchos niños. Cumple con gran disciplina el método que él mismo se ha impuesto. Al inicio del curso escolar hace una primera ronda por los pueblos. Normalmente acude a la casa del párroco para presentarse, y éste le suele acompañar hasta la escuela. Los maestros de aquella época estaban acostumbrados a que los frailes pasasen para buscar candidatos, y no solían poner ninguna pega. Lo primero que llama la atención de los escolares es su fuerte acento extranjero. A duras penas logra tejer un discursillo en un castellano aceptable. Pero tiene un método infalible: la sinceridad que todos pueden leer en su rostro y en su actitud.

Delante de niños de ojos asombrados, hace juegos de cartas que les dejan boquiabiertos, se ríe con ellos, bromea, les pone en la cabeza su boina, les pide rezar juntos una avemaría, les entrega una estampa y una insignia del Fundador, Luis Guanella, les regala un caramelo y les dice que tiene un colegio grande y bonito que les está esperando, un seminario donde podrían estudiar, rezar, jugar al fútbol, hacer amigos y aprender a ser buenas personas. Él expresaba con los ojos, las manos y una sonrisa de niño lo que las palabras, en un español a trompicones, le negaban. Los niños ven en él a un fraile bueno y alegre, a un hombre que inspira confianza y protección. Pide que levanten la mano los que estarían dispuestos a ir a su colegio. Anota sus nombres y ese mismo día visita a las familias a ver lo que opinan. En los meses siguientes, escribirá una carta o una postal a los candidatos, les visitará de nuevo en el segundo y en el tercer trimestre, para conocerlos mejor y familiarizarse con ellos. Y al inicio del curso escolar les esperará en las escalinatas del Colegio Apostólico de San José, en Aguilar de Campoo. El hermano Juan, asimismo, hace de ecónomo del Colegio. Y también, cuando las hermanas guanelianas abren casa en Aguilar, se preocupará de buscar alumnas por los pueblos.

El 9 de febrero de 1968 anota: “Después de recorrer varios pueblos, he parado a comer en Carrión. He encontrado algunos. He sembrado. San José, bendícenos”. Y otro día: “Bendice, oh San José, al joven párroco de Villalón que tan cortésmente me alojó y me ofreció la cena”. Otro día escribe: “Otra vez en Sahagún, Becilla de Valderaduey, Mayorga… Hoy empiezo a hacer otra ronda. Ayer sólo pude sembrar. Espero que alguno de los chicos me escriba. Todo lo pongo en tus manos. Oh María, bendíceme”.

  

“El P. Carlos no volverá. En su lugar, el General ha puesto a Cantoni…”

         Eran los años que siguieron a la clausura del Concilio Vaticano II (8 de diciembre de 1965). Y la tensión entre lo nuevo y lo antiguo se vivía en cada esfera y en cada realidad eclesial. También en la comunidad religiosa del Colegio San José. ¿Anclarse y encastillarse eternamente como eterno es el evangelio, o renovarse y ventilarse con aire nuevo como nueva es la palabra de Dios? Unos querían correr veloces y soltar el lastre de una tradición polvorienta de siglos. Otros querían frenar en seco porque temían que la tormenta hiciera zozobrar la Barca de la Iglesia. Unos deseaban abrir de par en par las ventanas para respirar aire limpio. Otros querían cerrarlas a cal y canto para no agarrarse una pulmonía. 

En medio de la borrasca y en ese tira y afloja entre el ‘así se ha hecho siempre’ y el “así se puede hacer ahora’, el hermano Juan se sintió como ese jugador que cada equipo quiere consigo, porque es promesa de victoria. Ajeno a los cantos de sirena de unos y otros, se encontró entre dos fuegos cruzados. Y le tocó hacer de mediador entre ambos bandos, y poner bálsamo en algunas heridas. Era partidario del sacrificio personal, de la austeridad, del recogimiento monacal, pero entendía que estas cosas no se pueden imponer, solo testimoniar, y por eso siempre pensó que la vida comunitaria, sin afecto y ternura, era una dura penitencia. Y así se lo insinuaba con caridad y dulzura al superior de la casa, P. Carlos de Ambroggi, que representaba al ala conservadora. Al mismo tiempo que decía, con firmeza e idéntica caridad, al ala renovadora que ‘yo siempre obedeceré a mis superiores’.

En una ocasión, los frailes más jóvenes querían ir a la verbena en la plaza del pueblo, por la fiesta de San Juan. El superior, muy estricto, pensaba que aquello era totalmente improcedente para unos religiosos. El hermano Juan medió, humildemente y en secreto, ante el superior, haciéndole ver que era algo inocente que los frailes más jóvenes fuesen a escuchar a unos músicos. Pero no hubo forma. Para calmar los ánimos de los frailes enfurruñados por la prohibición, el hermano Juan fue a comprar unos helados y los repartió entre todos, para que la alegría volviese a sus caras enfadadas. En cierta ocasión P. José Cantoni, sacerdote guaneliano, resumió con mucho acierto la situación: “El P. Carlos y el Hno. Juan eran dos santos varones, pero les diferenciaba una cosa: el P. Carlos quería ‘imponer’ la santidad a los demás; el Hno. Juan se conformaba con irradiarla”. 

En esos años, el hermano Juan fue el pacificador entre unos y otros. Supo mantener un difícil equilibrio entre el Director, P. Carlos, y los jóvenes religiosos que reclamaban una relajación de la disciplina y un estilo de vida comunitaria más acorde con los tiempos. Hubo no poca tensión en esta primera casa española. Y si probablemente no saltaron chispas fue por la continua mediación del hermano Juan. En el verano de 1970, los religiosos jóvenes escriben una dura misiva al Superior General de la Congregación, quejándose del proceder del superior de la casa aguilarense e invitándole a tomar cartas en el asunto. La Casa Generalicia en Roma se alarmó. Finalmente, se pidió a P. Carlos que regresase a Italia y se nombró a un nuevo director en Aguilar. En septiembre de 1970, el hermano Juan escribe: “P. Carlos no volverá ya. En su lugar, el Superior General ha puesto al P. José Cantoni”. Juan tuvo que ser el puente que une las dos orillas, para no crispar más la situación. Pero siempre mantendría a lo largo del tiempo una relación afectuosa y respetuosa hacia el P. Carlos d’Ambroggi. Siempre que volvía a Italia le visitaba, y así el 28 de mayo de 1971 escribe: “He visitado al P. Carlos en la basílica de San José de Roma, y lo he encontrado muy bien y muy sereno (¡es un alma de Dios!)”

“Está bien sacar buenas notas, pero mejor es crecer en bondad…”

        Siguió al pie de la letra el lema del Fundador: “Rezar y sufrir”. Se levantaba a los amaneceres a orar de rodillas ante el Santísimo, y luego salía a cuidar el huerto y los frutales, para unirse a la comunidad en el momento de laudes. Sor Clelia y sor Antonina, las cocineras del Colegio, y  también los muy hacendosos y leales trabajadores, Teófilo y Angelita, conocían de sobra su prestarse voluntario para las tareas más humildes, como segar la hierba con el dalle, atropar patatas o echar el pienso a los chones. Todos ellos conocían estos desvelos: su vida de adoración nocturna y hasta la mortificación de su cuerpo, mediante cilicios (con permiso de su padre espiritual), Pero su mortificación era mucho más profunda: esa cuota de sufrimiento con la que, innegablemente, tiene que cargar quien decide hacer de la propia existencia un servicio abnegado y sacrificado por el hermano. Y un rezar que es el hilo con el que las creaturas se van enlazando más y más a su Creador.

Y sin embargo -y quizás es su rasgo más definitorio y también el que más impresionaba a cuantos le veían por primera vez- el hermano Juan ofrecía un semblante risueño y una alegría transparente, que transformaba en fiesta el solo hecho de estar a su lado. Su rostro se encendía, su mirada se iluminaba cuando, al final de cada día, dirigía un ‘sermoncito’ a sus seminaristas y les hablaba con pasión y con gozo de la dicha de querer a Jesús, a María y a José. El “pensamiento de las buenas noches” se convirtió en un rito que cada noche esperaban los alumnos, un pensamiento que les serenaba después de un día agotador de estudios y de juegos

Por sus seminaristas, el hermano Juan se hacía prestidigitador, les asombraba con sus juegos de magia, tocaba el trombón para alegrar las fiestas, jugaba al boxeo con los alumnos, o al soga-tira en las noches del buen tiempo, animaba a los contendientes de la cucaña, se reía como un bendito en el juego de la piñata o preparaba con gran fantasía una búsqueda del tesoro. Era su manera de hacer felices a los alumnos. Y lo hacía con creatividad e ilusión.

La Santa Eucaristía, la Virgen María,  San José y Luis Guanella constituían el corazón de su piedad y de su devoción. En sus escritos espirituales ha dejado constancia de que su vida era una oración permanente, repetida, casi monótona, de súplica y de acción de gracias. La conversación confiada entre un niño y su padre: nunca se cansan de decirse mutuamente que se quieren. Y en el caso del niño: no se cansa de pedir ayuda al padre para salir bien parado de todos los lances de la vida. Vivía de oración. Este es el lado místico del hermano Juan que nos descubrió su Diario.

Desde hacía tiempo su mundo interior giraba en torno al pensamiento de la muerte. Moría porque no moría. Sabía que todo el negocio de este mundo consiste en alcanzar el otro con las maletas cargadas de buenas obras. Pero lejos de un continuo lamentarse por los males del mundo y más lejos aún de un escapismo que huye de los problemas, el buen hermano Juan veía en todo una oportunidad de hacer el bien, de hacer méritos a los ojos de Dios y de facilitar la vida a los que le rodeaban; de ahí su acción benéfica y su alegría. El pensamiento de la muerte era un aguijón idóneo para ejercitarse en la bondad, multiplicar la entrega y contagiar la alegría. En un borrador de carta dirigida a los futuros seminaristas se encontró este hermoso texto:

“Mis queridos: vuestro esfuerzo os dará alegría a vosotros mismos, consuelo a vuestros superiores y a vuestros padres. Pienso que está muy bien sacar buenas notas, pero está mucho mejor empeñarse por mejorar moralmente, o sea, crecer en la bondad, en la obediencia, en la caridad y en todas las demás virtudes. Este ejercicio, no sólo consolará nuestro espíritu, sino que encontrará la aprobación de nuestros superiores y, sobre todo, la de Dios, que recompensará cada uno de nuestros esfuerzos, por pequeños que sean, con el premio eterno”  (abril 1970).  

“Ayuda y bendice a los bienhechores…”

      Este capítulo podría titularse “Los maratones del hermano Juan en busca de providencia”. Al hermano Juan difícilmente se le olvidaba o se le dejaba de querer cuando se le había conocido o tratado durante un tiempo. Por donde pasaba, iba tejiendo amistades, a las que cuidaba con una carta, una postal, una visita, un regalo, una estampa, una medalla piadosa. Y muchos de estos amigos se convirtieron en generosos bienhechores de la obra en España. Hacer frente a la construcción del colegio, al mobiliario, a los sueldos de los profesores, a la manutención y al mantenimiento del edificio con las mensualidades mínimas de los alumnos, normalmente de familias humildes campesinas, era pensar en lo imposible. La primera obra española debe mucho, muchísimo, a los numerosos bienhechores italianos del Hermano Juan: las propias casas guanelianas, pero también amigos que él hizo a lo largo de su vida, especialmente a su paso por el Palacio de la Cancillería, contribuyeron con gran generosidad.

Cuando los números en rojo empezaban a aparecer en las cuentas de Aguilar, los frailes decían siempre al superior: “Manda al hermano Juan a Italia, y ya verás cómo vuelve con mucha providencia”. Esto explica los numerosos viajes que Juan hizo a Italia por aquellos años. ¡Era el imán de la Providencia! Y Juan Vaccari iba cargado de obsequios españoles (botellas de brandy o turrones, muy apreciados en Italia), para regalar a sus bienhechores que le correspondían con largueza de propinas y donativos.  Escribe: “Por todos nuestros queridos bienhechores, rezo continuamente. Desde el Cielo haré mucho más por ellos”.

¡Cuántos baúles habrá traído de Italia por aquellos años! Ropas litúrgicas, ropa de hogar, vajilla, equipamiento deportivo para los niños, material escolar, juegos de mesa, filminas y dibujos, instrumentos musicales, vestidos para hacer teatro, dulces navideños, figuras para el nacimiento… de todo. En una ocasión, en la frontera hispano-francesa, los aduaneros querían hacerle pagar una suma descomunal por los baúles, y amenazaban con retenerlos en la frontera. Eran las vísperas de la navidad. Había recogido en Italia muchas cosas para los colegiales. El hermano Juan se puso triste hasta el punto de que se le saltaron las lágrimas. Finalmente, un guardia dijo a otro: “Déjale pasar. ¿No ves cómo está llorando?” Juan llegó a Aguilar con todo su cargamento de regalos y dulces para la Navidad.

          Pero el agradecimiento es la semilla de nueva Providencia. Y esto también lo sabía. El Hno. Juan fue un excelente cultivador de la Providencia, mediante la gratitud y la oración. Un texto resume bien su filosofía: “La Divina Providencia me está ayudando. Bendice, oh Señor, con tus mejores gracias a todos los queridos bienhechores. Por mi parte, rezaré y haré que recen. Además de ser un acto de gratitud por todo el bien que esta buena gente nos hace, es un deber mío y de la Congregación recompensar a los bienhechores con el único medio que tenemos: la oración. Una oración verdaderamente grata a sus ojos” (Diario, 14-2-71).

Cuando regresaba a Italia, realizaba auténticos maratones, por tren o por carretera, para visitar, agradecer, regalar algún detalle y, de paso, recoger providencia. “He salido de Sanguinetto, he llegado a Milán. Luego he viajado a Albizzate, a Varese y finalmente a Barza. Mañana me acercaré a Anzano del Parco y a Como” (enero 1969). Y también: “En Como hablé con el Superior General; luego, fui a Varese. Hice una breve visita a los de la fábrica Ignis. En Barza, me encontré con los cohemanos, y el ecónomo me dió una suma importante de liras. Bendice, Señor, a todos los bienhechores”.

            Pero un donativo para el Colegio San José que le entregaron en Roma le toca el corazón: “Bendice, Señor, a estos niños pequeños de la guardería de nuestra parroquia de San José. Me han conmovido verdaderamente el modo y la espontaneidad a la hora de darme sus ofrendas pequeñitas” (Diario, 19-2-71).

            Escribe: “Oh, Madre de la Divina Providencia, ayudad y bendecid a todos los queridos bienhechores que he encontrado. Me he quedado verdaderamente asombrado por la simpatía que todos muestran hacia la obra guaneliana en España”. Sus viajes a Italia eran una travesía de ciudad en ciudad, de casa guaneliana en casa guaneliana, de familia en familia. Hubo jornadas en las que estuvo en cuatro y cinco localidades. El hermano Juan suscitaba la simpatía, la admiración, las ganas de imitación. Delante de los italianos se comportaba como un misionero que vuelve de sus Áfricas y cuenta sus aventuras. Y tenía para contar muchas cosas: el Colegio crecía gracias a la Providencia, admiraba la fe todavía recia de las familias campesinas, la sencillez y la honradez de los muchachos, la acogida de los religiosos en sus casas (pasionistas, jesuitas, oblatos, maristas, combonianos, hijos de la Consolata, …). Antes de que Juan pidiese, ya le estaban dando. Su testimonio, su inmensa gratitud, su fe de niño estimulaban la generosidad: cardenales, monseñores, monjas y frailes guanelianos, laicos, confesores… “Gracias, Providencia, por todas las ayudas que de ti he recibido en este periodo. Y te pido que bendigas y ayudes a los queridos bienhechores”.

            España es un país insignificante en el mapamundi guaneliano: pocas casas, pocas vocaciones, pocos estudios de un cierto grosor sobre el carisma. Su única fortaleza, aún hoy en día, sigue siendo la figura del Hermano Juan. 

“San José está entre nosotros. Sé tú el guardián del Colegio…”

         La obra en España se iba consolidando. El 9 de octubre de 1967, los alumnos ocupan los amplios espacios de la nueva construcción, rodeada de campos de deporte y de incipientes arboledas, a la sombra de Peña Aguilón. El 2 de mayo de 1971, el hermano Juan está radiante. El obispo de Palencia y Don Olimpo Giampedraglia, Superior General, inauguran una preciosa estatua de San José, de mármol de carrara, esculpida en Italia y patrocinada por la familia Fontaneda, dueña de la fábrica de galletas del mismo nombre. Hay que recordar que el hermano Juan en un primer momento quiso colocar la estatua de San José en lo más alto de la Peña Aguilón, un roquedal –antiguo nido de águilas-, aunque al final se colocó junto a la fachada del colegio, como custodio y bienhechor del mismo. En una nota escrita por P. José Cantoni en el cronicón del Colegio se deja constancia de todo esto: “Una jornada tan deseada y soñada por el hermano Juan, promotor silencioso de todo ello”. Por su parte, en su Diario, Juan escribe: “San José ya está entre nosotros. Sé tú el guardián del Colegio. Ya sabes, mi querido Patrono, lo poco que valgo, y por eso confío plenamente en tu ayuda. Te pido que no falten ministros del altar y Siervos de la Caridad. Y también sé tú, oh San José, el ecónomo de la casa. En ti confío. Concédeme una buena muerte”.

Al inicio del nuevo curso, septiembre de 1971, ciento treinta internos llenan el Colegio. El Señor bendice día a día este semillero guaneliano. Aunque él empieza a darse cuenta de que “reclutar vocaciones se hace cada vez más difícil. ¿Falta de fe?”. 

“Que me encuentre con las maletas llenas de buenas obras…”

       La tarde del 9 de octubre de 1971, el hermano Juan regresa por carretera a su Colegio de Aguilar, después de una jornada de compras por Valladolid y Palencia, en compañía de sor Bettina. A la altura de la localidad de Osorno, en un cambio de rasante, choca frontalmente con un coche que ha realizado un adelantamiento imprudente. El impacto es brutal. Cuando los guardias se presentan en el lugar del accidente, el hermano Juan les pide que se preocupen de sor Bettina, literalmente aplastada por las cajas de alimentos. De esta manera, pudieron salvar la vida de esta monja guaneliana.

Una ambulancia traslada a los dos heridos a la capital. Ambos están en una situación crítica. El Hermano Juan, no obstante la gravedad de las heridas, permanece consciente. Pide un sacerdote para que le dé la comunión y le administre la unción de enfermos. Por su parte, el hermano Juan proporciona al capellán el teléfono para que avise del accidente a la comunidad aguilarense. Sabe que está llegando a la “estación Termini” de su recorrido, como solía decir. Junta sus manos y empieza a orar. Cuando su corazón deja de latir, su última avemaría queda interrumpida. El capellán del hospital, Juan Melero, asiste, impresionado y altamente edificado, a los momentos finales de una existencia de 58 años. Dejará de esos últimos instantes un significativo testimonio: “Una de las cosas más maravillosas de su agonía es que, a pesar de su extrema gravedad y, según opinión de los médicos, de sus intensos dolores, no se le oyó ni una sola lamentación ni queja, dando la impresión de una placidez extraordinaria y de una paz profunda”

La noticia inesperada de su muerte sacude y sobrecoge a tantísimos amigos y conocidos en Italia y en España. Una cascada de testimonios conmovedores llega en esos primeros días. Cuantos le conocieron tuvieron el convencimiento de que un hombre bueno se había cruzado en sus vidas.

Miremos, por un instante, la fotografía del hermano Juan en su féretro. Ahí está en las cuatro tablas de siete palmos en las que cabe cualquier ser humano nacido de mujer. Las manos enlazadas a un pequeño crucifijo y a las cuentas de un rosario. Llegado al tránsito de su existencia, conserva las heridas del tiempo, de la existencia y del accidente. Al igual que los cristos resucitados muestran las marcas de los clavos y la llaga del costado, también Juan Vaccari entra en el cielo con las marcas de las heridas, las que son visibles sobre su rostro, y las otras, las del alma, que permanecen veladas para los demás. Esta foto fúnebre expresa perfectamente todo eso. Juan ya ha atravesado el umbral de otra manera de vivir. Su deseo, mil veces expresado, lo ha cumplido con creces: “que me encuentre con las maletas llenas de buenas obras”.

 


En el silencio sepulcral del funeral, retumba: “Hoy ha muerto un santo…”

Al día siguiente del fatídico accidente de tráfico, los restos mortales del hermano Juan regresan a su querido colegio san José para ser velados. Su rostro refleja un tránsito sereno, no obstante las marcas de las heridas en el rostro. A la una de la madrugada, en el tren nocturno, llega P. Carlos de Ambroggi desde Italia. Hombre impertérrito que siempre ha tenido a gala el desapego, se arrodilla en la capilla ardiente, se desmorona y prorrumpe en desconsolado llanto, ante la mirada atónita de la comunidad religiosa por tan inaudita reacción. Poco después, P. Carlos entra en la habitación del hermano Juan. Recoge sus diarios, sus cartas y los abraza como un pequeño tesoro. A esa hora, sabe que no será capaz de pronunciar la homilía exequial que ha preparado durante el viaje. La emoción no le dejaría hablar. El estricto sacerdote da paso al amigo que llora a un amigo. Ni siquiera él sabía que lo amaba tanto. En los meses siguientes su único objetivo será recoger testimonios, escuchar relatos, leer escritos y cartas. Él fue el primero en darse cuenta de la ‘madera de santo’ que latía bajo la piel y los escritos del hermano Juan. Luego se convencerían muchos otros, pero él fue el primero. La segunda vida a la que estaba destinado el hermano Juan, ese vivir en muchos otros después de morir, se lo debemos en gran medida a P. Carlos.

El elogio fúnebre corresponderá, así, al párroco de Aguilar de Campoo, Don Ciriaco Pérez, amigo personal, que conocía el alma del hermano Juan como sólo un confesor puede conocerla, que lo había acompañado muchas veces en el seiscientos a los pueblos de alrededor en sus búsquedas vocacionales, presentándole párrocos y maestros, que había viajado con él a Italia para conocer en el país transalpino a los ‘italianos’, tal era el nombre con el que los aguilarenses llamaban a los frailes de don Guanella. Don Ciriaco, embargado por la emoción, las lágrimas pugnando por derramarse, proclama en la homilía: “Hoy ha muerto un santo”. Y este anuncio retumba como un “gloria” o un “aleluya” en el silencio sepulcral de un sábado santo. A nadie de los presentes extraña esta proclamación solemne. A las seis y diez de la tarde, del lunes, 11 de octubre de 1971, víspera de Nuestra Señora del Pilar, en la colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, comienza la ‘canonización’ de Juan Vaccari Magnani: el Hermano Juan.

Hubo un pequeño desconcierto en el organista, el coro y los mismos fieles. Para el final de la misa, para ese momento en que el féretro abandonase definitivamente el templo, estaba previsto cantar Hacia ti, morada santa. El órgano había lanzado ya los primeros acordes y los cantores ya tenían en su boca la primera sílaba, pero entonces, de nuevo, el párroco de Aguilar, se dirigió al ambón, y empujado por certeza que no le cabía en el pecho, empezó a cantar el canto del Resucitó. Un minuto antes este canto hubiera parecido inadecuado e impropio en un rito exequial; un minuto después parecía lo más lógico y lo más normal del mundo. El organista cambió de acordes y los cantores buscaron precipitadamente la página 87 del cancionero, donde estaba la letra del Resucitó. El pueblo llano, que ya nimbaba al hermano Juan con el título de ‘un fraile bueno’, arrancó a cantar entre sollozos.

Ya el féretro, portado a hombros por sus seminaristas, avanza solemne bajo las bóvedas góticas de la Colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, en el silencio de las lágrimas compactas de unos, y en el canto roto y lleno de fe de otros.

Resucitó, Resucitó, Resucitó,

Aleluya,

Aleluya, aleluya, aleluya

Resucitó

El cortejo fúnebre da la vuelta a la plaza porticada de la villa, en un homenaje improvisado de curas, seminaristas, religiosos y pueblo creyente, y hasta ahí llega el canto del ‘Resucitó’, que es como una pequeña certeza y, a la vez, un pequeño desafío:

La muerte, ¿dónde está la muerte?

¿Dónde está mi muerte?

¿Dónde su victoria?

¡Resucitó, resucitó, resucitó!

¡Aleluya!

  

Epílogo: “No te olvides de nosotros, hermano Juan…”

 En la tarde de la festividad de Santa Teresa de 1971, las clases de la tarde terminaron unos minutos antes en el Colegio San José. Los alumnos, habitualmente ruidosos, llevaban una semana hablando en susurro. Hasta en los patios, los juegos transcurrían como en sordina. Había una tregua escolar en peleas, tacos y gritos. Los alumnos recogieron esa tarde su trozo de pan y su pastilla de chocolate, con orden y concierto.

Poco después, se encaminaron, cabizbajos, hacia el asilo de ancianos. Conocían perfectamente el camino: cada domingo –lección magistral- iban a servir la sopa a los abuelos. Pero no era este el motivo. En el depósito de este asilo descansaban provisionalmente los restos mortales del hermano Juan Vaccari. La funeraria había llegado el día anterior desde Italia con el fin de repatriar su cuerpo sin vida. Es el momento de la despedida definitiva en tierras españolas.

Avemarías suceden a avemarías alrededor del furgón fúnebre. Rostros sombríos. Adioses bisbiseados, contención en los gestos del extremo saludo: apenas unos dedos que esbozan un adiós. Tal es la parquedad clerical y tal la parquedad castellana. Cuando el coche arranca, el educador Vicente Simion, apoya sus manos en los hombros del alumno que tiene delante, como para infundirle una fortaleza que él mismo no tiene, y también una jaculatoria no prevista, un ruego no acostumbrado: “Ruega por nosotros, hermano Juan. No te olvides de nosotros”.    











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